Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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sábado, 9 de octubre de 2010

La muerte como la mediación entre el amor y las mujeres.

En La rodilla de Claire (1970), película de Eric Rohmer, uno de los personajes (Laura, una adolescente cuasi nínfula al decir de Nabokov) espeta a su madre con cierta ironía, cuando ésta comentaba que en sus tiempos la gente amaba más y no era como ahora (relaciones sin amor), “no es que antes la gente amara más, lo que pasa es que eran más hipócritas”. Lo cual se colige, para el espectador medianamente prendido de la historia de aquel flirteo entre la núbil Laura y el diplomático cuarentón, que ahora la gente joven se hace menos problema al respecto, ya que es menos hipócrita que antes. Obviamente que la sinceridad no tiene mucho que ver con las relaciones de pareja, ya que la mediación del lenguaje (para el flirteo) permite ante todo la persuasión antes que el conocimiento sobre los hechos (hechos de la cotidianidad desde luego). De ahí que la analogía popular entre el amor y la guerra, sea por demás un síntoma político.

Pero ¿qué sucedería si las relaciones de pareja hipotéticamente fueran, nada persuasivas, sino más bien crasamente objetuales? Para empezar tal situación debe ubicarse, en lo que los filósofos existencialistas llamaban una “situación límite”. La película Fickende Fische [La vida sexual de los peces] (2002) de Almut Getto, presenta esa situación límite de una manera adolescentemente inocente. Asumiendo desde luego que la inocencia no tiene nada que ver con lo sexual, sino más bien con el ímpetu para hacer las cosas sin culpa alguna.

La historia en breve. Hans, un joven portador del sida se enamora de una muchacha a quien no puede “tocar” (con todas las connotaciones que tal término puede significar, incluyendo lo sexual), ya que no quiere contagiarla (y en el fondo perderla para siempre, a pesar de que él está condenado a morir, más temprano que tarde). El asunto es que Hans sale con ella, y cuando se da cuenta que ella se está enamorando de él, decide terminar con ella. Sus padres ya lo habían advertido “Hans, ya sabes que tú no puedes llevar una vida normal, pero eso es decisión tuya”. Ella no sabe que Hans tiene sida por culpa de una negligencia médica (debido a una transfusión de sangre infectada de VIH cuando era niño). Además, Hans nunca se atrevió a decirle nada al respecto. Hasta ahí la función del lenguaje persuasivo mediante el flirteo funciona medianamente. A su vez, la afición de Hans por los peces (tenía un gran acuario en su habitación) permite la analogía exacta de su situación existencial. Ante la pregunta intencionada de la muchacha, que siempre se preguntaba por qué Hans era tan “tímido”, que ni si quiera se atrevía a tocarla (aunque sea por casualidad, como generalmente ocurre muchas veces). Una vez cuando veían el acuario, ella miraba a Hans y toda suelta le pregunta: “¿Cómo hacen los peces si no se tocan?”. Gran dilema, que acusaba la vida de Hans. Ganas no le faltaban, de ahí esa tensión martirizante a lo largo de la historia. Ese intento por llevar una vida “normal”, tiene un desenlace.

Cuando Hans “termina” con ella, hace lo que muchos hombres descorazonados y profundamente afectados hacen: busca más mujeres, sea quién sea. En una de esas noches, en una fiesta, la encuentra bailando con otro tipo, y como estaba ebrio, y obviamente acompañado por otra chica, le busca lío al tipo ese, quien más fuerte y alto que Hans, le propina una paliza que lo hace sangrar. Ella lo defiende, al ver sangrar a Hans, pero cuando éste le recrimina, ella reacciona indignada: “¿Y tú? ¡Mírate!, te juntas con quien sea, yo solamente bailaba, pensé que eras diferente, eres como todos los demás”. En ese instante Hans, con voz trémula, le dice: “No soy como los demás, no puedo ser como los demá... ¡Tengo sida!”. Ella asustada le dice: “Esa enfermedad es de los maricas” y escupe al suelo con profundo asco y repugnancia (recordando los besos que le había dado) y todo llorosa se va (en el trayecto a su casa comprende por fin por qué Hans había terminado con ella). La película no podía ser más simbólica que en esa escena, Hans solo en la esquina junto a los botes de basura, empieza a patear las enormes latas (maldiciendo su vida), todo enfurecido y dolido con tanta rabia, cae llorando junto a la basura, y en ese instante se siente, más que nunca… una basura.

A partir de ese desenlace, en tal relación ya no caben espacios para las persuasiones. De ahí que lo que se teje después, en lo que resta de la historia, sea una suerte de condición concensuada de una vida en común objetual, posible sólo a través de la muerte o debido a su amenaza tan constante.

Esa relación, entre sujeto, lenguaje y objeto (del deseo), no es posible de determinar, ni mucho menos en reparar, si se piensa aún que las relaciones apuntan a la exclusividad del goce. Me explico, hay una triada nada fortuita, literariamente reconocida, entre “el amor, las mujeres y la muerte” (Título por demás muy conocido sobre uno de los libros más asequibles de Schopenhauer, que es una suerte de compilación fragmentaria). Tales entidades generalmente se las ha pensado separadas o excluyentes. O su relación posible es a partir de la negatividad de una, por la otra; la producción literaria al respecto ha cimentado sugestivamente tal idea. Pero el caso es que una de tales entidades resulta siendo la mediación de las demás, en este caso, siguiendo la película anterior, es la muerte.

La muerte como “el gran desengaño” permite reparar en la finitud del ser, en la medida que reordena diversas prácticas intencionales entre el amor y las mujeres. Más allá de cierto deleite poético y de una justificada hipersensibilidad emocional, las mujeres han sido concebidas y representadas, debido entre otros factores a la condición biológica, como la objetivación del amor. De ahí que el amor nunca sea una sustancia trascendental, histéricamente deseada, sino que se presenta como la amenaza que da forma al objeto del deseo, a saber, la mujer. Los mitos cosmogónicos y tradicionales apuntaban en el fondo a eso; el pasaje entre ambas entidades resultaba una suerte de disolución de la individualidad, una suerte de locura emocional. Pero la finitud del desengaño que permite la muerte reduce la omnipresencia del objeto deseado a la particularidad de un aspecto accidental que anima el deseo.

¿Quién no recuerda los cabellos de Ligeia, exaltado por Poe? o ¿la "rodilla" de Claire que era el objeto de fijación del cuarentón en la película de Rohmer? Sólo en la situación de Hans, una situación límite, se articula mediante la muerte la fragmentación del objeto del deseo (la muchacha a quien quería, era simplemente ella, una muchacha deseada y no un cabello, una rodilla, una pierna o demás, como suele pasar muchas veces). Por ello la muerte sería el momento en el que la fragmentación del objeto (deseado) encuentra su totalidad.




Juan Archi Orihuela
Sábado, 9 de octubre de 2010.