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miércoles, 28 de julio de 2010

Entre las imágenes y los hechos. La memoria en un museo o el museo de la memoria.

Un Museo de la Memoria (de alcance nacional) es aún un proyecto en el Perú. Proyecto que no ha estado exento de opiniones encontradas y enfrentadas por exageraciones acusativas de todo calibre y que, a pesar de todo, se encuentra ya en espera. ¿Qué se espera de su contenido? Figurativamente se responde, “que permita abrir los dos ojos” (en alusión al “ojo que llora”, al que se le ha reprochado de cierta parcialidad). ¿Qué se espera de su función institucional? “Que no se repita, nunca más” (los hechos aciagos de la guerra interna). Tales respuestas al ser enunciadas enfáticamente pueden aparentar un cierto candor para simplificar lo que en realidad representa una “puesta en escena” de la memoria, institucionalmente hablando. Lo cual no es desatinado, éticamente hablando, ni mucho menos políticamente incorrecto, sino todo lo contrario. Por ello la legitimación de tal proyecto no debe buscarse en la discusión sobre su imparcialidad o si es posible que la memoria pueda evitar la posibilidad de ser víctimas, sino en su naturaleza institucional, análogo a otros museos de la memoria en el continente.

Ahora bien, la puesta en escena de la memoria en un museo es en realidad el tema de fondo de todo Museo de la Memoria. Su escenificación, lejos de reducirse al trabajo del curador de las muestras, comprende la resignificación de los hechos a través de las imágenes, que a la larga permite la creación de una memoria en común, imperativo que persigue el proyecto. Sin embargo, cabe observar que el museo, como un vehiculo de la memoria, no representa al pasado en sentido estricto, sino que sólo muestra una selección, pero con el detalle de que su incorporación es preformativa. Esto quiere decir que la construcción de la memoria que se hace del pasado permite una acción ética y política; ética, porque señala el problema de la indiferencia (ante los hechos de la guerra interna) que impide sobrellevar medianamente una convivencia social e institucional; y política, porque llama la atención de la ciudadanía para ser un agente regulador del ejercicio del poder indiscriminado.

Sin embargo, hay un detalle que no se percibe del todo bajo tal finalidad ética y política, como son aquellos elementos necesarios en la puesta en escena de la memoria, a saber, las imágenes y los hechos. El sólo hecho de demarcarlos pueden ayudar a limar ciertas asperezas de aquellos juicios infundados que se enuncian tan sueltamente en contra de tan esperado museo.

Las imágenes

Las imágenes de un museo no se reducen a las fotografías expuestas y ordenadas por el curador, sino que abarcan también a las demás muestras presentes, sentidas muchas veces como lejanas al estar tan cercas del espectador. Eso como una regla general. Sin embargo, por la naturaleza del museo, se espera todo lo contrario, la cercanía del espectador. Para tener un referente empírico que permita cierta consistencia al respecto de lo que digo, consideremos las imágenes que aparecen en el Museo de la Memoria “Para que no se repita”, inaugurado en la ciudad de Ayacucho en el año 2005 por la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP). En tal museo (Véase la imagen superior) las imágenes se representan a través de las ineludibles fotografías de los cientos de desaparecidos, por las prendas (algunas raídas) de las víctimas (y donados por sus familiares), así como los escasos utensilios y algunos cuadernos o fragmentos de algunas cartas (de las víctimas); también se escenifican dos hechos tan comunes a lo largo de aquella década tan aciaga, a saber, una fosa común y una escena de tortura, así como retablos escenificando los hechos de la guerra interna; igualmente se muestran, en una sala denominada la “zona roja”, un serie de imágenes en video acerca de las consecuencias de la guerra interna (masacres y atentados). Tales muestras generan en el espectador una carga tan emotiva al recordar indirectamente cómo debió ser el sufrimiento de las víctimas. Sólo un caso, entre muchos, hay un utensilio (una ollita) que se exhibe junto a una carta que da cuenta de la situación de un detenido en el cuartel de los “Cabitos”; en el mensaje refiere que de esa ollita, toda hollinada y con sarro (obtenida gracias a la compasión de uno de sus celadores), un joven detenido se alimentaba, así como también lo hacia uno de los perros que había en el cuartel ¿Qué ideas puede generar aquella imagen (a partir de la ollita y el manuscrito) en el espectador?

¿Qué muestran las imágenes? Las fotografías puestas como colmenas en las paredes, indubitablemente, dan cuenta de quienes fueron las víctimas (desaparecidos). Las prendas y cartas refieren la ausencia de los que ya no están; aquella imagen representada en cera sobre un cuarto de tortura (un policía golpeando a un detenido) consterna tanto, no por el hecho en sí mismo, sino porque se hace público (en el sentido de que todos ahora pueden verlo), ya que es conocido que el interrogatorio (bajo esas circunstancias) no era más que una consentida tortura celosamente “guardada”. De igual manera, la representación de una fosa común pone a la luz el luctuoso final de muchos desaparecidos, pero uno no se consterna por el hecho en sí mismo (el esqueleto insepulto de una victima maniatada), sino porque ahora “todos pueden verlo”. Este rasgo de que “todos pueden verlo”, no quiere decir que antes “nadie podía verlo” (la prensa cumplió un papel muy importante al respecto), sino que ahora, bajo su puesta en escena institucionalmente, ya nadie puede dejar de verlo. Esto se puede entender mejor a partir de una escena que aparece en la novela En octubre no hay milagros de Oswaldo Reynoso; en aquella escena, una vieja es desalojada de su cuarto de alquiler, sobre ella se tejía toda una serie de ideas negativas (sospechosa de ser una demente o una bruja), durante el desalojo todos vieron el catre de su cama, el viejo colchón (todo rotoso) en donde dormía, sus viejos enseres y un ataúd (con mortaja y todo) al que la vieja se aferraba entre sollozos, y en ese instante “todos podían verlo”; y la voz del narrador comentaba “es como si te sacaran los intestinos y todos lo vieran”. ¿Qué es lo que ellos veían? La metáfora literaria es sugerente (los intestinos), la intimidad de aquella a quien denostaban, lo más intimo que ella tenía, veían su pobreza. Pero la pobreza no llama la atención por el simple hecho de estar ahí (porque así vivían también los demás vecinos), sino porque al hacerse pública (ahora que “todos pueden verlo”) ya nadie puede dejar de verlo porque lacera; pero lacera no porque afecte directamente, sino porque siempre se la ha intentado negarla mediante la burla y el desprecio que se tenía hacia la vieja vecina. Es decir, los vecinos no pueden dejar de ver lo que siempre han despreciado en su intimidad y eso es lo que más lacera, el efecto inverso que produce la negación.

Este efecto inverso puede ser identificado en las imágenes de la puesta en escena de la memoria, de la siguiente manera. Las víctimas siempre han sido motejadas y despreciadas (como la vieja del desalojo), sospechosas de ser los autores (por no decir causantes) de la violencia que desató la guerra interna en el país. Los calificativos peyorativos al respecto abundan en los testimonios recogidos por la CVR. Ahora, lo que las imágenes hacen es poner en escena aquel “desalojo” (para seguir con la analogía de la novela) en donde “todos pueden ver” los intestinos del otro (desde fosas comunes, torturas, atentados y masacres), y eso afecta sólo porque se hace público, porque ante su escenificación “no se puede dejar de ver” lo que siempre se quiso negar, aquel desprecio que se siente (y de acuerdo a las diferencias de clase, etnia y género) sobre la gran pobreza y violencia que afectó (y afecta) al país en su conjunto.

Los hechos

A diferencia de las imágenes, los hechos nunca se muestran en un museo de la memoria. Su referencia es obvia e indubitable, pero nunca esta circunscrita a un espacio, solo su representación permite captar cierto asidero. Tomando como ejemplo nuevamente al Museo de la Memoria de Ayacucho, ahí los hechos se encuentran ausentes en la medida que “las imágenes no hablan por si solas”. Es decir, las imágenes muestran una cuantiosa cantidad de víctimas luctuosas, y reducen los hechos figurativamente a la violencia. Las leyendas que acompañan las muestras no pasan de una referencia a priori acerca del enfrentamiento entre las fuerzas armadas y los subversivos, que efectivamente dice mucho y nada a la vez. Con esto no quiero insinuar que el museo tenga por finalidad explicar lo sucedido, nada de eso, eso les compete a las estudiosos del caso, lo único que observo es que los hechos en un museo no son reductibles al hic et nunc, ni mucho menos se reducen a juicios axiológicos que enfaticen una oposición rotunda a toda violencia (genéricamente indeterminada). Además, como todo hecho social es parte de una totalidad social, en aquel museo sólo se representan fragmentos aislados unos de los otros, de ahí la ausencia de los mismos.

Puntualizando la idea, los hechos son situaciones específicas como resultado de determinadas relaciones sociales. Para el caso de los hechos ausentes en aquel Museo de la Memoria, aquellos hechos son productos de una guerra interna, cuya naturaleza política ha determinado el resultado de las acciones armadas. Para tomar sólo el caso de los desaparecidos. En un hecho de desaparición (representado en el museo por una prenda, un par de zapatos o algún otro objeto vinculado a la victima) intervienen en su concreción no sólo la victima y el victimario, sino también las instituciones representadas por tales personas. En este caso, por un lado, la comunidad campesina, el barrio o la vecindad son los espacios en el que interactúa la víctima de una desaparición; y, por otro lado, las instituciones castrenses o policiales son los espacios desde el cual opera el victimario; en tal relación se producen las desapariciones a raíz de una medida política (operadas bajo el estado de sitio que suspende las garantías constitucionales). Esta observación no tiene nada de antojadiza, ni de tendenciosa. Ya que de acuerdo a lo que se ha escrito al respecto y también por la información que ha vertido la prensa, los grupos subversivos siempre reclamaban la autoría de sus atentados y de sus ejecuciones (el caso del PCP-SL ha sido aún más “desfachatado” al respecto, al poner sobre sus victimas algún rótulo para justificar su acción).

Pero si los hechos no se muestran, lo que si se espera es que éstos se modifiquen a través de la consternación moral para obtener la justicia social, políticamente hablando. De ahí que los deudos de los desaparecidos, luego de tantos años de indiferencia y de espera (como aquellas madres argentinas motejadas como “Las Locas de la Plaza de Mayo” porque nunca olvidaron a sus hijos desaparecidos) no han tenido repararos en señalar enfáticamente lo siguiente:

“Yo quiero alcanzar justicia primero, (si) es culpable ellos, donde esta nuestro desaparecidos, que ha hecho, y tiene que ser juzgado y los culpables, eso buscamos nosotros más (sic)”
(Angelina Mendoza de Ascarza, fundadora de ANFASEP)

La memoria en un museo

A partir de la relación entre las imágenes y los hechos se genera la memoria en un museo, a pesar de que una se encuentre presente y la otra ausente, respectivamente. Tal situación algo paradójica puede evitar la simplificación de que los museos son tecnologías del poder que ayudan a la construcción de una memoria hegemónica. Además, puede restar consistencia a aquellos juicios muy comunes que se enuncian al respecto del Museo de la Memoria, y que figurativamente se convierte en la pólvora que enciende disputas ensimismadas al respecto; uno, que el espectador puede conocer los hechos tal como sucedieron; y, dos, que el Museo de la Memoria será tendencioso.

El espectador puede conocer los hechos tal como sucedieron”. Para que este juicio tenga asidero, sería necesario que los hechos sean mostrados como parte de una totalidad de acuerdo a su naturaleza (hechos de una guerra interna) y no que sean, como es lo más probable que suceda, sólo representados fragmentariamente y reducidos bajo el rótulo de la violencia política. Lo cual como se ha visto para el caso del Museo de la Memoria en Ayacucho no lo descalifica porque esa no es su finalidad. Ni mucho menos, se pretende identificar la memoria con los hechos, porque la escenificación de la memoria no radica en la experiencia de las victimas (tal como sucedió), lo que implicaría el recordar los hechos (muchos de ellos ajenos al espectador), sino en la representación pública de un pasado negado a partir de la experiencia del espectador.

El Museo de la Memoria será tendencioso”. Esto supone asumir figurativamente que es imposible una muestra de las dos miradas (los dos ojos). Tal increpación no sólo no tiene ningún asidero, sino que no responde a la naturaleza de un Museo de la Memoria. El Museo de la Memoria permite la construcción de una memoria ante la impunidad, lo cual implica que la diferencia entre victimas y victimarios no responde a ninguna motivación antojadiza, sino a una situación de hecho (los hechos de la guerra interna) que se encuentra ausente, pero que es posible de recordar. Por eso a través de las imágenes se intenta recordar, hacer público (para que “todos pueden verlo”) lo que siempre se ha negado en el Perú, aquel desprecio por la vida de aquel que se encuentra socialmente por debajo de uno, políticamente hablando.



Juan Archi Orihuela
Miércoles, 28 de julio de 2010.