Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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domingo, 25 de diciembre de 2011

El olvido, la muerte y la nada

Según los griegos de la antigüedad, cuando uno muere nuestra alma, que sale del cuerpo, tomará el agua del río Leteo para olvidar todo lo que en vida fuimos. Olvidar era una necesidad en la otra vida, pero en esta vida, para seguir con el juego retórico, el olvido aflige más que la muerte. Aquello tiene cierta significación en la forma como sienten los hombres en función de una determinada cultura que anima la vida de ultratumba como es el caso del judeo-cristianismo. Al respecto recuerdo que cuando era niño, mi padre solía escuchar estoicamente una hermosa canción llamada El Olvido, compuesta por el maestro Hugo Almanza Durand e interpretada por la imponente voz de Edwin Montoya; El Olvido (1984) es un huayno muy sincero y muy corajudo como ninguno. El tema de la canción alude a que no cabe temor alguno ante la muerte, sino ante el olvido: “El olvido/ lo que si me hace temblar es el… olvido/ llegará el día en que no me han de recordar”. Además, lejos de toda casualidad a El Olvido lo escuchaba (porque fue compuesto por aquellos años), entre otros temas, en aquellos últimos años en que la subversión hacía brotar la “pus” en el Perú y que literalmente llevó a muchos al olvido.

La muerte no es tan sólo la finitud de la existencia material, sino también el pasaje a la ominosa nada que alude a una significación cultural. Hay diversas maneras de morir desde luego, pero el final luctuoso es el mismo, no sólo por la ceremonia, sino porque a todos les llegará el olvido. Cuando ya se hayan olvidado de quien en vida fue, ese día el muerto será ineludiblemente parte de la nada. La nada no es ni si quiera la suspensión de la vida, a través de la muerte, sino la certeza de la inmutabilidad del mundo en su universalidad, es decir, cada ser vivo que muere no modifica en nada al universo en su conjunto, porque al fin de cuentas en función del universo la vida resulta siendo tan efímera. Desde luego uno puede observar que el reconocimiento de la condición efímera de la vida ha generado diversas respuestas culturales a través de las diversas sociedades humanas, de eso no cabe duda, pero hay algo que resulta siendo general, a saber, que en los límites de la concepción física del mundo, la nada ha sido el punto de partida para cierta reflexión metafísica mediante la negación de la misma. Se podría sospechar que se niega a la nada para hacer sostenible la existencia. Pero si la existencia ni siquiera es sostenible en el mundo físico, en la medida que no sólo la muerte natural es inevitable (debido a las enfermedades y al envejecimiento), sino debido a que la muerte vesánica premeditada y contingente que ejerce el hombre hacia los demás de manera particular recuerda, de la manera más cruda y cruel, que la existencia es el velo de la nada (y no me refiero a las masacres que generan las guerras que al fin de cuentas son prácticas racionalizadas en función de una política de Estado.)

En las escrituras de la tradición del judeo-cristianismo hay un pasaje muy conocido en el libro de Juan que anuncia la resurrección de Lázaro, a saber: “Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Juan 11: 25-26). Lejos de que todo el que cree en Jesús resucitará y conseguirá una vida eterna, lo que cabe observar en tal discurso de fe (que pretende ser un acto de fe) es la confianza, no en los hechos del mundo, sino en alguien que se presenta como los hechos del mundo, a saber, un dios creador hecho hombre. Desde luego, según la mitología los diversos dioses que han sido recreados por el hombre son todos inmortales, pero los hombres, no. Y ahí la diferencia especifica del cristianismo con los demás credos religiosos, a saber, que el hombre puede ser inmortal mediante la fe. Tomando en consideración tal diferencia, la fe sería aquel horizonte significante de “la vida eterna” que los fieles de tal credo desean.

Pero el deseo de “una vida eterna” no sólo es un reclamo religioso, en consonancia con el cristianismo, sino que también se encuentra presente en una serie de significantes acerca de cómo se concibe la muerte a partir del olvido. Aquella frase “siempre vivirá en nuestra memoria”, lejos de ser tan sólo una respuesta psicológica, que los deudos enuncian para aceptar la muerte del ser querido, es una respuesta también cultural frente al olvido. En los espacios políticos se explicita con mayor fuerza aquel miedo al olvido, por ejemplo cuando muere un militante político (generalmente de la izquierda) se suele corear frente a su tumba después de su nombre: “¡Presente en la lucha!”. La consigna en el entierro de los estudiantes de la Cantuta fue más explicito al respecto: “¡Cuando muere un cantuteño! ¡Nunca muere!”. Al respecto cabría simplemente observar que el militante político seguirá presente mientras sus compañeros sigan en la lucha y que los estudiantes no han muerto mientras sus compañeros aún los recuerden. Pero llegará también un día en que los que recuerdan a los deudos también morirán y ahí inevitablemente la muerte dejará sin velo a la existencia: la nada.

Hay algunos, generalmente sujetos reactivos que apelan a la cuestión estética, que responden a la finitud de la existencia, tras la muerte, con el despliegue de una vida intensa. Tal respuesta puede ser elogiable bajo determinadas condiciones y en función de los fines que se propongan, pero generalmente no lo es, ya que todo ese despliegue de energía es una manera desesperada, no por el deseo de vivir (como muchos piensan), sino de morir. Harían bien, no sólo a la sociedad, moralmente hablando, aquellos sujetos en morir con dignidad, es decir, que todos ellos se suiciden de una vez por todas. Pero como para suicidarse también hace falta una concepción moral ante la vida, vida que muchos de ellos desprecian, tales sujetos no sólo viven indignamente sino que mueren indignamente. En estos tiempos hay que ser bien ingenuos para confundir parvulamente la vida bohemia con la cloaca del alcohol y las drogas que sólo redunda en el sin sentido de una vida reactiva e improductiva y que en el fondo, según Zigmunt Bauman, sería un rasgo que se enfatiza en el capitalismo tardío, a saber, la producción de “vidas desperdiciadas”.

Si la vida se “desperdicia” en función de un determinado modelo económico, no necesariamente el cambio de modelo haría productiva la vida, porque el asunto de fondo es ¿qué se quiere producir? ¿sujetos que teman a la muerte o a la vida? Una de los rasgos del mundo contemporáneo es la sensación de un gran miedo que acosa, no tanto por el desastre ecológico inminente a la vida en su conjunto, sino por cómo uno se desenvuelve en todas la esferas de la vida social institucionalizada, debido, entre otros factores, a que la nada ha sido soslayada. Nadie se cuestiona (esa hora del gran menosprecio del que solitariamente escribía, en función de una práctica de vida, el pacato Nietzsche), no hay miramientos hacia uno mismo, en su lugar se celebra el fracaso de uno y de los demás y la burla complaciente se ha erigido en el reino del nunca jamás. El mundo social, construido, entre otros factores, a través del diálogo, ha enmudecido. Recordando un verso de César Vallejo, tal vez todo ello se deba a que el olvido "jamás tan cerca arremetió lo lejos".





Juan Archi Orihuela
Domingo, 25 de diciembre de 2011.
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(*) En la imagen superior derecha se encuentra el Funeral del Secretario General de la Federación Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Siderúrgicos del Perú, Saúl Cantoral, acaecido en el año 1989. Según la CVR quienes asesinaron a Saúl Catoral fue el grupo paramilitar autodenominado “Rodrigo Franco”. La imagen cobra cierta significación si se escucha la canción El Olvido. Ahi la canción interpretada por Edwin Montoya (Suba el volumen del enlace, que se encuentra muy bajo, para apreciar la sonoridad de la canción)