Lengua, sociedad y cultura es la tríada que permite la concreción de la vida social según la antropología. Esto supone tomar en cuenta cierta heurística negativa para entender que los hechos sociales mantienen cierta regularidad en su reproducción institucional al margen de la voluntad de tal o cual individuo.
El concepto de lengua tal como la lingüística moderna la determina como un sistema de signos, no es el referente conceptual y analítico de la antropología, sino que el concepto tácitamente refiere a su concreción, mediante las relaciones sociales de una determinada comunidad de hablantes; al decir de Levi-Strauss, que puede resultar un perogrullo, la “lengua vive y se desarrolla como una elaboración colectiva”. Tal idea no supone ningún esencialismo, ni mucho menos se opone y desconoce el sistema de signos, sino que su referencia estructural considera la continuidad social, mediante el habla, y los cambios institucionales, sujetos a una determinada comunidad de hablantes.
Aquello permite reconocer no sólo la manifestación empírica de la lengua mediante el habla, sino que el nivel del análisis antropológico supone hipotéticamente, y puntualmente desde el estructuralismo en antropología, la existencia de “una correspondencia formal entre la estructura de la lengua y la del sistema de parentesco”. Lo cual tiene cierto asidero, porque ambas estructuras comprenden un sistema de signos cuya demarcación esta en función de propiedades estructurales no manifiestas; esto quiere decir que formalmente la vinculación entre lengua y parentesco se encuentra no en “lo que digan” los sujetos de sí, sino en “lo que hacen” para acreditar lo que dicen. Sin embargo, cabe observar que el grueso de antropólogos no se refieren explícitamente a la lengua como un concepto operativo, sino no a su abstracción analítica, como es el lenguaje; o, en algunos casos, como el estructural-funcionalismo británico, demarcan su inconmensurabilidad con el análisis lingüístico. Tal vez esa ha sido la razón por la que la mayoría de los antropólogos en vez de analizar la lengua per se, han planteado el problema de una lengua particular asociada a la cultura como un hecho total. De ahí que es frecuente encontrar enfáticamente el problema del lenguaje y la cultura como una relación conmutativa.
Por otro lado, el concepto de sociedad empleado por la antropología no se diferencia de lo señalado por la sociología. Un grueso concepto analítico de la sociedad, dado por Adorno y Horkheimer, refiere que la sociedad “designa más bien las relaciones entre los elementos y las leyes a las cuales esas relaciones subyacen, y no a los elementos y sus descripciones simples”. Lejos de todo empirismo positivista por el carácter legalista de la definición conceptual, el concepto de sociedad empleado por la antropología supone el análisis de las relaciones sociales, ya sea funcionalmente, estructuralmente, simbólicamente y/o discursivamente. Esto analíticamente se compagina con una serie de postulados duales presentes en la teoría antropológica, a saber, la determinación de las relaciones sociales como precapitalistas y exóticas para la antropología clásica-colonialista, y como globales y a la vez diferentes para la antropología contemporánea, de cuño cognitivo, fenomenológico, etnometodológico, simbólico y sistémico. Pero para dar un concepto usual y medianamente asible, el análisis antropológico estructural y funcional postula que en la sociedad se puede “aislar una serie de determinadas acciones e interacciones entre personas que están determinadas por las relaciones de parentesco y matrimonio, y que en una sociedad particular están interrelacionadas de tal modo que podemos dar una descripción analítica general de ellas como partes componentes de un sistema”. Esto permite entender dos planos operativos a través del cual opera el análisis antropológico.
Ahora bien, si los anteriores conceptos operan tácita y tangencialmente para la antropología, el concepto de cultura, que siempre se le ha endilgado como medular, resulta siendo el más forzado de operar. Para la antropología culturalista (norteamericana) la cultura es sin lugar a dudas el concepto medular de la disciplina, su ascendente va desde el “pionero” Edward Taylor hasta los simbólicos, como Clifford Geertz.
En gruesas líneas la cultura para el culturalismo en antropología es el intento de asociar la kultur (nominación alemana de Cultura) con la civilization (referencia del francés), como un “todo complejo”. En ese todo complejo se asocia la conducta a ciertos modelos producidos por los símbolos, o nominados por Leslie White como “simbolados”, con el que se aproxima a una cierta abstracción, que ha oscilado entre lo material y lo espiritual; referentes por antonomasia, y duales, sobre la cultura. Y como su universalidad posibilita que todas las sociedades y grupos humanos tengan cultura, su comparación ha permitido su discernimiento entre unas culturas genuinas y otras espurias. Al decir de Kuper “los argumentos culturalistas se han tenido que confrontar con los modelos establecidos de racionalidad económica y determinismo biológico, pero un conjunto creciente, aunque variopinto, de estetas, idealistas y románticos han venido estando de acuerdo en que La Cultura Nos hace”. Ese rasgo ha sido enfatizado como una verdad de Perogrullo muy recurrente en todo escrito panegírico, así como en todo discurso encendido y pretendidamente crítico. De ahí que, siguiendo a Kuper, la “corriente central de la antropología cultural americana está todavía en manos de un idealismo omnipresente”.
Tal idealismo operativo encuentra en Clifford Geertz su referente contemporáneo; para este autor y para los antropólogos simbólicos, la cultura es esencialmente un concepto semiótico porque “denota un esquema históricamente trasmitido de significaciones representadas en símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas por medios con los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida”. Tal pretensión semiótica, que aparenta cierto empirismo, lo único que establece es la relación entre el símbolo y la significación, no a través de su descodificación, sino a través de la interpretación a priori. De ahí que para sortear cierto apriorismo la comunicación a través del habla circunscribe espacios de la vida cotidiana como si fueran los espacios culturales.
Con esto ¿se vuelve nuevamente a repetir la tríada? O falta reconocer un nuevo elemento que permita la constitución de la vida social? Si esto es así, la cultura no tiene nada que ver con ese viejo holismo que se le ha endilgado, ni mucho menos con lo deseado.
Juan Archi Orihuela
Jueves, 7 de octubre de 2010.
El concepto de lengua tal como la lingüística moderna la determina como un sistema de signos, no es el referente conceptual y analítico de la antropología, sino que el concepto tácitamente refiere a su concreción, mediante las relaciones sociales de una determinada comunidad de hablantes; al decir de Levi-Strauss, que puede resultar un perogrullo, la “lengua vive y se desarrolla como una elaboración colectiva”. Tal idea no supone ningún esencialismo, ni mucho menos se opone y desconoce el sistema de signos, sino que su referencia estructural considera la continuidad social, mediante el habla, y los cambios institucionales, sujetos a una determinada comunidad de hablantes.
Aquello permite reconocer no sólo la manifestación empírica de la lengua mediante el habla, sino que el nivel del análisis antropológico supone hipotéticamente, y puntualmente desde el estructuralismo en antropología, la existencia de “una correspondencia formal entre la estructura de la lengua y la del sistema de parentesco”. Lo cual tiene cierto asidero, porque ambas estructuras comprenden un sistema de signos cuya demarcación esta en función de propiedades estructurales no manifiestas; esto quiere decir que formalmente la vinculación entre lengua y parentesco se encuentra no en “lo que digan” los sujetos de sí, sino en “lo que hacen” para acreditar lo que dicen. Sin embargo, cabe observar que el grueso de antropólogos no se refieren explícitamente a la lengua como un concepto operativo, sino no a su abstracción analítica, como es el lenguaje; o, en algunos casos, como el estructural-funcionalismo británico, demarcan su inconmensurabilidad con el análisis lingüístico. Tal vez esa ha sido la razón por la que la mayoría de los antropólogos en vez de analizar la lengua per se, han planteado el problema de una lengua particular asociada a la cultura como un hecho total. De ahí que es frecuente encontrar enfáticamente el problema del lenguaje y la cultura como una relación conmutativa.
Por otro lado, el concepto de sociedad empleado por la antropología no se diferencia de lo señalado por la sociología. Un grueso concepto analítico de la sociedad, dado por Adorno y Horkheimer, refiere que la sociedad “designa más bien las relaciones entre los elementos y las leyes a las cuales esas relaciones subyacen, y no a los elementos y sus descripciones simples”. Lejos de todo empirismo positivista por el carácter legalista de la definición conceptual, el concepto de sociedad empleado por la antropología supone el análisis de las relaciones sociales, ya sea funcionalmente, estructuralmente, simbólicamente y/o discursivamente. Esto analíticamente se compagina con una serie de postulados duales presentes en la teoría antropológica, a saber, la determinación de las relaciones sociales como precapitalistas y exóticas para la antropología clásica-colonialista, y como globales y a la vez diferentes para la antropología contemporánea, de cuño cognitivo, fenomenológico, etnometodológico, simbólico y sistémico. Pero para dar un concepto usual y medianamente asible, el análisis antropológico estructural y funcional postula que en la sociedad se puede “aislar una serie de determinadas acciones e interacciones entre personas que están determinadas por las relaciones de parentesco y matrimonio, y que en una sociedad particular están interrelacionadas de tal modo que podemos dar una descripción analítica general de ellas como partes componentes de un sistema”. Esto permite entender dos planos operativos a través del cual opera el análisis antropológico.
Ahora bien, si los anteriores conceptos operan tácita y tangencialmente para la antropología, el concepto de cultura, que siempre se le ha endilgado como medular, resulta siendo el más forzado de operar. Para la antropología culturalista (norteamericana) la cultura es sin lugar a dudas el concepto medular de la disciplina, su ascendente va desde el “pionero” Edward Taylor hasta los simbólicos, como Clifford Geertz.
En gruesas líneas la cultura para el culturalismo en antropología es el intento de asociar la kultur (nominación alemana de Cultura) con la civilization (referencia del francés), como un “todo complejo”. En ese todo complejo se asocia la conducta a ciertos modelos producidos por los símbolos, o nominados por Leslie White como “simbolados”, con el que se aproxima a una cierta abstracción, que ha oscilado entre lo material y lo espiritual; referentes por antonomasia, y duales, sobre la cultura. Y como su universalidad posibilita que todas las sociedades y grupos humanos tengan cultura, su comparación ha permitido su discernimiento entre unas culturas genuinas y otras espurias. Al decir de Kuper “los argumentos culturalistas se han tenido que confrontar con los modelos establecidos de racionalidad económica y determinismo biológico, pero un conjunto creciente, aunque variopinto, de estetas, idealistas y románticos han venido estando de acuerdo en que La Cultura Nos hace”. Ese rasgo ha sido enfatizado como una verdad de Perogrullo muy recurrente en todo escrito panegírico, así como en todo discurso encendido y pretendidamente crítico. De ahí que, siguiendo a Kuper, la “corriente central de la antropología cultural americana está todavía en manos de un idealismo omnipresente”.
Tal idealismo operativo encuentra en Clifford Geertz su referente contemporáneo; para este autor y para los antropólogos simbólicos, la cultura es esencialmente un concepto semiótico porque “denota un esquema históricamente trasmitido de significaciones representadas en símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas por medios con los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida”. Tal pretensión semiótica, que aparenta cierto empirismo, lo único que establece es la relación entre el símbolo y la significación, no a través de su descodificación, sino a través de la interpretación a priori. De ahí que para sortear cierto apriorismo la comunicación a través del habla circunscribe espacios de la vida cotidiana como si fueran los espacios culturales.
Con esto ¿se vuelve nuevamente a repetir la tríada? O falta reconocer un nuevo elemento que permita la constitución de la vida social? Si esto es así, la cultura no tiene nada que ver con ese viejo holismo que se le ha endilgado, ni mucho menos con lo deseado.
Juan Archi Orihuela
Jueves, 7 de octubre de 2010.