Hay un viejo dicho que siempre se
espeta en las escuelas “el trabajo dignifica al
hombre”. El mensaje es claro, no interesa en que trabajes, total
serás dignificado por tu esfuerzo, es decir, serás moralmente aceptado como un
hombre de bien, considerado por todos, un hombre digno (“un buen partido”, como antaño las madres
casaderas decían). Pero realmente ¿todo trabajador es un hombre digno? Y que
sucede con los millones y millones de desempleados en el mundo ¿acaso son
hombres indignos? ¿Y la situación del subempleo y el empleo temporal hacen de
este mundo, un mundo de hombres indignos?
Según Nietzsche, los hombres indignos han perdido la capacidad de vivir ejerciendo su voluntad de poder. El poder en el mundo contemporáneo se ejerce metafóricamente a través del bolsillo. Rasgo que llama mucho la atención si se observa que muchos bolsillos en la actualidad se encuentran vacíos. Y no sólo eso, la metáfora analítica del “vacío”, utilizada por Lipovestky, permite no sólo dar cuenta del proceso de personalización, sino también de sus consecuencias, a saber, la reproducción de la vida social en la actualidad se caracteriza por el vacío de toda índole.
Pero ¿qué relación existe entre el vacío y el poder? El poder como fenómeno social se encuentra ligado a la constitución del orden y a la clasificación de la producción que permite ese orden, a saber, la división del trabajo. La división del trabajo en las sociedades precapitalistas permitía establecer límpidamente aquella relación de fuerza que constituye todo poder: mando y obediencia. Reconocer quienes eran los que mandaban y quienes eran los que obedecían en las sociedades precapitalistas era un hecho naturalizado. Por el contrario, en la constitución de la sociedad capitalista (nominada retóricamente como moderna) la fluctuación de los individuos en función de la mercancía permite que se articulen reglas de juego alrededor del poder y que su invisibilización se produzca paradójicamente a partir de la acentuación de la desigualdad. Es decir, ahora en el mundo contemporáneo nadie sabe (o no quiere saber) o sospecha (o tiene la certeza) quienes son los que mandan y quienes los que obedecen, a pesar de que la satisfacción de cierto bienestar para unos pocos es producto de la insatisfacción y la falta de bienestar para muchos. Más allá de malos entendidos, aquella indeterminación contemporánea de la concreción del poder radica en aquello que Pierre Bourdieu llamó la illusio (el “estar atrapado en el juego y por el juego” que se produce en el interior de un campo).
Permitiéndome una glosa muy atrevida, la illusio en la operatividad de los diversos campos (educativo, político, intelectual, económico, religioso y demás) genera esa sensación de libertad a través de la ausencia del poder. No es que anteriormente (en las sociedades precapitalistas) el poder se representara simbólicamente en todas las instituciones sociales (como sugieren muchos antropólogos), sino que aquella pretendida simbolización omnipresente no era más que la expresión de su ausencia. Más aún, empíricamente siempre se ha reconocido que la objetivación del poder es un hecho cognoscible a partir de su función, es decir, la objetivación del poder (ejercido por el gobernante o por aquel que “manda”) permitía que su constitución sea figurativamente un eje vector a partir del cual se disponía del mundo social. Eso socialmente implicaba la ausencia real del poder o la incapacidad de ejercer el poder para quienes no mandaban. Esa ausencia permitió que la necesidad de los hechos en el mundo se asiente en fuerzas indeterminadas (concebidas como trascendentales), cuyo ejercicio se estableció mediante la producción y la reproducción de la vida social. La justificación al respecto es de larga data y su sentido varía de acuerdo a la particularidad de tal o cual cosmogonía o a la generalidad de tal o cual cosmovisión (weltanschauung).
Volviendo a lo anterior, la sensación de la libertad que se espeta discursivamente (o pretenciosamente se defiende) en el mundo contemporáneo es paradójicamente el recurso que permite la dominación y la ausencia del poder mediante la illusio. A pesar que en el interior de los campos (anteriormente aludidos) se desenvuelvan relaciones de fuerza, esto no significa que el poder se ejerza de manera incondicionada; o, que, mediante la illusio, los individuos crean que al ejercer el poder serán libres (o por lo menos tengan aquella sensación). La condición de posibilidad para que el poder se ejerza en el mundo contemporáneo implica una mediación, a saber, el capital. El capital (ya sea como capital cultural, social, económico o simbólico) y su necesaria reproducción se fundamenta mediante el valor social que adquiere en el interior del campo. Y es ahí donde radica la constitución o sensación del vacío expresado por la libertad.
El vacío, al igual que la libertad, es también una sensación. Pero el vacío como un hecho se genera a raíz, ya no de la invisibilización de la dominación, sino de cómo se desenvuelve la dominación. No es que actualmente la dominación, como ocurría de facto en sociedades precapitalistas, se encuentre en un proceso de naturalización, sino que ahora a raíz de la individuación como proceso se ha generado una situación de vacío. El vacío se expresa en aquella sensación de indeterminación cognitiva y en aquella infructuosa búsqueda por dar cierto marco de sentido a las cosas. Inversamente a la libertad, el vacío nunca se reproduce discursivamente, ni mucho menos se lo proclama para congregar o sumarse a una causa común, porque expresa significativamente la pérdida de fundamento de toda práctica.
Discursivamente la libertad es la capacidad que tiene el individuo para ejercer su voluntad de acuerdo a sus necesidades e intereses particulares. El vacío es la constitución de cómo se ejerce esa voluntad. Una voluntad que se encuentra disociada del poder y que no permite su real satisfacción porque la condición para ejercer la voluntad es que el individuo nunca podrá satisfacer sus necesidades. En el mundo contemporáneo la composición de los campos y su estructuración permite reconocer que la insatisfacción del individuo no radica en las mercancías producidas al infinito o porque su producción no responda a cierta racionalidad económica e idealmente planificada, sino porque no todos pueden ejercer el poder. Pero si se recuerda que en las sociedades precapitalistas no todos ejercían el poder ¿cuál es la diferencia? El detalle es algo sutil, en el mundo contemporáneo la producción de la mercancía exige, mediante la illusio, que todos tengan la sensación de ser libres (o por lo menos pretender ser libres), a pesar de que uno no sepa (o no quiera saber) quienes mandan y quienes obedecen.
Un ejemplo muy significativo al respecto es que el trabajo como fenómeno histórico ha pasado por una significativa valoración. En las sociedades precapitalistas los que se encontraban subordinados (esclavos o siervos) eran los que trabajaban. Por el contrario, en el capitalismo los que trabajan reproducen la illusio de ser libres mediante la adquisición de mercancías; discursivamente el trabajo tiene valor porque dignifica al hombre (antaño el trabajo denostaba al hombre). De ahi que el trabajo, como la práctica que víncula al mundo empírico y reclasifica una condiciín social, es lo que permite la reproducción de aquella illusio de la libertad en el mundo.
Heréticamente en el siglo XIX, en pleno efervescencia del movimiento obrero europeo, Paul Lafargue, un reconocido socialista, proclamaba, bajo el silencio de la escritura, “el derecho a la pereza”. Tal denuncia respondía a las consecuencias que ha generado la constitución del homo economicus en el mundo, a saber, la explotación en el trabajo. Paradójicamente en el siglo XXI una consigna socialista muy atrevida, para denunciar las relaciones entre el poder y el vacío, sería invertir la tesis de Lafargue: “El derecho al trabajo”. Situación que a todas luces parece imposible, ya que la constitución de la libertad ha sido a costa de que ahora muchos no puedan tener ese derecho (ni en su propio país). Tergiversando una sugerencia de Nietzsche ¿hay hombres indignos o han hecho del mundo, un mundo para que los hombres se sientan indignos?
Según Nietzsche, los hombres indignos han perdido la capacidad de vivir ejerciendo su voluntad de poder. El poder en el mundo contemporáneo se ejerce metafóricamente a través del bolsillo. Rasgo que llama mucho la atención si se observa que muchos bolsillos en la actualidad se encuentran vacíos. Y no sólo eso, la metáfora analítica del “vacío”, utilizada por Lipovestky, permite no sólo dar cuenta del proceso de personalización, sino también de sus consecuencias, a saber, la reproducción de la vida social en la actualidad se caracteriza por el vacío de toda índole.
Pero ¿qué relación existe entre el vacío y el poder? El poder como fenómeno social se encuentra ligado a la constitución del orden y a la clasificación de la producción que permite ese orden, a saber, la división del trabajo. La división del trabajo en las sociedades precapitalistas permitía establecer límpidamente aquella relación de fuerza que constituye todo poder: mando y obediencia. Reconocer quienes eran los que mandaban y quienes eran los que obedecían en las sociedades precapitalistas era un hecho naturalizado. Por el contrario, en la constitución de la sociedad capitalista (nominada retóricamente como moderna) la fluctuación de los individuos en función de la mercancía permite que se articulen reglas de juego alrededor del poder y que su invisibilización se produzca paradójicamente a partir de la acentuación de la desigualdad. Es decir, ahora en el mundo contemporáneo nadie sabe (o no quiere saber) o sospecha (o tiene la certeza) quienes son los que mandan y quienes los que obedecen, a pesar de que la satisfacción de cierto bienestar para unos pocos es producto de la insatisfacción y la falta de bienestar para muchos. Más allá de malos entendidos, aquella indeterminación contemporánea de la concreción del poder radica en aquello que Pierre Bourdieu llamó la illusio (el “estar atrapado en el juego y por el juego” que se produce en el interior de un campo).
Permitiéndome una glosa muy atrevida, la illusio en la operatividad de los diversos campos (educativo, político, intelectual, económico, religioso y demás) genera esa sensación de libertad a través de la ausencia del poder. No es que anteriormente (en las sociedades precapitalistas) el poder se representara simbólicamente en todas las instituciones sociales (como sugieren muchos antropólogos), sino que aquella pretendida simbolización omnipresente no era más que la expresión de su ausencia. Más aún, empíricamente siempre se ha reconocido que la objetivación del poder es un hecho cognoscible a partir de su función, es decir, la objetivación del poder (ejercido por el gobernante o por aquel que “manda”) permitía que su constitución sea figurativamente un eje vector a partir del cual se disponía del mundo social. Eso socialmente implicaba la ausencia real del poder o la incapacidad de ejercer el poder para quienes no mandaban. Esa ausencia permitió que la necesidad de los hechos en el mundo se asiente en fuerzas indeterminadas (concebidas como trascendentales), cuyo ejercicio se estableció mediante la producción y la reproducción de la vida social. La justificación al respecto es de larga data y su sentido varía de acuerdo a la particularidad de tal o cual cosmogonía o a la generalidad de tal o cual cosmovisión (weltanschauung).
Volviendo a lo anterior, la sensación de la libertad que se espeta discursivamente (o pretenciosamente se defiende) en el mundo contemporáneo es paradójicamente el recurso que permite la dominación y la ausencia del poder mediante la illusio. A pesar que en el interior de los campos (anteriormente aludidos) se desenvuelvan relaciones de fuerza, esto no significa que el poder se ejerza de manera incondicionada; o, que, mediante la illusio, los individuos crean que al ejercer el poder serán libres (o por lo menos tengan aquella sensación). La condición de posibilidad para que el poder se ejerza en el mundo contemporáneo implica una mediación, a saber, el capital. El capital (ya sea como capital cultural, social, económico o simbólico) y su necesaria reproducción se fundamenta mediante el valor social que adquiere en el interior del campo. Y es ahí donde radica la constitución o sensación del vacío expresado por la libertad.
El vacío, al igual que la libertad, es también una sensación. Pero el vacío como un hecho se genera a raíz, ya no de la invisibilización de la dominación, sino de cómo se desenvuelve la dominación. No es que actualmente la dominación, como ocurría de facto en sociedades precapitalistas, se encuentre en un proceso de naturalización, sino que ahora a raíz de la individuación como proceso se ha generado una situación de vacío. El vacío se expresa en aquella sensación de indeterminación cognitiva y en aquella infructuosa búsqueda por dar cierto marco de sentido a las cosas. Inversamente a la libertad, el vacío nunca se reproduce discursivamente, ni mucho menos se lo proclama para congregar o sumarse a una causa común, porque expresa significativamente la pérdida de fundamento de toda práctica.
Discursivamente la libertad es la capacidad que tiene el individuo para ejercer su voluntad de acuerdo a sus necesidades e intereses particulares. El vacío es la constitución de cómo se ejerce esa voluntad. Una voluntad que se encuentra disociada del poder y que no permite su real satisfacción porque la condición para ejercer la voluntad es que el individuo nunca podrá satisfacer sus necesidades. En el mundo contemporáneo la composición de los campos y su estructuración permite reconocer que la insatisfacción del individuo no radica en las mercancías producidas al infinito o porque su producción no responda a cierta racionalidad económica e idealmente planificada, sino porque no todos pueden ejercer el poder. Pero si se recuerda que en las sociedades precapitalistas no todos ejercían el poder ¿cuál es la diferencia? El detalle es algo sutil, en el mundo contemporáneo la producción de la mercancía exige, mediante la illusio, que todos tengan la sensación de ser libres (o por lo menos pretender ser libres), a pesar de que uno no sepa (o no quiera saber) quienes mandan y quienes obedecen.
Un ejemplo muy significativo al respecto es que el trabajo como fenómeno histórico ha pasado por una significativa valoración. En las sociedades precapitalistas los que se encontraban subordinados (esclavos o siervos) eran los que trabajaban. Por el contrario, en el capitalismo los que trabajan reproducen la illusio de ser libres mediante la adquisición de mercancías; discursivamente el trabajo tiene valor porque dignifica al hombre (antaño el trabajo denostaba al hombre). De ahi que el trabajo, como la práctica que víncula al mundo empírico y reclasifica una condiciín social, es lo que permite la reproducción de aquella illusio de la libertad en el mundo.
Heréticamente en el siglo XIX, en pleno efervescencia del movimiento obrero europeo, Paul Lafargue, un reconocido socialista, proclamaba, bajo el silencio de la escritura, “el derecho a la pereza”. Tal denuncia respondía a las consecuencias que ha generado la constitución del homo economicus en el mundo, a saber, la explotación en el trabajo. Paradójicamente en el siglo XXI una consigna socialista muy atrevida, para denunciar las relaciones entre el poder y el vacío, sería invertir la tesis de Lafargue: “El derecho al trabajo”. Situación que a todas luces parece imposible, ya que la constitución de la libertad ha sido a costa de que ahora muchos no puedan tener ese derecho (ni en su propio país). Tergiversando una sugerencia de Nietzsche ¿hay hombres indignos o han hecho del mundo, un mundo para que los hombres se sientan indignos?
Juan
Archi Orihuela
Miércoles 15 de diciembre de 2010.