Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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domingo, 26 de diciembre de 2010

Las ideas políticas y la política en el Perú

Uno de los elementos imprescindibles y de gran importancia para generar un espacio político, en el que la ciudadanía pueda perfilar sus aspiraciones de cambio, son las ideas políticas. En la política peruana contemporánea la ausencia de las ideas políticas ha sido sustituida por aquel pragmatismo caníbal e individualista, que cotidianamente se legitima mediante aquel dicho: “así es la política”. Tal frase no es nada fortuita, ya que corresponde límpidamente a una de las consecuencias de la crisis de los partidos políticos, acaecida durante la última década del siglo XX.

También, junto (o coludido) a aquel pragmatismo, opera en la política peruana un discurso oficioso que intenta sustituir la carencia de las ideas políticas, a través de una serie de frases monocordes y espetadas por la prensa oficial, acerca de la democracia, la inversión privada y el desarrollo empresarial. Los actuales miembros del poder legislativo forman el coro que anima tal orfandad de ideas, ¿qué mejor ejemplo al respecto que esa defensa cínica que balbucean cuando se ven descubiertos pública y periódicamente ante un hecho flagrante que desprestigia ante todo a ese caro poder legislativo?

Las ideas políticas, lejos de ser el demiurgo de la política, sólo expresan y perfilan toda práctica política de la manera más laica posible. Por eso es necesario, para no confundir el espacio político con las ideas políticas, saber quién es quién en la política. De ahí que si las ideas políticas se ponen sobre la mesa se evitarían esas sorpresas protagónicas que caracterizan a cada periodo electoral. Sin embargo, hay un óbice al respecto. No hasta hace poco tiempo a las ideas políticas se las reclasificaba operativamente como ideología política, muchas de ellas (anarquismo, socialismo, democracia cristiana, nacionalismo, comunismo) se legitimaban por referentes empíricos y sociales que operaban en la política internacional (el movimiento obrero, las luchas de liberación nacional, la reforma agraria y el imperialismo poscolonial). Ahora en estos tiempos posmodernos, figurativamente nominado como global, la reproducción de muchos de aquellos referentes ha desaparecido, o simplemente se ha venido mermando, por el localismo que encierra, paradójicamente, la universalización del libre mercado. Y por ende se han difuminado, o han perdido cierta consistencia, muchas de aquellas ideas. Ante la falta de referentes explícitos, la reproducción de la política, asociada a la información de la imagen, ha adquirido cierta funcionalidad a través de lo que Sartori nominaba como “video-política”. Es decir, más que ideas políticas, las imágenes (televisadas) de la política tienden a reproducir un espacio lego que acrecienta la distancia entre la ciudadanía y el ejercicio del poder, cuya única conexión periódica se reduce a las campañas electorales en donde se banaliza el ejercicio político, ya que se la identifica como parte de un gran show televisivo. De ahí que las intenciones de voto se inclinen, no en función de las ideas que sustenten y pregonen los candidatos, sino por la exposición adocenada que emite la imagen de la “popularidad” (a partir de efectos epidérmicos como el goce, la simpatía y el miedo).

Pero como la política no se reduce a la “video-política”. No está demás reconocer que ella es ante todo el ejercicio del poder que ejerce la ciudadanía en función de cierta normatividad a través de la representatividad de intereses sociales, ya sean estos intereses de clase o los intereses nacionales. Sobre este hecho, las ideas políticas son las que le dan coherencia y toda la legitimidad del caso a tales intereses racionalizados. Si en su lugar aparecen respuestas reactivas que no se perfilen hacia tal racionalización de intereses sociales, lejos está la política de ser congruente a toda república moderna. De esto lo tienen muy bien en claro en el Perú los grandes empresarios (la gran burguesía), quienes siempre se perfilan en defensa de sus intereses, patente a través del apoyo implícito a determinadas candidaturas. ¿Qué tipo de ideas justifican su práctica política? ¿Acaso todos los grandes empresarios están premunidos de una ideología política que legitime su poder? No necesariamente, ya que muchos responden a cierto pragmatismo de sentido común: “El gobierno que proteja mis inversiones, tendrá todo mi apoyo”. El reordenamiento y la consistencia de tales ideas les competen a ciertos intelectuales nominados como liberales. Muchos de aquellos liberales no necesariamente tienen lazos afectivos, ni parentales, con aquellas clases, sino que su ejercicio intelectual responde a su formación y a la reproducción de su vida profesional. Es significativo al respecto que muchos de aquellos intelectuales han sido formados (y se forman) en universidades privadas (aunque hay excepciones) y que profesionalmente se desenvuelven en las grandes empresas (educativas, consultoras, comerciales, mineras, prensa, televisivas y demás) que les permitan asegurar un estatus social de clase media. A sabiendas o no, su desenvolvimiento profesional en los espacios públicos y privados, se convierten al fin de cuentas en espacios políticos en donde se reproduce y legitima el reordenamiento del poder político que asegura los intereses de los grandes empresarios, para así asegurar también los suyos en particular.

Pero el liberalismo, si bien tiene un referente histórico como ideología política, no es del todo homogéneo, ya que siempre se ajusta a los cambios contemporáneos de la economía política e internacional. Sin embargo presenta un rasgo en común, la defensa de la libertad del individuo y de la propiedad privada en función del mercado. Tales ejes no sólo son imperativos categóricos (de orden moral) para los liberales, sino ante todo son axiomas a partir del cual se ha reordenado el mundo contemporáneo, bajo la lógica del capital. Pero no sólo el liberalismo es la única ideología política que se reproduce en el Perú para justificar el ejercicio del poder político. El caso es que las demás ideas políticas no-liberales, para usar un rótulo genérico que pueda clasificarlas, no logran articular aún un espacio político que permita legitimar el ejercicio político de todos aquellos que no son grandes empresarios, a saber, los obreros, campesinos, amas de casa, pequeños comerciantes de todo tipo, agricultores, profesionales (de la salud, la educación y demás), empleados, sub-empleados y desempleados, artistas y estudiantes de la educación pública, en suma, las clases populares. Una prueba de ello es que ante las manifestaciones, tan legitimas, de la población organizada a través de sus diversos frentes y gremios en todo el país, resultan siendo denostadas y acusadas bajo el fantasma de la violencia y el caos. Al respecto son escasos los medios independientes de la prensa, que cumplen con su deber de informar a la ciudadanía en general acerca de tales difamaciones.

Sin embargo, para que tales acusaciones queden sin efecto, se debe reparar en la importancia de la producción de ideas políticas que permitan la legitimación de tal ejercicio político digno y justo. Para tal fin son necesarios los intelectuales ¿dónde están los intelectuales que no comulgan con el liberalismo? ¿Acaso se encuentran luchando contra molinos de viento? O ¿Acaso se han convertido, todos ellos, en los voceros del liberalismo?

El producir ideas políticas no-liberales es un reto, si es que no se quiere que la política en el Perú se reduzca, como hasta ahora, a la inercia de sólo cambiar de presidente cada cierto periodo electoral. A eso apunta el reto de generar ideas políticas claras al respecto, para que las clases populares puedan, no sólo legitimar su ejercicio político, sino ante todo ejercer su representatividad, con toda la seguridad moral y democrática del caso, en defensa de sus intereses.

Que duda cabe, tal como está el panorama político, la defensa de los intereses de las clases populares se convierte al fin de cuentas, en estos tiempos neoliberales, en la defensa de los intereses nacionales.



Juan Archi Orihuela
Domingo, 26 de diciembre de 2010.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

El trabajo no dignifica al hombre o el derecho a la pereza

Hay un viejo dicho que siempre se espeta en las escuelas “el trabajo dignifica al hombre”. El mensaje es claro, no interesa en que trabajes, total serás dignificado por tu esfuerzo, es decir, serás moralmente aceptado como un hombre de bien, considerado por todos, un hombre digno (“un buen partido”, como antaño las madres casaderas decían). Pero realmente ¿todo trabajador es un hombre digno? Y que sucede con los millones y millones de desempleados en el mundo ¿acaso son hombres indignos? ¿Y la situación del subempleo y el empleo temporal hacen de este mundo, un mundo de hombres indignos?

Según Nietzsche, los hombres indignos han perdido la capacidad de vivir ejerciendo su voluntad de poder. El poder en el mundo contemporáneo se ejerce metafóricamente a través del bolsillo. Rasgo que llama mucho la atención si se observa que muchos bolsillos en la actualidad se encuentran vacíos. Y no sólo eso, la metáfora analítica del “vacío”, utilizada por Lipovestky, permite no sólo dar cuenta del proceso de personalización, sino también de sus consecuencias, a saber, la reproducción de la vida social en la actualidad se caracteriza por el vacío de toda índole.

Pero ¿qué relación existe entre el vacío y el poder? El poder como fenómeno social se encuentra ligado a la constitución del orden y a la clasificación de la producción que permite ese orden, a saber, la división del trabajo. La división del trabajo en las sociedades precapitalistas permitía establecer límpidamente aquella relación de fuerza que constituye todo poder: mando y obediencia. Reconocer quienes eran los que mandaban y quienes eran los que obedecían en las sociedades precapitalistas era un hecho naturalizado. Por el contrario, en la constitución de la sociedad capitalista (nominada retóricamente como moderna) la fluctuación de los individuos en función de la mercancía permite que se articulen reglas de juego alrededor del poder y que su invisibilización se produzca paradójicamente a partir de la acentuación de la desigualdad. Es decir, ahora en el mundo contemporáneo nadie sabe (o no quiere saber) o sospecha (o tiene la certeza) quienes son los que mandan y quienes los que obedecen, a pesar de que la satisfacción de cierto bienestar para unos pocos es producto de la insatisfacción y la falta de bienestar para muchos. Más allá de malos entendidos, aquella indeterminación contemporánea de la concreción del poder radica en aquello que Pierre Bourdieu llamó la illusio (el “estar atrapado en el juego y por el juego” que se produce en el interior de un campo).

Permitiéndome una glosa muy atrevida, la illusio en la operatividad de los diversos campos (educativo, político, intelectual, económico, religioso y demás) genera esa sensación de libertad a través de la ausencia del poder. No es que anteriormente (en las sociedades precapitalistas) el poder se representara simbólicamente en todas las instituciones sociales (como sugieren muchos antropólogos), sino que aquella pretendida simbolización omnipresente no era más que la expresión de su ausencia. Más aún, empíricamente siempre se ha reconocido que la objetivación del poder es un hecho cognoscible a partir de su función, es decir, la objetivación del poder (ejercido por el gobernante o por aquel que “manda”) permitía que su constitución sea figurativamente un eje vector a partir del cual se disponía del mundo social. Eso socialmente implicaba la ausencia real del poder o la incapacidad de ejercer el poder para quienes no mandaban. Esa ausencia permitió que la necesidad de los hechos en el mundo se asiente en fuerzas indeterminadas (concebidas como trascendentales), cuyo ejercicio se estableció mediante la producción y la reproducción de la vida social. La justificación al respecto es de larga data y su sentido varía de acuerdo a la particularidad de tal o cual cosmogonía o a la generalidad de tal o cual cosmovisión (weltanschauung).

Volviendo a lo anterior, la sensación de la libertad que se espeta discursivamente (o pretenciosamente se defiende) en el mundo contemporáneo es paradójicamente el recurso que permite la dominación y la ausencia del poder mediante la illusio. A pesar que en el interior de los campos (anteriormente aludidos) se desenvuelvan relaciones de fuerza, esto no significa que el poder se ejerza de manera incondicionada; o, que, mediante la illusio, los individuos crean que al ejercer el poder serán libres (o por lo menos tengan aquella sensación). La condición de posibilidad para que el poder se ejerza en el mundo contemporáneo implica una mediación, a saber, el capital. El capital (ya sea como capital cultural, social, económico o simbólico) y su necesaria reproducción se fundamenta mediante el valor social que adquiere en el interior del campo. Y es ahí donde radica la constitución o sensación del vacío expresado por la libertad.

El vacío, al igual que la libertad, es también una sensación. Pero el vacío como un hecho se genera a raíz, ya no de la invisibilización de la dominación, sino de cómo se desenvuelve la dominación. No es que actualmente la dominación, como ocurría de facto en sociedades precapitalistas, se encuentre en un proceso de naturalización, sino que ahora a raíz de la individuación como proceso se ha generado una situación de vacío. El vacío se expresa en aquella sensación de indeterminación cognitiva y en aquella infructuosa búsqueda por dar cierto marco de sentido a las cosas. Inversamente a la libertad, el vacío nunca se reproduce discursivamente, ni mucho menos se lo proclama para congregar o sumarse a una causa común, porque expresa significativamente la pérdida de fundamento de toda práctica.

Discursivamente la libertad es la capacidad que tiene el individuo para ejercer su voluntad de acuerdo a sus necesidades e intereses particulares. El vacío es la constitución de cómo se ejerce esa voluntad. Una voluntad que se encuentra disociada del poder y que no permite su real satisfacción porque la condición para ejercer la voluntad es que el individuo nunca podrá satisfacer sus necesidades. En el mundo contemporáneo la composición de los campos y su estructuración permite reconocer que la insatisfacción del individuo no radica en las mercancías producidas al infinito o porque su producción no responda a cierta racionalidad económica e idealmente planificada, sino porque no todos pueden ejercer el poder. Pero si se recuerda que en las sociedades precapitalistas no todos ejercían el poder ¿cuál es la diferencia? El detalle es algo sutil, en el mundo contemporáneo la producción de la mercancía exige, mediante la illusio, que todos tengan la sensación de ser libres (o por lo menos pretender ser libres), a pesar de que uno no sepa (o no quiera saber) quienes mandan y quienes obedecen.

Un ejemplo muy significativo al respecto es que el trabajo como fenómeno histórico ha pasado por una significativa valoración. En las sociedades precapitalistas los que se encontraban subordinados (esclavos o siervos) eran los que trabajaban. Por el contrario, en el capitalismo los que trabajan reproducen la illusio de ser libres mediante la adquisición de mercancías; discursivamente el trabajo tiene valor porque dignifica al hombre (antaño el trabajo denostaba al hombre). De ahi que el trabajo, como la práctica que víncula al mundo empírico y reclasifica una condiciín social, es lo que permite la reproducción de aquella illusio de la libertad en el mundo.

Heréticamente en el siglo XIX, en pleno efervescencia del movimiento obrero europeo, Paul Lafargue, un reconocido socialista, proclamaba, bajo el silencio de la escritura, “el derecho a la pereza”. Tal denuncia respondía a las consecuencias que ha generado la constitución del homo economicus en el mundo, a saber, la explotación en el trabajo. Paradójicamente en el siglo XXI una consigna socialista muy atrevida, para denunciar las relaciones entre el poder y el vacío, sería invertir la tesis de Lafargue: “El derecho al trabajo”. Situación que a todas luces parece imposible, ya que la constitución de la libertad ha sido a costa de que ahora muchos no puedan tener ese derecho (ni en su propio país). Tergiversando una sugerencia de Nietzsche ¿hay hombres indignos o han hecho del mundo, un mundo para que los hombres se sientan indignos?



Juan Archi Orihuela
Miércoles 15 de diciembre de 2010.

martes, 19 de octubre de 2010

“El poder de los sentimientos” de Alexander Kluge

Hay una serie de ideas que se han elaborado con respecto a los sentimientos, muchas de ellas apuntan a enfatizar el aspecto “positivo” de tal afectación. De ahí que se nomine como “nobles sentimientos” a tal disposición afectiva. Sin embargo, no todos los sentimientos son nobles (para justipreciarlo de alguna manera), muchos de ellos se ejercen como mecanismos de respuesta ante una situación particular y situacional. Pero hay algo que identifica a lo que se puede llamar el “poder de los sentimientos”, a saber, su naturaleza invertida desde el objeto. La producción cinematográfica ha permitido figurar una serie de imágenes que muy bien puede ayudar a entender tal asunto.

En una escena de la película El poder de los sentimientos (1984) de Alexander Kluge, una psicóloga le pregunta a un actor de teatro (que anteriormente ha actuado en la misma obra unas 84 veces) sobre si en el acto I ya sabe lo que va a ocurrir en el acto V. El actor le responde que no. Pero la psicóloga le dice: “si antes ya actuó, como es que no sabe que sucederá luego”, y él le responde: “¿cómo podría yo saberlo?”. Tal situación de malos entendidos se resuelve (y entiende) si uno repara en que la psicóloga pregunta por el actor (el sujeto), mientras que el actor responde como si fuera el personaje aludido (el objeto). Algo similar sucede cuando uno quiere decirle a la chica que quiere, que la quiere. Generalmente uno escucha la pregunta por el sujeto (la chica), pero termina respondiendo desde el objeto (el “yo enamorado”). El “yo enamorado” es como una suerte de personaje que a pesar de haber actuado una serie de veces en la misma obra no sabe lo que va a ocurrir luego. Tal situación puede ser reconocida como una experiencia dulzona o rememorada por cierta complicidad, pero aquella respuesta por el objeto también se ejerce en situaciones que apuntan a lo thanático.

En otra escena de la misma película de Kluge, una mujer es confrontada en un juicio por el asesinato de su marido. El abogado de la víctima le pregunta "¿por qué se disparó en la pierna y luego disparó a su marido?" Ella responde que no quiso matar a su marido sino que simplemente “le dispare, pero no quería hacerle daño”. Cuando le recriminan si lo hizo por indignación o celos (su hija había sido violada por su esposo), ella sueltamente responde que no fue una violación ya que eso fue algo consentido y no fue por celos porque amaba igual tanto a su esposo como a su hija “sólo dispare, nada más”. Tal respuesta puede parecer una suerte de coartada para no ser imputada por los cargos que se le acusa. Sin embargo la mujer en el fondo esta respondiendo desde el objeto y no desde el sujeto. Es decir, su respuesta se enuncia desde la situación particular en el que ella actúa (disparando) ejerciendo el poder de los sentimientos. Tan similar como el actor o como todo joven enamorado.

Por otro lado, hay otra escena en el que una jueza le pregunta a una mujer (victima de una violación) si está de acuerdo en quitar los cargos a su victimario. Ante la afirmativa, la jueza le dice, “pero, él la agredió”. Ella le responde que “lo que más me afecto es que mi pareja terminara con migo. Luego de eso no recuerdo nada”. Ella había tomado barbitúricos para suicidarse y en ese estado inconsciente un sujeto la violó y debido a tal hecho fragrante (un testigo dio parte a la policía) pudo ser atendida y así salvar la vida. En tal caso, la suspensión del sujeto hace imposible la rememoración por el objeto. De ahí que la respuesta se enuncia desde el sujeto y por eso aquella tentativa por racionalizar los hechos le parezca a la jueza algo inaudito. Y efectivamente, la respuesta desde el sujeto no tiene nada que ver con los sentimientos (ya que se espera un mínimo rechazo ante una afrenta de tal naturaleza).

Hay un dicho muy común al respecto del amor, se dice que el “amor es ciego”. Más allá de la metáfora popular, lo cierto es que el poder que ejerce el amor (por su naturaleza sentimental) se efectúa siempre desde el objeto. De ahí que su pretendida irracionalidad o supuesta complejidad ininteligible no sea más que la figuración polar entre la indeterminación del poder de los sentimientos y cierta apreciación estética racionalizada. Por ello, entre otras razones, el cine de Kluge no debe pasar desapercibido…



Juan Archi Orihuela
Martes, 19 de octubre de 2010.
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En la imagen que acompaña el artículo se encuentra el director Kluge en pleno rodaje.

jueves, 14 de octubre de 2010

Un pseudo debate tergiversado y ya olvidado: La despenalización del aborto

Hace varios meses que se ha cancelado el debate en el hemiciclo acerca de la despenalización del aborto en el Perú. La medida legislativa ha quedado sin efecto hasta ahora. En el fondo se ha ventilado una serie de ideas, exageradas algunas y tangenciales muchas de ellas, que ha cambiado aquel debate, a saber, si uno está, o no, de acuerdo con el aborto. Y tal como ha sido espetado, casi todas las respuestas han sido tributarias de la opinión del “yo creo”. De ahí que el grueso de opiniones respondan fielmente, más que a un punto de vista en particular de un individuo, a las ideas que reproduce la religión judeo-cristiana en general y de la iglesia católica en particular, tal como se ha institucionalizado en un medio social como el nuestro. Es decir, todas las respuestas se sustentan ante todo en la fe y en un ejercicio moral muy particular que siempre ha pretendido la universalidad.

Me explico, el tema sobre el aborto en sentido estricto es la despenalización de una práctica que ocurre en el Perú sin regulación sanitaria alguna. Es decir, el aborto es ante todo una situación de un hecho social. El debate apunta a la posibilidad de despenalizarlo o no, en la medida que afecta a la salud pública. Pero no es así como se ha planteado y entendido tal debate, sino a través de una tergiversación muy coloquial y cotidiana: “¿estas a favor o en contra del aborto?”. Tal candorosa pregunta es similar a “¿estas a favor o en contra de los accidentes de tránsito?”. Ante situaciones de hecho de tal naturaleza no caben tales preguntas, sino plantear su regulación respectiva que permita aminorar el riesgo para la vida humana. La despenalización del aborto apunta a eso, mediante una atención especializada, evitar los riesgos de la mortandad. Por eso, el debate al respecto de la despenalización del aborto no puede conducir a que se vilipendie la práctica del aborto, sino a que se regule de acuerdo a la ley jurídica, y no a tal o cual moralidad, como se viene opinando al respecto.

La moralidad es el ejercicio de vida que uno realiza a partir de ciertas ideas que norman y justifican la existencia particular de uno mismo, desde luego como toda práctica ésta se desenvuelve socialmente, de ahí que se pueda reconocer la moralidad de un grupo y demás. Ahora bien, como el tema jurídico del aborto implica, no la moralidad de tal o cual sujeto (pío o impío) o grupo que se arrogue la universalidad del mismo, sino la regulación de una práctica informal que se efectúa al margen de la moralidad de tal o cual sujeto (los llamados abortos clandestinos). Tal disposición jurídica pretende ajustarse a la naturaleza de la vida social en el mundo contemporáneo, cuya reproducción institucional se efectúa a través del ejercicio político de la ciudadanía. De ahí que la moralidad de un sujeto o grupo no puede determinar la necesidad ética y política de la ciudadanía, que en el plano jurídico la conforma la población adulta de una república.

Si la cuestión se plantea éticamente, en función de las necesidades y el conocimiento del mundo contemporáneo, la regulación jurídica de una práctica como el aborto posibilitaría que la reproducción humana de las ciudadanas del Perú se autodetermine en función de las posibilidades de subsistencia y manutención de las mismas, como corresponde a toda racionalidad humana. Por ello, la despenalización del aborto no quiere decir, que se este atentando con la vida de un ser humano (el no-nacido), sino que apunta ante todo a proteger la integridad física de las ciudadanas para así regular la normalidad psico-social de la familia (la funcionalidad de las relaciones entre padres e hijos deseados).

Sin embargo, como los juicios que se contraponen a tal fin acentúan, a partir de un artículo de fe, la defensa de la vida, en este caso de los no-nacidos, tergiversan el asunto apelando a la moralidad de tal o cual sujeto o institución que pretende ser el ente regulador de la vida social, a saber, la iglesia. Esta demás señalar que a una institución como la iglesia no le compete ese rol, la ciudadanía se rige por las disposiciones del Estado, y que en el mundo contemporáneo y civilizado es contundentemente laico. Una cosa es que el Estado peruano aún permita la reproducción de las ideas religiosas a través de la educación pública, y otra, que estas ideas se reproduzcan socialmente hasta aparentar un naturalismo determinista de las disposiciones psico-fisiológicas acerca de la concepción de la vida.

Socialmente las concepciones de la vida, como todas las representaciones de la conciencia, responden a las formas de vida social de los grupos humanos sujetos a necesidades económicas cuya determinación es histórica y política. Sin embargo, hay una constante entre ellas, a saber, la vida humana, lejos de todo trascendentalismo, siempre se ha concebido en función de la producción agraria y el orden político. Las figuras retóricas de la vida agraria (desde el semen, como semilla, el acto de fecundación como la siembra y el nacimiento como la cosecha) han sido exaltadas figurativamente por los poetas y artistas y elaboradas bajo la reflexión analógica (uso de analogías) en todos los mitos cosmogónicos. De ahí que a la vida siempre se le ha asociado a la sexualidad y a la concepción, pero no sólo eso. El orden político es lo que ha determinado las condiciones de posibilidad para que la vida adquiera su sentido, tanto terrenal, como trascendental. Sincopando el asunto, la vida bajo la figura agraria es la reproducción empírica de un acto violento que se ejerce a través del ritual del nacimiento. Para que el ser nacido tenga asegurado su existencia (disfrute de la vida) es necesario que el orden político regule su vida institucionalmente, y esto siempre se ha efectuado mediante el ejercicio político y “educativo” a través de la lucha (la guerra). En las sociedades precapitalistas había una suerte de selección y sanción política sobre la vida de la población. Ya que se esperaba de los nacidos que trabajen y luchen sin desventajas físicas y psíquicas (los niños con malformaciones eran simplemente aniquilados). Las sociedades que necesitan una ingente fuerza de trabajo para echar andar las obras públicas bajo formas imperiales (incas, egipcios, persas, romanos, caldeo-asirios y demás), así como los que se encontraban limitados productivamente a cierta autarquía (como los judíos en el desierto), tenían que poner sanciones drásticas para quienes atentaran contra el no-nacido. Ya que tales nacimientos eran de una necesidad pública.

Actualmente tales determinantes sobre la valoración de la vida se rige bajo otra forma productiva (el capital) y otra organización política: el Estado-nación. El estado moderno ya no puede justificar la vida bajo la reproducción agraria (la semilla), ni mucho menos bajo la lucha militar (el héroe), sino que ahora lo que ha cobrado legitimación jurídica es la autodeterminación de la ciudadanía en función de la libertad del individuo sujeto a la concreción del capital. Por ello, en el mundo contemporáneo el no-nacido se encuentra sujeto a la voluntad, ya no del Estado (ni mucho menos de ninguna institución religiosa), sino, a la voluntad de sus procreadores; que a su vez, se encuentran sujetos a la necesidad de la lógica del capital sobre la vida. Hecho patente y racionalizado por el control de la natalidad.

Por ello, el debate sobre la despenalización del aborto no puede ensimismarse en la defensa de la vida a partir de un artículo de fe, ya que no sería posible ningún diálogo al respecto. Tal vez ante la tergiversación de aquel debate, sea necesario plantear, como una necesidad pública, que el Estado peruano sea de una vez por todas un Estado laico. Así se evitarían muchos malos entendidos. Y tal vez sólo así se asentaría una auténtica democracia que permita el ejercicio del poder y la libertad del individuo de acuerdo a sus necesidades.




Juan Archi Orihuela
Jueves, 14 de octubre de 2010.

lunes, 11 de octubre de 2010

El homo videns y la democracia

En la actualidad el proceso económico se encuentra en estrecha relación con el desarrollo tecnológico, que implica mayor procesamiento de información. Por tal motivo, este fenómeno ha sido nominado por el sociólogo Manuel Castells como una economía informacional y global. El rasgo distintivo de esta nueva economía, generada en el último cuarto del siglo XX, a juicio de Castells, se sustenta en el conocimiento; conocimiento que se desarrolla en función de la mayor capacidad de procesamiento de información, convirtiéndose la información en un “producto del proceso de producción”.

Ahora bien, la productividad y la tecnología (organización y gestión) son los elementos constitutivos del incremento de la producción, pero los agentes de ese incremento son las empresas y las naciones; situación nada problemática si no se repara en la finalidad de la renta, porque las empresas están motivadas por la rentabilidad, a su vez, la tecnología y la productividad pasan a ser los medios de ese incremento. Tomando en consideración esa premisa, la economía industrial se confunde con la economía informacional, cuando en ambas el fenómeno del incremento de la producción está condicionado por el Estado y la nación. Sin embargo, el carácter global de la circulación del capital generará necesariamente una información global, siendo un rasgo distintivo de esa feroz dinámica tecnológica, el proceso de adquirir símbolos como si fueran los objetos mismos.

Esta característica de adquirir lo simbólico como lo real, constante de una economía global, permite concebir el proceso económico como una unidad “en un tiempo real a escala planetaria”. Siendo su síntoma mas palpable, cuando las “transacciones de miles de millones de dólares tienen lugar en segundos en los circuitos electrónicos de todo el globo”. La contraparte a este proceso es que los mercados laborales no se vuelvan globales. ¿Es posible tal contraposición?

Para reconocer el problema de la dinámica de la información y sus consecuencias para la vida social, en el ámbito mundial, resulta necesario comprender la asociación que ésta tiene con el conocimiento. El conocimiento de modo sucinto esta ligado a los actos comunicativos, como producto de la cultura humana en su intento de socializar la naturaleza. Este elemento imprescindible fue posible a través de mediaciones como el símbolo, de ahí que filósofos como Cassirer postulen al hombre como un animal simbólico. Pero como en el presente se genera un problema con respecto a la comunicación, todo acto descodificador está supeditado a una producción cultural específica, pautada por la economía informacional señalada anteriormente.

Retomando nuevamente a Castells, este autor sincopa la comunicación humana bajo dos momentos culturales, de gran presencia e importancia, como son: la cultura alfabética y la cultura audiovisual. La primera, la cultura alfabética, proporcionó a occidente una estructura mental para la comunicación acumulativa, sustentada en el conocimiento, relegando el mundo de sonidos e imágenes hacia el arte, el rito y la religión. Pero en los albores del siglo XX la cultura audiovisual inicia su hegemonía, con una dinámica omnívora por lo mediático de su incorporación. Al producirse este fenómeno, y sus consecuencias negativas en el mundo social, se postuló la generación de una nueva cultura, nominada como la cultura de la virtualidad real.

Esta cultura tiene como punto de partida la presencia y la difusión de los medios de comunicación, siendo por antonomasia la televisión el emisor de mayor difusión en la sociedad moderna, en donde impera la comunicación de masas. Pero existe un detalle, si anteriormente la hegemonía de la letra impresa fue un hecho para la determinación de la vida social, con la aparición de la televisión se inicia la “ruptura histórica con la mente tipográfica”, mente que anteriormente estaba asociada a la cultura alfabética. Suceso que genera un problema en el ámbito cognoscitivo, porque si se reconoce la diferencia específica entre ambas, dirá Castells siguiendo a Neil Postman, es que la tipografía se encuentra asociada al “pensar conceptual, deductivo y secuencialmente, de una aversión a la contradicción”; mientras que la televisión, tiene una capacidad de seducción a través de las imágenes simuladas de lo real y de fácil comunicabilidad, el cual implica un menor esfuerzo psicológico, porque la imagen sólo requiere de la sensibilidad, y no del entendimiento, cuyo papel esta destinada al entretenimiento.

Este carácter del entretenimiento, y del imperio de la imagen sobre el concepto, a través de la televisión, se asociará a la información, generando un cambio profundo en el homo sapiens hasta convertirlo en un homo videns. Tesis que sustenta Giovanni Sartori al considerar la siguiente premisa: “nuestros niños ven televisión durante horas y horas, antes de aprender a leer y escribir”. De ahi que sea recurrente que el niño formado por la televisión, soslayé la lectura, hasta rendirse ante la modorra de su cotidianidad, obstruyendo su proceso intelectivo. Siendo sintomático y aleccionador para percibir este fenómeno, en reparar en la competencia que actualmente lidia la pedagogía frente a la imagen televisiva, porque el profesor tiene que enfrentarse con niños formados por imágenes que son “divertidas” y cromáticas, mediante la palabra y la grafía conceptual de orden abstracto. Ante tal dificultad, el alumno acabará en el aburrimiento, o el profesor optará por una clase divertida, pero con una carencia de contenido. Convirtiéndose esta situación en uno de los factores que se aúna para la crisis de la educación. Pero esto no sería ningún problema, porque sin educación el hombre puede aún subsistir, además, el “homo insipiens” (el hombre necio y, simétricamente, ignorante) siempre ha estado presente y fue numeroso.

Aunque aquella constante sea un dato anécdotico, en la actualidad el caso preocupa, porque cuando la televisión inicia su presencia masiva, lo hace a través de figuras como los cantantes, futbolistas, animadores, modelos, periodistas, actores y demás. Personajes todos ellos que desempeñan un papel determinado de acuerdo a su oficio, pero el detalle es que se convierten en portavoces de la opinión pública, en sujetos de “competencia cognoscitiva”; haciendo de la burla, la gracia, el chiste, una cualidad imprescindible en estos tiempos nominados (pos)modernos. Por tal motivo, el sistema informacional genera un nuevo niño, siguiendo a Sartori, un video-niño que reproduce la nadería (el vacío de la nada) y compendia los conflictos aislados, al ser sometido a una cantidad de estímulos audiovisuales, por la masiva información. De ahí que su desarrollo cognoscitivo se haya detenido. La consecuencia, un vídeo-niño que a los treinta años resulta ser un niño empobrecido, educado sólo por el mensaje, consintiendo “alegremente” la marca de una atrofia cultural, cuando enuncie con soltura: “la cultura, que rollazo”.

Si el homo videns, bajo la figura del vídeo-niño, se “erige” como el plenipotenciario que organiza toda forma de vida cotidiana en la modernidad; la función fisiológica de ver ("lo que sea") fortalecerá un imperio de la imagen en el que el conocimiento pierde todo su valor. Porque el hecho de ver e informarse de lo que sea (aunque la información carezca de contenido) amodorra la capacidad de abstracción. A nivel político, se generá lo que Sartori nomina como el “demos debilitado”. Este fenómeno político resulta alarmante en la actualidad, porque la democracia al ser erigida como la organización política más acorde con la racionalidad humana, encuentra un gran óbice para su concreción.

Si se repara en la democracia, el “demos” (la ciudadanía) resulta ser el fundamento para que el ejercicio político sea efectivo, a pesar de que su participación no sea directa sino representativa; por tal motivo, el sistema democrático moderno es netamente una democracia representativa, en donde la ciudadanía es el titular del poder y un grupo que los representa, periódicamente mediante el voto universal, es el que ejecuta el poder. Esta práctica política de la democracia ha sido funcional, a pesar de las contradicciones de clase, porque ha sido institucionalizada bajo el principio de la libertad humana, que no es más que la libertad de comercio, cuya forma hegemónica ha instaurado la modernidad. Pero actualmente la democracia representativa se ve mermada, cuando el ejercicio político del homo videns, desligado de la “res publica” (la cosa pública) por la imagen, hace uso de su participación en la elección de sus representantes y su ingerencia directa en los mecanismos de poder. Por un lado, las elecciones en el sistema democrático resultan ser personalizadas porque la televisión muestra sólo personas y no programas de partidos; convirtiéndose así, la elección democrática en una elección de personas carismáticas y efusivas que en complicidad con la pantalla truecan la imagen por lo real, porque lo que ve el homo videns por la televisión es lo que asume como lo realmente existente. Por otro lado, con respecto al directismo o democracia directa que apela el homo videns, mediante referendos y sondeos de opinión pública, este ejercicio cobra una disfuncionalidad porque tales mecanismos democráticos requieren de una ciudadanía participativa, interesada e informada sobre política. Pero como la información no es igual a la comprensión se hace más problemático la apelación a una educación política, si se toma en consideración las crisis de la educación.

Ahora bien, comprendiendo tal situación problemática del demos (la ciudadanía) en la economía informacional y global, siguiendo a Sartori, es razonable pensar que “el que apela y promueve un “demos” que se autogobierne es un estafador sin escrúpulos, o un simple irresponsable, un increíble inconsciente”. Frente a tal acusación los únicos que no aceptarían tal juicio serían los políticos que defienden y apuestan por el sistema democrático, ya sea por un interés particular o por una vehemente fe. Pero como todo escrito laico que se sustenta en la razón se encuentra al margen de la fe y de las buenas intenciones, las interrogantes son pertinentes para todo entendimiento.

En el Perú actualmente el problema político por antonomasia es el de la vida democrática. ¿Si la decadencia figurativa del hombre contemporáneo es el homo videns y su presencia es inevitable en el ejercicio político, es posible postular que la democracia es preferible aún como sistema de gobierno?, O ¿quienes baladronean por tal imperativo, son los preclaros representantes del homo videns en el Perú?

El ejercicio político de la democracia en el Perú, comprendiendo por ello la participación del “demos” mediante la representación del voto universal, es un hecho reciente, data de hace apenas unos 26 años. De ahí, que algunos personajes, sobre todo políticos, intenten justificar su vehemencia con juicios como: “la democracia en el Perú es aún joven”, “el Perú carece de una educación política” y “la democracia no se consolida porque no hay una nación”. Estos juicios sincopan tres construcciones sobre la vida social, como son: la naturalización, la racionalización y la trascendencia de la vida social. Cuando se apela a la juventud de la democracia, aunque sea metafóricamente, se concibe el ejercicio político como un acto natural, análogo al desempeñado al interior de un organismo vivo, en donde todas sus partes reaccionan en función del todo, cuyo desarrollo es interno y esta exento de toda voluntad. Por tal motivo, sólo es cuestión de tiempo para que se desarrolle íntegramente el cuerpo social mediante su vida política __en este caso mediante la democracia__ en la que cada ciudadano sea responsable, como una célula social, de sus deberes y derechos por ser de justicia. Así se legitima y naturaliza todo acto político en función de un cuerpo jurídico que se concibe por encima de la sociedad: una defensa férrea del staus quo, éste es el juicio que enuncia todo conservador.

Con respecto a la apelación a la educación política, ésta intenta construir la vida social mediante la razón, sin considerar que el problema de la educación en el Perú responde a la negación de la democracia representativa, porque mediante la educación se comprende que la racionalización de la vida social corresponde a una cuestión de poder. Y que la posibilidad de toda ciudadanía pasa por el acceso a la letra impresa, la cual es restringida, desde donde se cuestionará o legitimará al poder que se asienta sobre la democracia representativa. Por último, aquellos que consideran que la democracia no se consolida por la inexistencia de una nación, es porque consideran que la vida social tiene algo de trascendental, que no se agota en la inmediatez de una sola generación, sino que el excedente de lo real que lo conforman tradiciones, tiene gran significación mas allá de los fenómenos contradictorios. Por ello, si se construye una nación peruana, y se reconoce un “nosotros”, apelando a la historia, la ciudadanía ejercería su vida política en función del interés nacional.

Estas construcciones de lo social, no invalidan la motivación de percibir los fenómenos sociales bajo determinaciones sociales, por el contrario enfatizan un problema bajo tal o cual retícula e interés. Pero como lo que se trata es de explicar la vida social, al margen de las buenas intenciones, la democracia en el Perú, contiene un mayor agravante en su composición.

Si uno considera la distinción cultural que realiza Castells y Sartori, con respecto a la comunicación, se puede comprender que el derrotero del Perú es muy diferente a la cultura alfabética. Por un lado, existe una gran tradición que se remonta a la época prehispánica, una cultura ágrafa no sólo audio-visual, sino ante todo sustentada en la oralidad, tradición oral o historia hablada: “un sonido sin imagen” (Macera); por otro lado, este momento histórico, desde luego es modificado por la presencia de una cultura alfabética que en su condición de vencedor, tras un hecho político y militar, inaugura un espacio cerrado en donde la cultura alfabética cobra una institucionalidad a través de la letra impresa. Pero como la vida política, en los inicios de la república, urge la imperiosa necesidad de un “demos”; este demos se apertura recién en los inicios de 1980. Y lo hace tras una serie de dificultades: una tradición autoritaria, los mecanismos de exclusión del poder, con un colapso en la educación pública, aunado a las crisis económicas y la insurgencia política; y como detalle, desde hace una década atrás (1970), con la aparición masiva de la televisión.

Así la composición del “demos” en las ciudades del Perú, como el resultado de las grandes migraciones del campo a las ciudades más importantes de la costa, se asienta numéricamente en ciudadanos que no han compartido la tradición alfabética, por las relaciones de poder que ejercía el fenecido Estado oligárquico. Por ello, su proceso de individuación esta fuertemente influido por la televisión, y no por las letras, a la par que mantienen, con diversas modificaciones, las tradiciones de la “historia hablada”. El resultado en el plano social, una construcción de comunidad nacional por la televisión (Dammert); y en el plano político, sumado a la pobreza como un instrumento de dominio, las alarmantes consecuencias de la democracia representativa, a saber, la manipulación de la ciudadanía, a través de la imagen televisiva por los nuevos regímenes de poder elegidos por el voto universal; y, la legitimación de los conflictos sociales como un proceso natural.

La vida política que construye el homo videns desde luego refuerza toda forma de dominación social, mas aún, acentúa la medianía en toda organización social. Por ello, si se toma en consideración tales observaciones, se debe observar todo delirio democrático para no caer en la estafa social. Y si hay alguien que considera pertinente aún otras formas de organización social, debe reparar en la condición social del “demos” en el Perú, de lo contrario será un vocero del homo videns, soslayando la seriedad por la diversión, que no es mas que el mecanismo empleado actualmente para llegar al poder de modo democrático.






Juan Archi Orihuela
Lunes, 11 de octubre de 2010.

sábado, 9 de octubre de 2010

La muerte como la mediación entre el amor y las mujeres.

En La rodilla de Claire (1970), película de Eric Rohmer, uno de los personajes (Laura, una adolescente cuasi nínfula al decir de Nabokov) espeta a su madre con cierta ironía, cuando ésta comentaba que en sus tiempos la gente amaba más y no era como ahora (relaciones sin amor), “no es que antes la gente amara más, lo que pasa es que eran más hipócritas”. Lo cual se colige, para el espectador medianamente prendido de la historia de aquel flirteo entre la núbil Laura y el diplomático cuarentón, que ahora la gente joven se hace menos problema al respecto, ya que es menos hipócrita que antes. Obviamente que la sinceridad no tiene mucho que ver con las relaciones de pareja, ya que la mediación del lenguaje (para el flirteo) permite ante todo la persuasión antes que el conocimiento sobre los hechos (hechos de la cotidianidad desde luego). De ahí que la analogía popular entre el amor y la guerra, sea por demás un síntoma político.

Pero ¿qué sucedería si las relaciones de pareja hipotéticamente fueran, nada persuasivas, sino más bien crasamente objetuales? Para empezar tal situación debe ubicarse, en lo que los filósofos existencialistas llamaban una “situación límite”. La película Fickende Fische [La vida sexual de los peces] (2002) de Almut Getto, presenta esa situación límite de una manera adolescentemente inocente. Asumiendo desde luego que la inocencia no tiene nada que ver con lo sexual, sino más bien con el ímpetu para hacer las cosas sin culpa alguna.

La historia en breve. Hans, un joven portador del sida se enamora de una muchacha a quien no puede “tocar” (con todas las connotaciones que tal término puede significar, incluyendo lo sexual), ya que no quiere contagiarla (y en el fondo perderla para siempre, a pesar de que él está condenado a morir, más temprano que tarde). El asunto es que Hans sale con ella, y cuando se da cuenta que ella se está enamorando de él, decide terminar con ella. Sus padres ya lo habían advertido “Hans, ya sabes que tú no puedes llevar una vida normal, pero eso es decisión tuya”. Ella no sabe que Hans tiene sida por culpa de una negligencia médica (debido a una transfusión de sangre infectada de VIH cuando era niño). Además, Hans nunca se atrevió a decirle nada al respecto. Hasta ahí la función del lenguaje persuasivo mediante el flirteo funciona medianamente. A su vez, la afición de Hans por los peces (tenía un gran acuario en su habitación) permite la analogía exacta de su situación existencial. Ante la pregunta intencionada de la muchacha, que siempre se preguntaba por qué Hans era tan “tímido”, que ni si quiera se atrevía a tocarla (aunque sea por casualidad, como generalmente ocurre muchas veces). Una vez cuando veían el acuario, ella miraba a Hans y toda suelta le pregunta: “¿Cómo hacen los peces si no se tocan?”. Gran dilema, que acusaba la vida de Hans. Ganas no le faltaban, de ahí esa tensión martirizante a lo largo de la historia. Ese intento por llevar una vida “normal”, tiene un desenlace.

Cuando Hans “termina” con ella, hace lo que muchos hombres descorazonados y profundamente afectados hacen: busca más mujeres, sea quién sea. En una de esas noches, en una fiesta, la encuentra bailando con otro tipo, y como estaba ebrio, y obviamente acompañado por otra chica, le busca lío al tipo ese, quien más fuerte y alto que Hans, le propina una paliza que lo hace sangrar. Ella lo defiende, al ver sangrar a Hans, pero cuando éste le recrimina, ella reacciona indignada: “¿Y tú? ¡Mírate!, te juntas con quien sea, yo solamente bailaba, pensé que eras diferente, eres como todos los demás”. En ese instante Hans, con voz trémula, le dice: “No soy como los demás, no puedo ser como los demá... ¡Tengo sida!”. Ella asustada le dice: “Esa enfermedad es de los maricas” y escupe al suelo con profundo asco y repugnancia (recordando los besos que le había dado) y todo llorosa se va (en el trayecto a su casa comprende por fin por qué Hans había terminado con ella). La película no podía ser más simbólica que en esa escena, Hans solo en la esquina junto a los botes de basura, empieza a patear las enormes latas (maldiciendo su vida), todo enfurecido y dolido con tanta rabia, cae llorando junto a la basura, y en ese instante se siente, más que nunca… una basura.

A partir de ese desenlace, en tal relación ya no caben espacios para las persuasiones. De ahí que lo que se teje después, en lo que resta de la historia, sea una suerte de condición concensuada de una vida en común objetual, posible sólo a través de la muerte o debido a su amenaza tan constante.

Esa relación, entre sujeto, lenguaje y objeto (del deseo), no es posible de determinar, ni mucho menos en reparar, si se piensa aún que las relaciones apuntan a la exclusividad del goce. Me explico, hay una triada nada fortuita, literariamente reconocida, entre “el amor, las mujeres y la muerte” (Título por demás muy conocido sobre uno de los libros más asequibles de Schopenhauer, que es una suerte de compilación fragmentaria). Tales entidades generalmente se las ha pensado separadas o excluyentes. O su relación posible es a partir de la negatividad de una, por la otra; la producción literaria al respecto ha cimentado sugestivamente tal idea. Pero el caso es que una de tales entidades resulta siendo la mediación de las demás, en este caso, siguiendo la película anterior, es la muerte.

La muerte como “el gran desengaño” permite reparar en la finitud del ser, en la medida que reordena diversas prácticas intencionales entre el amor y las mujeres. Más allá de cierto deleite poético y de una justificada hipersensibilidad emocional, las mujeres han sido concebidas y representadas, debido entre otros factores a la condición biológica, como la objetivación del amor. De ahí que el amor nunca sea una sustancia trascendental, histéricamente deseada, sino que se presenta como la amenaza que da forma al objeto del deseo, a saber, la mujer. Los mitos cosmogónicos y tradicionales apuntaban en el fondo a eso; el pasaje entre ambas entidades resultaba una suerte de disolución de la individualidad, una suerte de locura emocional. Pero la finitud del desengaño que permite la muerte reduce la omnipresencia del objeto deseado a la particularidad de un aspecto accidental que anima el deseo.

¿Quién no recuerda los cabellos de Ligeia, exaltado por Poe? o ¿la "rodilla" de Claire que era el objeto de fijación del cuarentón en la película de Rohmer? Sólo en la situación de Hans, una situación límite, se articula mediante la muerte la fragmentación del objeto del deseo (la muchacha a quien quería, era simplemente ella, una muchacha deseada y no un cabello, una rodilla, una pierna o demás, como suele pasar muchas veces). Por ello la muerte sería el momento en el que la fragmentación del objeto (deseado) encuentra su totalidad.




Juan Archi Orihuela
Sábado, 9 de octubre de 2010.


jueves, 7 de octubre de 2010

Lengua, sociedad y cultura

Lengua, sociedad y cultura es la tríada que permite la concreción de la vida social según la antropología. Esto supone tomar en cuenta cierta heurística negativa para entender que los hechos sociales mantienen cierta regularidad en su reproducción institucional al margen de la voluntad de tal o cual individuo.

El concepto de lengua tal como la lingüística moderna la determina como un sistema de signos, no es el referente conceptual y analítico de la antropología, sino que el concepto tácitamente refiere a su concreción, mediante las relaciones sociales de una determinada comunidad de hablantes; al decir de Levi-Strauss, que puede resultar un perogrullo, la “lengua vive y se desarrolla como una elaboración colectiva”. Tal idea no supone ningún esencialismo, ni mucho menos se opone y desconoce el sistema de signos, sino que su referencia estructural considera la continuidad social, mediante el habla, y los cambios institucionales, sujetos a una determinada comunidad de hablantes.

Aquello permite reconocer no sólo la manifestación empírica de la lengua mediante el habla, sino que el nivel del análisis antropológico supone hipotéticamente, y puntualmente desde el estructuralismo en antropología, la existencia de “una correspondencia formal entre la estructura de la lengua y la del sistema de parentesco”. Lo cual tiene cierto asidero, porque ambas estructuras comprenden un sistema de signos cuya demarcación esta en función de propiedades estructurales no manifiestas; esto quiere decir que formalmente la vinculación entre lengua y parentesco se encuentra no en “lo que digan” los sujetos de sí, sino en “lo que hacen” para acreditar lo que dicen. Sin embargo, cabe observar que el grueso de antropólogos no se refieren explícitamente a la lengua como un concepto operativo, sino no a su abstracción analítica, como es el lenguaje; o, en algunos casos, como el estructural-funcionalismo británico, demarcan su inconmensurabilidad con el análisis lingüístico. Tal vez esa ha sido la razón por la que la mayoría de los antropólogos en vez de analizar la lengua per se, han planteado el problema de una lengua particular asociada a la cultura como un hecho total. De ahí que es frecuente encontrar enfáticamente el problema del lenguaje y la cultura como una relación conmutativa.

Por otro lado, el concepto de sociedad empleado por la antropología no se diferencia de lo señalado por la sociología. Un grueso concepto analítico de la sociedad, dado por Adorno y Horkheimer, refiere que la sociedad “designa más bien las relaciones entre los elementos y las leyes a las cuales esas relaciones subyacen, y no a los elementos y sus descripciones simples”. Lejos de todo empirismo positivista por el carácter legalista de la definición conceptual, el concepto de sociedad empleado por la antropología supone el análisis de las relaciones sociales, ya sea funcionalmente, estructuralmente, simbólicamente y/o discursivamente. Esto analíticamente se compagina con una serie de postulados duales presentes en la teoría antropológica, a saber, la determinación de las relaciones sociales como precapitalistas y exóticas para la antropología clásica-colonialista, y como globales y a la vez diferentes para la antropología contemporánea, de cuño cognitivo, fenomenológico, etnometodológico, simbólico y sistémico. Pero para dar un concepto usual y medianamente asible, el análisis antropológico estructural y funcional postula que en la sociedad se puede “aislar una serie de determinadas acciones e interacciones entre personas que están determinadas por las relaciones de parentesco y matrimonio, y que en una sociedad particular están interrelacionadas de tal modo que podemos dar una descripción analítica general de ellas como partes componentes de un sistema”. Esto permite entender dos planos operativos a través del cual opera el análisis antropológico.

Ahora bien, si los anteriores conceptos operan tácita y tangencialmente para la antropología, el concepto de cultura, que siempre se le ha endilgado como medular, resulta siendo el más forzado de operar. Para la antropología culturalista (norteamericana) la cultura es sin lugar a dudas el concepto medular de la disciplina, su ascendente va desde el “pionero” Edward Taylor hasta los simbólicos, como Clifford Geertz.

En gruesas líneas la cultura para el culturalismo en antropología es el intento de asociar la kultur (nominación alemana de Cultura) con la civilization (referencia del francés), como un “todo complejo”. En ese todo complejo se asocia la conducta a ciertos modelos producidos por los símbolos, o nominados por Leslie White como “simbolados”, con el que se aproxima a una cierta abstracción, que ha oscilado entre lo material y lo espiritual; referentes por antonomasia, y duales, sobre la cultura. Y como su universalidad posibilita que todas las sociedades y grupos humanos tengan cultura, su comparación ha permitido su discernimiento entre unas culturas genuinas y otras espurias. Al decir de Kuper “los argumentos culturalistas se han tenido que confrontar con los modelos establecidos de racionalidad económica y determinismo biológico, pero un conjunto creciente, aunque variopinto, de estetas, idealistas y románticos han venido estando de acuerdo en que La Cultura Nos hace”. Ese rasgo ha sido enfatizado como una verdad de Perogrullo muy recurrente en todo escrito panegírico, así como en todo discurso encendido y pretendidamente crítico. De ahí que, siguiendo a Kuper, la “corriente central de la antropología cultural americana está todavía en manos de un idealismo omnipresente”.

Tal idealismo operativo encuentra en Clifford Geertz su referente contemporáneo; para este autor y para los antropólogos simbólicos, la cultura es esencialmente un concepto semiótico porque “denota un esquema históricamente trasmitido de significaciones representadas en símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas por medios con los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida”. Tal pretensión semiótica, que aparenta cierto empirismo, lo único que establece es la relación entre el símbolo y la significación, no a través de su descodificación, sino a través de la interpretación a priori. De ahí que para sortear cierto apriorismo la comunicación a través del habla circunscribe espacios de la vida cotidiana como si fueran los espacios culturales.

Con esto ¿se vuelve nuevamente a repetir la tríada? O falta reconocer un nuevo elemento que permita la constitución de la vida social? Si esto es así, la cultura no tiene nada que ver con ese viejo holismo que se le ha endilgado, ni mucho menos con lo deseado.





Juan Archi Orihuela
Jueves, 7 de octubre de 2010.

martes, 28 de septiembre de 2010

El cambio social ¿un problema sólo teórico?

La discusión sobre la teoría del cambio social planteada por el historiador Peter Burke, a partir de una consideración ajustada de ciertos modelos de cambio social, a saber, el “modelo del conflicto” y el “modelo de la modernización”, adolece de una segmentación muy común en los análisis sociológicos sobre la estructura social. De ahí que la consecuencia casi apriorística sobre la teoría del cambio social, sea una suerte de análisis polar entre modelos. Y, más aún, que la búsqueda de una teoría (del cambio social) a partir de los resultados puntuales sobre estudios históricos-sociales genere la expectativa de discutir heurísticamente la noción de “cambio”, para hacer de ella un modelo que sea útil para el análisis histórico-social. En suma, Burke considera oportuno que la discusión sobre una teoría del cambio social reconozca, y apunte hacia, los límites de su poder explicativo (o comprensivo).

Sin embargo, la discusión sobre la teoría del cambio social no se reduce sólo a la tentativa de generar modelos con una mayor elaboración, prestas a ser herramientas útiles para los científicos sociales, sino que ella debe considerar una de las precondiciones de toda teoría (social), a saber, su efecto práctico. Lo cual posibilitaría la relación existente entre la teoría y lo que se intenta explicar. En este caso específico sería lo situacional, lo fenoménico, lo que acaece, o lo que se concretiza como “cambio social” en el mundo también social.

Pero más que una ambigüedad, como lo considera Burke, el cambio social no sólo es la predicación universal de lo que acaece en la vida social al interior de la estructura social, cuya objetivación sería identificar todo proceso social como si fuera el cambio social mismo. Sino que el cambio social es la condición de existencia de la vida social misma y no es sólo el movimiento o dynamis como lo considera Burke, lo cual sería una cualidad del proceso y no el proceso mismo. Esto tiene asidero si se reconoce que la reproducción de la vida social se desenvuelve en un movimiento regular traducido institucionalmente mediante prácticas sociales. Y como la modificación o alteración de tales prácticas institucionalizadas es una situación de hecho, por ello sus consecuencias son empíricamente palpables, tanto desde el mundo circundante de tal o cual sujeto social, así como de sus efectos institucionalizados por los grupos o clases al interior de la estructura social; como también es analíticamente discernible por el hombre de ciencia a través de la teoría. Por ello el cambio social no es la objetivación del movimiento que acaece en todo proceso social, sino el síntoma de su concreción más resuelta, explicitada a todas luces a finales del siglo XIX en el espacio social europeo (Revolución francesa). Sin embargo, la consecuencia de su universalidad comparte antecedentes que gruesamente han sido referidos como elementos constitutivos de la modernidad, bajo esa tal o cual lógica de la “normalidad del cambio”, siendo su concreción, como antecedente, las sociedades capitalistas.

La prefiguración histórica, como un proceso posible de universalización de las sociedades del capitalismo europeo, ha dado elementos de juicio para encontrar modelos del cambio social. La consecuencia ha sido un tentativo dualismo de oposición, no sin cierta valoración yuxtapuesta, entre la modernización y el conflicto, derrotero epistémico que sigue Burke, con lo cual se segmenta a través del dato puramente empírico y naturalista el proceso social como evolución. Y como el proceso de la vida social implica, desde este modelo histórico, lo gradual y lo acumulativo es lógico que su oposición se enfrente a toda ruptura y a las situaciones de conflicto. Por ello, la oposición de estos dos modelos, resultarían siendo enfrentados, sin embargo si se diferencia que el cambio social no es igual al proceso se puede observar que tal consecuencia es una pseuda-oposición. De lo contrario se asumirá una idea tan poca consistente y confusa como lo sugiere Burke, entre modernidad y ruptura. Lo cual retrotraería la discusión a un análisis sobre los posibles “modelos” de la modernidad o, en su defecto, pensar la modernidad ajena a toda ruptura.

Pero el grueso del asunto sobre la teoría del cambio social no radica sólo en una confusión o segmentación de términos, ni mucho menos en la posibilidad de elaborar un modelo con un mayor poder explicativo o de comprensión y de exclusividad para la comunidad científica; sino, en como la teoría del cambio social se ajusta relacionalmente al ejercicio político que constituyen las ideologías contemporáneas, acicatea a las ciencias sociales y también incide en los movimientos sociales. Es decir, como la teoría del cambio social adquiere cierta consistencia en función de aquellos elementos que han institucionalizado toda práctica social en la modernidad, a saber, la filosofía, la ciencia y la política.




Juan Archi Orihuela
Martes, 28 de septiembre de 2010.

domingo, 26 de septiembre de 2010

El “otro” y el “nosotros”

Términos como el “otro” y el “nosotros”, categorías tributarias de cierta fenomenología muy laxa, son espetados frecuente y sueltamente en toda retórica que intenta medianamente ser reflexiva. Tales reflexiones que se elaboran, apuntan a enfatizar la vida cotidiana, así como intentar la desobjetivación de los hechos sociales. Al margen de si esas reflexiones acicatean alguna práctica política o la complacencia pétrea del conformismo, lo cierto es que el otro y el nosotros responden a cierta temática culturalista acerca de la nación (considerada como problema en el Perú).

En gruesas líneas, la nación como fenómeno social, para el enfoque cultural, supone la constitución de un “nosotros”; su referencia tácita sindica los vínculos institucionalizados de determinados sujetos que comparten referentes culturales en común; referentes que generan una identidad en general y una pertenencia en particular. Por ello se nombra con el “nosotros” al grupo humano con el que uno comparte elementos culturales generales y comunes. Pero con la aparición del Estado-nación moderno esas formas institucionalizadas de vida compartida adquirirán sentido y función a través del poder político. En el interior de lo político, la construcción de un referente cultural se constituye en el eje vector a partir del cual toda práctica social aparece como una necesidad predeterminada, pero sobre todo se delimita la soberanía política frente a los demás Estados-nación. Eso generó que el ejercicio político se exprese a través de una entidad jurídica como la ciudadanía. El detalle es que la ciudadanía es la particularidad que permite la universalidad del Estado mediante su reproducción y no la universalidad que objetiva la reproducción del Estado. Esto resulta tan diáfano en el proceso de la colonización del mundo por Europa __que a su vez ha sido la determinación que ha posibilitado la concreción del Estado-nación__ en donde la reclasificación política de la población colonizada siempre se estableció mediante toda oposición a la civilización. De ahí que los dualismos políticos (barbarie y civilización), más allá de su polaridad e intencionalidad, expresan sin ambigüedades la situación de la dominación colonial de facto.

Tal resultado, prefigura el espacio en el que se encuentran ubicados los sujetos referidos por tales categorías, cuya concreción es la situación colonial. Para el caso del Perú, el “nosotros”, como un hecho histórico colonial, refiere al grupo humano descendiente de los europeos colonizadores o de las posteriores migraciones europeas para consolidar el Estado-nación emergente; y, en términos sociales, específicamente, pertenecen al “nosotros” los sujetos que comparten la vida social y la cultura occidental, hegemónica en el país. Mientras que el “otro” es el sujeto considerado como “diferente”, descendiente de las antiguas poblaciones colonizadas, su nominación ha variado de muchas maneras, antes era el natural, el nativo, el aborigen, el indígena, el indio y últimamente se ha convertido en el cholo. Sumándose a ello también a los descendientes de los negros esclavos, llamados afroperuanos, y la variedad de grupos humanos (“etnias”) de la amazonía, sobre las que últimamente recae mucho la atención. Además, las diferencias no sólo corresponde al ámbito de la cultura sino que también corresponde al ámbito económico. Esta delimitación no es gratuita ni fortuita ya que responde a una división social del trabajo a nivel mundial, producto de la colonización, sino cómo explicar que los descendientes de europeos en el Perú, luego de creada la república, nunca se encuentren en los estratos populares, sino que mas bien comparten el status de clase media y de los grupos dominantes, es decir, son el “nosotros”.

Ahora bien, la reflexión sobre el “otro” en el Perú ha generado un cierto tipo ideal weberiano, a saber, el cholo. Esto ha sido posible a través de las ciencias sociales, específicamente por algunas tesis sobredimensionadas de algunos sociólogos que ejercen cierta hegemonía en el “campo” de la investigación social, y por cierta influencia contundente y mediática que ejerce sobre la vida cotidiana los mass media.

Sin embargo hay una diferencia entre ambos, ya que los móviles son diferentes; mientras que para los mass media el cholo es publicidad, sensacionalismo y festejo, para algunos sociólogos y antropólogos se trata del agente que modifica el espacio político y cultural del país; para decirlo engoladamente: es el nuevo “rostro del Perú”.

Aquella referencia al “rostro”, de modo figurativo, es sintomática porque implica una valoración y una percepción en particular. La pintura “Migrantes” que aparece como portada en un compendio de antropología peruana, explicita el asunto, o, en todo caso, es buen ejemplo (Véase la figura que se encuentra en la parte superior derecha del texto). En la pintura aparecen seis rostros sobre el fondo de un paisaje andino, y como el título del motivo reza “migrantes” se comprende la condición que comparten en común; pero el detalle que llama la atención es que cinco de los rostros son representados asimétricamente, literalmente son deformes, a excepción de uno de ellos que mantiene cierta simetría; la razón, los cinco personajes de aquellos rostros deformes visten a la usanza del modelo civilizatorio urbano burgués (saco y corbata en los varones y traje sastre, maquillaje y joyas en las damas) hegemónico en el mundo, mientras que el único rostro simétrico mantiene un sombrero campesino, cuyo rostro curtido por el trabajo agrícola evidencia su situación.

Tal representación pictórica compendia dos ideas, una latente y otra manifiesta, sobre el proceso de la migración, cuya serie es “migrante-andino-cholo”. Una de ellas es que la vida urbana ha “deformado”, para seguir con la intención del cuadro aludido, al “otro” (el hombre andino-campesino); la otra idea es que la “deformación” del “otro”, es decir el cholo, no se debe a la vida urbana sino que tal deformación es la percepción de quien lo percibe, obviamente el no-cholo. Tales ideas generan dos interrogantes: ¿cómo se ha deformado al “otro”? Y ¿quién deforma al “otro”? Desde Arguedas, y para muchos que aún se dejan embelesar por su romanticismo provinciano, la deformación de los rostros del “otro” (el cholo) se debe a la modernidad (u “otra modernidad” como reza un conocido artículo sociológico al respecto). Más aún, la “deformidad” de los rostros sería el síntoma de la identidad: el problema de la identidad.

La respuesta para la segunda interrogante es tácita, es el “nosotros” y se expresa cotidianamente en la constitución del habla. Para decirlo coloquialmente: “¿Manyas?”.





Juan Archi Orihuela
Domingo, 26 de septiembre de 2010.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

La afirmación cultural y el desarrollo. Una pretensión oficiosa de lo políticamente correcto

El planteamiento de una relación existente entre cultura y desarrollo es sostenido actualmente por la antropología para el desarrollo, cuyas implicancias son los diseños y planificación de políticas, a través de instituciones, que apuntan a poder sobrellevar los problemas acuciantes del llamado tercer mundo, siendo el de más laceración: la pobreza. Lo que subyace al ejercicio de esta “corriente técnica” es un fenómeno social que tiene una dimensión de alcance mundial, como es aquella polaridad existente en el sistema mundo moderno entre centro y periferia. Tal polaridad ha generado la reproducción económica capitalista bajo la antinomia entre trabajo y capital en los centros; mientras que en la periferia a dicha antinomia se ha sumado el de raza como una categoría re-clasificatoria de la sociedad bajo una política colonial, para convertirse luego en etnia, bajo una situación postcolonial. La consecuencia mas palpable de esto es la acentuación de la etnia frente a las políticas de desarrollo, cuando se encuentra ciertos limites en la reproducción del modelo civilizatorio burgués, a través de la manifestación de prácticas corporativas precapitalistas, que tienden a incorporar a los sujetos mediante el subempleo.

Frente a esto y como una consecuencia del desarrollo económico de los países capitalistas del centro, quienes planteaban el desarrollo bajo el proceso industrial del mundo burgués, se ha generado la apertura de ciertos discursos antropológicos que apelan a la reproducción de las etnias en la periferia, para acentuar un proyecto de desarrollo basado en la cultura. Así surge el imperativo de entender el desarrollo como un “aumento de la calidad de vida”, lo cual indica el carácter hiperreferencial de la cultura para toda manifestación humana.

Como la tesis de la cultura señala la producción material y simbólica de un grupo humano para la reproducción de su vida social, las sociedades de la periferia, que bullen de pobreza, bajo el planteamiento del desarrollo como política de planificación, se encuentran conducidas bajo tal determinación. Por ello la afirmación cultural adquiere su necesidad bajo aquel postulado, no sólo teórico sino como un ejercicio planificado que involucra toda una serie de consecuencias en la organización social, como es el paso de una solución política, como era antaño, a una solución técnica, como hogaño se sustenta. Esto contiene algo sintomático, la pobreza anteriormente refería la intervención Estatal porque se la consideraba como un problema social, cuya resolución pretendía la erradicación de las relaciones de desigualdad; ahora como solución técnica, se intenta sólo evitar que existan pobres.

Aquel resultado técnico es lo que anima la afirmación cultural para que se genere un desarrollo, ya sea “sustentable”, “humano” o “autentico”. Reconocer esta impronta permite ubicar las condiciones de posibilidad que puedan existir para que tal planteamiento sea efectivo. Entre las condiciones de tal planteamiento se ubicaría el carácter no asistencialista de las políticas de desarrollo porque si van a tener aquel amparo, se reproducirá los mecanismos de la pobreza, como son las desigualdades sociales articuladas al dominio y apropiación de los recursos beneficiarios. Por tal motivo la implementación de prácticas productivas que generen una cierta autonomía resulta más efectiva, pero más complicada, para sortear una situación de pobreza.

También se debe reparar en la dimensión de las prácticas corporativas que se entretejen con las relaciones parentales, porque al constituir el entramado cultural su determinación esta sujeta a tales o cuales prácticas que se aplican desde afuera, las cuales la convierten en mecanismos de reproducción de la pobreza.

Tales condiciones han sido pensadas como factores exógenos que al ser racionalizados por una planificación, su espera exige la valoración y empleo de ciertos indicadores cualitativos. Este detalle se encuentra en consonancia con la referencia a la cultura que es concebida de modo orgánico, lo cual puede reducirse al siguiente razonamiento: un elemento afecta al todo. De ahí que la preocupación por la afectación y el manejo de cualquier elemento cultural se vea justificada por la repercusión a que conduce tal o cual política de desarrollo. También a ello se suma la apariencia de un desconocimiento de la cultura nativa predicada como “incomprensión cultural”, la cual se sustenta en las relaciones de polaridad de la situación post-colonial reproducida por la presencia del Estado en un primer momento y luego por el mercado. Esto último merece una observación que afecta al postulado del desarrollo.

Actualmente la problemática cultural se relaciona con una idea genérica acerca de un fenómeno que ha sido nominado, de modo reflexivo y figurado, como globalización. El dato manifiesto de la concreción de la globalización no sólo requiere de la apertura del mercado mundial, la cual es su tendencia empírica, sino que también comprende la reconfiguración de la vida social a través de la resignificación de la mercancía como un símbolo. Este último detalle ha supuesto toda una serie de tesis que apuntan a privilegiar los espacios con sentido, como una suerte de alcance mediático, para reconocer que la apropiación de aquellos espacios supone una precomprensión articulada a una serie de significaciones dada libremente por los sujetos. De ahí que se postule que la capacidad de elección entre lo tradicional o lo moderno se encuentra en consonancia con la naturaleza de tales relaciones, lo cual conduce a plantear formas de desarrollo a partir de lo tradicional incorporando a lo moderno o a la inversa, partir de lo moderno a lo tradicional. Pero para que tal relación no sea un juego lógico conmutativo, la diferencia se establece en la focalización del espacio a desarrollar. La primera relación supone una condición de prácticas precapitalistas que, modificadas o reproducidas bajo cierta pérdida de sentido y función, se articule a la dinámica de la producción regional. Mientras que la segunda relación implica la articulación regional condicionada a un centro de producción capitalista o por lo menos de mecanismos que institucionalicen tales prácticas.

La oscilación de tales relaciones como planificación técnica y como dato manifiesto por la cultura permite el privilegio de un sujeto incondicionado que haga uso de las resignificaciones de la mercancía, este sujeto es el “otro”. Su situación empírica, el de ser pobre, lo opone y distancia del objeto producido como manifestación cultural, la cual si no está referida al ámbito material adquiere un privilegio en la resignificación de sus acciones. Esto resulta patente cuando se intenta valorar una tradición a partir de la sola reproducción de las acciones humanas, las cuales dificultan la aplicación de indicadores para medir tal o cual desarrollo. Sin embargo, cabe anotar que el sólo dato manifiesto de la cultura si bien es cierto permite relacionar sentidos, estos sentidos se organizan en función de relaciones de poder, organizadas por una determinación racional. Esta idea encuentra su sustento en la postulación del desarrollo como una política de planificación que mantiene un sesgo organicista.

La noción de desarrollo al estar relacionada a aquella tesis que asume que los elementos orgánicos de un organismo natural tienden hacia su complejización, ha supuesto una suerte de perfectibilidad en el funcionamiento orgánico. De ahí que se postule que todo organismo complejo es resultado de un desarrollo previo que le asegura su subsistencia. Esta idea referida al mundo social para que adquiera cierta funcionalidad implica la racionalización de la vida social que ha supuesto el sistema mundo moderno a través del despliegue de fuerzas, que han trasformado las relaciones humanas, configuradas por el trabajo. Lo cual hace suponer que la determinación de toda planificación de políticas de desarrollo considera la confianza en la perfectibilidad de la vida humana, para poder sobrellevar los conflictos, acuciados por la situación, en este caso, de pobreza a escala mundial. Es decir, se piensa que la consecuencia del crecimiento de la pobreza se debe a las no planificaciones de políticas gubernamentales y no que estas sean la causa. Y para esto el elemento cultural representa un papel central.

Por ello la afirmación cultural es la tesis ineludible al respecto de tal problema, más aún si se vuelve un proyecto que tiende a desarrollar la vida social sustraída de referentes contrapuestos y vaciada de sus determinantes históricos.

Esta apelación es sintomática para el caso peruano. En el Perú, como país pots-colonial, se articulan relaciones sociales precapitalistas y capitalistas tendientes a configurar ejes regionales de reproducción cultural, cuya determinación pasa por el dato múltiple y diverso de sus manifestaciones. Estos ejes, algunos polarizados bajo binomios como sierra o costa, o como sierra-selva o costa, permiten percibir fenoménicamente una dinámica distanciada de los centros urbanos; o, en su defecto, la apelación a la vida tradicional intenta referir tal apariencia, sobre todo cuando se sobredimensiona tal dato bajo la categoría de lo “no-occidental”, contrapuesto a algo así como una “cultura occidental” omnívora. Tal dicotomía ya genera un sesgo de cariz valorativo que insufla el dato cultural como lo originario por el solo hecho de ser tradicional. Pero esto no tiene nada de curioso o ahistórico, sino todo lo contrario es manifiestamente referible e histórico. Sin embargo, cabe reparar que tal privilegio en la cultura, como una afirmación cultural, supone la valoración de un desarrollo al margen de los procesos mundiales de post-colonización. Porque tal tesis supone que la cultura es el sustento de la vida social y no la expresión de esa vida social, lo cual indica plantear, como ya he mencionado anteriormente, la pobreza no como un resultado de una relación social producto de la desigualdad, sino como una anomalía incongruente a la racionalización de la vida social. De ahí que se piense que frente a esta “anomalía”, perjurio de la razón, cabe sólo una planificación técnica, que involucre la participación libre del “otro” nativo, tradicional, o tercer mundista: pobre.

Tal es así que la sola postulación de la cultura del “otro” tradicional en el Perú, sobre el cual se intenta modificar su modo de vida social, es decir, generar desarrollo, sustrae las determinantes históricas que han posibilitado la aparición de ese “otro” diferente. La referencia se da en serie, el aborigen, el nativo, el indio, el campesino, y ahora el “cholo”, junto al negro. Si bien es cierto a partir de esta serie se ha construido toda una tipología valorativa, esta no cae sólo en la imaginación sino que corresponde a una reclasificación social en países post-coloniales articulados al trabajo-capital, y por lo tanto no se encuentra aislada en un ethos cultural originario. De lo contrario, la apelación a ciertas tendencias mistificantes del indianismo para elaborar un proyecto autónomo resultaría siendo el más pertinente y efectivo para tal caso, lo cual sería un despropósito porque parte de aquel error de sobredimensionar al dato cultural. O ¿tal vez el nacionalismo contemporáneo, ejercido como pragmatismo político, es la idea cristalizada de “la cultura como un vehículo del desarrollo”?




Juan Archi Orihuela
Miércoles, 22 de septiembre de 2010.

sábado, 18 de septiembre de 2010

El ser moral y el malestar en la cultura

Cuando uno escucha la letra de aquella canción muy conocida llamada El Hombre (un huayno ayacuchano): “Yo no quiero ser el hombre/ que se ahoga en su llanto/ de rodillas hecho llagas/ que se postra ante el tirano” (*), no puede evitar cierta simpatía ante tal pretensión corajuda del ser moral. El ser moral es la condición que ha hecho posible la vida social según los filósofos. Pero esto no quiere decir que el ser moral se piense siempre desde la metafísica. Ya Darwin, en su voluminoso libro La descendencia del hombre, consideraba que la moral era el resultado de la evolución de la especie. La concreción del ser moral obviamente adquiere su particularidad en aquello que los antropólogos llamaron genéricamente como la cultura.

Pasa seguir con aquella canción tan simpática, sonora y moralmente aceptable (por lo menos en el Perú o para algunos cuantos que la hayan escuchado), el ser moral posibilita una vida digna de ser vivida (la metáfora es tan diáfana que no cabe una glosa aparte). Esto corresponde a lo que gruesamente se ha dado en llamar “ideales”, que en sentido estricto no es más que la reproducción de ideas asociadas a la moralidad, y que tácitamente corresponde a la práctica de vida de tal o cual sujeto. Pero el asunto de la moralidad para que adquiera su importancia debida en el plano político, lejos de plantearse como el deber ser, debe ser planteado en sus condiciones de posibilidad dentro de la cultura contemporánea. El psicoanálisis al respecto, ha presentado el problema de la manera más irritante e interesante posible.

En el famoso escrito El malestar en la cultura (1930) de Sigmund Freud se ensaya las implicancias de la vida psíquica en la sociedad y se plantea la problemática cultural como una afectación al desenvolvimiento de la vida psíquica del hombre. La observación inicial de Freud, con respecto al hombre, es la ambigüedad de la valoración (el ser moral) que ejerce el hombre cuando justiprecia, pues “mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia en cambio los valores genuinos que la vida le ofrece”. Aquí cabe interrogarse ¿en qué consisten esos valores genuinos que la vida ofrece? O ¿la ambigüedad se barrunta en el desconocimiento de que esos valores genuinos posibilitan el poderío, el éxito y la riqueza que tanto se admira o se desea? O, para usar una frase ya común de Zizek, será “porque no saben lo que hacen”. Ese no saber lo que se hace, involucra la operatividad de una serie de elementos del aparato psíquico, a saber, el Yo, el ello y el superego, presentes en la vida psíquica.

Uno de los “efectos” sometidos a análisis son los “sentimientos” asociados al deseo, presentes y tan ambiguos frente a los valores. Una de las tesis de Freud al respecto de las llamadas necesidades religiosas es asociar a “la religión como una ilusión”, y su “derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquel suscita”. Esto apunta a observar qué es lo que subyace en la religión, o a aquello que el hombre común concibe como su religión. Sumariamente se busca a través de ella el valor a la vida, tal interrogante (“¿cuál es el objeto que tendría la vida humana?”) sólo sería posible en el interior de un sistema religioso. Por ello lo que cabe interrogar prudente y laicamente es “¿qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta; qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella?”. La respuesta para Freud es obvia, los hombres “aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo”, mediante dos fases: “evitar el dolor y el displacer, y experimentar intensas sensaciones placenteras”. Pero como lo segundo es considerado estrictamente como la felicidad, y su búsqueda ya de por sí resulta infructuosa, se hecha andar mecanismos lenitivos para lo primero, como las distracciones, satisfacciones y los narcóticos. Esto porque la situación de sufrimiento amenaza por todos lados en la reproducción de la vida cotidiana; siendo inevitable que la materialidad de nuestros cuerpos se sometan al envejecimiento y la supremacía que ejerce la naturaleza sobre el hombre mediante la determinación fisiológica; dejando como posibilidad y como problema, dirá Freud, a “la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad”.
Lo último acentúa y permite reconocer aquellos métodos usados frecuentemente para evitar el dolor. En la vida cotidiana uno puede, y generalmente se encuentra sometido, a reproducir el aislamiento voluntario, apelar al uso de drogas (la intoxicación), enfrascarse en la vida intelectual, baladronear de cinismo, ilusionarse con el amor, o refugiarse en el deseo estético. Sin embargo, el grueso del problema no radica en cómo afrontar o saber sobrellevar tales “tentaciones”, sino en reconocer que tales prácticas corresponden a cierta gradación en la evolución cultural (el rasgo del carácter, la sublimación y la insatisfacción de instintos poderosos) y que a su vez responde a la antitesis entre cultura y sexualidad.

Tal antitesis es la piedra angular de los límites de la moralidad. Por un lado la sexualidad, cuando adquiere su concreción mediante el amor sexual contiene su limitación frente a la cultura. El amor sexual por un lado genera una dependencia con el mundo exterior, exponiendo al hombre a los mayores sufrimientos (el desprecio, el engaño o la contundente muerte). Y por otro lado, posibilita las más intensas vivencias placenteras. Esto debido a que se constituye una relación entre dos personas. Mientras que la cultura implica la relación entre un mayor número de personas, regulados por mecanismos, generalmente no tan eficientes, como la familia, el Estado y la sociedad. Sumado a ello, la cultura implica sacrificios (limitaciones) a la sexualidad y a las tendencias agresivas del hombre mediante la moral. Ahí manifiesta lo ambiguo de la valoración moral. En gruesas líneas, la moral es el precio a pagar frente a la agresión (impulso innato en el hombre) para que sea posible el desenvolvimiento de la cultura.

Ante esto cabe preguntarse si ¿el ser moral reproduce una determinada práctica política o más bien es la antitesis de toda práctica política? ¿Paradójico?



Juan Archi Orihuela
Sábado, 18 de septiembre de 2010.
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(*) Ahi el enlace de la canción El Hombre que figura, por otros medios, el ser moral: