Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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viernes, 30 de diciembre de 2011

Parágrafos (I): Antropología y Ciencias Sociales

1. Apelar a la condición humanista de la antropología es caer en, lo que Wittgenstein consideraba, “el embrujo del lenguaje”. La etimología no dice nada acerca de lo que es la antropología. Por ello considerar que la antropología sea el estudio del hombre no es más que reproducir una cierta ideología (humanista-liberal), que se sustenta en el supuesto de una demarcación metafísica entre la antropología y las demás ciencias que también estudian al hombre. Es decir, estudiar al hombre indicaría dar cuenta acerca de aquello que hace posible que el hombre sea (la esencia del hombre) más allá de lo biológico y lo social (naturaleza y sociedad). Por ello la antropología es la negación del humanismo en sentido hegeliano.

2. En sentido estricto la antropología nunca estudió al hombre primitivo, sino a las sociedades primitivas cristalizadas en el presente como “no civilizadas” por el poder colonial. Actualmente el poder colonial se ha cristalizado en el Otro.

3. La otredad es la respuesta que dan muchos de los antropólogos culturalistas ante la pérdida del monopolio que tenían acerca de la cultura. A partir de la otredad el imperativo cognitivo del análisis emic se articula a cierta fenomenología que supone la posibilidad del conocimiento acerca del otro a través de la comprensión de aquello que lo hace diferente a uno: la cultura.

4. Marvin Harris es uno de los pocos antropólogos culturalistas que no reproduce el discurso de la otredad porque, entre otros detalles, considera que la cultura se encuentra asociada al proceso civilizatorio de alcance universal. Tal proceso se sostiene porque la especie humana genera condiciones de posibilidad en el que se produce aquello que se llama cultura. Es decir, su reproducción como especie no sólo se sujeta a la determinación biológica sino que su posibilidad de concreción social se sustenta en bases materiales como la ecología y la economía.

5. ¿Por qué la cultura es el sublime objeto de la antropología? Considero que tal respuesta refiere toda una serie de ideas vertidas al respecto de la noción de cultura y que es posible clasificar a partir de tres denominaciones, a saber, la cultura como un hecho fenoménico, la cultura como un hecho esencial y la cultura como una mediación discursiva. Para casi todos los evolucionistas la cultura ha sido y es evidentemente un hecho fenoménico, algo que se encuentra dado, fuera del sujeto, por ello la operatividad de la misma se da como un proceso sustentado en bases materiales. Por el contrario para los particularistas la cultura es algo que se hace y se piensa a partir del sujeto que contiene algo esencial: cultura. Oscilando entre ambos, para los culturalistas contemporáneos que ejercen cierta hegemonía (ya sean cognitivos, fenomenólogos, simbólicos-hermenéuticos o posmodernos) la cultura es al fin de cuentas una mediación discursiva que opera a través de los símbolos, en este caso el símbolo por antonomasia es el lenguaje.

6. El ejercicio intelectual de por sí es un valor ya reconocido desde la antigüedad, lo que sucede es que en el capitalismo, para evitar el uso tendenciosamente ideológico del término modernidad, la búsqueda del conocimiento se ha venido separando progresivamente de lo ético y lo estético, para ser operativo mediante la técnica a la producción de la mercancía. Es decir, el conocimiento se ha organizado de una forma determinada para fundamentar un orden social y para posibilitar su reproducción, como conocimiento científico. De ahí que al hombre de ciencia no se le puede endilgar apriorísticamente lo ético y lo estético, ya que el sustento de aquella triada del conocimiento, ética y estética se sustentaba en la verdad, la virtud y la belleza, respectivamente, por haber sido funcional sólo en el precapitalismo. Por eso no es de extrañar que el conocimiento científico no se fundamenta en la verdad en sentido estricto, aunque lógicamente debe ser correspondiente, sino en la operatividad de sus resultados. Tales resultados generalmente responden al interés del tipo de ciencia que uno ejerce, ya sea poniendo énfasis en su aspecto técnico, práctico o emancipatorio.

7. El paso de la ciencia a un discurso retórico de las humanidades se compagina con el llamado por Rorty “giro lingüístico”.

8. El discurso antropológico de la otredad se encuentra estrechamente vinculado al ejercicio político que animan los intelectuales del primer mundo. Muchos de aquellos intelectuales, sobretodo los que le dan el sustento teórico del caso, obviamente pertenecen, por su formación, a los centros hegemónicos de la antropología, como son los EE.UU, Francia e Inglaterra. Por eso resulta tentativo postular, lejos de lo anecdótico y sobre todo de algún maniqueísmo tendencioso, que la otredad expresa límpidamente el fundamento teórico y práctico en última instancia de los estudios culturales, de la geopolítica, los de género, el multiculturalismo y demás, en cuya abundante producción siempre figura o se alude al Otro; tales retóricas siempre identifican a un “otro” dominado por la cultura letrada, algún “otro” invisivilizado por la situación colonial, “otras” en posibilidades de empoderarse, o aquellos otros/otras en búsqueda de su identidad o su diferencia, respectivamente. Pero lejos de ser propuestas “novísimas” de investigación social (o nuevas “miradas”) tales enfoques son ejercicios apriorísticos que lindan con cierta metafísica del sujeto.

9. La cultura y la estructura no son de ninguna manera ejes temáticos, ni mucho menos se ajustan a ciertas orientaciones teóricas de carácter histórico (evolucionismo, funcionalismo, la historiografía y la ecología cultural) sino que son categorías ineludibles en toda estudio analítico que pretenda, mediante cierta metodología, algún conocimiento sobre los hechos del mundo socialmente construidos.

10. Las ciencias sociales, en consonancia con toda ciencia, estudian los fenómenos (sociales). Tales estudios, debido a la constitución histórica, analizan los fenómenos sociales de acuerdo a su determinación óntica. Para el marxismo (Marx) tales fenómenos son concreciones estructuradas dialécticamente, para el funcionalismo (Durkheim) son hechos sociales funcionales a un todo y para la sociología comprensiva (Weber) son las acciones con sentido mentado. Así es como la triada de lo concreto, el hecho y la acción, permiten diseñar, así como el “punto” que abstraía Pitágoras del mundo, la forma del mundo social a partir de su reproducción particular.

11. Si Bertrand Russell observó que “(…) el valor de la filosofía debe ser buscado en (…) su real incertidumbre”. Por contraposición, el valor de la antropología debe ser buscado en su irreal certeza, a saber, en la reproducción de ciertas relaciones sociales “fetichizadas”.

12. El mundo social es tan material como el mundo físico en la medida que la experiencia del sujeto trasforma la materialidad del mundo físico en la idealidad del mundo social, mediante su propia transformación como sujeto.





Juan Archi Orihuela
Viernes, 30 de diciembre de 2011.

domingo, 25 de diciembre de 2011

El olvido, la muerte y la nada

Según los griegos de la antigüedad, cuando uno muere nuestra alma, que sale del cuerpo, tomará el agua del río Leteo para olvidar todo lo que en vida fuimos. Olvidar era una necesidad en la otra vida, pero en esta vida, para seguir con el juego retórico, el olvido aflige más que la muerte. Aquello tiene cierta significación en la forma como sienten los hombres en función de una determinada cultura que anima la vida de ultratumba como es el caso del judeo-cristianismo. Al respecto recuerdo que cuando era niño, mi padre solía escuchar estoicamente una hermosa canción llamada El Olvido, compuesta por el maestro Hugo Almanza Durand e interpretada por la imponente voz de Edwin Montoya; El Olvido (1984) es un huayno muy sincero y muy corajudo como ninguno. El tema de la canción alude a que no cabe temor alguno ante la muerte, sino ante el olvido: “El olvido/ lo que si me hace temblar es el… olvido/ llegará el día en que no me han de recordar”. Además, lejos de toda casualidad a El Olvido lo escuchaba (porque fue compuesto por aquellos años), entre otros temas, en aquellos últimos años en que la subversión hacía brotar la “pus” en el Perú y que literalmente llevó a muchos al olvido.

La muerte no es tan sólo la finitud de la existencia material, sino también el pasaje a la ominosa nada que alude a una significación cultural. Hay diversas maneras de morir desde luego, pero el final luctuoso es el mismo, no sólo por la ceremonia, sino porque a todos les llegará el olvido. Cuando ya se hayan olvidado de quien en vida fue, ese día el muerto será ineludiblemente parte de la nada. La nada no es ni si quiera la suspensión de la vida, a través de la muerte, sino la certeza de la inmutabilidad del mundo en su universalidad, es decir, cada ser vivo que muere no modifica en nada al universo en su conjunto, porque al fin de cuentas en función del universo la vida resulta siendo tan efímera. Desde luego uno puede observar que el reconocimiento de la condición efímera de la vida ha generado diversas respuestas culturales a través de las diversas sociedades humanas, de eso no cabe duda, pero hay algo que resulta siendo general, a saber, que en los límites de la concepción física del mundo, la nada ha sido el punto de partida para cierta reflexión metafísica mediante la negación de la misma. Se podría sospechar que se niega a la nada para hacer sostenible la existencia. Pero si la existencia ni siquiera es sostenible en el mundo físico, en la medida que no sólo la muerte natural es inevitable (debido a las enfermedades y al envejecimiento), sino debido a que la muerte vesánica premeditada y contingente que ejerce el hombre hacia los demás de manera particular recuerda, de la manera más cruda y cruel, que la existencia es el velo de la nada (y no me refiero a las masacres que generan las guerras que al fin de cuentas son prácticas racionalizadas en función de una política de Estado.)

En las escrituras de la tradición del judeo-cristianismo hay un pasaje muy conocido en el libro de Juan que anuncia la resurrección de Lázaro, a saber: “Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Juan 11: 25-26). Lejos de que todo el que cree en Jesús resucitará y conseguirá una vida eterna, lo que cabe observar en tal discurso de fe (que pretende ser un acto de fe) es la confianza, no en los hechos del mundo, sino en alguien que se presenta como los hechos del mundo, a saber, un dios creador hecho hombre. Desde luego, según la mitología los diversos dioses que han sido recreados por el hombre son todos inmortales, pero los hombres, no. Y ahí la diferencia especifica del cristianismo con los demás credos religiosos, a saber, que el hombre puede ser inmortal mediante la fe. Tomando en consideración tal diferencia, la fe sería aquel horizonte significante de “la vida eterna” que los fieles de tal credo desean.

Pero el deseo de “una vida eterna” no sólo es un reclamo religioso, en consonancia con el cristianismo, sino que también se encuentra presente en una serie de significantes acerca de cómo se concibe la muerte a partir del olvido. Aquella frase “siempre vivirá en nuestra memoria”, lejos de ser tan sólo una respuesta psicológica, que los deudos enuncian para aceptar la muerte del ser querido, es una respuesta también cultural frente al olvido. En los espacios políticos se explicita con mayor fuerza aquel miedo al olvido, por ejemplo cuando muere un militante político (generalmente de la izquierda) se suele corear frente a su tumba después de su nombre: “¡Presente en la lucha!”. La consigna en el entierro de los estudiantes de la Cantuta fue más explicito al respecto: “¡Cuando muere un cantuteño! ¡Nunca muere!”. Al respecto cabría simplemente observar que el militante político seguirá presente mientras sus compañeros sigan en la lucha y que los estudiantes no han muerto mientras sus compañeros aún los recuerden. Pero llegará también un día en que los que recuerdan a los deudos también morirán y ahí inevitablemente la muerte dejará sin velo a la existencia: la nada.

Hay algunos, generalmente sujetos reactivos que apelan a la cuestión estética, que responden a la finitud de la existencia, tras la muerte, con el despliegue de una vida intensa. Tal respuesta puede ser elogiable bajo determinadas condiciones y en función de los fines que se propongan, pero generalmente no lo es, ya que todo ese despliegue de energía es una manera desesperada, no por el deseo de vivir (como muchos piensan), sino de morir. Harían bien, no sólo a la sociedad, moralmente hablando, aquellos sujetos en morir con dignidad, es decir, que todos ellos se suiciden de una vez por todas. Pero como para suicidarse también hace falta una concepción moral ante la vida, vida que muchos de ellos desprecian, tales sujetos no sólo viven indignamente sino que mueren indignamente. En estos tiempos hay que ser bien ingenuos para confundir parvulamente la vida bohemia con la cloaca del alcohol y las drogas que sólo redunda en el sin sentido de una vida reactiva e improductiva y que en el fondo, según Zigmunt Bauman, sería un rasgo que se enfatiza en el capitalismo tardío, a saber, la producción de “vidas desperdiciadas”.

Si la vida se “desperdicia” en función de un determinado modelo económico, no necesariamente el cambio de modelo haría productiva la vida, porque el asunto de fondo es ¿qué se quiere producir? ¿sujetos que teman a la muerte o a la vida? Una de los rasgos del mundo contemporáneo es la sensación de un gran miedo que acosa, no tanto por el desastre ecológico inminente a la vida en su conjunto, sino por cómo uno se desenvuelve en todas la esferas de la vida social institucionalizada, debido, entre otros factores, a que la nada ha sido soslayada. Nadie se cuestiona (esa hora del gran menosprecio del que solitariamente escribía, en función de una práctica de vida, el pacato Nietzsche), no hay miramientos hacia uno mismo, en su lugar se celebra el fracaso de uno y de los demás y la burla complaciente se ha erigido en el reino del nunca jamás. El mundo social, construido, entre otros factores, a través del diálogo, ha enmudecido. Recordando un verso de César Vallejo, tal vez todo ello se deba a que el olvido "jamás tan cerca arremetió lo lejos".





Juan Archi Orihuela
Domingo, 25 de diciembre de 2011.
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(*) En la imagen superior derecha se encuentra el Funeral del Secretario General de la Federación Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Siderúrgicos del Perú, Saúl Cantoral, acaecido en el año 1989. Según la CVR quienes asesinaron a Saúl Catoral fue el grupo paramilitar autodenominado “Rodrigo Franco”. La imagen cobra cierta significación si se escucha la canción El Olvido. Ahi la canción interpretada por Edwin Montoya (Suba el volumen del enlace, que se encuentra muy bajo, para apreciar la sonoridad de la canción)





viernes, 23 de diciembre de 2011

Por un Estado Laico

Hay una suerte de sentencia muy conocida del Cardenal Juan Luis Cipriani sobre la homosexualidad, a saber, “ellos (los homosexuales) no están en los planes de Dios”. Efectivamente, de acuerdo a la doctrina católica, y que al fin de cuentas aquella sentencia corresponde a tal credo, tales sujetos (los homosexuales) no están en los planes de Dios: el Dios creador del judeo-cristianismo creó sólo al hombre y a la mujer (en realidad todos los dioses creadores hicieron lo mismo que el Dios de Jacob). Por ello en el horizonte cultural del judeo-cristianismo tal sentencia resulta siendo una perogrullada. Pero tal sentencia ha irritado (e irrita) a los sujetos aludidos y a algunos activistas que abogan por una sociedad inclusiva en el Perú, muchas veces acuciados por una fachendosa política de género. Lejos de toda polarización estéril al respecto, el asunto que llama la atención es ¿por qué una verdad de fe es considerada o identificada como una verdad de hecho?

En parte la respuesta tiene que ver con la fe religiosa y eso indica la fuerte presencia y reproducción del credo católico en una sociedad que tiene como su soporte ideal y material a un Estado confesional. El Estado confesional en el Perú es de facto __a pesar de que en la Constitución del 93 se observe e interprete forzadamente en su articulo 50 el indicio de un Estado laico__ y se debe a que la Iglesia Católica aún ostenta y mantiene un gran poder simbólico en la reproducción de su credo a través de la enseñanza pública; y, además, tal institución religiosa es sostenida económicamente por el Estado peruano en su sentido más amplio, y que oscila desde los sueldos (que en algunos casos equivalen o sobrepasan las cifras que reciben los funcionarios públicos) a la manutención de sus espacios edilicios (el eufemismo signado en la actual constitución señala que el Estado “le presta su colaboración”).

Un religioso, ya sea pío o impío de tal o cual fe o credo, se preguntará (imprecisamente) al respecto lo siguiente: ¿qué hay de “malo” en que el Estado sea confesional? Más que “malo” es un problema social que tiene que ver con la relación que uno establece con los demás, es decir, la convivencia. La forma de convivencia en los Estados modernos pasa por la constitución de la ciudadanía y eso implica una separación política de la Iglesia frente al Estado, como corresponde a toda forma de organización política moderna. Además, la concreción de un Estado confesional aún reproduce una serie de prácticas que rayan con cierta intolerancia política, social y cultural frente a los cambios culturales y políticos que caracterizan a toda sociedad cuando se reorganiza en su conjunto. Ejemplos al respecto hay muchos y de toda índole en el país y no se reduce tan sólo al “pseudo-problema gay”, tan publicitado e identificado como lo políticamente correcto.

Un Estado laico ideal sería aquel Estado que proclamó el Frente Popular en España mediante la creación de la República Española que en su constitución de 1931, específicamente en su articulo 3, consignaba lo siguiente: “El Estado español no tiene religión oficial”. Por los datos históricos sabemos que tal medida corajuda de aquellos hombres y mujeres que intentaron construir una auténtica república fue atacada y socavada, entre otras instituciones de poder, por la Iglesia Católica, porque perdían, entre otras razones, el monopolio del poder simbólico que hace posible las diversas formas de dominación de clase. La Iglesia Católica no sólo “bendijo” y justificó al fascismo más brutal que se haya enquistado en España, sino que fue cómplice de tropelías infaustas que echan moralmente por tierra toda moral cristiana que se pregona desde los pulpitos.

Desde luego la libertad de tal o cual culto religioso se mantiene en todo Estado laico porque la fe es un hecho que no le compete al Estado sino al ciudadano. Por ende un Estado laico, para que sea tal, no mantiene económicamente a ninguna institución religiosa, sea del credo que fuere, ni mucho menos reproduce en sus instituciones educativas la fe y el culto religioso; para eso están las instituciones educativas privadas que se institucionalizan de acuerdo al credo que sigan o sea de la confesión de sus miembros. Además, la simbología de todo Estado laico se encuentra exenta de todo símbolo o icono religioso que fuere. En el caso del Perú __y que es uno de los rasgos que evidencian la condición de un Estado confesional__ en toda ceremonia pública de carácter estatal se encuentra presente la institución religiosa (La Iglesia Católica), ya sea mediante los actos protocolares (la bendición, el juramento) o a través de su simbología icónica (biblia y crucifijos); hasta en el Himno Nacional, en su última estrofa, se encuentra una referencia al Dios de Jacob, a saber, “renovemos el gran juramento/ que rendimos al Dios de Jacob” (como si todos fueran creyentes de tal Dios).

Pero pretender un Estado laico no debe ser considerado como un acto irreligioso, sino como un acto de comunión, en el sentido de establecer una mejor convivencia social con los demás a través de las leyes y no de la fe. La religiosidad, lejos de ser una necesidad metafísica, es una manera de fragmentar el mundo mediante una determinada práctica que se arroga la universalidad de las demás en función de una moral particular. El caso del judeo-cristianismo, que sostiene al Catolicismo en el Perú en función de cierto sincretismo andino, es la expresión de un monoteísmo que se caracteriza por ejercer cierto “totalitarismo cultural” sobre los sujetos que forman parte de aquel horizonte cultural. Si se observa bien al respecto se podrá constatar que no hay nada más excluyente y sectario que el monoteísmo, tanto en su discurso como en su práctica. Con ello no quiero insinuar que las religiones politeístas tengan una apertura a la tolerancia, sino que para ubicarnos en el horizonte religioso del Perú, el monoteísmo es hegemónico y se encuentra figurado por el Dios de Jacob. Sea la variante del judeo-cristianismo que fuese (católicos, evangélicos, mormones, testigos de Jehová, Israelitas y demás) la religiosidad en el Perú, así como los diversos cultos “pachamámicos” andinos y/o amazónicos de diversa índole religiosa, tiene que ser separado de los asuntos del Estado, si se quiere una convivencia social que se ajuste a la constitución de la ciudadanía.

En parte el acentuar cierto neoindigenismo multiculturalista, a través de la defensa de las tradiciones de índole religiosa y ancestral, consolida más aún al Estado confesional, ya que muchas de esas pretendidas prácticas ancestrales se encuentran sincréticamente constituidas por el catolicismo. La presencia hegemónica del catolicismo es innegable en todas ellas. Tales escenificaciones, y su respectiva divulgación como una mercancía en el mercado turístico, son una suerte de sujeción política que pasa como apolítica en muchos espacios en el que la modorra de la vida cotidiana las naturaliza hasta su esencialización. Más aún tales prácticas, paradójicamente, tienden precisamente a fortalecer el poder simbólico de la Iglesia Católica por otros medios. Por ello apelar a la diversidad cultural como una suerte de posibilidad para establecer la tolerancia en los diversos espacios sociales no pasa por consentir la reproducción religiosa de manera pública, sino por circunscribir su reproducción al ámbito privado.

Si los ilustrados tenían la confianza de que la instrucción pública posibilitaría la igualdad política, esta aún no se ha logrado porque la instrucción pública se encuentra sujeta a la normatividad de la fe. Figurativamente si en la Iglesia a uno le enseñan a arrodillarse, uno puede sospechar las consecuencias de una educación pública que consiente cursos de religión. Si Manuel Gonzáles Prada espetaba que el peruano lleva la cerviz encorvada debido a que vivió por siglos en un Estado Teocrático con los incas y en un Estado confesional con la colonia y aún mantenida en la república, cabe glosar que esa “cerviz encorvada” se debe al peso que ejerce la religión sobre la voluntad política de los hombres y mujeres que aparentan ser ciudadanos en el Perú. Por ello es necesario que el Estado peruano sea laico, no sólo para saldar deudas o traumas históricos, sino hacer posible la constitución de una fuerte ciudadanía que ejerza el poder, para que el individuo pueda ser libre en función de una práctica de vida que sea congruente a la razón y a la historia. Sin ánimos de pretender cierta anarquía, la crítica de Bakunin tiene cierto asidero cuando uno observa la relación entre Dios y el Estado en el Perú.




Juan Archi Orihuela
Viernes, 23 de diciembre de 2011.

lunes, 19 de diciembre de 2011

La ilusión y la condición de las utopías

Hay un viejo poema de Emilio Westphalen que permite reconocer aquello que anima la constitución existenciaria del hombre a partir de la relación existente entre el amor, la política y la poesía, a saber, el deseo. Específicamente la referencia figurativa apunta a los deseos imposibles. Al decir del poeta: “En la poesía, en la revolución y en el amor veo actuantes los mismos imperativos esenciales: la falta de resignación, la esperanza a pesar de toda previsión razonable”.

Los deseos se hacen imposibles (o son imposibles) en la medida que lo que se desea es una búsqueda sin término. Pero esa falta de resignación tiene un límite óntico, a saber, la experiencia de vida en función de lo deseado. A modo de ejemplo recuérdese aquel pasaje bíblico sobre Jacob que deseaba a la bella Raquel, una de las hijas del mercader Laban (y a la vez el tío de Jacob). Cuando Jacob quiso tenerla para sí (desposarla) tuvo que aceptar el trato convenido por su tío, a saber, trabajar para Labán por siete años. Cumplida la fecha y llegado el día de la boda, Labán entrega a su hija con velo y todo (costumbre judaica de la época) y Jacob duerme con ella, muy feliz, pero al despertar se da cuenta que no era Raquel, sino que era Lía (la hermana mayor de Raquel y que era muy desagradable para Jacob). Al respecto la reflexión de Arthur Koestler es muy sugerente: “Me pregunto si Jacob se recuperó alguna vez de la conmoción emocional de haber dormido con una ilusión. Me pregunto si después creyó haber creído alguna vez en aquella. Me pregunto si el final feliz de la leyenda se repetirá; porque, al precio de otros siete años de esfuerzos, Jacob obtuvo también a Raquel, y la ilusión se hizo carne”.

Lo primero, “dormir con una ilusión”, desde luego que causa (o causaría) cierta desazón (o una gran desazón) pero no por enterarse de que uno siempre ha seguido a una ilusión, sino por reconocer que desde ahora la ilusión nunca se aproximará a lo real (o trocará en lo real). Es decir, si la ilusión __esa cara imagen compuesta por lo deseado y que anima el deseo__ es la condición de la imaginación que tiende a establecer un vínculo con lo real de manera práctica, la ruptura de la misma generaría (inevitablemente) una suerte de vacío existencial que no será ocupado nunca por la realidad. Por ello Koestler anota: “Me pregunto si después creyó haber creído alguna vez en aquella”. Tal cuita (probable) no es una suerte de escepticismo cognoscitivo, sino un momento inevitable (que aflige o asalta, si uno pasa por tal experiencia) ante el cuestionamiento de aquel dualismo entre la ilusión y lo real, muchas veces confundido a partir de la yuxtaposición entre la idealidad y la materialidad. Lo que sucede muchas veces es que cuando uno “cree en una ilusión” (propiamente dicho, cuando uno se ilusiona), no indica necesariamente que uno se “engañe”, sino todo lo contrario, uno sabe efectivamente que lo que se desea es parte de la materialidad existente, con el detalle de que la idealidad de lo que se desea es la posibilidad de la práctica. Como la práctica construye lo real, o es su condición de posibilidad, nunca se encuentra disociada de motivaciones que pueden ser calificadas de ilusas y el cuestionamiento a ellas se da en la medida que se cambia de práctica (Jacob no cambió de práctica porque siguió buscando a Raquel). La historia del pensamiento humano se encuentra preñada de muchos ejemplos al respecto.

La última reflexión de Koestler, cuando “la ilusión se hace carne”, no es más que el resultado o desenlace de lo anterior. No está demás observar que la “carne” es la materialidad que sostiene a la ilusión, sin ella no podría ser posible la práctica que nos vincule al mundo. Por ello es posible diferenciar entre las diversas prácticas en función de la ilusión; más aún, muchas de las prácticas que se encuentran disociadas de la ilusión apuntan al escapismo, como un rasgo contemporáneo en todas las esferas institucionales de la vida social.

Si la ilusión vincula al mundo mediante la práctica, el sujeto “desengañado” o “desilusionado”, lejos de apostar por un espíritu nietzscheano, afirma el escapismo del mundo en función de una idealidad que raya con prácticas cínicas muy presentes hoy en día. La cuestión estética acerca de crear mundos significativos, o figuras significantes, en el que el sujeto vincule el instante de la realidad con la experiencia estética del goce apunta a acentuar el escapismo por otros medios. Por ejemplo, la música adocenada por el mercado figurativamente es la expresión de una dictadura perfecta porque anula la sensibilidad en función de la excitación del momento (momento en el que uno se siente “libre” o simplemente “feliz”). El estar excitado, como el resultado de la búsqueda de satisfacción ad infinitum, es la suspensión de la materialidad del mundo para el sujeto sometido a la ansiedad que la siente como lo Real. Por ello no es casual que los sujetos que no encuentran satisfacción, de la índole que sea, recreen toda una idealidad acerca del mundo sentida y vivida como una fatalidad. La constante práctica al respecto es la reproducción de prácticas reactivas que tienden a la implosión del sujeto o, en su defecto, a generar y fortalecer una serie de relaciones de dominación frente a la mercancía que invita al goce, ya sea de manera directa o indirectamente.

Pero lejos de establecer una simple apología sobre el papel de la ilusión, la reproducción del mundo se encuentra en función de lo que los filósofos renacentistas recrearon, a saber, la utopia. Esa falta de locus (lugar), en el que la conciencia anima una serie de condiciones de posibilidad para la reproducción del mundo, es la condición de la idealidad que permite cuestionar al mundo. “Cuestionar al mundo”, lejos de que sea visto como un acto “rebelde” o como un acto reactivo, es la manera como uno se vincula al mundo a partir de su materialidad. Como la constitución material del mundo no se encuentra incondicionada sino mediada por la práctica, toda la serie de elementos que conforman las utopías se encuentran presentes en la materialidad del mundo. Por ello la calificación de “ilusos” a los que persiguen “utopías” no tiene nada que ver con la negación del mundo material, sino con la posibilidad de su transformación.

En sentido estricto las utopías son eminentemente sociales porque recrean, en función de diversas perspectivas, una nueva forma de reordenar el mundo social. Sin las utopías, y que paradójicamente caracterizaron la historia del mundo moderno, la materialidad del mundo estaría desvinculada de su idealidad. Muchas veces la constitución de la idealidad se la identifica con la reproducción ideal de las tradiciones y con la serie de preconcepciones que animan la reproducción de la vida contemporánea, tentativa que apunta a la resignificación del mundo de una manera abstracta, en la medida que reproduce la fragmentación de la misma. Por el contrario la utopia pretende la concreción del mundo en su totalidad en función de la idealidad. Esa pretensión de la concreto (como totalidad) es lo que sostiene a la utopía y anima una serie de prácticas frente al mundo.

La utopía lejos de ser un remanente ideal de la vida arcana del precapitalismo es la expresión más diáfana de toda práctica porque no confunde la materialidad con la idealidad, ni mucho menos soslaya a la ilusión por el cálculo pragmático del mundo. El mundo lejos de ser una fatalidad (escéptica o cínica), es una posibilidad práctica en la medida que el hombre, tal como lo sugería Heidegger, es un ser-en-el-mundo.





Juan Archi Orihuela
Lunes, 19 de diciembre de 2011.

martes, 13 de diciembre de 2011

El asesino de la ilusión y la crisis del Estado

Hay ilusiones que motivan toda una práctica de vida de acuerdo a ciertas perspectivas históricas y de ineludible cuño existencial. Pero también hay ilusiones que acucian proyectos colectivos en el imaginario de toda una comunidad. Tal vez aquellas últimas ilusiones sean las más epidérmicas porque son públicas (en la medida que implica compromisos y relaciones con los demás) y no privadas (dado que hasta cierto punto el silencio de uno mismo anestesia toda cuita) y además porque delatan la condición del hombre como un “animal sentidor”, tal como observaba hace años el respetable Miguel de Unamuno.

En estos últimos días, a raíz de una serie de hechos (el paro regional en Cajamarca, el estado de emergencia como una medida represiva al movimiento popular y el cambio del gabinete ministerial que anuncia explícitamente el giro a la derecha), se evidenció una suerte de “crónica de una muerte anunciada”, a saber, la muerte de una ilusión. La ilusión que ha muerto era la posibilidad de iniciar cambios sociales a través de un gobierno que llegó al poder con las banderas del campo político popular. Banderas que se alzan para demandar respeto, igualdad política, derechos y salarios justos a todos los gobiernos de la gran burguesía en el Perú. Y como el llamado “nacionalismo peruano” fue “construido” (o, propiamente dicho, fue maquillado) por la pequeña burguesía (en parte provinciana y algo empresarial) se generó la expectativa de que un “gobierno pequeño burgués reformista” podría canalizar y enrumbar las aspiraciones del campo popular mediante la política de la “inclusión social”. Las aspiraciones populares que han sido siempre muy epidérmicas (y nada cíclicas, como algunos podrían considerar) tienen a la palabra empeñada como un recurso moral (y que a la vez es ineludiblemente político), para espetar y cuestionar aquel giro que el gobierno a dado hacia la derecha autoritaria y represiva con el campo popular. Pero a la vez la palabra empeñada lacera no sólo porque un sujeto se sienta afligido, sino porque anestesia a una generación que tuvo que sortear el más duro nihilismo y el más abominable narcisismo que dejó el fujimorismo, como la más diáfana expresión de la moral que sostiene al libre mercado. O, sincopando lo señalado, tal como observaba Nietzsche: “El problema no es que me hayas mentido, sino que de ahora en adelante no podré creerte”.

Pero lejos de todo nihilismo, lo más diáfano tal como se puede observar en los hechos, en contraposición a la metafórica “noche” que se avecina en el campo popular, es que mientras el régimen gira ineludiblemente a la derecha, el campo popular se ubicará y se asentará más aún en la izquierda. Y ahí el gran problema político al interior de los campos, y no me refiero sólo al conflicto de clases, que al fin de cuentas es el desenlace de las relaciones de fuerzas opuestas en el campo político, sino a la posibilidad de generar un proyecto alternativo al neoliberalismo y que responda genéricamente a un proyecto nacional-popular, como viene ocurriendo en el continente mal llamado latinoamericano. O, tal vez, ¿La contraposición, que lleva años en el país, entre la Gran Empresa (minería) y las comunidades campesinas será el escenario oportuno para que se genere la Unidad de la Izquierda en el Perú? ¿Acaso el movimiento popular será dirigido por el movimiento campesino y regional? ¿El movimiento regional podrá generar el tan anhelado Frente Popular para que la izquierda genere un gobierno popular? ¿Y si la izquierda se construye como un espacio eminentemente popular, en el sentido que exprese y defienda a los intereses populares, será una alternativa de cambio también cultural?

Pero la muerte de la ilusión no debe llevar al cinismo, como sueltamente baladronean los que consienten la impunidad que genera todo el sistema político. Ya que la política no es aquel Maelstrón figurado en un cuento de Allan Poe, sino que hay una suerte de constante histórica. Y precisamente una característica constante en los últimos 30 años acerca del Estado en el Perú es que cada gobierno de turno devela una crisis que luego medianamente es suspendida por el monopolio de la fuerza, así como el monopolio simbólico que ejerce el Estado para desarticular a los movimientos populares, quienes frecuentemente mediante medidas de fuerza expresan el síntoma de la crisis y no a la inversa. Tal situación imposibilita la formación de un bloque social disidente que permita superar la crisis y no sólo suspenderla periódicamente, como suele hacer todo gobierno de turno (que se sustenta en la democracia liberal representativa). Si tales crisis no se superan, la eclosión de los conflictos polarizará los intereses en pugna que se verán explícitamente enfrentados. Siempre los intereses se dan de manera velada, por ello lo significativo de una crisis Estatal es que la Sociedad Civil o el Estado ampliado, tal como lo llamaba Gramsci, al reproducir las ideas-fuerza que sostiene a la idealidad del Estado muestran la característica omnipresente de su poder. Además, tal idealidad figura la materialidad del poder a través de las diversas instituciones sociales. Uno de los hechos que ha posibilitado la crisis estatal contemporánea, y que tiene en vilo al actual gobierno peruano, que se pavonea como continuista, es el resultado de la contradicción entre dos instituciones, a saber, la empresa trasnacional y las comunidades campesinas.

Tal contradicción genera no sólo una serie de relaciones de fuerzas, mediante las cuales se mide el poder del Estado, sino también la explicitación hegemónica de las ideas-fuerza que sostiene la legitimidad de todo régimen. La gran empresa a través de una serie de sujetos (ya sean estos políticos oficialistas o de oposición, periodistas, analistas políticos y demás) enfatiza que el “Proyecto Conga” es el “punto de quiebre” de la economía nacional. En ese punto de quiebre se generan una serie de imágenes sobre la nación a partir de la relación trabajo-capital. Para los que apoyan y defienden los intereses de la gran empresa (en este caso la gran minería) tienden a acentuar la universalidad de la nación mediante la cual se arrogan su representación en función de su inmanencia. Mientras quienes apoyan y defienden los intereses de las comunidades campesinas cuestionan la universalidad de la nación a partir de su concreción regional en claro cuestionamiento a la inmanencia. Por ello la crisis del Estado no se debe a la pérdida del monopolio de la violencia, ni mucho menos a la intransigencia de la organización popular y regional (como espetan todos los conservadores), sino a que el poder económico sostiene las ideas-fuerza que reproduce el Estado.

Hay una tesis de Foucault al respecto de cómo se constituye la soberanía, a saber, mediante ciclos, uno de ellos es “el ciclo del sujeto al súbdito”. Hay diversos dispositivos para generar al sujeto, pero la constitución del súbdito radica en el proceso de la representación de la imagen que uno se hace del poder mientras se reproduce como sujeto. La imagen del poder, en función del sujeto, es una suerte de fuerza ajena a la materialidad del cuerpo, expresada mediante la amenaza de la violencia física. Esa violencia física no es sólo la desaparición material del cuerpo, sino también la suspensión moral de las acciones políticas en la medida que se le quita la condición de interlocutor válido al sujeto popular (o al que ose enfrentarse al poder del Estado) para actuar en el campo político. Límpidamente en el campo político del Perú se cierra el círculo del sujeto al súbdito, a través del fantasma de la violencia, pero sobre todo a través de la pseudo-política del diálogo.

La “pseudo-política del diálogo” no es más que el resultado de la violencia que ejerce el Estado. Los casos son empíricamente referibles en muchas regiones del país en donde aún campea la impunidad y en donde los deudos no pueden callar, a pesar de que ahora se sienta en el sillón presidencial el gran asesino de la ilusión. Al respecto la canción El asesino de la ilusión (1995) de Leuzemia es muy sugerente:“Las tardes de muertos eclipsan el bar/ y los deudos callarán su rabia/ y todo es por ti/ Pagando las noches de fusilamientos/ Gente desaparecerá/ ¿En dónde mierda están?/ so pretexto de "vida"/ so pretexto de "paz"/ so pretexto de "amar"/ so pretexto de "luchar"/ Mentiras nada más/ la que escribe tu voz (…)/ Un criminal en un diván/ Un criminal en un desván/ Un criminal en un sedan/ el Asesino de la Ilusión”.



Pero como las ilusiones son aspiraciones generadas por las acciones políticas es posible que se generen nuevas ilusiones, sustentadas en proyectos colectivos, y que son ineludibles en estos tiempos en el que moralmente no se puede claudicar ante el cinismo y el continuismo de quienes han dirigido la república en desmedro de los trabajadores. No hay nada más cercano al principio de esperanza, tal como lo quería Ernest Bloch, que la ilusión y sobretodo cuando hay miles y miles de hombres y mujeres (populares) que lo animan con gran sacrificio y tesón en el campo popular. En el pueblo de Cajamarca y en el sur andino, a pesar de los manidos vituperios, florecerá una nueva ilusión que animará la esperanza.



Juan Archi Orihuela
Martes, 13 de diciembre de 2011
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(*) En la imagen superior derecha se encuentra el “asesino de la ilusión” anunciando el estado de emergencia en Cajamarca.

lunes, 31 de octubre de 2011

La inocencia y el cinismo contemporáneo



“Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia”.
(Oswaldo Reynoso. Los inocentes)   


Hay una escena en la película No amarás (1988) de Krzystof Kieslowski que permite reconocer la constitución de cierta sensibilidad __posible de ser identificada con la inocencia__ en función del cinismo. El joven Tomek, un muchacho de 19 años, se enamora de una mujer mayor y promiscua (a la que espiaba con ímpetu voyeurista), quien de la manera más brutal sepultará toda ilusión acerca de lo que es el amor (o por lo menos como se resignifica bajo determinada experiencia). Ella tras seducirlo (vestida con tan sólo una bata de baño y a solas en su departamento con él) coloca las manos de Tomek en sus muslos, diciéndole: “tócame”. Y en ese momento empírico, el rostro del joven Tomek, con evidente temor y temblor por la sensibilidad, delata lo que los sexólogos llaman una “eyaculación precoz”. Enseguida la mujer le espeta con descarnado cinismo: “Eso es todo lo que hay en el amor. Ve a lavarte (…)”. Pero Tomek huye, todo furioso, entristecido y desilusionado, y decide quitarse la vida. Y cuando la mujer va en busca de él, luego de una serie de incidentes, la señora (la madre de su amigo) que vivía con Tomek, y que estaba enterada de todo, le dice: “Aunque para usted sea algo tan insignificante, él se enamoró de usted”.

Lo último, la insignificancia del amor en función de una práctica cínica, es uno de los rasgos muy sintomáticos que identifica a la vida contemporánea, pero sobretodo tiende a anular el sentimiento de la inocencia (en algunos casos presente en algunos sujetos a lo largo de toda la vida). La inocencia en el imaginario judeo-cristiano refiere a la pureza del alma, y, a su vez, ese rasgo permite indicar __por contraposición a cierta racionalización que caracteriza a toda madurez__ que el sujeto inocente se encuentra siempre adoleciendo. Es decir, la inocencia, como experiencia afectiva, tiende a generar la resignificación de la moral (social) porque cuando se es adolescente se asume que los actos, como experiencia de vida, se encuentran en consonancia con los afectos. El posterior desarrollo emocional, sujeto a determinadas prácticas que generan ciertas preconcepciones sobre la vida en función de los objetos, tiende a establecer la relación con el Otro a partir de una disyuntiva fuerte, a saber, “o ellos o yo”. Tal rasgo anima aquello que se llama experiencia de vida y que en el fondo expresa el rasgo del cinismo contemporáneo.

El cinismo contemporáneo se diferencia del cinismo antiguo en la medida que su reproducción se encuentra sujeta a una suerte de dictamen de los Otros y no del yo, como algunos (cínicos) podrían reclamar. Además la actual denuncia reactiva sobre las cosas, resultado de las prácticas morales, no es un acto autárquico sino todo lo contrario, un acto que subyuga porque fomenta las diversas formas de dominación. El cinismo contemporáneo, metafóricamente, es la lengua de los deslenguados que anima el conservadurismo. Un rasgo común al respecto es que “para que nada cambie” uno tiene que “cambiar”, es decir, uno debe hacerse cínico. La denuncia práctica del cínico, muchas veces fachendosa y reactiva, pretende motejar el sentido de las cosas para establecer un único sentido, a saber, el de la experiencia de las cosas. En tal empirismo intencional el deseo se degenera hasta convertirse en vicio. A modo de ejemplo, hay una sentencia de Nietzsche muy contundente al respecto: “El cristianismo dio de beber veneno a Eros: __éste, ciertamente, no murió, pero degeneró convirtiéndose en vicio”.

Actualmente el discurso (y las prácticas del) cínico enfatizan la libertad del goce a partir de cierta oposición entre la moral y la vida. La moral para los cínicos no pasa de cierta prescripción incumplida o por ser una idealidad “corrompida”. La sospecha sobre la moralidad, que los cínicos suelen hacer, no es una alerta práctica sino un rechazo prejuiciado, que mantienen insistentemente para no encarar la determinación social de su vida. La vida que han universalizado y asumen (así como todo vulgar empirista) como eminentemente orgánica, se encuentra animada sólo por el cuerpo. Precisamente el cuerpo es uno de los temas de gran importancia para el (discurso) cínico contemporáneo. En las últimas décadas se ha visto una suerte de exceso de corporalidad en la medida que la satisfacción (sexual) se convierte en la normatividad del Otro.

Retomando la sentencia de Nietzsche, Eros se degenera en vicio no debido a una normatividad sexual (restrictiva) dada por el cristianismo desde antaño, sino porque el exceso de su corporalidad anima su cosificación presente. Es decir, la primacía del cuerpo no sólo se objetiva mediante la epidermis del Otro, sino mediante el deseo de las cosas sexuadas para anular la satisfacción sexual mediante su excitación. El caso de la publicidad sexuada (presente en todo el mundo capitalista) apunta a ello: la mujer-culo, lejos de ser una simple figuración contingente debido a una visión masculina (fálica) de las cosas del mundo, es la necesidad objetivada de la suspensión sexual. En otros términos, no hay nada más asexuado que el exceso de la sexualidad y la mujer-culo cumple tal función. Pero la mujer-culo no sólo es la fragmentación del cuerpo (un simple culo) sino la expresión de la relación con el Otro: El Otro es un simple cuerpo tan material como la mercancía que anima la publicidad. Tal relación tiende a constituir el cuerpo cínico que estimula el cinismo contemporáneo en la medida que se acepta su materialidad desinhibida.

Pero la acentuación del cuerpo no sólo es la expresión del libre mercado, sino también se encuentra presente en muchos discursos que pretenden la liberación sexual a partir de la equidad de la sensibilidad afectiva. Pero aquel cinismo, nunca veces confeso, al acentuar la condición sexuada por otros medios (como la constitución de nuevos sujetos sexuados) en el fondo mantienen el vicio de eros. Al respecto, el caso más sintomático del cinismo contemporáneo es la propensión de cierto discurso sexista que manidamente afirma que “todo es sexo”, animado sobretodo por feministas y por el movimiento gay que abandera la diversidad sexual. Tal sexismo acentúa la omnipresencia del sexo como un ente universal y suprahistórico, y, a su vez, hace del cuerpo un objeto transexuado. Las consecuencias del objeto transexuado es la indeterminación no sólo de la sensibilidad sino de la concreción del mundo.

Las figuraciones de la mitología antigua acerca del “caos” y el deseo de establecer una experiencia inefable, a pesar de ser sólo prácticas cognitivas cuyo universo de sentido se encuentra en el precapitalismo, tienden a recrear una imagen sobre el mundo que corresponde a la cosificación de las relaciones sociales mediante la mercancía. Al igual que la mujer-culo, el cuerpo como un objeto transexuado es el exceso de la sexualidad (muchas veces animada por una búsqueda de una sexualidad sentida como fatalidad) que tiende precisamente a legitimar las diversas relaciones de cosificación de los cuerpos a partir de la imagen que desean aparentar. Por ello la apariencia es necesaria para el cinismo en la medida que puede burlar lo que en el fondo desprecia (desprecio por el hombre, la mujer, la familia, el Estado y demás). Sin embargo los límites del escarnio y la provocación corresponden al deseo de ser una cosa transexuada.

Contrariamente al cinismo, la inocencia cuestiona la apariencia y apela a la correspondencia entre los actos y el sentido de las cosas. La inocencia es como el optimismo del ideal, tal sentimiento responde a toda materialidad cuestionada a través del deseo por la vida así como del mundo. En el último cuento de Los inocentes (1961) de Oswaldo Reynoso se figura tal idea (recuérdese el hecho aciago de Tomek), cuando el escritor menciona lo siguiente: “Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia”.

Tal comprensión literaria permite reconocer que es posible oponerse al cinismo. Más aún, la inocencia se convierte en una suerte de utopía renacentista si se reconoce que el imperativo contemporáneo es ser cínicamente posmoderno. Es decir, no es nada casual que actualmente existan una serie de sujetos que se presenten así mismos como orgullosamente desfachatados, irreverentes, provocadores y fachendosos. Eso evidencia, entre otros detalles, que el cinismo contemporáneo se muestra, y se encuentra presente, por otros medios nada sutiles.





Juan Archi Orihuela
Lunes, 31 de octubre de 2011.




miércoles, 12 de octubre de 2011

El colonialismo y la condición estructurada del poder colonial






El tema del poder colonial puede ser observado a partir de sus consecuencias culturales. Al respecto la canción Independencia Cultural (1986) del grupo Los Prisioneros permite reconocer una serie de referencias comunes a muchos países de Latinoamérica:

“Siempre ocultando el acento/ no hemos sido aplaudidos ni un momento/ en el colegio te enseñan que cultura es cualquier cosa rara menos lo que hagas tú./ No te disfraces, no te acomplejes, eres precioso porque eres diferente/ grita fuerte, tenemos que declarar: ¡Independencia cultural!”.

Suspendiendo la consigna última, tales referencias __muchas veces consentidas hasta aparentar su naturalización__ como la diglosia, la invisibilidad cultural, la impostura estética y la reclasificación racial (raza-trabajo), corresponden a las consecuencias del colonialismo.

El colonialismo es un hecho político y cultural que ha universalizado la historia a partir de la reproducción de un centro de poder colonial. Tal hecho ha sido señalado, fenomenológicamente, por Enrique Dussel como el “encubrimiento del Otro”, en la medida que la dominación colonial encubre a los colonizados hasta convertirlos en un apéndice (o ubicarlos al margen) de la historia de Europa; o, en su defecto, el colonialismo ha cristalizado el pasado colonial como un hecho libre de toda violencia oprobiosa. Pero para no simplificar los hechos a partir de un maniqueísmo culturalista, que muchas veces se enfatiza a partir de la oposición entre lo occidental y lo no-occidental, cabe observar que el poder colonial, tal como ha acaecido históricamente, responde ante todo a una relación política interestatal de dominación, en función de la llamada “acumulación originaria (o primitiva) del capital” y que se caracteriza por rebasar los límites de toda relación política hasta convertirse en un hecho eminentemente cultural. Tal rasgo ha sido observado y tomado muy en cuenta, precisamente, por los sujetos políticos que han animado las luchas de liberación nacional en muchos países que han sido colonias de Europa durante el siglo XX.

Pero tal relación histórica de dominación no es conmutativa, ni mucho menos se sujeta al formalismo condicional, en el sentido de que la ruptura del poder colonial sería posible a partir de la ruptura de las relaciones políticas interestatales del colonialismo. Por ende la cuestión medular sería observar la concreción de la dominación colonial, no sólo a partir del pasado, sino también del presente. Pero ¿cómo se produce la dominación colonial? Sucintamente, la dominación colonial consiste en la imposición de un poder material a partir de su idealidad, reproducida desde el centro dominante colonizador, cuyo núcleo es un Estado que anima una política imperial. La política imperial formalmente expresa la universalidad de la soberanía estatal en función de la producción de un centro de poder económico, poder que se sustenta en la expropiación de los Estados dominados. El hecho material del colonialismo se constituye a partir de una serie de dominaciones estructurales, reproducidas en el interior de todas las instituciones sociales que van desde el Estado hasta familia, y que se caracteriza por la producción necesaria de sujetos colonizados que permiten y posibilitan la dominación (ubicados estacionariamente e indistintamente en todas las clases sociales). A su vez, tales sujetos colonizados articulan y producen todo un imaginario acerca de la dominación a partir de la demarcación entre la inferioridad nacional y la superioridad del colonizador. Tal imaginario de dominación se compone de ideas-fuerza que constituyen la idealidad del Estado dominante o colonizador, reproducidas figurativamente desde “abajo” (la cotidianidad). Por ende, la doxa política (o las opiniones acerca de lo público) producida en función de la imagen de lo no-nacional (figurado por el extranjero europeo o norteamericano), como una preconcepción, permite universalizar e interiorizar la inferioridad.

La inferioridad que establece el colonialismo (específicamente el colonialismo europeo) encuentra una idea fuerza, entre otras, en aquella figuración estética sobre el fenotipo humano del europeo como si fuera lo bello (lo blanco) y a la vez universal. Pero la universalidad de lo “blanco” no sólo estaría expresando la hegemonía de Europa sobre el mundo, sino sobre todo la cosificación del mundo a partir de la estética europea, en la medida que la dominación colonial se establece de la manera más epidérmica (material) e ideal posible, mediante la identificación de lo feo con lo no-blanco. Siguiendo una observación de Theodor Adorno, lo feo es la categoría abstracta y formal que lleva subsumida la condena y la prohibición que los sujetos se hacen del mundo (ya sea en el arte, lo sexual y lo moral), tal prohibición y condena que evidentemente apunta a lo no-blanco estaría convirtiendo el tiempo colonial en un tiempo universal (fijo) en el que lo bello es no sólo el equivalente de lo blanco, sino su cristalización equivalente. Más aún, tal problema cobra cierto asidero si uno recuerda lo ya observado por Theodor Adorno, a saber:

“(…) lo que figura como feo es ante todo lo pasado históricamente, rechazado por el arte en busca de su autonomía y convertido así en realidad mediatizada”.

Tal  vez por eso la identificación de lo feo con lo no-blanco, que establece el poder colonial, sería posible en la medida que el no-blanco se ha convertido en esa realidad mediatizada que expresa la dominación colonial. Reconocer aquel síntoma no es sólo un hecho de apreciación subjetiva, propensión sostenida por aquellos que reproducen la ideología del mestizaje o la tesis de la hibridación cultural, sino que expresa, por otros medios, la condición estructurada del colonialismo.

Hipotéticamente el llamado racismo, cuya referencia muchas veces se confunde con la discriminación y por la condición relacional de los sujetos, es producto del colonialismo europeo. Y si se observa que la descolonización de muchas sociedades que anteriormente fueron colonias, considerando sólo su naturaleza política, la interrogante ineludible a encarar sería ¿por qué aún se mantiene o reproduce el racismo en tales sociedades? Algunas respuestas han oscilado entre la ausencia de la constitución de una “modernidad” hasta el manido hecho de la invisibilización de la “diversidad cultural” por una cultura occidental (blanca) hegemónica. Considero que tales respuestas en el fondo tienden a disolver la condición estructurada del colonialismo, en el sentido de que se concibe al racismo sólo como un proceso de conciencia, análogo a como el marxismo soviético, en su momento, enfatizó impertérritamente la idea de la “falsa conciencia” como el hecho ideológico. Por ello no extraña que se elaboren campañas contra el racismo similar a las campañas contra tal o cual enfermedad: mediante su prevención. Es decir, en el fondo se trata de mantener el racismo (y por ende el colonialismo) en la medida que nadie sea racista (o nadie se enferme), confundido con la discriminación de toda índole.

Tal vez por ello los que han entendido de manera diáfana, en función de la experiencia, la condición estructurada del colonialismo han sido precisamente los sujetos colonizados que lo han encarado mediante una respuesta popular y contra hegemónica. A modo de ejemplo, una de las consignas que respondía a una clara política cultural, y que fue animada por aquella organización llamada Los Panteras Negras en los EE.UU, allá por la década de los sesenta del siglo XX, planteaba el problema del colonialismo de una manera contundente: “Lo negro es bello”. Tal consigna que respondía a un nacionalismo negro, y que estuvo preñado de fantasía así como muchos discursos nacionalistas, no debe observarse como una suerte de “vuelta a la tortilla”, sino tal como Theodore Draper anotaba:

“Si la fantasía es un sustitutivo de la realidad, entonces la fantasía del nacionalismo negro debe ayudarnos a comprender mejor la realidad que viene a sustituir”.

Asumiendo que “Lo negro es bello” es una fantasía que intenta sustituir la realidad histórica del hecho colonial, la pregunta sería ¿cómo adquiere su concreción la realidad del colonialismo si no es a través de lo feo, es decir, de lo no-blanco? Por ende el deseo de lo bello, en el fondo responde a una clara política cultural que intenta no sólo encarar la producción de la imagen del mundo que uno se hace en función del poder colonial, sino a su superación, mediante una descolonización cultural. Sin embargo la descolonización cultural no pasa por la academia (los estudios culturales), sino que se concretiza mediante las organizaciones políticas y eminentemente populares. El caso de Latinoamérica es muy aleccionador al respecto y en especial la creación única en la historia universal (y colonial) del mundo de una nueva república como es el caso particular de la República Plurinacional de Bolivia.
 
Imagen tomada de aquí: Pulse

El caso boliviano es emblemático por su proceso de descolonización cultural, ya que sus cambios encaran la historia (colonial) a partir de la antinomia raza-trabajo que fundamentaba al poder colonial como un hecho ineludible. Por ello el proceso de transformación social, que implica la construcción de un nuevo Estado, que acaece en Bolivia es, en términos hegelianos, la superación del colonialismo (iniciado el 12 de octubre de 1492 en esta parte del continente mal llamado Latinoamérica). Pero la historia del colonialismo no debe observarse tal como se venera el pasado de una persona, con esa intencionada nostalgia selectiva, porque al decir de Eduardo Galeano: “La veneración por el pasado me pareció siempre reaccionaria”. Por ello todo el pasado debe ser confrontado, de la manera más jacobina posible, pero sobre todo el presente poscolonial.

En el Perú, la consigna “Lo negro es bello” no sólo pasaría por fantasía (aunque la consigna para que se ajuste al contexto peruano sería "Lo no-blanco es bello"), sino por un nueva forma de racismo para aquellos que animan lo “políticamente correcto”. Sin embargo tal “fantasía” es animada en el Perú en función de una nueva política cultural recreada por lo más popular y contemporáneo de su juventud, como una propuesta no sólo estética, sino también política. Al respecto la canción “Camina bonito” (2011) del grupo peruano La Nueva Invasión apunta a la descolonización cultural cuando entona:

“Después de un tiempo/ miro al cielo/ para pedirte/ que no me dejes sentir vergüenza jamás/ Ni por estas manos, ni por esta piel/ me la dio mi madre/ me la dio mi padre al nacer/ Y antes que a mi/ se la dieron los suyos a ellos/ (...) /¡Camina con orgullo!”. [Pulse]  

Lejos de la apreciación u objeción particular __si agrada o desagrada la canción o el ritmo__ tal apelación a la “fantasía” permite entender, por otros medios, la concreción del colonialismo en un país aún colonizado, culturalmente hablando, como es el Perú. Pero sobre todo, tales propuestas culturales animan una urgente independencia cultural.






Juan Archi Orihuela
Miércoles, 12 de octubre de 2011.

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P.S.

Ahí el documental "Bolivia para todos" que, entre otros detalles, es un claro ejemplo para acercarse a la descolonización por otros medios.

 

 O también pulse Aquí

martes, 20 de septiembre de 2011

El ser radical





En los dos últimos procesos electorales que han acaecido en el Perú (para elegir a los alcaldes y a los representantes de los dos poderes del Estado, ejecutivo y legislativo) se ha cristalizado oficiosamente la acentuación de algunas acepciones acerca de lo que es ser radical en el ámbito político. Tales acepciones espetadas con cierta vehemencia tienden a aludir a los partidarios de reformas extremas y a los sujetos intransigentes. No está de más señalar que tales supuestos sujetos políticos no han participado y nunca participarán de un proceso electoral, por la sencilla razón de que tal posibilidad impediría la constitución de todo radicalismo que se identifique con tales acepciones. Pero precisamente en aquel vacío del significante “radical” se encuentra la condición de la reproducción de un discurso ideológico, cuya legitimación expresa la hegemonía de las clases (o la corporación de una clase) que detentan el poder político a través del Estado.

Lejos de ubicar la reproducción ideológica en función de una abstracta relación de la conciencia, el significante “radical” aludido opera en la medida que la reproducción de las relaciones de fuerza en el espacio público permitan (o tiendan a) la anulación de todo sujeto político opositor a la hegemonía del poder dominante. Pero tal significación del “radical” ante la ausencia (necesaria) del referente (el sujeto intransigente o extremista) permite algo así como la producción de la idealidad del cuerpo político en función del orden de dominación. Tal idealidad (ideas-fuerza) que sustenta todo orden de dominación actualmente responde, o se expresa tácitamente, mediante imperativos políticos de la democracia liberal representativa. Democracia que se caracteriza, entre otros detalles, por hacer de la representación una suerte de transustanciación del poder en el Estado y por identificar a la política como un eidos (cuando la universalidad se separa y se opone a su particularidad).

Como en la democracia liberal la representación se convierte en (o se presenta como) la sustancia del poder porque expresa la corporalidad del poder legítimo, objetivado mediante el Estado, la falta de representación indicaría algo así como un vacío de poder. Percepción que ha permitido establecer (y/o sustentar) una serie de juicios acerca de los problemas contemporáneos acerca del Estado, a saber, en lo concerniente a su funcionamiento y a su reproducción “ilegitima” (muchas veces nominado y justipreciado como actos de “corrupción”). Pero tal percepción no sólo identifica y establece una diferencia entre el poder legítimo y el ilegítimo, sino que naturaliza cierta sustancia del poder a partir de su demarcación institucional como una entidad por encima de la sociedad o como si fuera un centro vector, a partir del cual se reproducen todas las relaciones sociales. Las consecuencias de tales percepciones tienden a acentuar su materialidad en desmedro de su idealidad. Pero la idealidad del Estado no es un elemento que se oponga a su reproducción como un mero acto de conciencia, a partir de su percepción, sino que se encuentra vinculada a la reproducción de sus instituciones. Precisamente en el interior de aquella reproducción institucional, Alain Badiou considera que el Estado es “un poder de disposición de las cosas”, cuyo rasgo es que se presenta como un hecho indeterminado para los individuos, en la medida que la reproducción de la vida social se encuentra dispuesta por aquel poder.

Asimismo, la idealidad del cuerpo político sujeta a los imperativos de la democracia liberal posibilita que los hechos políticos se separen de la idea universal de la política (Democracia), para significar (o presentarse como) una aproximación de lo que debe ser normado. Bajo esa normatividad la reproducción particular de los fenómenos políticos que rebasen o muestren los límites de la universalidad de la política (La Democracia) serán reclasificados como hechos subversivos o ilegales. Tal situación, que empíricamente responde a relaciones de fuerza, permite que la normatividad se establezca en la medida que ejerza su hegemonía el poder del Estado.

En el pasado hubo muchas maneras de afrontar de manera directa la hegemonía del poder del Estado, ya sea mediante una lucha contra la dominación o contra la explotación, luchas que se han presentado como hechos, además de ser considerados como ilegítimos, circunscritos a luchas particulares. Cuando los anarquistas del siglo XIX cuestionaban al Estado, como un instrumento de opresión universal, no sólo cuestionaban su materialidad opresiva sino que ante todo sus críticas apuntaban aquel orden que se organiza y se sostiene mediante su idealidad. Lo interesante de tal proceder es que se afronta el orden de la idealidad en función de la legitimación de otra idealidad que universaliza a la sociedad, y que no se encuentra desvinculada de su particularidad, a saber, la libertad. Esa condición es lo que permite la universalidad de la lucha contra la hegemonía del Estado, pero a su vez su significación se encuentra sujeta a la correlación de fuerzas que se enfrentan en el espacio público.

En ese enfrentamiento desproporcionado las estrategias del poder del Estado, además de la violencia física, operan con significantes a través del discurso. Tales significantes, que tienden a deslegitimar la lucha política que cuestiona al poder estatal, no cuentan con referentes autónomos o independientes al poder del Estado. Muchos de esos referentes, o sujetos políticos, han sido (y son) elaborados a imagen y semejanza del poder estatal. El caso de los llamados “terroristas” (propiamente dicho, la acusación que se hace de ciertos sujetos de ser “terrorista”) es la proyección de la idealidad del Estado en su perversidad oculta o figurada: Se asume que ambos (Estado y “terroristas”) se encuentran por encima de la sociedad y son una amenaza constante porque ejercen la violencia. Pero la diferencia, que se acentúa y presenta, es que el “terrorista” reproduce (y ejerce) el poder de manera perversa. El poder cómo perversidad tiende a polarizar no sólo las fuerzas que se encuentran en pugna en el espacio público, sino a ejercer cierto cuestionamiento al espacio privado en la medida que recuerda, mediante la fuerza, la vulnerabilidad de la existencia (nadie se encuentra seguro).

Pero como el significante discursivo, elaborado de acuerdo a la hegemonía del poder dominante, muchas veces no corresponde a los sujetos políticos que se enfrentan a aquel poder, cabe interrogarse entonces ¿Qué es ser radical? (políticamente hablando). El sujeto radical que se asocia a la violencia, lejos de ser tan sólo una caricatura del ser radical, es la proyección de la perversidad, ya que la violencia ejercida, además de ser una mediación, es reaccionaria y compulsiva. Es decir, el sujeto radical no puede ser la implosión del poder político bajo su forma perversa, sino el síntoma del poder político bajo su forma consciente.

Una respuesta tentativa al respecto del ser radical, sujeta a las determinaciones históricas de los movimientos sociales, es la que pretendieron dar los jóvenes hegelianos mediante la crítica a la religión (o la superación de la misma). Tal crítica, justificada, a pesar que desembocó en cierto antropocentrismo romántico animó la emancipación del hombre mediante la libertad (la religión era, y es, una forma de dominación). Pero como la crítica de la religión no era más que una crítica al derecho (el orden jurídico), el problema del orden se planteó en función de cómo afrontar la urgente cuestión social, es decir, ¿cómo organizar una nueva sociedad?

Los jóvenes hegelianos, jóvenes radicales

La posibilidad de un orden justo muchas veces insufló las utopías que no sólo limitaban una aproximación hacia los movimientos sociales del siglo XIX que lo animaban (como el caso del movimiento obrero), sino que se llegó al punto de encontrase muchas veces distanciados (tanto en el plano práctico, así como en el teórico). Para sortear esa distancia, para el romanticismo del siglo XIX la libertad animó la constitución del ser radical, en la medida que se encuentra sujeta a la conciencia de la necesidad, es decir, uno es libre cuando actúa con conocimiento: autoconciencia. En consonancia con tal idea, el ser radical no es la reproducción de un ser individual, sino social; no es la apertura de hechos contingentes, sino de hechos históricos y necesarios; no es tan sólo una disposición afectiva, sino una disposición eminentemente racionalizada; no es la reproducción de actos volitivos, sino de un proceso de transformación social. O, simplemente como anotaba uno de los más lúcidos jóvenes hegelianos, como Karl Marx: “Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el hombre, es el hombre mismo”.




Juan Archi Orihuela
Martes, 20 de septiembre de 2011.





 

martes, 13 de septiembre de 2011

Allende y el poder popular





La figura de Salvador Allende (1908-1973) no sólo expresa la vida hidalga de un hombre bizarro y militante, muchas veces admirado por quienes desean una revolución sin revolución (es decir, los socialdemócratas) o por quienes acentúan toda “diferencia” reaccionaria (culturalistas, sexistas, ciertos artistas y demás), sino que se encuentra ligada al poder popular y a la causa por el socialismo. El gobierno popular que dirigió Salvador Allende (1970-1973) fue considerado, en su momento, por muchos en el mundo como la “vía chilena al socialismo”, ya que abría un derrotero de lucha política a través de la llamada vía “pacífica” (el camino electoral). Tal calificativo muchas veces ha menguado las consecuencias políticas y la importancia de la Unidad Popular (UP) hasta confundir la construcción del socialismo con cierto pacifismo político similar al de Gandhi. O, en su defecto, se ha visto en “la vía chilena” la simiente de la radicalización de la democracia (liberal).
 
En las calles de Santiago de Chile durante el gobierno de Salvador Allende se solía corear una consigna, que actualmente en algunos países latinoamericanos pone en brete a lo políticamente correcto, a saber: “¡Crear! ¡Crear! ¡Poder popular!” El impacto de tal consigna, que no sólo era una consigna más entre otras, alude no sólo a una forma simbólica que produce discursivamente la izquierda, sino que expresó fielmente la necesidad de la participación directa de las organizaciones populares en el gobierno de la UP; asimismo fue un intento por acentuar los cambios del ejercicio del poder fuera de la estructura del Estado.


Cuando Salvador Allende se interroga, en un histórico mitin, ¿Qué es el poder popular?, responde: “Poder popular significa que acabaremos con los pilares donde se afianzan las minorías que, desde siempre, condenaron a nuestro país al subdesarrollo”. Lejos de observar un mero discurso “desarrollista”, lo interesante es que Allende apunta a la explicitación del conflicto, en la medida que encara “la cuestión social”, y a los elementos que constituyen la dominación económica del país (Chile), ya que enseguida menciona: “Acabaremos con los monopolios (…) con el sistema fiscal puesto al servicio del lucro (…) acabaremos con los latifundios (…) Terminaremos con el proceso de desnacionalización (…) recuperaremos para Chile sus riquezas fundamentales”. Tal cometido implica la creación gradual de un nuevo Estado, derrotero posible en la medida que la participación de las organizaciones populares (como los partidos populares, los sindicatos, los cordones industriales, los comandos comunales y demás) se fortalezcan y cambien las estructuras del Estado que anteriormente dominaba a las clases populares para darle un nuevo carácter de clase (se esperaba la construcción de un Estado dirigido por la clase obrera). Metafóricamente el poder popular se focaliza y comprende la reproducción de instituciones constituidas desde “abajo”. Tal hecho expresa, lejos de ser un radicalismo voluntarista, una de las consecuencias de la modernidad, a saber, la construcción del espacio público, como condición de posibilidad, para todos.


La construcción de la esfera pública como un hecho universal caracteriza a la época moderna y ha sido uno de los espacios en el que las relaciones de poder han operado de manera histórica. Precisamente en ese espacio ocurrió algo muy significativo durante la Revolución Francesa y que ha marcado en gran parte el derrotero histórico contemporáneo. Al respecto de tal hecho político Hannah Arendt observó lo siguiente: “(…) la esfera de lo público __reservada desde tiempo inmemorial a quienes eran libres, es decir, libres de todas las zozobras que impone la necesidad__ debía dejar espacio y luz para esa inmensa mayoría que no es libre debido a que está sujeta a las necesidades cotidianas”. El estar sujeto a las “necesidades cotidianas” implica la reproducción ominosa del espacio privado que sujeta toda voluntad a la subsistencia. De ahí que resulte un hecho tan difícil (o hasta imposible), bajo tales condiciones, trocar los actos políticamente reactivos, que reproduce las estructuras de dominación, en actos políticamente conscientes que produce las luchas de emancipación. Lejos de toda intencionalidad, tales actos en el espacio público permiten diferenciar una determinada forma de cómo ejercer el poder, a saber, el poder popular.

El poder popular, por su naturaleza, no se encuentra (o se genera) al margen del Estado, sino que adquiere concreción en la medida que explicita su fuerza frente al poder del Estado. Por eso cuando el poder popular se ejerce responde a cierta organización institucionalizada a raíz de la condición de dominación de los sujetos que lo componen. Muchos de tales sujetos (políticos) construyen, mediante una serie de organizaciones populares autogestionarias, aquel espacio político que antes fue ocupado, suspendido o reducido por el Estado. Esto supone establecer relaciones de fuerza que se enmarcan en lo que Gramsci observó de manera específica como relaciones de fuerzas políticas en su tercer momento, a saber, aquel “pasaje de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas”. Tal pasaje en su estructuración (relación estructural entre los discursos y prácticas) es lo que los antropólogos, por otros medios y fines, han reconocido de manera empírica como el consentimiento (elemento presente, al igual que la violencia, en la constitución del poder). El consentir una relación de poder no sólo responde a la reproducción de una serie de prácticas generales y naturalizadas, sino a la articulación de las instituciones sociales como un todo, en el que confluyen la unidad de fines económicos y políticos, así como la unidad intelectual y moral. Siendo la reproducción de la unidad moral, en última instancia, el sostén de la hegemonía que ejerce un grupo que se ha convertido en dominante. Precisamente la esfera de las “superestructuras complejas” adquiere cierta condición de realidad cuando la relación de fuerzas encontradas anima la reproducción del poder del Estado como un aparato.

La crítica al Estado como un aparato, que muchas veces enfatiza mordazmente el supuesto mal entendimiento acerca del Estado (que en el fondo apunta a la naturaleza del poder como una cosa) o cierta inclinación por un apriorismo mecanicista, soslaya el tercer momento de las relaciones de las fuerzas en pugna, en el que se reifica a la entidad Estatal. Suspendiendo tal crítica, es un hecho, tanto práctico así como discursivo, que la reificación del Estado se produce no sólo por quienes intentan “capturarlo”, sino también por quienes pretenden “conservarlo”. Es decir, la relación de tales fuerzas antagónicas posibilita la reificación como un hecho materializado por el enfrentamiento público, en el que la violencia pasa de ser reactiva a ser política. Tal significación y operatividad práctica en la esfera pública se comprende en la medida que se identifica y reconoce que las relaciones de poder lejos de ser sólo fuerzas que emanan de los individuos, cual atomismo social, tienden a constituir (o fortalecer) instituciones que pugnan por ocupar un espacio en tal esfera. Por ello no es casual que la violencia ejercida en el espacio público responda a la suspensión, o cuestionamiento, del consentimiento estructurado por el Estado.

El poder popular, visto como una forma de cuestionamiento práctico a la violencia política que ejerce el Estado sobre las clases populares, no debe llevar a una imagen maniquea del hecho político, sino al entendimiento de la estructuración del Estado. Ya que frente a la violencia reaccionaria que ejerce el Estado, el poder popular tiende a la acumulación de fuerzas mediante diversas formas de organización popular, para legitimar no sólo a sus representantes en el espacio público, sino para generar un proyecto alternativo de gobierno. Es precisamente en ese momento en el que Estado y gobierno explicitan su naturaleza. Pero una nueva forma de gobierno no es la finalidad del poder popular, sino la transformación del Estado a través de la suspensión de la violencia política mediante la concreción de la igualdad social sustentada en la independencia económica de todo el país.

El poder popular al ser producto de una serie de relaciones de fuerza frente al Estado posibilita que los acontecimientos políticos, que muchas veces se encuentran fragmentados o diseminados, encuentren una unidad de poder para generar un nuevo espacio y un tiempo que permita su reproducción. De ahí que cuando se construye (y se ejerce) el poder popular “no se trata tan sólo de cambiar un presidente”, sino hacer posible o viable una revolución popular. A tal cometido le dedicó su vida y ese fue el gran mérito histórico de Salvador Allende Gossens.

Pero Salvador Allende no sólo fue un gran dirigente popular sino que además fue un maestro. En cierta ocasión frente a los estudiantes de la Universidad de Guadalajara (México, 1972) aleccionó a la juventud latinoamericana acerca de la relación entre la vida y la historia. En tal evento, con profunda preocupación humana hizo mención a lo siguiente: “El escapismo, el drogadismo, el alcoholismo. ¿Cuántos son los jóvenes, de nuestros jóvenes países, que han caído en la marihuana, que es más barata que la cocaína y de más fácil acceso (…)? ¿Qué es esto, qué significa, por qué la juventud llega a eso? ¿Hay frustración? ¿Cómo es posible que el joven no vea que su existencia tiene que tener un destino muy distinto al que escabulle su responsabilidad? ¿Cómo un joven no va a mirar, en el caso de México, a Hidalgo o a Juárez, a Zapata o a Villa, o a Lázaro Cárdenas? ¡Cómo no entender que esos hombres fueron jóvenes también, pero que hicieron de sus vidas un combate constante y una lucha permanente!”



 



Juan Archi Orihuela
Martes, 13 de septiembre de 2011.
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(*) También se puede oír "La canción del poder popular" con imágenes del gobierno de la Unidad Popular (Chile 1970-1973):


miércoles, 31 de agosto de 2011

La voluntad de morir

El sentimiento de vida y de fuerza (referido a la reproducción de las prácticas de vida del mundo antiguo, en especial a los griegos, así como a las festividades populares) fue tan anhelado a fines del siglo XIX que causó gran embeleso entre muchos intelectuales de la época (obviamente europeos) que recrearon toda una serie de ideas acerca de la vida opuesta a la producción económica (en el que se acentúa la racionalidad en función de la técnica).

Correspondiente a tal suceso, la psicología de lo orgiástico que tanto enfatizó tácitamente Nietzsche, y que respondía a tal sentimiento vitalista, se sustentaba en la contraposición entre una naturaleza volitiva y una vida social petrificada por una razón “tiránica”. La consecuencia inmediata de tal contraposición fue identificar a la naturaleza volitiva con la vida y a la razón humana con la muerte. El caso de Sócrates es aleccionador al respecto, la muerte mediante la cicuta, más allá de ser un hecho necesario porque respondía a una sanción del nomos (la ley), permite entender que el hombre (Sócrates) puede ser dueño de sí en la medida que la razón se convierte en razón práctica (“virtud”), ya no de la vida orgánica, sino de la vida social: morir con dignidad es la enseñanza de Sócrates (recuérdese que Sócrates tuvo la posibilidad de escapar de la prisión, pero su razón, a modo de un daimon, le emplazó a no hacerlo).

Actualmente hay muchos elementos (referentes y discursivos) que tienden a sobre valorar la vida. La muerte es soslayada o silenciada porque es la nada. La vejez que es el anuncio de la muerte, ha sido ocultada por ciertos estilos de vida (y que en el fondo es un mismo estilo) que impone el mercado y que explícitamente acentúa una suerte de “juventud eterna” (tintes para cubrir canas, cremas que evitan las arrugas, así como cirugías estéticas, apuntan a ello) prefigurada por el estilo juvenil y casual. Es sintomático al respecto observar actualmente que hombres y mujeres adultos vistan aún como jovenzuelos; pero el mensaje de fondo es que no sólo deben verse como jóvenes, sino sentirse como jóvenes, y hasta comportarse adocenadamente como tales para comprar las tan “urgentes” mercancías. Desde luego la libertad (de comprar) es la justificación que se impone sin dudas, ni murmuraciones. Pero esa ausencia de la vejez (y por ende de la muerte) responde a la noción del hombre como fuerza productiva, un hombre viejo ya no es un ser productivo, porque ya no tiene la condición física, ni intelectual, para serlo (aunque hay casos que son excepcionales), por ende no es considerado como un hombre, sino como un desecho o un estorbo: el asilo, como institución, expresa el encierro de la vida para ocultar a la muerte. El mensaje es claro: Se privilegia la vida del homo economicus y se oculta la manera como vive moralmente (“el trabajo dignifica al hombre” es el imperativo que se espeta para acentuar la dominación no sólo económica, sino también ideológica). Tal vez la producción, que se encuentra asociada a la transformación de la naturaleza, permita entender tal hecho: como la naturaleza no se encuentra sujeta a la moral porque es voluntad de vida, el hombre tiene que ocultar la moral (es decir, cómo vive moralmente) para ser voluntad de vida.

La voluntad de vivir es un hecho tan naturalizado y orgánico que responde estrictamente a la necesidad (los procesos fisiológicos y las exigencias institucionales de vida se caracterizan por tal rasgo). La posibilidad de salir de la necesidad (o simplemente contrariarla) sería un acto volitivo dado por encima de la vida misma, la suspensión de la vida que ha sido objetivada en su particularidad, es decir, la muerte de uno mismo. Esa suspensión de la vida tiene mucho que ver con aquello que Epicuro postuló bajo la idea de clinamen para indicar la contingencia de cierto movimiento del átomo. La vida que se encuentra determinada por la necesidad sólo se suspendería si uno ejerce su voluntad contra la necesidad de vivir. En sentido estricto, esa voluntad contra la vida es el suicidio. Pero el suicidio no es simplemente un hecho reactivo o desesperado para suspender la vida, sino que expresa fielmente la consecuencia de la autoconciencia frente a la libertad.

La libertad, que al fin de cuentas es el ejercicio de la voluntad, no necesariamente apunta a la obtención del goce (mediado por la sensibilidad), ni mucho menos es el acto volitivo de “hacer lo que uno desea” __porque todos los deseos se encuentran sujetos a la necesidad__ sino la superación de la necesidad. La necesidad se supera mediante la autoconciencia que sabe que se encuentra sujeta a la necesidad, es decir, ser libre no es la voluntad ejercida en función de la vida, sino en función de la muerte. Esa voluntad no es más que la voluntad de morir, voluntad que fue figurada literariamente por Allan Poe como el espíritu de la perversidad. Tal espíritu se reconoce, escribía Poe, cuando: “En la naturaleza no hay pasión más diabólicamente impaciente que la del hombre que, temblando al borde de un precipicio, piensa arrojarse a él. Permitírselo, intentar pensarlo un solo momento, es, inevitablemente, perderse, porque la reflexión nos ordena que nos abstengamos de ello, y por esto mismo repito no nos es posible”. Esa tentativa de “arrojarse” no debe confundirse tan sólo con la desesperación __que muchas veces asalta cuando se pasa por situaciones aciagas__ porque ante todo es una expresión de cierta voluntad sujeta a la racionalidad (la reflexión). En sentido estricto no hay algo así como voluntad pura. Y si eso fuese posible la admonición constante sería insostenible, existencialmente hablando.

La voluntad pura, considerando tan sólo su posibilidad en teoría, no podría ser sobrellevada, ya que eso implicaría la suspensión de la reflexión en la vida práctica y sobretodo haría que uno se ubique por encima de la condición de existencia del mundo (sujeto a la necesidad). Si uno reconoce una suerte de sujeción situacional a la voluntad, más que expresar la condición de la necesidad, tal sujeción sería la condición de que la voluntad es intencionada. La intencionalidad de la voluntad haría que la reflexión no le sea opuesta, sino que sea ocultada para permitir la vida. Al respecto Blas Pascal sentenciaba que “la muerte es más fácil de soportar sin pensar en ella que el pensamiento de la muerte sin el peligro de ella”.

Precisamente ese pensamiento de la muerte, acuciado por la voluntad de morir, responde a la manera cómo se vive, cuya disyuntiva ha oscilado entre la voluntad y la razón. El caso del joven antropólogo, y también filósofo, Lucien Sebag es muy sugerente al respecto. Lucien Sebag se suicida, cuando cumplió 31 años, a partir de un dilema, existenciario y político (que al fin de cuentas responde al cómo uno vive), si el hombre no se define por su condición presente, su esencia imperfecta es lo que se trata de reducir mediante la praxis política. Recuérdese al viejo Sócrates, él era un zoon politikon (animal político), en el sentido de que establecía relaciones (necesarias) entre los hombres (de una polis) y que tales relaciones se ejercían fuera de él (como sujeto), por ende no era una sustancia, sino un haciendo o un viviendo (¿vivir indignamente? o ¿morir dignamente?). Pero en Lucien Sebag la disyuntiva se vuelve universal, cuando refiere: “Pero no cualquier forma de actividad política: ésta, a veces, tiene por objeto el dominio, la potencia, el puro ejercicio del poder. Puedo, sin duda, constatar que tales objetivos no son humanos, pero quien los valore no admitirá precisamente que el debate se plantee en estos términos. La elección que se efectúa entre la violencia y el discurso es anterior a su formulación en el discurso”.

La universalidad de tal disyuntiva (la razón y la violencia), no agota su condición discursiva en la praxis del momento porque es previa a su formulación (el uso de la violencia se activa cuando se suspende el discurso), ese momento es la “reflexión” frente a la voluntad (política). Todo el derrotero del siglo XX ha sido diáfano y muy aleccionador al respecto. Es decir, la necesidad, la sujeción a la normatividad al que estuvo dispuesto Sebag para seguir viviendo, es cuestionada moralmente, no en el discurso sino mediante la praxis que constituye una moralidad que le da valor a la vida (a su vida), porque la existencia no está dada per se, sino para que sea tal tiene que ser un acto libre. Y esa libertad se da mediante la voluntad de morir.

Como nadie elige nacer, lo cual es un despropósito, la vida se encuentra sujeta a la necesidad, así como la muerte que es inevitable. Por ello para salir de esa necesidad, la libertad radica en saber cómo vivir y en cómo morir. Muchas veces lo primero, el saber vivir, es arcano o nunca reparado hasta que uno se encuentra a portas del sepulcro, por ende lo último, el saber morir, es la única posibilidad (y la última) que uno tiene para superar a la necesidad (ser libres). Tal idea se corresponde a lo que el viejo Séneca escribía, a su discípulo Lucilio en su epístola 77, a saber: “Como una obra teatral, así es la vida: importa no el tiempo, sino el acierto con que se ha representado. No atañe a la cuestión el lugar donde termines. Termina donde te plazca, tan sólo prepara un buen final”. Límpidamente el preparar el “buen final” indica que no sólo se debe saber vivir, en eso los estoicos aleccionaron como nadie, sino también morir (no cualquier suicidio). O, como interrogaría Séneca de manera contundente, acaso “¿esta tu vida no equivale a la muerte?”.



Juan Archi Orihuela
Miércoles, 31 de agosto de 2011.

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(*) En la imagen superior se encuentra Sócrates tomando la cicuta.