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lunes, 19 de diciembre de 2011

La ilusión y la condición de las utopías

Hay un viejo poema de Emilio Westphalen que permite reconocer aquello que anima la constitución existenciaria del hombre a partir de la relación existente entre el amor, la política y la poesía, a saber, el deseo. Específicamente la referencia figurativa apunta a los deseos imposibles. Al decir del poeta: “En la poesía, en la revolución y en el amor veo actuantes los mismos imperativos esenciales: la falta de resignación, la esperanza a pesar de toda previsión razonable”.

Los deseos se hacen imposibles (o son imposibles) en la medida que lo que se desea es una búsqueda sin término. Pero esa falta de resignación tiene un límite óntico, a saber, la experiencia de vida en función de lo deseado. A modo de ejemplo recuérdese aquel pasaje bíblico sobre Jacob que deseaba a la bella Raquel, una de las hijas del mercader Laban (y a la vez el tío de Jacob). Cuando Jacob quiso tenerla para sí (desposarla) tuvo que aceptar el trato convenido por su tío, a saber, trabajar para Labán por siete años. Cumplida la fecha y llegado el día de la boda, Labán entrega a su hija con velo y todo (costumbre judaica de la época) y Jacob duerme con ella, muy feliz, pero al despertar se da cuenta que no era Raquel, sino que era Lía (la hermana mayor de Raquel y que era muy desagradable para Jacob). Al respecto la reflexión de Arthur Koestler es muy sugerente: “Me pregunto si Jacob se recuperó alguna vez de la conmoción emocional de haber dormido con una ilusión. Me pregunto si después creyó haber creído alguna vez en aquella. Me pregunto si el final feliz de la leyenda se repetirá; porque, al precio de otros siete años de esfuerzos, Jacob obtuvo también a Raquel, y la ilusión se hizo carne”.

Lo primero, “dormir con una ilusión”, desde luego que causa (o causaría) cierta desazón (o una gran desazón) pero no por enterarse de que uno siempre ha seguido a una ilusión, sino por reconocer que desde ahora la ilusión nunca se aproximará a lo real (o trocará en lo real). Es decir, si la ilusión __esa cara imagen compuesta por lo deseado y que anima el deseo__ es la condición de la imaginación que tiende a establecer un vínculo con lo real de manera práctica, la ruptura de la misma generaría (inevitablemente) una suerte de vacío existencial que no será ocupado nunca por la realidad. Por ello Koestler anota: “Me pregunto si después creyó haber creído alguna vez en aquella”. Tal cuita (probable) no es una suerte de escepticismo cognoscitivo, sino un momento inevitable (que aflige o asalta, si uno pasa por tal experiencia) ante el cuestionamiento de aquel dualismo entre la ilusión y lo real, muchas veces confundido a partir de la yuxtaposición entre la idealidad y la materialidad. Lo que sucede muchas veces es que cuando uno “cree en una ilusión” (propiamente dicho, cuando uno se ilusiona), no indica necesariamente que uno se “engañe”, sino todo lo contrario, uno sabe efectivamente que lo que se desea es parte de la materialidad existente, con el detalle de que la idealidad de lo que se desea es la posibilidad de la práctica. Como la práctica construye lo real, o es su condición de posibilidad, nunca se encuentra disociada de motivaciones que pueden ser calificadas de ilusas y el cuestionamiento a ellas se da en la medida que se cambia de práctica (Jacob no cambió de práctica porque siguió buscando a Raquel). La historia del pensamiento humano se encuentra preñada de muchos ejemplos al respecto.

La última reflexión de Koestler, cuando “la ilusión se hace carne”, no es más que el resultado o desenlace de lo anterior. No está demás observar que la “carne” es la materialidad que sostiene a la ilusión, sin ella no podría ser posible la práctica que nos vincule al mundo. Por ello es posible diferenciar entre las diversas prácticas en función de la ilusión; más aún, muchas de las prácticas que se encuentran disociadas de la ilusión apuntan al escapismo, como un rasgo contemporáneo en todas las esferas institucionales de la vida social.

Si la ilusión vincula al mundo mediante la práctica, el sujeto “desengañado” o “desilusionado”, lejos de apostar por un espíritu nietzscheano, afirma el escapismo del mundo en función de una idealidad que raya con prácticas cínicas muy presentes hoy en día. La cuestión estética acerca de crear mundos significativos, o figuras significantes, en el que el sujeto vincule el instante de la realidad con la experiencia estética del goce apunta a acentuar el escapismo por otros medios. Por ejemplo, la música adocenada por el mercado figurativamente es la expresión de una dictadura perfecta porque anula la sensibilidad en función de la excitación del momento (momento en el que uno se siente “libre” o simplemente “feliz”). El estar excitado, como el resultado de la búsqueda de satisfacción ad infinitum, es la suspensión de la materialidad del mundo para el sujeto sometido a la ansiedad que la siente como lo Real. Por ello no es casual que los sujetos que no encuentran satisfacción, de la índole que sea, recreen toda una idealidad acerca del mundo sentida y vivida como una fatalidad. La constante práctica al respecto es la reproducción de prácticas reactivas que tienden a la implosión del sujeto o, en su defecto, a generar y fortalecer una serie de relaciones de dominación frente a la mercancía que invita al goce, ya sea de manera directa o indirectamente.

Pero lejos de establecer una simple apología sobre el papel de la ilusión, la reproducción del mundo se encuentra en función de lo que los filósofos renacentistas recrearon, a saber, la utopia. Esa falta de locus (lugar), en el que la conciencia anima una serie de condiciones de posibilidad para la reproducción del mundo, es la condición de la idealidad que permite cuestionar al mundo. “Cuestionar al mundo”, lejos de que sea visto como un acto “rebelde” o como un acto reactivo, es la manera como uno se vincula al mundo a partir de su materialidad. Como la constitución material del mundo no se encuentra incondicionada sino mediada por la práctica, toda la serie de elementos que conforman las utopías se encuentran presentes en la materialidad del mundo. Por ello la calificación de “ilusos” a los que persiguen “utopías” no tiene nada que ver con la negación del mundo material, sino con la posibilidad de su transformación.

En sentido estricto las utopías son eminentemente sociales porque recrean, en función de diversas perspectivas, una nueva forma de reordenar el mundo social. Sin las utopías, y que paradójicamente caracterizaron la historia del mundo moderno, la materialidad del mundo estaría desvinculada de su idealidad. Muchas veces la constitución de la idealidad se la identifica con la reproducción ideal de las tradiciones y con la serie de preconcepciones que animan la reproducción de la vida contemporánea, tentativa que apunta a la resignificación del mundo de una manera abstracta, en la medida que reproduce la fragmentación de la misma. Por el contrario la utopia pretende la concreción del mundo en su totalidad en función de la idealidad. Esa pretensión de la concreto (como totalidad) es lo que sostiene a la utopía y anima una serie de prácticas frente al mundo.

La utopía lejos de ser un remanente ideal de la vida arcana del precapitalismo es la expresión más diáfana de toda práctica porque no confunde la materialidad con la idealidad, ni mucho menos soslaya a la ilusión por el cálculo pragmático del mundo. El mundo lejos de ser una fatalidad (escéptica o cínica), es una posibilidad práctica en la medida que el hombre, tal como lo sugería Heidegger, es un ser-en-el-mundo.





Juan Archi Orihuela
Lunes, 19 de diciembre de 2011.