Hace varios meses que se ha cancelado el debate en el hemiciclo acerca de la despenalización del aborto en el Perú. La medida legislativa ha quedado sin efecto hasta ahora. En el fondo se ha ventilado una serie de ideas, exageradas algunas y tangenciales muchas de ellas, que ha cambiado aquel debate, a saber, si uno está, o no, de acuerdo con el aborto. Y tal como ha sido espetado, casi todas las respuestas han sido tributarias de la opinión del “yo creo”. De ahí que el grueso de opiniones respondan fielmente, más que a un punto de vista en particular de un individuo, a las ideas que reproduce la religión judeo-cristiana en general y de la iglesia católica en particular, tal como se ha institucionalizado en un medio social como el nuestro. Es decir, todas las respuestas se sustentan ante todo en la fe y en un ejercicio moral muy particular que siempre ha pretendido la universalidad.
Me explico, el tema sobre el aborto en sentido estricto es la despenalización de una práctica que ocurre en el Perú sin regulación sanitaria alguna. Es decir, el aborto es ante todo una situación de un hecho social. El debate apunta a la posibilidad de despenalizarlo o no, en la medida que afecta a la salud pública. Pero no es así como se ha planteado y entendido tal debate, sino a través de una tergiversación muy coloquial y cotidiana: “¿estas a favor o en contra del aborto?”. Tal candorosa pregunta es similar a “¿estas a favor o en contra de los accidentes de tránsito?”. Ante situaciones de hecho de tal naturaleza no caben tales preguntas, sino plantear su regulación respectiva que permita aminorar el riesgo para la vida humana. La despenalización del aborto apunta a eso, mediante una atención especializada, evitar los riesgos de la mortandad. Por eso, el debate al respecto de la despenalización del aborto no puede conducir a que se vilipendie la práctica del aborto, sino a que se regule de acuerdo a la ley jurídica, y no a tal o cual moralidad, como se viene opinando al respecto.
La moralidad es el ejercicio de vida que uno realiza a partir de ciertas ideas que norman y justifican la existencia particular de uno mismo, desde luego como toda práctica ésta se desenvuelve socialmente, de ahí que se pueda reconocer la moralidad de un grupo y demás. Ahora bien, como el tema jurídico del aborto implica, no la moralidad de tal o cual sujeto (pío o impío) o grupo que se arrogue la universalidad del mismo, sino la regulación de una práctica informal que se efectúa al margen de la moralidad de tal o cual sujeto (los llamados abortos clandestinos). Tal disposición jurídica pretende ajustarse a la naturaleza de la vida social en el mundo contemporáneo, cuya reproducción institucional se efectúa a través del ejercicio político de la ciudadanía. De ahí que la moralidad de un sujeto o grupo no puede determinar la necesidad ética y política de la ciudadanía, que en el plano jurídico la conforma la población adulta de una república.
Si la cuestión se plantea éticamente, en función de las necesidades y el conocimiento del mundo contemporáneo, la regulación jurídica de una práctica como el aborto posibilitaría que la reproducción humana de las ciudadanas del Perú se autodetermine en función de las posibilidades de subsistencia y manutención de las mismas, como corresponde a toda racionalidad humana. Por ello, la despenalización del aborto no quiere decir, que se este atentando con la vida de un ser humano (el no-nacido), sino que apunta ante todo a proteger la integridad física de las ciudadanas para así regular la normalidad psico-social de la familia (la funcionalidad de las relaciones entre padres e hijos deseados).
Sin embargo, como los juicios que se contraponen a tal fin acentúan, a partir de un artículo de fe, la defensa de la vida, en este caso de los no-nacidos, tergiversan el asunto apelando a la moralidad de tal o cual sujeto o institución que pretende ser el ente regulador de la vida social, a saber, la iglesia. Esta demás señalar que a una institución como la iglesia no le compete ese rol, la ciudadanía se rige por las disposiciones del Estado, y que en el mundo contemporáneo y civilizado es contundentemente laico. Una cosa es que el Estado peruano aún permita la reproducción de las ideas religiosas a través de la educación pública, y otra, que estas ideas se reproduzcan socialmente hasta aparentar un naturalismo determinista de las disposiciones psico-fisiológicas acerca de la concepción de la vida.
Socialmente las concepciones de la vida, como todas las representaciones de la conciencia, responden a las formas de vida social de los grupos humanos sujetos a necesidades económicas cuya determinación es histórica y política. Sin embargo, hay una constante entre ellas, a saber, la vida humana, lejos de todo trascendentalismo, siempre se ha concebido en función de la producción agraria y el orden político. Las figuras retóricas de la vida agraria (desde el semen, como semilla, el acto de fecundación como la siembra y el nacimiento como la cosecha) han sido exaltadas figurativamente por los poetas y artistas y elaboradas bajo la reflexión analógica (uso de analogías) en todos los mitos cosmogónicos. De ahí que a la vida siempre se le ha asociado a la sexualidad y a la concepción, pero no sólo eso. El orden político es lo que ha determinado las condiciones de posibilidad para que la vida adquiera su sentido, tanto terrenal, como trascendental. Sincopando el asunto, la vida bajo la figura agraria es la reproducción empírica de un acto violento que se ejerce a través del ritual del nacimiento. Para que el ser nacido tenga asegurado su existencia (disfrute de la vida) es necesario que el orden político regule su vida institucionalmente, y esto siempre se ha efectuado mediante el ejercicio político y “educativo” a través de la lucha (la guerra). En las sociedades precapitalistas había una suerte de selección y sanción política sobre la vida de la población. Ya que se esperaba de los nacidos que trabajen y luchen sin desventajas físicas y psíquicas (los niños con malformaciones eran simplemente aniquilados). Las sociedades que necesitan una ingente fuerza de trabajo para echar andar las obras públicas bajo formas imperiales (incas, egipcios, persas, romanos, caldeo-asirios y demás), así como los que se encontraban limitados productivamente a cierta autarquía (como los judíos en el desierto), tenían que poner sanciones drásticas para quienes atentaran contra el no-nacido. Ya que tales nacimientos eran de una necesidad pública.
Actualmente tales determinantes sobre la valoración de la vida se rige bajo otra forma productiva (el capital) y otra organización política: el Estado-nación. El estado moderno ya no puede justificar la vida bajo la reproducción agraria (la semilla), ni mucho menos bajo la lucha militar (el héroe), sino que ahora lo que ha cobrado legitimación jurídica es la autodeterminación de la ciudadanía en función de la libertad del individuo sujeto a la concreción del capital. Por ello, en el mundo contemporáneo el no-nacido se encuentra sujeto a la voluntad, ya no del Estado (ni mucho menos de ninguna institución religiosa), sino, a la voluntad de sus procreadores; que a su vez, se encuentran sujetos a la necesidad de la lógica del capital sobre la vida. Hecho patente y racionalizado por el control de la natalidad.
Por ello, el debate sobre la despenalización del aborto no puede ensimismarse en la defensa de la vida a partir de un artículo de fe, ya que no sería posible ningún diálogo al respecto. Tal vez ante la tergiversación de aquel debate, sea necesario plantear, como una necesidad pública, que el Estado peruano sea de una vez por todas un Estado laico. Así se evitarían muchos malos entendidos. Y tal vez sólo así se asentaría una auténtica democracia que permita el ejercicio del poder y la libertad del individuo de acuerdo a sus necesidades.
Juan Archi Orihuela
Jueves, 14 de octubre de 2010.
Me explico, el tema sobre el aborto en sentido estricto es la despenalización de una práctica que ocurre en el Perú sin regulación sanitaria alguna. Es decir, el aborto es ante todo una situación de un hecho social. El debate apunta a la posibilidad de despenalizarlo o no, en la medida que afecta a la salud pública. Pero no es así como se ha planteado y entendido tal debate, sino a través de una tergiversación muy coloquial y cotidiana: “¿estas a favor o en contra del aborto?”. Tal candorosa pregunta es similar a “¿estas a favor o en contra de los accidentes de tránsito?”. Ante situaciones de hecho de tal naturaleza no caben tales preguntas, sino plantear su regulación respectiva que permita aminorar el riesgo para la vida humana. La despenalización del aborto apunta a eso, mediante una atención especializada, evitar los riesgos de la mortandad. Por eso, el debate al respecto de la despenalización del aborto no puede conducir a que se vilipendie la práctica del aborto, sino a que se regule de acuerdo a la ley jurídica, y no a tal o cual moralidad, como se viene opinando al respecto.
La moralidad es el ejercicio de vida que uno realiza a partir de ciertas ideas que norman y justifican la existencia particular de uno mismo, desde luego como toda práctica ésta se desenvuelve socialmente, de ahí que se pueda reconocer la moralidad de un grupo y demás. Ahora bien, como el tema jurídico del aborto implica, no la moralidad de tal o cual sujeto (pío o impío) o grupo que se arrogue la universalidad del mismo, sino la regulación de una práctica informal que se efectúa al margen de la moralidad de tal o cual sujeto (los llamados abortos clandestinos). Tal disposición jurídica pretende ajustarse a la naturaleza de la vida social en el mundo contemporáneo, cuya reproducción institucional se efectúa a través del ejercicio político de la ciudadanía. De ahí que la moralidad de un sujeto o grupo no puede determinar la necesidad ética y política de la ciudadanía, que en el plano jurídico la conforma la población adulta de una república.
Si la cuestión se plantea éticamente, en función de las necesidades y el conocimiento del mundo contemporáneo, la regulación jurídica de una práctica como el aborto posibilitaría que la reproducción humana de las ciudadanas del Perú se autodetermine en función de las posibilidades de subsistencia y manutención de las mismas, como corresponde a toda racionalidad humana. Por ello, la despenalización del aborto no quiere decir, que se este atentando con la vida de un ser humano (el no-nacido), sino que apunta ante todo a proteger la integridad física de las ciudadanas para así regular la normalidad psico-social de la familia (la funcionalidad de las relaciones entre padres e hijos deseados).
Sin embargo, como los juicios que se contraponen a tal fin acentúan, a partir de un artículo de fe, la defensa de la vida, en este caso de los no-nacidos, tergiversan el asunto apelando a la moralidad de tal o cual sujeto o institución que pretende ser el ente regulador de la vida social, a saber, la iglesia. Esta demás señalar que a una institución como la iglesia no le compete ese rol, la ciudadanía se rige por las disposiciones del Estado, y que en el mundo contemporáneo y civilizado es contundentemente laico. Una cosa es que el Estado peruano aún permita la reproducción de las ideas religiosas a través de la educación pública, y otra, que estas ideas se reproduzcan socialmente hasta aparentar un naturalismo determinista de las disposiciones psico-fisiológicas acerca de la concepción de la vida.
Socialmente las concepciones de la vida, como todas las representaciones de la conciencia, responden a las formas de vida social de los grupos humanos sujetos a necesidades económicas cuya determinación es histórica y política. Sin embargo, hay una constante entre ellas, a saber, la vida humana, lejos de todo trascendentalismo, siempre se ha concebido en función de la producción agraria y el orden político. Las figuras retóricas de la vida agraria (desde el semen, como semilla, el acto de fecundación como la siembra y el nacimiento como la cosecha) han sido exaltadas figurativamente por los poetas y artistas y elaboradas bajo la reflexión analógica (uso de analogías) en todos los mitos cosmogónicos. De ahí que a la vida siempre se le ha asociado a la sexualidad y a la concepción, pero no sólo eso. El orden político es lo que ha determinado las condiciones de posibilidad para que la vida adquiera su sentido, tanto terrenal, como trascendental. Sincopando el asunto, la vida bajo la figura agraria es la reproducción empírica de un acto violento que se ejerce a través del ritual del nacimiento. Para que el ser nacido tenga asegurado su existencia (disfrute de la vida) es necesario que el orden político regule su vida institucionalmente, y esto siempre se ha efectuado mediante el ejercicio político y “educativo” a través de la lucha (la guerra). En las sociedades precapitalistas había una suerte de selección y sanción política sobre la vida de la población. Ya que se esperaba de los nacidos que trabajen y luchen sin desventajas físicas y psíquicas (los niños con malformaciones eran simplemente aniquilados). Las sociedades que necesitan una ingente fuerza de trabajo para echar andar las obras públicas bajo formas imperiales (incas, egipcios, persas, romanos, caldeo-asirios y demás), así como los que se encontraban limitados productivamente a cierta autarquía (como los judíos en el desierto), tenían que poner sanciones drásticas para quienes atentaran contra el no-nacido. Ya que tales nacimientos eran de una necesidad pública.
Actualmente tales determinantes sobre la valoración de la vida se rige bajo otra forma productiva (el capital) y otra organización política: el Estado-nación. El estado moderno ya no puede justificar la vida bajo la reproducción agraria (la semilla), ni mucho menos bajo la lucha militar (el héroe), sino que ahora lo que ha cobrado legitimación jurídica es la autodeterminación de la ciudadanía en función de la libertad del individuo sujeto a la concreción del capital. Por ello, en el mundo contemporáneo el no-nacido se encuentra sujeto a la voluntad, ya no del Estado (ni mucho menos de ninguna institución religiosa), sino, a la voluntad de sus procreadores; que a su vez, se encuentran sujetos a la necesidad de la lógica del capital sobre la vida. Hecho patente y racionalizado por el control de la natalidad.
Por ello, el debate sobre la despenalización del aborto no puede ensimismarse en la defensa de la vida a partir de un artículo de fe, ya que no sería posible ningún diálogo al respecto. Tal vez ante la tergiversación de aquel debate, sea necesario plantear, como una necesidad pública, que el Estado peruano sea de una vez por todas un Estado laico. Así se evitarían muchos malos entendidos. Y tal vez sólo así se asentaría una auténtica democracia que permita el ejercicio del poder y la libertad del individuo de acuerdo a sus necesidades.
Juan Archi Orihuela
Jueves, 14 de octubre de 2010.