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sábado, 18 de septiembre de 2010

El ser moral y el malestar en la cultura

Cuando uno escucha la letra de aquella canción muy conocida llamada El Hombre (un huayno ayacuchano): “Yo no quiero ser el hombre/ que se ahoga en su llanto/ de rodillas hecho llagas/ que se postra ante el tirano” (*), no puede evitar cierta simpatía ante tal pretensión corajuda del ser moral. El ser moral es la condición que ha hecho posible la vida social según los filósofos. Pero esto no quiere decir que el ser moral se piense siempre desde la metafísica. Ya Darwin, en su voluminoso libro La descendencia del hombre, consideraba que la moral era el resultado de la evolución de la especie. La concreción del ser moral obviamente adquiere su particularidad en aquello que los antropólogos llamaron genéricamente como la cultura.

Pasa seguir con aquella canción tan simpática, sonora y moralmente aceptable (por lo menos en el Perú o para algunos cuantos que la hayan escuchado), el ser moral posibilita una vida digna de ser vivida (la metáfora es tan diáfana que no cabe una glosa aparte). Esto corresponde a lo que gruesamente se ha dado en llamar “ideales”, que en sentido estricto no es más que la reproducción de ideas asociadas a la moralidad, y que tácitamente corresponde a la práctica de vida de tal o cual sujeto. Pero el asunto de la moralidad para que adquiera su importancia debida en el plano político, lejos de plantearse como el deber ser, debe ser planteado en sus condiciones de posibilidad dentro de la cultura contemporánea. El psicoanálisis al respecto, ha presentado el problema de la manera más irritante e interesante posible.

En el famoso escrito El malestar en la cultura (1930) de Sigmund Freud se ensaya las implicancias de la vida psíquica en la sociedad y se plantea la problemática cultural como una afectación al desenvolvimiento de la vida psíquica del hombre. La observación inicial de Freud, con respecto al hombre, es la ambigüedad de la valoración (el ser moral) que ejerce el hombre cuando justiprecia, pues “mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia en cambio los valores genuinos que la vida le ofrece”. Aquí cabe interrogarse ¿en qué consisten esos valores genuinos que la vida ofrece? O ¿la ambigüedad se barrunta en el desconocimiento de que esos valores genuinos posibilitan el poderío, el éxito y la riqueza que tanto se admira o se desea? O, para usar una frase ya común de Zizek, será “porque no saben lo que hacen”. Ese no saber lo que se hace, involucra la operatividad de una serie de elementos del aparato psíquico, a saber, el Yo, el ello y el superego, presentes en la vida psíquica.

Uno de los “efectos” sometidos a análisis son los “sentimientos” asociados al deseo, presentes y tan ambiguos frente a los valores. Una de las tesis de Freud al respecto de las llamadas necesidades religiosas es asociar a “la religión como una ilusión”, y su “derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquel suscita”. Esto apunta a observar qué es lo que subyace en la religión, o a aquello que el hombre común concibe como su religión. Sumariamente se busca a través de ella el valor a la vida, tal interrogante (“¿cuál es el objeto que tendría la vida humana?”) sólo sería posible en el interior de un sistema religioso. Por ello lo que cabe interrogar prudente y laicamente es “¿qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta; qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella?”. La respuesta para Freud es obvia, los hombres “aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo”, mediante dos fases: “evitar el dolor y el displacer, y experimentar intensas sensaciones placenteras”. Pero como lo segundo es considerado estrictamente como la felicidad, y su búsqueda ya de por sí resulta infructuosa, se hecha andar mecanismos lenitivos para lo primero, como las distracciones, satisfacciones y los narcóticos. Esto porque la situación de sufrimiento amenaza por todos lados en la reproducción de la vida cotidiana; siendo inevitable que la materialidad de nuestros cuerpos se sometan al envejecimiento y la supremacía que ejerce la naturaleza sobre el hombre mediante la determinación fisiológica; dejando como posibilidad y como problema, dirá Freud, a “la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad”.
Lo último acentúa y permite reconocer aquellos métodos usados frecuentemente para evitar el dolor. En la vida cotidiana uno puede, y generalmente se encuentra sometido, a reproducir el aislamiento voluntario, apelar al uso de drogas (la intoxicación), enfrascarse en la vida intelectual, baladronear de cinismo, ilusionarse con el amor, o refugiarse en el deseo estético. Sin embargo, el grueso del problema no radica en cómo afrontar o saber sobrellevar tales “tentaciones”, sino en reconocer que tales prácticas corresponden a cierta gradación en la evolución cultural (el rasgo del carácter, la sublimación y la insatisfacción de instintos poderosos) y que a su vez responde a la antitesis entre cultura y sexualidad.

Tal antitesis es la piedra angular de los límites de la moralidad. Por un lado la sexualidad, cuando adquiere su concreción mediante el amor sexual contiene su limitación frente a la cultura. El amor sexual por un lado genera una dependencia con el mundo exterior, exponiendo al hombre a los mayores sufrimientos (el desprecio, el engaño o la contundente muerte). Y por otro lado, posibilita las más intensas vivencias placenteras. Esto debido a que se constituye una relación entre dos personas. Mientras que la cultura implica la relación entre un mayor número de personas, regulados por mecanismos, generalmente no tan eficientes, como la familia, el Estado y la sociedad. Sumado a ello, la cultura implica sacrificios (limitaciones) a la sexualidad y a las tendencias agresivas del hombre mediante la moral. Ahí manifiesta lo ambiguo de la valoración moral. En gruesas líneas, la moral es el precio a pagar frente a la agresión (impulso innato en el hombre) para que sea posible el desenvolvimiento de la cultura.

Ante esto cabe preguntarse si ¿el ser moral reproduce una determinada práctica política o más bien es la antitesis de toda práctica política? ¿Paradójico?



Juan Archi Orihuela
Sábado, 18 de septiembre de 2010.
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(*) Ahi el enlace de la canción El Hombre que figura, por otros medios, el ser moral: