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miércoles, 22 de septiembre de 2010

La afirmación cultural y el desarrollo. Una pretensión oficiosa de lo políticamente correcto

El planteamiento de una relación existente entre cultura y desarrollo es sostenido actualmente por la antropología para el desarrollo, cuyas implicancias son los diseños y planificación de políticas, a través de instituciones, que apuntan a poder sobrellevar los problemas acuciantes del llamado tercer mundo, siendo el de más laceración: la pobreza. Lo que subyace al ejercicio de esta “corriente técnica” es un fenómeno social que tiene una dimensión de alcance mundial, como es aquella polaridad existente en el sistema mundo moderno entre centro y periferia. Tal polaridad ha generado la reproducción económica capitalista bajo la antinomia entre trabajo y capital en los centros; mientras que en la periferia a dicha antinomia se ha sumado el de raza como una categoría re-clasificatoria de la sociedad bajo una política colonial, para convertirse luego en etnia, bajo una situación postcolonial. La consecuencia mas palpable de esto es la acentuación de la etnia frente a las políticas de desarrollo, cuando se encuentra ciertos limites en la reproducción del modelo civilizatorio burgués, a través de la manifestación de prácticas corporativas precapitalistas, que tienden a incorporar a los sujetos mediante el subempleo.

Frente a esto y como una consecuencia del desarrollo económico de los países capitalistas del centro, quienes planteaban el desarrollo bajo el proceso industrial del mundo burgués, se ha generado la apertura de ciertos discursos antropológicos que apelan a la reproducción de las etnias en la periferia, para acentuar un proyecto de desarrollo basado en la cultura. Así surge el imperativo de entender el desarrollo como un “aumento de la calidad de vida”, lo cual indica el carácter hiperreferencial de la cultura para toda manifestación humana.

Como la tesis de la cultura señala la producción material y simbólica de un grupo humano para la reproducción de su vida social, las sociedades de la periferia, que bullen de pobreza, bajo el planteamiento del desarrollo como política de planificación, se encuentran conducidas bajo tal determinación. Por ello la afirmación cultural adquiere su necesidad bajo aquel postulado, no sólo teórico sino como un ejercicio planificado que involucra toda una serie de consecuencias en la organización social, como es el paso de una solución política, como era antaño, a una solución técnica, como hogaño se sustenta. Esto contiene algo sintomático, la pobreza anteriormente refería la intervención Estatal porque se la consideraba como un problema social, cuya resolución pretendía la erradicación de las relaciones de desigualdad; ahora como solución técnica, se intenta sólo evitar que existan pobres.

Aquel resultado técnico es lo que anima la afirmación cultural para que se genere un desarrollo, ya sea “sustentable”, “humano” o “autentico”. Reconocer esta impronta permite ubicar las condiciones de posibilidad que puedan existir para que tal planteamiento sea efectivo. Entre las condiciones de tal planteamiento se ubicaría el carácter no asistencialista de las políticas de desarrollo porque si van a tener aquel amparo, se reproducirá los mecanismos de la pobreza, como son las desigualdades sociales articuladas al dominio y apropiación de los recursos beneficiarios. Por tal motivo la implementación de prácticas productivas que generen una cierta autonomía resulta más efectiva, pero más complicada, para sortear una situación de pobreza.

También se debe reparar en la dimensión de las prácticas corporativas que se entretejen con las relaciones parentales, porque al constituir el entramado cultural su determinación esta sujeta a tales o cuales prácticas que se aplican desde afuera, las cuales la convierten en mecanismos de reproducción de la pobreza.

Tales condiciones han sido pensadas como factores exógenos que al ser racionalizados por una planificación, su espera exige la valoración y empleo de ciertos indicadores cualitativos. Este detalle se encuentra en consonancia con la referencia a la cultura que es concebida de modo orgánico, lo cual puede reducirse al siguiente razonamiento: un elemento afecta al todo. De ahí que la preocupación por la afectación y el manejo de cualquier elemento cultural se vea justificada por la repercusión a que conduce tal o cual política de desarrollo. También a ello se suma la apariencia de un desconocimiento de la cultura nativa predicada como “incomprensión cultural”, la cual se sustenta en las relaciones de polaridad de la situación post-colonial reproducida por la presencia del Estado en un primer momento y luego por el mercado. Esto último merece una observación que afecta al postulado del desarrollo.

Actualmente la problemática cultural se relaciona con una idea genérica acerca de un fenómeno que ha sido nominado, de modo reflexivo y figurado, como globalización. El dato manifiesto de la concreción de la globalización no sólo requiere de la apertura del mercado mundial, la cual es su tendencia empírica, sino que también comprende la reconfiguración de la vida social a través de la resignificación de la mercancía como un símbolo. Este último detalle ha supuesto toda una serie de tesis que apuntan a privilegiar los espacios con sentido, como una suerte de alcance mediático, para reconocer que la apropiación de aquellos espacios supone una precomprensión articulada a una serie de significaciones dada libremente por los sujetos. De ahí que se postule que la capacidad de elección entre lo tradicional o lo moderno se encuentra en consonancia con la naturaleza de tales relaciones, lo cual conduce a plantear formas de desarrollo a partir de lo tradicional incorporando a lo moderno o a la inversa, partir de lo moderno a lo tradicional. Pero para que tal relación no sea un juego lógico conmutativo, la diferencia se establece en la focalización del espacio a desarrollar. La primera relación supone una condición de prácticas precapitalistas que, modificadas o reproducidas bajo cierta pérdida de sentido y función, se articule a la dinámica de la producción regional. Mientras que la segunda relación implica la articulación regional condicionada a un centro de producción capitalista o por lo menos de mecanismos que institucionalicen tales prácticas.

La oscilación de tales relaciones como planificación técnica y como dato manifiesto por la cultura permite el privilegio de un sujeto incondicionado que haga uso de las resignificaciones de la mercancía, este sujeto es el “otro”. Su situación empírica, el de ser pobre, lo opone y distancia del objeto producido como manifestación cultural, la cual si no está referida al ámbito material adquiere un privilegio en la resignificación de sus acciones. Esto resulta patente cuando se intenta valorar una tradición a partir de la sola reproducción de las acciones humanas, las cuales dificultan la aplicación de indicadores para medir tal o cual desarrollo. Sin embargo, cabe anotar que el sólo dato manifiesto de la cultura si bien es cierto permite relacionar sentidos, estos sentidos se organizan en función de relaciones de poder, organizadas por una determinación racional. Esta idea encuentra su sustento en la postulación del desarrollo como una política de planificación que mantiene un sesgo organicista.

La noción de desarrollo al estar relacionada a aquella tesis que asume que los elementos orgánicos de un organismo natural tienden hacia su complejización, ha supuesto una suerte de perfectibilidad en el funcionamiento orgánico. De ahí que se postule que todo organismo complejo es resultado de un desarrollo previo que le asegura su subsistencia. Esta idea referida al mundo social para que adquiera cierta funcionalidad implica la racionalización de la vida social que ha supuesto el sistema mundo moderno a través del despliegue de fuerzas, que han trasformado las relaciones humanas, configuradas por el trabajo. Lo cual hace suponer que la determinación de toda planificación de políticas de desarrollo considera la confianza en la perfectibilidad de la vida humana, para poder sobrellevar los conflictos, acuciados por la situación, en este caso, de pobreza a escala mundial. Es decir, se piensa que la consecuencia del crecimiento de la pobreza se debe a las no planificaciones de políticas gubernamentales y no que estas sean la causa. Y para esto el elemento cultural representa un papel central.

Por ello la afirmación cultural es la tesis ineludible al respecto de tal problema, más aún si se vuelve un proyecto que tiende a desarrollar la vida social sustraída de referentes contrapuestos y vaciada de sus determinantes históricos.

Esta apelación es sintomática para el caso peruano. En el Perú, como país pots-colonial, se articulan relaciones sociales precapitalistas y capitalistas tendientes a configurar ejes regionales de reproducción cultural, cuya determinación pasa por el dato múltiple y diverso de sus manifestaciones. Estos ejes, algunos polarizados bajo binomios como sierra o costa, o como sierra-selva o costa, permiten percibir fenoménicamente una dinámica distanciada de los centros urbanos; o, en su defecto, la apelación a la vida tradicional intenta referir tal apariencia, sobre todo cuando se sobredimensiona tal dato bajo la categoría de lo “no-occidental”, contrapuesto a algo así como una “cultura occidental” omnívora. Tal dicotomía ya genera un sesgo de cariz valorativo que insufla el dato cultural como lo originario por el solo hecho de ser tradicional. Pero esto no tiene nada de curioso o ahistórico, sino todo lo contrario es manifiestamente referible e histórico. Sin embargo, cabe reparar que tal privilegio en la cultura, como una afirmación cultural, supone la valoración de un desarrollo al margen de los procesos mundiales de post-colonización. Porque tal tesis supone que la cultura es el sustento de la vida social y no la expresión de esa vida social, lo cual indica plantear, como ya he mencionado anteriormente, la pobreza no como un resultado de una relación social producto de la desigualdad, sino como una anomalía incongruente a la racionalización de la vida social. De ahí que se piense que frente a esta “anomalía”, perjurio de la razón, cabe sólo una planificación técnica, que involucre la participación libre del “otro” nativo, tradicional, o tercer mundista: pobre.

Tal es así que la sola postulación de la cultura del “otro” tradicional en el Perú, sobre el cual se intenta modificar su modo de vida social, es decir, generar desarrollo, sustrae las determinantes históricas que han posibilitado la aparición de ese “otro” diferente. La referencia se da en serie, el aborigen, el nativo, el indio, el campesino, y ahora el “cholo”, junto al negro. Si bien es cierto a partir de esta serie se ha construido toda una tipología valorativa, esta no cae sólo en la imaginación sino que corresponde a una reclasificación social en países post-coloniales articulados al trabajo-capital, y por lo tanto no se encuentra aislada en un ethos cultural originario. De lo contrario, la apelación a ciertas tendencias mistificantes del indianismo para elaborar un proyecto autónomo resultaría siendo el más pertinente y efectivo para tal caso, lo cual sería un despropósito porque parte de aquel error de sobredimensionar al dato cultural. O ¿tal vez el nacionalismo contemporáneo, ejercido como pragmatismo político, es la idea cristalizada de “la cultura como un vehículo del desarrollo”?




Juan Archi Orihuela
Miércoles, 22 de septiembre de 2010.