Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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lunes, 19 de julio de 2010

“En octubre no hay milagros”

La narrativa de Oswaldo Reynoso es agresiva y fría como el cemento y tortuosa como la culpa cristiana. El resultado, figuraciones de un “cielo de ceniza” que se eleva sobre el asfalto urbano, en donde se intenta un diálogo constante contra la pared sórdida y muda de la ciudad de Lima. Su estilo es juvenilmente desfachatado. En octubre no hay milagros (1965), la primera novela de Reynoso, se muestra la garra de este reconocido escritor.

La historia que se hilvana En octubre no hay milagros resulta en apariencia ser simple y que puede ser sincopada del siguiente modo: La familia Colmenares, está a punto de ser desalojada de la quinta en donde vivieron por más de veinte años. Luis, el padre, intenta buscar un departamento antes de que echen a su familia; mientras que María, su esposa, espera un milagro del Cristo moreno, a saber, la casa propia; Bety, la hija, cansada de la pobreza y de la “quinta” en donde vive, intentará “atrapar” a Koki (un muchacho miraflorino) para ascender socialmente y ser una “señorita de bien”. Carlos, el hijo menor, apodado “el zorro”, hostigado del colegio y bajo la presión de su collera (grupo de amigos) perderá su “inocencia” al delinquir, al frecuentar un prostíbulo. Miguel, el hijo mayor, intenta, a pesar de encontrarse obcecado por la impotencia que le genera el sentimiento de cobardía, desarticular todo el entramado social que hostiga a su familia, a través de un acto sacrílego, a saber, el de escupir a la imagen del señor de los milagros que se pasea por las calles de Lima; intento que al final paga con su vida.

Leonardo, por su parte, un joven profesor amigo de Miguel, despierta de una borrachera intranquila para encontrarse, al final de la narración, con Miguel en la procesión del señor de los milagros. Por otro lado, tras aquellos personajes, se encuentra don Manuel, el dueño del banco más poderoso del Perú, quien maquina un plan para traerse abajo el gabinete ministerial. Él siente su homosexualidad proscrita y desde su balcón colonial, junto a su familia, observa la procesión, para mantener la imagen de la familia más católica, como corresponde a todo hombre decente de Lima y el Perú.

Para observar con cierta extensión la mordacidad de Reynoso es necesario acercarse a los personajes de la siguiente manera:

Miguel
Miguel Colmenares, es un inocente, un joven de diecinueve años, que tiene una sensibilidad vuelta fatalidad. Él ha caído en la bohemia porque le pesa la incertidumbre de su vida o de lo que puede ser su vida. Sentimiento que le llevará a la desesperación al compaginarlo con el sentimiento amoroso (por Mery) que rememora con nostalgia. La situación de su familia le obnubila y en un acto desesperante y sincero réplica a su amigo Leonardo del siguiente modo: “Hablas como si fueras un libro, pero mañana nos botan de casa yo sigo cobarde mi viejo se muere de tanto trabajar sin haber gozado nada mi mamá se acaba lavando ropa cocinando renegando y a mi hermana la hacen puta y al zorro lo corrompen”(p.191) Así surge su impotencia y su escepticismo ante la vida, la fatalidad de su familia le atosiga, y poco a poco se acrecienta la pérdida de su fe en Dios porque se siente cobarde. Este sentimiento de cobardía compendia la situación de su juventud que se enfrenta al rudo pragmatismo de la ciudad de Lima. Por ello dirá Miguel: “Cobarde: porque corro, porque tengo miedo de cumplir veinte años, porque tengo miedo de estar solo, porque ya no creo en mi collera, porque lloré cuando me jalaron en el examen de ingreso a San marcos, porque ese tal Pocho me la quita a Mery y yo no le pego (...)” (p.11). Con este fastidio por la vida logra escribir algunos cuentos, como para evadir su cobardía, pero su apego a la inmediatez pulsional que caracteriza a la ciudad de Lima, lo presiona con el alcohol y la violencia; quiere violentarse, apelar a la violencia particular y reactiva sin ningún derrotero. Si la cobardía se anula mediante un acto temerario y sacrílego, no escatima tal posibilidad: Escupir a la imagen del Señor de los Milagros

Luis Colmenares.
El señor Luis Colmenares es el padre de Miguel, un empleado en el Banco del Perú. Por tal trabajo se considera de clase media y, como tal, comparte la mentalidad de aquella clase que muchas veces se esconde tras el anonimato y la ponderación por la familia. “(...) pero era una locura haber acompañado a don Erasmo Tapia en la invasión que preparaba en un arenal para levantar una barriada (...) después de tantos años de trabajo decente en el Banco, después de tanta pretensión ir a para como cualquier pobretón a una miserable barriada sin luz, sin agua, en plena pampa y sobre todo rodeado de provincianos: para ellos está bien, al fin y al cabo, en sus pueblos de la sierra viven peor; pero nosotros, somos diferentes, somos conocidos, decentes”(p.104) Así, con aquel escudo de la decencia inicia un trajín quijotesco en busca de un departamento que no está en condiciones de pagar, por la paralización de su trabajo (su gremio ha entrado en huelga); empecinándose en vivir por Jesús María o Breña (distritos de clase media) para conservar su condición de hombre de bien, “la familia esta primero”, se dice a si mismo, a pesar del desgaste de su matrimonio. Recordando que hace algunos años el costo de su infidelidad la pagaron, soportando su mal humor, su familia “decente” de “clase media”.

Don Manuel.
Es el dueño del Banco más importante del país, por ende el dueño del Perú, representa el poder, a la cultura dominante en el Perú; su ascendencia se remonta a algún conquistador que acompaño a Pizarro, manteniendo esa estirpe de los que manejan los medios de producción en el Perú. “ Para sus ilustres antepasados todo había sido fácil, glorioso: ahí, en los grandes salones de su casa colonial del centro de Lima, estaban los venerables retratos del compañero de Pizarro, del candidato cortesano del virrey, del santo misionero de la colonia, del preclaro tribuno de la independencia, padre y fundador de la patria, del ínclito y valeroso militar de la República, del ejemplar héroe de la infausta guerra con Chile, del brillante hombre de letras, poeta, académico y connotado publicista, del talentoso embajador, del hábil hombre de finanzas: ahí estaban serios con patillas, barbas, medallas y bandas bicolor: para ellos el Perú fue una gran hacienda de siervos sumisos, tranquilos, formados en los nobles principios cristianos y católicos, fuente, semilla de la familia peruana”(pp. 33-34).

Por otro lado, bajo la figura de Don Manuel se muestra una virtud que caracteriza a la sociedad peruana, escabrosa y ambigua, porque la moral de su clase se hace patente en el ejercicio político “la política siempre será así, es para los vivos, para los blancos, para ese señor elegante, parecido al gerente del Banco (...)”(p.131) Por tal motivo, Don Manuel es el que manda en el Perú, él y su clase son los únicos dueños y propietarios que disponen de la virtud, del poder y la cultura. Pero, su presencia circunda el anonimato, su deleite por la intriga para derribar gabinetes de los gobiernos de turno (ya sean estos democráticos o militares) evidenciará que el poder que posee es omnímodo; su poder no sólo se sustenta en su capital financiero, sino que encuentra su justificación en las tradiciones que su clase reproduce conscientemente para mantener las relaciones de dominación en el Perú. Por ello, no quiere perder el poder por nada del mundo, ni siquiera los arrebatos alocados de su homosexualidad logran alejarlo de aquel imperativo. Pero, además, bajo la figura de Don Manuel, el poder se hilvana con el sexo, junto al olor podrido de la ciudad, emanando un asco social por su clase y por su “sexo” (invertido y tradicional) en un mundo invertido por la dominación.

Leonardo.
Es un joven profesor arequipeño, alter ego del autor, egresado de la Cantuta; enseña en el colegio Marista, uno de los colegios de curas de la gran burguesía peruana, de la cual reniega, porque siente que le expropian lo que desea: “Pero, a pesar de todo, uno se acostumbra a soportar, porque nos gusta tener un puesto fijo (de profesor), porque tenemos miedo de quedarnos sin plata. Sin darnos cuenta nos cambian, nos quitan lo nuestro y nos dan en cambio una vida inútil (...)” (p.82)

Leonardo, como algunos jóvenes intelectuales, asume y comparte los ideales políticos de la izquierda. Es amigo de Miguel y se encuentra ofuscado como él, porque a la par que concibe a la sociedad como un proceso histórico, reconoce su limitación de intelectual, porque comprende que su compromiso resultaría espurio al no adoptar una posición de clase: “Alguna vez pensé dejar todo esto (su trabajo docente) partir a la sierra con armas, organizar a los campesinos y declarar desde cualquier Sierra Maestra guerra a muerte a la burguesía, pero me pareció muy romántico, además, no sé hablar quechua”(p.124)

A pesar de eso, Leonardo intentará no ser vencido por la ciudad que detesta, que critica, a pesar de las borracheras, las putas, y las amanecidas. Siempre muestra su encono racionalizando toda desesperación e infortunio, como el que atraviesa la familia de su amigo Miguel, quien le ha confesado apelar a la violencia particular (esa que no cambia nada); la violencia particular es para Leonardo una violencia reactiva porque para él “sólo la acción colectiva y organizada de un partido de campesinos, obreros y gente decidida podrá cambiar todo esto que está podrido” (p.191)

Desde luego, la gente decidida no necesariamente son los intelectuales, por eso se acrecienta su desesperación “Leonardo camina apurado por la avenida Grau (toda mi vida ha sido palabras palabras: no pude comprenderlo: no se vive con palabras)" (p.212)

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En octubre no hay milagros el problema de la vivienda no depende del esfuerzo personal de tal o cual sujeto, ni mucho menos de un milagro, he ahí la parodia del título. Según Bajtin la parodia es un elemento imprescindible en toda novela y con Reynoso se cumple a cabalidad, más aún la parodia se vuelve un acto “sacrílego”. Sacrílego porque le quita el halo de santidad a la familia, la cual intenta esa ponderación de la virtud hipostasiada por una metafísica cristiana para ocultar su descomposición. Por ello la familia En octubre no hay milagros agoniza como institución, pero agoniza para una clase, para “los que no tienen un pedacito de tierra en su país, para vivir” (p.169) a la espera de un milagro.

Pero también en la novela se exuda una culpa cristiana que no es ajena a la espera de algún milagro. Ya que cuando las necesidades más inmediatas se vuelven infernales ante la situación de la miseria (humana), acentuada por una cultura dominante (Don Manuel) que escinde a Lima (y por ende a la sociedad peruana) entre hombres y bestias hediondas, la alegoría se vuelve mordaz. El personaje de don Manuel enfatiza esta idea: “Ya mi padre decía que la gentuza de Lima estaba formada por hediondos animales que parecen gente: si no fuera por el profundo sentimiento religioso que ponen de manifiesto en la procesión sería fácil pensar que Lima es corral repleto de animales sucios, brutos” (p.137)

Tal oposición presenta un conflicto que imposibilita todo diálogo entre aquellas clases enfrentadas. Por ello el sueño de la vivienda propia, el bienestar familiar, la simple idea de pensar que el Perú es una patria en formación, en esas condiciones, resulta siendo una ingenuidad. Ingenuidad que la garra literaria de Reynoso parodia e ironiza a cabalidad.

Además, En octubre no hay milagros el poder se explicita bajo la defensa de la propiedad privada monopolizada por una clase tradicional que conserva el sentimiento religioso como un ejercicio de su poder. Por ello en la novela el sentimiento religioso figurado mediante el señor de los milagros, al democratizar a las clases sociales, suspende la lucha de clases. Pero la religión no es la fuente de la explotación, sino el espacio en el se reproducen diversas ideas que legitiman a la propiedad privada, a pesar del fetichismo de la mercancía (mercancías como el sexo hasta la vivienda), la reproducción de la tradición, así como los olores que evidencian la pérdida de toda sensibilidad. De ahí que Don Manuel (y con él la gran burguesía peruana) se opone(n) a los que no tienen nada en el Perú, y se oponen con veleidad y repugnancia.

El poder de la clase que Don Manuel representa es expropiativo, y no sólo de los bienes materiales para obtener su satisfacción a través de ellos, sino que expropia la vida del hombre, cuando lo inserta a la producción, bajo un pragmatismo infernal, individulizado y cosificante. Convirtiendo al hombre en un ser impotente para dar una respuesta a la violencia estructural que se origina para defender a la propiedad privada.

Finalmente, en la novela toda espera religiosa resulta en vano, toda esperanza fenece y lo queda es la “des-esperación”. Tentativamente con des-esperación se pretende una práctica política. Práctica asumida por aquellos sujetos que don Manuel considera animales hediondos. Desde luego esa historia no se encuentra en la novela... ¿Tal vez en el lector?



Juan Archi Orihuela
Lunes, 19 de julio de 2010.