“Soy de provincia y por eso tal
vez
el seguro de mi alma es tan leve.
Confieso que bien pasados los dias,
volví al cine tras mi
Blancanieves”.
(Silvio Rodríguez. Blancanieves)
En la novela “Primer amor” (1860) de Turgueniev, tres burgueses de la Rusia
zarista se reúnen luego de una charla amena y convienen en contar cada uno la
historia de su primer amor; uno de ellos menciona la fijación que sentía por su
institutriz desde que tenía 6 años; el otro, refiere que la mujer de la cual se
enamoró no tiene nada de “interesante” porque al final se casó con ella (fue un
matrimonio ya convenido con antelación por sus respectivas familias); mientras
que Vladimiro Petrovich, alude un relato largo acerca de su amor por una
princesa (cuando él tenía 16 años y se preparaba para ir a la universidad).
El amor por una princesa, lejos
de ser una curiosidad de antaño o la sobrevaloración de la belleza femenina, es
la figuración del amor que expresa fielmente el proceso de la individuación.
Rasgo que muchas veces no llama la atención porque la experiencia afectiva
actualmente se caracteriza por lo que Zygmunt Bauman llama “amor líquido”, en
el sentido de que los afectos ha acentuado su condición fluctuante, inserta a
la producción de mercancías, análogamente al líquido, es decir, se siente pero
no se lo puede asir, específicamente, el amor se encuentra sujeto a la
desconexión del instante, es una suerte de “relación de bolsillo” que no es mas
que “la encarnación de lo instantáneo y
lo descartable”. Pero como la condición “líquida” es un rasgo
contemporáneo, por contraposición, lo “sólido” del amor se encuentra en el
inicio del proceso de individuación.
La individuación en el mundo
moderno ha sido animada, además de otros factores, por tres producciones
culturales muy significativas y propias del mundo moderno, a saber, la
literatura, la música clásica y el cine. En estas tres producciones culturales
es posible observar que la tendencia a individualizar al hombre, al respecto
del goce estético, así como a la creación, la especialización y el uso de un
lenguaje en particular, apunta a diferenciar el mundo de la significación del mundo de la objetivación. Si uno recuerda la preocupación de
Foucault acerca de la objetivación del hombre a través de la subjetivación, es
decir, que la condición de sujeto (tal como se asume el hombre de acuerdo a un
momento histórico) responde a las formas cómo ha sido objetivado (ya sea a
través del discurso, la reclasificación de sus prácticas y la autoconciencia
del sujeto como ser sexuado), uno puede sospechar que “el mundo de la
objetivación” presenta un rasgo en común, a saber, la suspensión de las
instituciones que animan la producción cultural cuando se reproduce el
individuo. Ya sea el lector, el escucha o el espectador, frente a tales
producciones culturales, su condición tiende a suspender la institución
cultural porque se aprecia y se considera como un “ser-solo”, muy diferente al
“estar-solo”. Esa simple observación de que la lectura (y también la escritura)
es una de las actividades más solitarias que realiza el hombre, corresponde y
caracteriza también al que se deleita por la música clásica y por el cine.
Literalmente uno suele escuchar a solas la música clásica (para que pueda ser
disfrutada) y, figurativamente, también uno especta una película a solas, por
el efecto del gran contraste entre la oscuridad del espacio y la luminosidad de
las imágenes puestas en el ecran.
Ahora bien, si el mundo de la
significación es el resultado de la producción cultural que opera a partir del
mundo de la objetivación, la individuación como proceso ha figurado no sólo el
deseo sino la perdida del amor ideal que paradójicamente le daba su sustento
como un “amor sólido”. La canción Blancanieves
(1986) de Silvio Rodríguez es sugerente al respecto. La historia de la canción
refiere el recuerdo de un hombre que cuando tenía cinco años se enamoró de Blancanieves
a través del cine. La experiencia de la matinée infantil de un día domingo en
su pueblo (la vida de provincia que anhela “lo nuevo y lo extraño”) le impacta
de manera tal que conjuga la imagen de la belleza (Blancanieves es la princesa,
bella y buena) a los afectos mundanos (la infamia de la bruja y el mal de los
hombres) recurrente no sólo en las historias infantiles, sino en las historias
que se han producido acerca del amor romántico (amor que animó gran parte de la
modernidad).
Escena de la película Blancanieves (1937). Película basada en un cuento de los hermanos Grimm. |
Lo interesante del cine es que la
llamada cinefilia cumple el mismo papel de la literatura en espacios no
letrados (o por lo general limitados, como son los casos de la vida en
provincia), generando mayor significación porque la puesta en escena de una
historia cinematográfica tiende a que el espectador forme parte de la historia
significada (las luces apagadas es una suerte de suspensión del mundo de la
objetivación para que actué la subjetividad misma). Ahí el mundo de la
significación se caracteriza porque el “ser-solo” ya no se encuentra solamente
espectando, sino “viviendo” de acuerdo al mensaje de “desear hacer, o no hacer,
lo que ve”. La belleza, la maldad, la bondad, el odio, la violencia, el amor y
demás, se encuentran figuradas a través de los personajes que tienden a ser
identificados como un “sí-mismo” por el “ser-solo”. Es decir, la identidad que
uno tiende a formarse en función de la relación que uno establece con los demás
a través del cine, y considerándolo sólo como un ejemplo, sustituye la relación
que uno establece con la imagen significada.
Volviendo al tema de la princesa
o al "amor sólido", el caso del cine es interesante porque si se
reconoce que el sujeto espectador al individualizarse ama lo que ve, se puede
comprender el por qué ya no ama, con el énfasis que se tenía antes, a lo que ve
o siente con delite por la imagen. A juicio de Bauman las relaciones amorosas
que se producen en el mundo contemporáneo (o en la modernidad líquida) se han
trocado en conexiones de orden virtual. Basta “desconectarse” de la otra
persona para dejar de “estar enamorado”, para simplificar retóricamente tal
hecho, uno tiende a caer en la vulnerabilidad del avestruz que siempre esconde
la cabeza cuando siente un peligro. No se encara al otro, afectivamente
hablando, porque simplemente se tiende a ser vulnerable para justificar luego
la inseguridad y la ambigüedad de uno mismo que ya ha dejado de ser un
“ser-solo”, para convertirse en un “ser-para-las-cosas”. O, en su defecto, se
tiene la idea errónea de que a más experiencia amorosa uno puede sobrellevar
mejor una relación futura (muchas veces indefinida e inconclusa casi siempre),
como si la disposición afectiva respondiera a cierta racionalidad producto de
una experiencia, en el fondo eso estaría expresando el “ser-para-las-cosas”.
“El ser-para-las-cosas”
imposibilita que el mundo de la significación responda al mundo de la
objetivación. Si en el cine, así como en la literatura, se figuraba a la
princesa como aquel amor imposible por ser distante y por asentar todo un orden
de cosas, su figuración sustenta, por paradójico que sea, al amor sólido porque
la pasión no sólo anima cada expectación, cada lectura y cada deleite por un
son, sino que posibilita al mismo “ser-solo”. Si uno es un “ser-para-las-cosas”
todo lo que se encuentra en el "estar-en-el-mundo" resultaría siendo
efímero como las cosas mismas, pero si aún se siente la pasión como una suerte
de “inocencia" (así como el niño que se enamora de Blancanieves) aún se
puede ser de manera significativa un “ser-solo”.
Juan
Archi Orihuela
Sábado, 11 de junio de 2011.
1. Ahi la canción Blancanieves (1986) de Silvio Rodríguez: