
Sin embargo, la discusión sobre la teoría del cambio social no se reduce sólo a la tentativa de generar modelos con una mayor elaboración, prestas a ser herramientas útiles para los científicos sociales, sino que ella debe considerar una de las precondiciones de toda teoría (social), a saber, su efecto práctico. Lo cual posibilitaría la relación existente entre la teoría y lo que se intenta explicar. En este caso específico sería lo situacional, lo fenoménico, lo que acaece, o lo que se concretiza como “cambio social” en el mundo también social.
Pero más que una ambigüedad, como lo considera Burke, el cambio social no sólo es la predicación universal de lo que acaece en la vida social al interior de la estructura social, cuya objetivación sería identificar todo proceso social como si fuera el cambio social mismo. Sino que el cambio social es la condición de existencia de la vida social misma y no es sólo el movimiento o dynamis como lo considera Burke, lo cual sería una cualidad del proceso y no el proceso mismo. Esto tiene asidero si se reconoce que la reproducción de la vida social se desenvuelve en un movimiento regular traducido institucionalmente mediante prácticas sociales. Y como la modificación o alteración de tales prácticas institucionalizadas es una situación de hecho, por ello sus consecuencias son empíricamente palpables, tanto desde el mundo circundante de tal o cual sujeto social, así como de sus efectos institucionalizados por los grupos o clases al interior de la estructura social; como también es analíticamente discernible por el hombre de ciencia a través de la teoría. Por ello el cambio social no es la objetivación del movimiento que acaece en todo proceso social, sino el síntoma de su concreción más resuelta, explicitada a todas luces a finales del siglo XIX en el espacio social europeo (Revolución francesa). Sin embargo, la consecuencia de su universalidad comparte antecedentes que gruesamente han sido referidos como elementos constitutivos de la modernidad, bajo esa tal o cual lógica de la “normalidad del cambio”, siendo su concreción, como antecedente, las sociedades capitalistas.
La prefiguración histórica, como un proceso posible de universalización de las sociedades del capitalismo europeo, ha dado elementos de juicio para encontrar modelos del cambio social. La consecuencia ha sido un tentativo dualismo de oposición, no sin cierta valoración yuxtapuesta, entre la modernización y el conflicto, derrotero epistémico que sigue Burke, con lo cual se segmenta a través del dato puramente empírico y naturalista el proceso social como evolución. Y como el proceso de la vida social implica, desde este modelo histórico, lo gradual y lo acumulativo es lógico que su oposición se enfrente a toda ruptura y a las situaciones de conflicto. Por ello, la oposición de estos dos modelos, resultarían siendo enfrentados, sin embargo si se diferencia que el cambio social no es igual al proceso se puede observar que tal consecuencia es una pseuda-oposición. De lo contrario se asumirá una idea tan poca consistente y confusa como lo sugiere Burke, entre modernidad y ruptura. Lo cual retrotraería la discusión a un análisis sobre los posibles “modelos” de la modernidad o, en su defecto, pensar la modernidad ajena a toda ruptura.
Pero el grueso del asunto sobre la teoría del cambio social no radica sólo en una confusión o segmentación de términos, ni mucho menos en la posibilidad de elaborar un modelo con un mayor poder explicativo o de comprensión y de exclusividad para la comunidad científica; sino, en como la teoría del cambio social se ajusta relacionalmente al ejercicio político que constituyen las ideologías contemporáneas, acicatea a las ciencias sociales y también incide en los movimientos sociales. Es decir, como la teoría del cambio social adquiere cierta consistencia en función de aquellos elementos que han institucionalizado toda práctica social en la modernidad, a saber, la filosofía, la ciencia y la política.
Juan Archi Orihuela
Martes, 28 de septiembre de 2010.