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lunes, 20 de junio de 2011

Los individualistas o la política del shock.

Hay un aforismo de Sábato muy interesante al respecto del interés que presenta el sujeto moderno: “El hombre piensa en el mundo y el universo aunque se queme su casa, la mujer piensa en su casa aunque el mundo y el universo se destruyan”. Lejos de observar algún prejuicio tácito contra la mujer, el aforismo intenta explicitar la producción de ciertas ideas que se reproducen de acuerdo a la esfera pública y privada, respectivamente. Pero habría que agregar una tercera posibilidad, a saber, los individualistas (sujetos que por diversas circunstancias han dejado de ser hombres o mujeres): “Los individualistas de toda laya (sean estos sexistas, cínicos, alpinchistas, narcisistas y demás) piensan en si mismos aunque se destruya el mundo, el universo e incluso su casa”. Pero ¿qué es el individualismo, políticamente hablando?

El individualismo no es sólo la acentuación de la tendencia volitiva del individuo, o la objetivación del atomismo social, o la expresión de un discurso acerca de la libertad sostenida por la inmediatez sensorial. El individualismo, sumado a lo anterior, es la mejor expresión de cierto pragmatismo que ha caracterizado a las relaciones mercantiles en el mundo contemporáneo. Figurativamente la práctica del individualismo responde a la producción de deseos en serie que el mercado anima a satisfacer, como una suerte de cristalización de los mismos; su reflexión autoconsciente, además, anima y sostiene cierto nihilismo y cinismo contemporáneo. Ambos rasgos pueden ayudar a entender que el individualismo, más allá de ser una práctica que pretenda la ausencia de la moral o la expresión de la llamada "libertad", en el fondo es una práctica que enfatiza una vieja moral, a saber, la moral conservadora o el conservadurismo, y que, además, permite la legitimación de las diversas formas de dominación en el mundo contemporáneo.

El conservadurismo no sólo se circunscribe al espacio político de los conservadores, sino que también corresponde a la moral que sostienen los pretendidos “libertarios” o apologistas de la libertad del individuo. Muchos de estos sujetos reproducen discursos y explicitan prácticas de vida en consonancia a la constitución del libre mercado. Libre mercado que ha posibilitado una suerte de “insensibilidad social” y moral individualista acerca de los asuntos públicos. Pero este rasgo tiene un asidero universal posible de ser observado y que se encuentra, como síntoma, en las relaciones sociales del capitalismo tardío. Las relaciones sociales en el libre mercado contemporáneo responden a la fragmentación del demos. Es decir, un demos fragmentado es aquel en el que las instituciones políticas ya no posibilitan la participación de la ciudadanía, ya sea porque se encuentran menguadas por la lógica del mercado o simplemente porque han perdido sentido; un claro ejemplo de ello son los partidos políticos, cuya capacidad de movilización y de congregación de la ciudadanía ha perdido no sólo la legitimidad de su ejercicio, sino que su espacio, además de su reducción, carece de una producción de ideas para sostener una praxis alejada de todo pragmatismo. Más aún la ausencia de la producción de ideas políticas en el interior de tales espacios se ha vuelto el síntoma de la imposibilidad de articular una fuerza política que medianamente se convierta en una alternativa de cambio. Esa situación expresa la inmutabilidad social y sobretodo el miedo al cambio social y que ha sido una de las consecuencias del libre mercado contemporáneo (cuya implantación a través de la fuerza ha naturalizado, ideológicamente hablando, las relaciones económicas).

Las relaciones económicas en el mundo contemporáneo son producto de la llamada “política del shock”, cuya concreción a juicio de Naomi Klein comprende tres formas de shock: El shock inmediato que se produce a raíz de las guerras, los atentados terroristas, los golpes de Estado y los desastres naturales; el shock económico se implanta a través del miedo que generan las empresas y ciertos políticos sobre el primer shock; y el shock político-represivo que consiste en reprimir mediante la violencia física y simbólica a la gente que se resiste al shock económico, siendo comunes las intervenciones policiales y militares, así como los interrogatorios que no son más que la expresión de la tortura legitimada. Lo último, la tortura legitimada, es la expresión más cruda del miedo sistemático que somete el cuerpo y las mentes de las personas a la insensibilidad y a la amenaza (psicológica) constante. Al respecto es muy significativo, y nada casual, el efecto del mensaje tan reiterativo que producen las llamadas “campañas de miedo”.

Las “campañas del miedo”, lejos de ser una característica de las llamadas “guerras sucias” que operan de manera frecuente en las campañas electorales, son la prolongación de la tortura por otros medios. Es decir, en las campañas electorales de la democracia liberal, por lo menos en lo que va desde los últimos 40 años a nivel mundial, se ha venido acentuando, a través del marketing político, una incertidumbre maniquea para contrarrestar al candidato que pretenda un significativo cambio político sobre la política del libre mercado. El por qué la descodificación del mensaje de “perderlo todo”, desde una gallina hasta una empresa, tiene una aceptación casi irracional (no sólo en las clases populares, sino también en la pequeña y gran burguesía) tiene que ver con una moral individualista y las consecuencias de un shock político que no se “asusta”, o cuestiona, ante una vida económicamente endeudada o náufraga de la más vil sobrevivencia.

La moral individualista es la expresión de un shock político, una suerte de “trauma colectivo” que, al decir de Naomi Klein, suspende “temporal o permanentemente las reglas del juego democrático”. En el Perú el shok que instauró el libre mercado surge a raíz del problema de la subversión y la superinflación de los ochenta. Tal situación generó la pérdida real y virtual de la vida humana como colectividad. Es sabido que durante la implantación del libre mercado, e institucionalizado mediante la Constitución del 93, se ha acentuado un individualismo tan “caníbal” que se caracteriza no sólo por la insensibilidad frente a lo que le ocurra a los demás, sino por la implantación de un miedo sistemático y por la producción de hombres y mujeres vulnerables a la desidia y al cinismo. Aquel miedo sistemático no sólo comprendió la intervención militar a las universidades públicas y la desaparición o amedrentamiento a los opositores al libre mercado, sino que el uso del miedo simbólico del llamado “terrorismo” ha sido empleado de manera frecuente por los conservadores. El impacto ha sido muy significativo que incluso propuestas de cambio reformistas han sido tergiversadas a través del shock político. Al respecto es sintomática una tergiversación muy frecuente y ruidosa que se ha escuchado durante las dos últimas elecciones presidenciales en el Perú, a saber , la candidatura de un ex-militar como Ollanta Humala durante el 2006 y el 2011; a pesar de que Ollanta Humala representó y representa al “reformismo pequeño burgués”, se le justiprecia tendenciosamente como un “radical” o incluso un “antisistema”.

Pero este individualismo, no sólo se ampara en una serie de prácticas que van del cinismo más procaz hasta la figuración de cierta ideología de derecha (los neoconservadores), sino que es la expresión de lo que se puede llamar la ultra derecha. La ultra derecha en el Perú y en el mundo (o los autodenominados neoconservadores o corporativistas), se caracteriza, como observa Naomi Klein, por hacer suya una trinidad política: “La eliminación del rol público del Estado, la absoluta libertad de movimientos de las empresas y un gasto social prácticamente nulo”. Precisamente ese individualismo es el que tácitamente considera como una amenaza a los que cuestionan aquella triada. Y si ese cuestionamiento lo ejercen los pobladores populares son inmediatamente considerados en el Perú, por los conservadores, como los “enemigos” de la propiedad y del llamado “modelo” o, como se ha escuchado en estos últimos diez años, unos “violentistas”.

En consonancia con ese individualismo, no es raro que se moteje a las ideas de cambio social como ideas trasnochadas; o, simplemente, si se observa aquellas monsergas tan frecuentes que espetan los conservadores, en el fondo estarían expresando un miedo al cambio, a saber, a los cambios sociales, políticos y culturales que operan en Latinoamérica, ideas que expresan la situación crítica de la vida social a causa del libre mercado. Figurativamente la situación política latinoamericana se caracteriza por ese “espíritu setentista” que se opone a toda moral individualista. A modo de ejemplo hay una canción llamada “Setentistas” (2003) del grupo argentino Rock-punk Ataque 77 que fustiga, a raíz de la crisis del 2002, de la siguiente manera:

“Hasta que no te pase a vos, no vas a entender, siempre así, tan egoísta”
“Hasta que no te pase a vos, no vas a entender, clásico individualista”
(…)
“Deciles que no les sirve luchar...
“Decime que no me sirve luchar…
Si estaba en el cordobazo hace tiempo atrás,
Y estaba en el rosariazo y en Tucumán”.
Espíritu setentista vuelve hoy”
“Gente que no puede decir: Hey, hey, no te metas
En Neuquén resiste Zanon. Lucha obrera, movilización.
Los bastones acechan, también voy yo”






Claramente ese espíritu setentista se opone a todo individualismo contemporáneo. Lejos de todo panorama sombrío frente a la política del Shock a nivel mundial, en Latinoamérica se ha iniciado ya un proceso muy interesante que irrita tanto a esa moral individualista que vive del miedo. ¿Pero realmente ha vuelto ese espíritu setentista? El espiritu de la juventud de los años setenta fue cambiar el mundo en función de la justicia social, hacer un mundo más justo, más solidario, paradojicamente para terminar con ese espíritu se implantó la política del shock. En Chile, tras el brutal golpe de Estado que dió la derecha al gobierno popular de izquierda (dirigido por el socialista Salvador Allende, elegido democráticamente), fue el inicio de la imposición del libre mercado. Luego vendría las desapariciones sistemáticas en la Argentina para eliminar a toda oposición de izquierda y así frenar el avance popular; a inicios de los ochenta, en el Reino Unido la ultradedrecha (dirigida por Margaret Thacher) estranguló a los sindicatos para consolidar la política de las privatizaciones; a fines de los ochenta, en China la masacre de la Plaza de Tiananmen paralizó toda protesta opositora al brutal libre mercado, que se asentó a costa de legitimar la sobreexplotación laboral; en Rusia cuando Boris Yeltsin saca los tanques en 1993 y amenza con aplastar el parlamento (por lo menos a los opositores) se instaura un terrible miedo al cambio. En el Perú la aciaga época del llamado fujimorismo, que se instauró en los noventa, no es más que la expresión de esa polítca del shock.

Sin embargo, y a pesar de todo ello, hay miles y miles de hombres y mujeres que se han enfrentado y se enfrentan al libre mercado (o simplemente luchan por justicia social) para denunciar al miedo y oponer a la moral individualista una moral solidaria. Más aún, pareciera que mediante la práctica el principio de esperanza cobra un fuerte sentido contemporáneo. Y si hay algún escepticismo al respecto, sólo cabria entonar una línea de la canción aludida: “deciles que no les sirve luchar”.


Juan Archi Orihuela
Lunes, 20 de junio de 2011.