Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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lunes, 31 de octubre de 2011

La inocencia y el cinismo contemporáneo



“Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia”.
(Oswaldo Reynoso. Los inocentes)   


Hay una escena en la película No amarás (1988) de Krzystof Kieslowski que permite reconocer la constitución de cierta sensibilidad __posible de ser identificada con la inocencia__ en función del cinismo. El joven Tomek, un muchacho de 19 años, se enamora de una mujer mayor y promiscua (a la que espiaba con ímpetu voyeurista), quien de la manera más brutal sepultará toda ilusión acerca de lo que es el amor (o por lo menos como se resignifica bajo determinada experiencia). Ella tras seducirlo (vestida con tan sólo una bata de baño y a solas en su departamento con él) coloca las manos de Tomek en sus muslos, diciéndole: “tócame”. Y en ese momento empírico, el rostro del joven Tomek, con evidente temor y temblor por la sensibilidad, delata lo que los sexólogos llaman una “eyaculación precoz”. Enseguida la mujer le espeta con descarnado cinismo: “Eso es todo lo que hay en el amor. Ve a lavarte (…)”. Pero Tomek huye, todo furioso, entristecido y desilusionado, y decide quitarse la vida. Y cuando la mujer va en busca de él, luego de una serie de incidentes, la señora (la madre de su amigo) que vivía con Tomek, y que estaba enterada de todo, le dice: “Aunque para usted sea algo tan insignificante, él se enamoró de usted”.

Lo último, la insignificancia del amor en función de una práctica cínica, es uno de los rasgos muy sintomáticos que identifica a la vida contemporánea, pero sobretodo tiende a anular el sentimiento de la inocencia (en algunos casos presente en algunos sujetos a lo largo de toda la vida). La inocencia en el imaginario judeo-cristiano refiere a la pureza del alma, y, a su vez, ese rasgo permite indicar __por contraposición a cierta racionalización que caracteriza a toda madurez__ que el sujeto inocente se encuentra siempre adoleciendo. Es decir, la inocencia, como experiencia afectiva, tiende a generar la resignificación de la moral (social) porque cuando se es adolescente se asume que los actos, como experiencia de vida, se encuentran en consonancia con los afectos. El posterior desarrollo emocional, sujeto a determinadas prácticas que generan ciertas preconcepciones sobre la vida en función de los objetos, tiende a establecer la relación con el Otro a partir de una disyuntiva fuerte, a saber, “o ellos o yo”. Tal rasgo anima aquello que se llama experiencia de vida y que en el fondo expresa el rasgo del cinismo contemporáneo.

El cinismo contemporáneo se diferencia del cinismo antiguo en la medida que su reproducción se encuentra sujeta a una suerte de dictamen de los Otros y no del yo, como algunos (cínicos) podrían reclamar. Además la actual denuncia reactiva sobre las cosas, resultado de las prácticas morales, no es un acto autárquico sino todo lo contrario, un acto que subyuga porque fomenta las diversas formas de dominación. El cinismo contemporáneo, metafóricamente, es la lengua de los deslenguados que anima el conservadurismo. Un rasgo común al respecto es que “para que nada cambie” uno tiene que “cambiar”, es decir, uno debe hacerse cínico. La denuncia práctica del cínico, muchas veces fachendosa y reactiva, pretende motejar el sentido de las cosas para establecer un único sentido, a saber, el de la experiencia de las cosas. En tal empirismo intencional el deseo se degenera hasta convertirse en vicio. A modo de ejemplo, hay una sentencia de Nietzsche muy contundente al respecto: “El cristianismo dio de beber veneno a Eros: __éste, ciertamente, no murió, pero degeneró convirtiéndose en vicio”.

Actualmente el discurso (y las prácticas del) cínico enfatizan la libertad del goce a partir de cierta oposición entre la moral y la vida. La moral para los cínicos no pasa de cierta prescripción incumplida o por ser una idealidad “corrompida”. La sospecha sobre la moralidad, que los cínicos suelen hacer, no es una alerta práctica sino un rechazo prejuiciado, que mantienen insistentemente para no encarar la determinación social de su vida. La vida que han universalizado y asumen (así como todo vulgar empirista) como eminentemente orgánica, se encuentra animada sólo por el cuerpo. Precisamente el cuerpo es uno de los temas de gran importancia para el (discurso) cínico contemporáneo. En las últimas décadas se ha visto una suerte de exceso de corporalidad en la medida que la satisfacción (sexual) se convierte en la normatividad del Otro.

Retomando la sentencia de Nietzsche, Eros se degenera en vicio no debido a una normatividad sexual (restrictiva) dada por el cristianismo desde antaño, sino porque el exceso de su corporalidad anima su cosificación presente. Es decir, la primacía del cuerpo no sólo se objetiva mediante la epidermis del Otro, sino mediante el deseo de las cosas sexuadas para anular la satisfacción sexual mediante su excitación. El caso de la publicidad sexuada (presente en todo el mundo capitalista) apunta a ello: la mujer-culo, lejos de ser una simple figuración contingente debido a una visión masculina (fálica) de las cosas del mundo, es la necesidad objetivada de la suspensión sexual. En otros términos, no hay nada más asexuado que el exceso de la sexualidad y la mujer-culo cumple tal función. Pero la mujer-culo no sólo es la fragmentación del cuerpo (un simple culo) sino la expresión de la relación con el Otro: El Otro es un simple cuerpo tan material como la mercancía que anima la publicidad. Tal relación tiende a constituir el cuerpo cínico que estimula el cinismo contemporáneo en la medida que se acepta su materialidad desinhibida.

Pero la acentuación del cuerpo no sólo es la expresión del libre mercado, sino también se encuentra presente en muchos discursos que pretenden la liberación sexual a partir de la equidad de la sensibilidad afectiva. Pero aquel cinismo, nunca veces confeso, al acentuar la condición sexuada por otros medios (como la constitución de nuevos sujetos sexuados) en el fondo mantienen el vicio de eros. Al respecto, el caso más sintomático del cinismo contemporáneo es la propensión de cierto discurso sexista que manidamente afirma que “todo es sexo”, animado sobretodo por feministas y por el movimiento gay que abandera la diversidad sexual. Tal sexismo acentúa la omnipresencia del sexo como un ente universal y suprahistórico, y, a su vez, hace del cuerpo un objeto transexuado. Las consecuencias del objeto transexuado es la indeterminación no sólo de la sensibilidad sino de la concreción del mundo.

Las figuraciones de la mitología antigua acerca del “caos” y el deseo de establecer una experiencia inefable, a pesar de ser sólo prácticas cognitivas cuyo universo de sentido se encuentra en el precapitalismo, tienden a recrear una imagen sobre el mundo que corresponde a la cosificación de las relaciones sociales mediante la mercancía. Al igual que la mujer-culo, el cuerpo como un objeto transexuado es el exceso de la sexualidad (muchas veces animada por una búsqueda de una sexualidad sentida como fatalidad) que tiende precisamente a legitimar las diversas relaciones de cosificación de los cuerpos a partir de la imagen que desean aparentar. Por ello la apariencia es necesaria para el cinismo en la medida que puede burlar lo que en el fondo desprecia (desprecio por el hombre, la mujer, la familia, el Estado y demás). Sin embargo los límites del escarnio y la provocación corresponden al deseo de ser una cosa transexuada.

Contrariamente al cinismo, la inocencia cuestiona la apariencia y apela a la correspondencia entre los actos y el sentido de las cosas. La inocencia es como el optimismo del ideal, tal sentimiento responde a toda materialidad cuestionada a través del deseo por la vida así como del mundo. En el último cuento de Los inocentes (1961) de Oswaldo Reynoso se figura tal idea (recuérdese el hecho aciago de Tomek), cuando el escritor menciona lo siguiente: “Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia”.

Tal comprensión literaria permite reconocer que es posible oponerse al cinismo. Más aún, la inocencia se convierte en una suerte de utopía renacentista si se reconoce que el imperativo contemporáneo es ser cínicamente posmoderno. Es decir, no es nada casual que actualmente existan una serie de sujetos que se presenten así mismos como orgullosamente desfachatados, irreverentes, provocadores y fachendosos. Eso evidencia, entre otros detalles, que el cinismo contemporáneo se muestra, y se encuentra presente, por otros medios nada sutiles.





Juan Archi Orihuela
Lunes, 31 de octubre de 2011.




miércoles, 12 de octubre de 2011

El colonialismo y la condición estructurada del poder colonial






El tema del poder colonial puede ser observado a partir de sus consecuencias culturales. Al respecto la canción Independencia Cultural (1986) del grupo Los Prisioneros permite reconocer una serie de referencias comunes a muchos países de Latinoamérica:

“Siempre ocultando el acento/ no hemos sido aplaudidos ni un momento/ en el colegio te enseñan que cultura es cualquier cosa rara menos lo que hagas tú./ No te disfraces, no te acomplejes, eres precioso porque eres diferente/ grita fuerte, tenemos que declarar: ¡Independencia cultural!”.

Suspendiendo la consigna última, tales referencias __muchas veces consentidas hasta aparentar su naturalización__ como la diglosia, la invisibilidad cultural, la impostura estética y la reclasificación racial (raza-trabajo), corresponden a las consecuencias del colonialismo.

El colonialismo es un hecho político y cultural que ha universalizado la historia a partir de la reproducción de un centro de poder colonial. Tal hecho ha sido señalado, fenomenológicamente, por Enrique Dussel como el “encubrimiento del Otro”, en la medida que la dominación colonial encubre a los colonizados hasta convertirlos en un apéndice (o ubicarlos al margen) de la historia de Europa; o, en su defecto, el colonialismo ha cristalizado el pasado colonial como un hecho libre de toda violencia oprobiosa. Pero para no simplificar los hechos a partir de un maniqueísmo culturalista, que muchas veces se enfatiza a partir de la oposición entre lo occidental y lo no-occidental, cabe observar que el poder colonial, tal como ha acaecido históricamente, responde ante todo a una relación política interestatal de dominación, en función de la llamada “acumulación originaria (o primitiva) del capital” y que se caracteriza por rebasar los límites de toda relación política hasta convertirse en un hecho eminentemente cultural. Tal rasgo ha sido observado y tomado muy en cuenta, precisamente, por los sujetos políticos que han animado las luchas de liberación nacional en muchos países que han sido colonias de Europa durante el siglo XX.

Pero tal relación histórica de dominación no es conmutativa, ni mucho menos se sujeta al formalismo condicional, en el sentido de que la ruptura del poder colonial sería posible a partir de la ruptura de las relaciones políticas interestatales del colonialismo. Por ende la cuestión medular sería observar la concreción de la dominación colonial, no sólo a partir del pasado, sino también del presente. Pero ¿cómo se produce la dominación colonial? Sucintamente, la dominación colonial consiste en la imposición de un poder material a partir de su idealidad, reproducida desde el centro dominante colonizador, cuyo núcleo es un Estado que anima una política imperial. La política imperial formalmente expresa la universalidad de la soberanía estatal en función de la producción de un centro de poder económico, poder que se sustenta en la expropiación de los Estados dominados. El hecho material del colonialismo se constituye a partir de una serie de dominaciones estructurales, reproducidas en el interior de todas las instituciones sociales que van desde el Estado hasta familia, y que se caracteriza por la producción necesaria de sujetos colonizados que permiten y posibilitan la dominación (ubicados estacionariamente e indistintamente en todas las clases sociales). A su vez, tales sujetos colonizados articulan y producen todo un imaginario acerca de la dominación a partir de la demarcación entre la inferioridad nacional y la superioridad del colonizador. Tal imaginario de dominación se compone de ideas-fuerza que constituyen la idealidad del Estado dominante o colonizador, reproducidas figurativamente desde “abajo” (la cotidianidad). Por ende, la doxa política (o las opiniones acerca de lo público) producida en función de la imagen de lo no-nacional (figurado por el extranjero europeo o norteamericano), como una preconcepción, permite universalizar e interiorizar la inferioridad.

La inferioridad que establece el colonialismo (específicamente el colonialismo europeo) encuentra una idea fuerza, entre otras, en aquella figuración estética sobre el fenotipo humano del europeo como si fuera lo bello (lo blanco) y a la vez universal. Pero la universalidad de lo “blanco” no sólo estaría expresando la hegemonía de Europa sobre el mundo, sino sobre todo la cosificación del mundo a partir de la estética europea, en la medida que la dominación colonial se establece de la manera más epidérmica (material) e ideal posible, mediante la identificación de lo feo con lo no-blanco. Siguiendo una observación de Theodor Adorno, lo feo es la categoría abstracta y formal que lleva subsumida la condena y la prohibición que los sujetos se hacen del mundo (ya sea en el arte, lo sexual y lo moral), tal prohibición y condena que evidentemente apunta a lo no-blanco estaría convirtiendo el tiempo colonial en un tiempo universal (fijo) en el que lo bello es no sólo el equivalente de lo blanco, sino su cristalización equivalente. Más aún, tal problema cobra cierto asidero si uno recuerda lo ya observado por Theodor Adorno, a saber:

“(…) lo que figura como feo es ante todo lo pasado históricamente, rechazado por el arte en busca de su autonomía y convertido así en realidad mediatizada”.

Tal  vez por eso la identificación de lo feo con lo no-blanco, que establece el poder colonial, sería posible en la medida que el no-blanco se ha convertido en esa realidad mediatizada que expresa la dominación colonial. Reconocer aquel síntoma no es sólo un hecho de apreciación subjetiva, propensión sostenida por aquellos que reproducen la ideología del mestizaje o la tesis de la hibridación cultural, sino que expresa, por otros medios, la condición estructurada del colonialismo.

Hipotéticamente el llamado racismo, cuya referencia muchas veces se confunde con la discriminación y por la condición relacional de los sujetos, es producto del colonialismo europeo. Y si se observa que la descolonización de muchas sociedades que anteriormente fueron colonias, considerando sólo su naturaleza política, la interrogante ineludible a encarar sería ¿por qué aún se mantiene o reproduce el racismo en tales sociedades? Algunas respuestas han oscilado entre la ausencia de la constitución de una “modernidad” hasta el manido hecho de la invisibilización de la “diversidad cultural” por una cultura occidental (blanca) hegemónica. Considero que tales respuestas en el fondo tienden a disolver la condición estructurada del colonialismo, en el sentido de que se concibe al racismo sólo como un proceso de conciencia, análogo a como el marxismo soviético, en su momento, enfatizó impertérritamente la idea de la “falsa conciencia” como el hecho ideológico. Por ello no extraña que se elaboren campañas contra el racismo similar a las campañas contra tal o cual enfermedad: mediante su prevención. Es decir, en el fondo se trata de mantener el racismo (y por ende el colonialismo) en la medida que nadie sea racista (o nadie se enferme), confundido con la discriminación de toda índole.

Tal vez por ello los que han entendido de manera diáfana, en función de la experiencia, la condición estructurada del colonialismo han sido precisamente los sujetos colonizados que lo han encarado mediante una respuesta popular y contra hegemónica. A modo de ejemplo, una de las consignas que respondía a una clara política cultural, y que fue animada por aquella organización llamada Los Panteras Negras en los EE.UU, allá por la década de los sesenta del siglo XX, planteaba el problema del colonialismo de una manera contundente: “Lo negro es bello”. Tal consigna que respondía a un nacionalismo negro, y que estuvo preñado de fantasía así como muchos discursos nacionalistas, no debe observarse como una suerte de “vuelta a la tortilla”, sino tal como Theodore Draper anotaba:

“Si la fantasía es un sustitutivo de la realidad, entonces la fantasía del nacionalismo negro debe ayudarnos a comprender mejor la realidad que viene a sustituir”.

Asumiendo que “Lo negro es bello” es una fantasía que intenta sustituir la realidad histórica del hecho colonial, la pregunta sería ¿cómo adquiere su concreción la realidad del colonialismo si no es a través de lo feo, es decir, de lo no-blanco? Por ende el deseo de lo bello, en el fondo responde a una clara política cultural que intenta no sólo encarar la producción de la imagen del mundo que uno se hace en función del poder colonial, sino a su superación, mediante una descolonización cultural. Sin embargo la descolonización cultural no pasa por la academia (los estudios culturales), sino que se concretiza mediante las organizaciones políticas y eminentemente populares. El caso de Latinoamérica es muy aleccionador al respecto y en especial la creación única en la historia universal (y colonial) del mundo de una nueva república como es el caso particular de la República Plurinacional de Bolivia.
 
Imagen tomada de aquí: Pulse

El caso boliviano es emblemático por su proceso de descolonización cultural, ya que sus cambios encaran la historia (colonial) a partir de la antinomia raza-trabajo que fundamentaba al poder colonial como un hecho ineludible. Por ello el proceso de transformación social, que implica la construcción de un nuevo Estado, que acaece en Bolivia es, en términos hegelianos, la superación del colonialismo (iniciado el 12 de octubre de 1492 en esta parte del continente mal llamado Latinoamérica). Pero la historia del colonialismo no debe observarse tal como se venera el pasado de una persona, con esa intencionada nostalgia selectiva, porque al decir de Eduardo Galeano: “La veneración por el pasado me pareció siempre reaccionaria”. Por ello todo el pasado debe ser confrontado, de la manera más jacobina posible, pero sobre todo el presente poscolonial.

En el Perú, la consigna “Lo negro es bello” no sólo pasaría por fantasía (aunque la consigna para que se ajuste al contexto peruano sería "Lo no-blanco es bello"), sino por un nueva forma de racismo para aquellos que animan lo “políticamente correcto”. Sin embargo tal “fantasía” es animada en el Perú en función de una nueva política cultural recreada por lo más popular y contemporáneo de su juventud, como una propuesta no sólo estética, sino también política. Al respecto la canción “Camina bonito” (2011) del grupo peruano La Nueva Invasión apunta a la descolonización cultural cuando entona:

“Después de un tiempo/ miro al cielo/ para pedirte/ que no me dejes sentir vergüenza jamás/ Ni por estas manos, ni por esta piel/ me la dio mi madre/ me la dio mi padre al nacer/ Y antes que a mi/ se la dieron los suyos a ellos/ (...) /¡Camina con orgullo!”. [Pulse]  

Lejos de la apreciación u objeción particular __si agrada o desagrada la canción o el ritmo__ tal apelación a la “fantasía” permite entender, por otros medios, la concreción del colonialismo en un país aún colonizado, culturalmente hablando, como es el Perú. Pero sobre todo, tales propuestas culturales animan una urgente independencia cultural.






Juan Archi Orihuela
Miércoles, 12 de octubre de 2011.

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P.S.

Ahí el documental "Bolivia para todos" que, entre otros detalles, es un claro ejemplo para acercarse a la descolonización por otros medios.

 

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