En una clase de Biología recuerdo que el profesor preguntó a los alumnos “¿Qué es la vida?” Hubo varias respuestas ajustadas al curso, pero cuando se me pidió dar una respuesta al respecto, impetuosamente dije: “La vida es una lucha contra la muerte”, desde luego la respuesta no es nada original, tal idea se puede encontrar tácita o explícitamente en una serie de escritos de los estoicos antiguos, pero lo que causó extrañeza (e hizo que muchos de mis compañeros voltearan para verme la cara que delataba cierto bochorno) fue que tal idea carece de todo sentido para una clase de Biología.
Si uno reflexiona acerca de la vida a partir de los datos contundentes que da la biología, la idea que uno se puede hacer al respecto es que la vida se identifica con la animación de la materia (y que al decir de la ciencia moderna es lo que constituye y fundamenta el mundo natural), cuya universalidad se encuentra presente en diversos seres que constituyen aquello que llamamos el mundo. Como todos sabemos la vida en el mundo para los hombres no se reduce a su materialidad, ya que la producción del mundo natural en función del hombre ha producido el llamado mundo social.
Si uno reflexiona acerca de la vida a partir de los datos contundentes que da la biología, la idea que uno se puede hacer al respecto es que la vida se identifica con la animación de la materia (y que al decir de la ciencia moderna es lo que constituye y fundamenta el mundo natural), cuya universalidad se encuentra presente en diversos seres que constituyen aquello que llamamos el mundo. Como todos sabemos la vida en el mundo para los hombres no se reduce a su materialidad, ya que la producción del mundo natural en función del hombre ha producido el llamado mundo social.
El mundo social, en consonancia con la analítica del hecho social de Durkheim, se fundamenta en el mundo natural en la medida que la reproducción del mundo social es externa a la constitución somática y/o física del hombre que forma parte del mundo natural. Como en el siglo XIX se concebía la sociedad como la determinación universal del mundo social, la analítica de la sociedad que establecía la sociología clásica implicaba la reproducción de la misma a partir de la constitución de sus partes, a saber, las “formas de hacer, pensar y sentir” del individuo. Por ello la vinculación de las partes o, propiamente dicho, la relación de los individuos no se establecían sustraídas del todo, sino de acuerdo a cierta regulación empírica que permitía la socialización de la misma. Es decir, las prácticas de los individuos se caracterizan por ser socializadas de antemano o identificadas, a partir de su reproducción formal, como prácticas institucionalizadas de acuerdo a tal o cual institución social. A modo de ejemplo el paso de lo crudo a lo cocido, que los antropólogos han observado con cierto detenimiento, indicaría la manera como la institucionalización de un acto que responde a la necesidad biológica, como es la alimentación, posibilita la reproducción del mundo social a partir del mundo natural. Es decir, el hombre si bien se alimenta como muchas especies, aquella práctica no se encuentra determinada por el mundo natural en su concreción social. Aquel detalle, que permite la diferencia específica del hombre frente a los demás seres, se ha llamado gruesamente como cultura.
Lejos de retomar una discusión que aún no ha sido cancelada en el interior de la antropología al respecto de la cultura, lo interesante de aquel detalle es que el hombre vive en sentido estricto en un mundo social y no en un mundo natural, sin que ello signifique que la existencia humana soslaye al mundo natural. Si tal observación resulta siendo consistente, la reproducción de ideas que apelan y proponen un retorno a la vida natural o a la naturaleza (en sentido estricto se vende un “estilo de vida” a través de una mercancía en particular) no sería más que la negación del mundo social a partir de cierta concepción invertida, tendenciosamente, acerca del mundo natural o, en todo caso, expresaría aquel viejo pseudo problema entre la naturaleza y la sociedad.
El proceso colonial que posibilita la constitución del capitalismo en el mundo generó la producción de un mundo social diametralmente opuesto al mundo natural en función de la técnica. La llamada naturaleza fue sometida al análisis de la ciencia moderna, así como la vida social fue determinada a partir de la sociedad, entidad formal que adquiría su concreción en función de un centro de poder reconocido como el Estado. Tal detalle permitía establecer cierta regulación sobre las diversas formas de la vida social, sin embargo el dualismo entre la naturaleza y la sociedad, lejos de ser un dualismo carente de sentido, ha tenido mucho sentido a lo largo de las sociedades humanas y que la Historia, así como la antropología, han señalado de manera consistente. Desde luego tal dualismo expresa ciertas condiciones de vida y se presenta con diversos matices. En el mundo moderno la segmentación y/u oposición entre ambas es producto de su constitución, mientras que en el mundo premoderno su vinculación, más que estrecha, ha sido casi indeterminada. Es decir, el hombre nunca podrá retornar a la naturaleza, tal como sugería Rousseau, porque nunca estuvo desvinculada de ella, más aún, la forma productiva del mundo contemporáneo al mantener tal oposición ideológica, permite, figurativamente hablando, suspender la muerte en desmedro de la vida.
Retornando nuevamente la pregunta “¿Qué es la vida?”, la respuesta implica un punto de partida, a saber, uno debe asumir seriamente que la muerte es tan importante como la vida, es decir: ¿Qué es la muerte? La muerte es uno de los sucesos ineludibles que anuncian la finitud de la existencia de uno mismo, de eso no cabe duda, pero a pesar de ser un hecho tan importante, en el mundo contemporáneo no suele llamar la atención precisamente porque se encuentra suspendida. Es decir, la muerte en el mundo social ha generado toda una serie de prácticas (desde los ritos funerarios hasta concepciones de una vida de ultratumba) que permitían su vinculación a la vida a partir de la reproducción de lo cotidiano. En la reproducción de la vida cotidiana la muerte se encuentra actualmente ausente. Más aún, la finitud de las cosas, que se encuentra sujeta necesariamente a su consumo, permite establecer cierta universalidad acerca de la vida en función del goce; eso quiere decir que si uno no goza se encuentra obligado a hacerlo para poder vivir la “realidad del instante”.
Lo paradójico de la “realidad del instante” es que exige al individuo que el instante adquiera cierta condición de virtualidad para que sea intenso. Por ello la desconexión (virtualmente hablando) es un rasgo que caracteriza a las relaciones sociales contemporáneas como una suerte de permanencia del instante. Es decir, se descodifica todo un discurso que significativamente puede compendiar toda una serie de ideas que apuntan a suspender la muerte: “Nada acaba o nada muere, sino que uno simplemente se desconecta, el mundo está ahí, las cosas que han hecho los hombres nada a cambiado; a pesar de que uno se acerque sólo a través de la inmediatez y lo efímero, el asunto es reconocer que todo sigue y en eso consiste la vida”.
Aquella visión inmutable acerca de la vida, reactiva y empíricamente subjetiva, no afronta la muerte como una necesidad que ha posibilitado a la vida social misma. Si uno observa los ritos mortuorios que se escenificaban en el mundo antiguo (y que en algunos lugares del mundo actualmente se encuentra presente), así como la reproducción y la resignificación de los hechos que han inaugurado las llamadas épocas históricas (y que en occidente se ha personificado a través de la figura del héroe), uno puede darle la importancia y la necesidad a la muerte. Y más aún, no debe olvidarse que la racionalidad humana se ha construido a partir de la muerte, el conocido aforismo de Schopenhauer es contundente al respecto: “La muerte es el genio inspirado, el musageta de la filosofía… Sin ella difícilmente se hubiera filosofado”.
En el siglo XIX, muchos de los estados modernos se han constituido en función de un centro de poder que mediante la soberanía del Estado ha universalizado la vida social, a saber, la idea de la nación. En Latinoamérica la lucha contra el colonialismo fue fundamental al respecto. Hay una canción llamada El Mayor (1973) de Silvio Rodríguez, dedicada a un prócer de la independencia de Cuba, el Mayor General Ignacio Agramonte, que en su condición de héroe resignifica la vida a través de la muerte: "Va cabalgando / el Mayor con su herida / y mientras más mortal el tajo / es más de vida / Va cabalgando / sobre una palma escrita / y a la distancia de cien años resucita" .
Lejos de retomar una discusión que aún no ha sido cancelada en el interior de la antropología al respecto de la cultura, lo interesante de aquel detalle es que el hombre vive en sentido estricto en un mundo social y no en un mundo natural, sin que ello signifique que la existencia humana soslaye al mundo natural. Si tal observación resulta siendo consistente, la reproducción de ideas que apelan y proponen un retorno a la vida natural o a la naturaleza (en sentido estricto se vende un “estilo de vida” a través de una mercancía en particular) no sería más que la negación del mundo social a partir de cierta concepción invertida, tendenciosamente, acerca del mundo natural o, en todo caso, expresaría aquel viejo pseudo problema entre la naturaleza y la sociedad.
El proceso colonial que posibilita la constitución del capitalismo en el mundo generó la producción de un mundo social diametralmente opuesto al mundo natural en función de la técnica. La llamada naturaleza fue sometida al análisis de la ciencia moderna, así como la vida social fue determinada a partir de la sociedad, entidad formal que adquiría su concreción en función de un centro de poder reconocido como el Estado. Tal detalle permitía establecer cierta regulación sobre las diversas formas de la vida social, sin embargo el dualismo entre la naturaleza y la sociedad, lejos de ser un dualismo carente de sentido, ha tenido mucho sentido a lo largo de las sociedades humanas y que la Historia, así como la antropología, han señalado de manera consistente. Desde luego tal dualismo expresa ciertas condiciones de vida y se presenta con diversos matices. En el mundo moderno la segmentación y/u oposición entre ambas es producto de su constitución, mientras que en el mundo premoderno su vinculación, más que estrecha, ha sido casi indeterminada. Es decir, el hombre nunca podrá retornar a la naturaleza, tal como sugería Rousseau, porque nunca estuvo desvinculada de ella, más aún, la forma productiva del mundo contemporáneo al mantener tal oposición ideológica, permite, figurativamente hablando, suspender la muerte en desmedro de la vida.
Retornando nuevamente la pregunta “¿Qué es la vida?”, la respuesta implica un punto de partida, a saber, uno debe asumir seriamente que la muerte es tan importante como la vida, es decir: ¿Qué es la muerte? La muerte es uno de los sucesos ineludibles que anuncian la finitud de la existencia de uno mismo, de eso no cabe duda, pero a pesar de ser un hecho tan importante, en el mundo contemporáneo no suele llamar la atención precisamente porque se encuentra suspendida. Es decir, la muerte en el mundo social ha generado toda una serie de prácticas (desde los ritos funerarios hasta concepciones de una vida de ultratumba) que permitían su vinculación a la vida a partir de la reproducción de lo cotidiano. En la reproducción de la vida cotidiana la muerte se encuentra actualmente ausente. Más aún, la finitud de las cosas, que se encuentra sujeta necesariamente a su consumo, permite establecer cierta universalidad acerca de la vida en función del goce; eso quiere decir que si uno no goza se encuentra obligado a hacerlo para poder vivir la “realidad del instante”.
Lo paradójico de la “realidad del instante” es que exige al individuo que el instante adquiera cierta condición de virtualidad para que sea intenso. Por ello la desconexión (virtualmente hablando) es un rasgo que caracteriza a las relaciones sociales contemporáneas como una suerte de permanencia del instante. Es decir, se descodifica todo un discurso que significativamente puede compendiar toda una serie de ideas que apuntan a suspender la muerte: “Nada acaba o nada muere, sino que uno simplemente se desconecta, el mundo está ahí, las cosas que han hecho los hombres nada a cambiado; a pesar de que uno se acerque sólo a través de la inmediatez y lo efímero, el asunto es reconocer que todo sigue y en eso consiste la vida”.
Aquella visión inmutable acerca de la vida, reactiva y empíricamente subjetiva, no afronta la muerte como una necesidad que ha posibilitado a la vida social misma. Si uno observa los ritos mortuorios que se escenificaban en el mundo antiguo (y que en algunos lugares del mundo actualmente se encuentra presente), así como la reproducción y la resignificación de los hechos que han inaugurado las llamadas épocas históricas (y que en occidente se ha personificado a través de la figura del héroe), uno puede darle la importancia y la necesidad a la muerte. Y más aún, no debe olvidarse que la racionalidad humana se ha construido a partir de la muerte, el conocido aforismo de Schopenhauer es contundente al respecto: “La muerte es el genio inspirado, el musageta de la filosofía… Sin ella difícilmente se hubiera filosofado”.
En el siglo XIX, muchos de los estados modernos se han constituido en función de un centro de poder que mediante la soberanía del Estado ha universalizado la vida social, a saber, la idea de la nación. En Latinoamérica la lucha contra el colonialismo fue fundamental al respecto. Hay una canción llamada El Mayor (1973) de Silvio Rodríguez, dedicada a un prócer de la independencia de Cuba, el Mayor General Ignacio Agramonte, que en su condición de héroe resignifica la vida a través de la muerte: "Va cabalgando / el Mayor con su herida / y mientras más mortal el tajo / es más de vida / Va cabalgando / sobre una palma escrita / y a la distancia de cien años resucita" .
El tajo de aquella herida mortal que mató a El Mayor, expresa fielmente de manera general la vida de una colonia que lucha por su independencia; y, de manera particular, la vida misma de Ignacio Agramonte (El Mayor). Tal vez por ello en la vida de los héroes tiene sentido (o cobra otro sentido) aquella idea de que la vida es una lucha contra la muerte. Al respecto si uno observa lo abstruso del Espíritu Absoluto hegeliano, que es el resultado de la experiencia de la conciencia en el mundo, en el fondo no es más que la racionalización frente a la finitud de la existencia (la muerte). Sin ánimos de cancelar aquellas reflexiones sobre la muerte, la muerte no sería sólo la cancelación de la existencia, sino que la muerte expresa fielmente la vida de uno mismo. En el mundo antiguo aquella vieja máxima tenía mucho sentido: “Sólo el bueno muere joven”, esos muertos, lejos de alcanzar alguna divinidad, han vivido y viven como ejemplo para los que aún se resisten a “la realidad del instante”, ya que al fin de cuentas somos, al decir de Heidegger, un “ser-para-la-muerte”.
Juan Archi Orihuela
Sábado, 25 de junio de 2011.