Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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domingo, 30 de enero de 2011

Lo anormal

Ante la pregunta ¿cómo se considera usted? es frecuente escuchar como respuesta: “Ah, soy normal” o “normal, como todos”. Responder que se es normal no es más que asumir las reglas de juego de la vida social. En la película El conformista (1970) de Bernardo Bertulucci, el personaje principal, un abogado, intenta ser normal a pesar de la gran incertidumbre que le aqueja (los recuerdos de un trauma sexual y el asumir la responsabilidad de un futuro matrimonio). Su amigo, presto a darle un consejo, le responde lapidariamente: “Un hombre normal es aquel que voltea cuando pasa una mujer para verle el culo…Eso es ser normal”.

Por contraposición, lo anormal es la disfuncionalidad o la imposibilidad (muchas veces obligado por las circunstancias) para asumir las reglas de juego de la vida social que se encuentran ya institucionalizadas. La existencia de prácticas tabuadas (o prohibidas) ha permitido reclasificar a los anormales en toda sociedad humana. En las sociedades precapitalistas los anormales se mantenían socialmente en los espacios marginales porque estaban inhabilitados para ser funcionales a la vida social, cuya funcionalidad giraba alrededor de la reproducción humana mediante el matrimonio y la real constitución de una familia (con todo lo que ello implica). Los enfermos (leprosos, paralíticos, epilépticos), los inválidos (ciegos, sordos, mudos, cojos), los homosexuales, los orates, los cretinos, los estériles, los enanos, los que tenían alguna malformación física (jorobados), los que portaban el síndrome de Down o sufrían de retardo mental, todos ellos eran sin lugar a dudas unos anormales.

En la sociedad capitalista el asunto ha cambiado radicalmente. Muchos de los anormales hoy intentan o pretenden ser normales. El amparo jurídico son los derechos humanos y el respaldo moral es la defensa de la libertad. Sin embargo, hay un recurso ideológico soterrado, que sostiene la illusio del mundo moderno: todo se puede cambiar; desde el orden social (traducido por las revoluciones sociales y la reestructuración de las instituciones) hasta el orden natural (referido a la constitución somática del hombre en el que la sexualidad pretende la hegemonía sobre las demás funciones). La sociedad moderna se ufanaba por desterrar los mitos de las sociedades precapitalistas y enarboló sin remordimiento alguno el mito de la libertad del individuo, que en el capitalismo tardío, paradójicamente, hace del individuo un vil esclavo sometido a sus deseos materiales (porque no puede vivir disociado de las mercancías). El esclavo antiguo sabía (o era obligado, así como el amo) lo que debía y no debía hacer, normativamente hablando. El individuo moderno, por el contrario, no sabe absolutamente nada de lo que debe y no debe hacer porque asume que todo le está permitido. Más aún, los que radicalizan el discurso del individuo baladronean de cinismo porque consideran que las normas se han hecho para transgredirlas.

La transgresión más que un acto vituperable se ha vuelto un acto encomiable por cierta juventud que apuesta y enarbola respuestas sexistas y estéticas frente al mundo social (ya sea mediante la pintura, la fotografía, la música y demás, la pretensión es la misma). Muchas de estas repuestas pretendidamente transgresoras están cargadas de narcisismo y operan en función del deseo de querer ser normal (aunque sea por otros medios). En el fondo tales respuestas sólo logran encubrir circunstancialmente a los anormales y paradójicamente reaniman la intolerancia (hacia los anormales) que no existía en las sociedades precapitalistas. Al respecto, el antropólogo Fernando Castro Villarreal consideraba que actualmente es posible percibir simbólicamente, en la relación que establecen los fenómenos estéticos y su representación contracultural, algo así como una “transgresión de la transgresión”.

Hay muchos hechos que son transgresores de la normatividad hegemónica porque su reproducción se efectúa en los espacios considerados marginales (espacio por antonomasia de los anormales) a las instituciones sociales funcionales al orden social. Si tales hechos transgresores son reconocidos o no, como tales, no es un requisito indispensable para su reproducción, sino la presencia operativa de los anormales. El reconocimiento de tales hechos muchas veces se encuentra mediado por un determinado tipo de arte que intenta acentuar lo que figura. La representación de esa transgresión de facto sería la transgresión de la transgresión porque se intenta presentar estéticamente la práctica de los anormales para trasgredir lo que implícitamente se transgrede de hecho. Tales respuestas estéticas al pretender la transgresión no estarían más que normando la práctica de los anormales (presentarlos como si fueran normales). Un ejemplo muy significativo al respecto es el culto a Sarita Colonia que se reproduce en los límites del espacio religioso institucionalmente normado en el Perú. La reproducción de tal fenómeno permite que en el espacio religioso operen también con cierta presencia los anormales (enfermos, inválidos, homosexuales, desgraciados y demás) junto a los hombres que se consideran y son normales; la transgresión de tal culto tiende a cierta laicización de la fe en función de un bienestar inmediato y material. Hecho que permite reconocer cambios en las prácticas religiosas contemporáneas y de culto. La relación de los dones juega un papel muy importante en tal culto porque tiende a integrar las necesidades de subsistencia material (alimentos como el desayuno, el almuerzo y regalos) con las necesidades inmateriales de la fe (desde la representación simbólica y austera de estampas a artículos que pretenden cierta parafernalia religiosa). Además, otro síntoma de tal transgresión es la tendencia de cierta autonomía que está adquiriendo el culto al respecto del referente religioso. Los devotos no sólo van a consternarse ante lo tremebundo, sino también a sacar provecho de lo que resta del día a través de los dones. La representación estética de la imagen (el blanqueamiento gradual de la imagen de Sarita y la acentuación de una sensualidad permitida) al ser reproducida en los espacios no religiosos tiende a transgredir su reproducción de facto (imágenes de Sarita con pose o fachas de ramera, o presentadas pictóricamente como los cantantes de moda) por una reproducción estética.

Pero los anormales no sólo se circunscriben a través de la transgresión sino también en función de la fragmentación del demos (espacio político que sostiene a la democracia). Políticamente intentan radicalizar la igualdad jurídica para mantener la fragmentación del demos. En la medida que no existe una cohesión del demos acentúan el derecho de la ciudadanía, de manera narcisista y particular, en desmedro del deber político que sostiene todo bien público. Un ejemplo sintomático al respecto es la tendencia estética de representar iconos históricos como travestidos, es decir, anormales (Hasta ahora las representaciones travestidas que se han elaborado son las de José Carlos Mariategui, Tupac Amaru II, José María Arguedas y Juan Velasco Alvarado). Obviamente la irreverencia, en determinadas circunstancias, y, sobre todo, la originalidad es característica del arte. Pero la recreación tendenciosa del arte, sobre determinadas figuras históricas, no lo es, ya que expresa cierta tendencia política, a sabiendas o no de su autor. Por ello es un arte eminentemente politizado y bajo esa característica debe ser contemplado y apreciado. El mensaje es claro, se representa la anormalidad en función de iconos históricos para poder legitimar lo que la sociedad sanciona como anormal. Mas allá si tal propuesta alcance sus objetivos, lo interesante es que la propensión de los anormales por ser reconocidos como normales sigue siendo el síntoma del demos fragmentado. Es decir, si el demos estaría constituido de manera organizada en función del bien social (cuya agenda es priorizar las necesidades sociales que urge cubrir para que la sociedad sea sostenible), el mito de la libertad del individuo moderno (que ampara a los anormales) no tendría ningún sentido; y, sobre todo, la sociedad tendería a ser más inclusiva, ya que la individualidad moderna se sustenta en la desigualdad social y en azuzar al fantasma de la intolerancia.

Encarar el problema de la intolerancia política no es plantear la urgencia del buen entendimiento, sino el reconocer la necesidad social de normar las prácticas sociales en función de lo normal y lo anormal, como una situación de facto. Por ello reconocer que en la sociedad hay anormales no es nada discriminatorio, ni mucho menos es un problema, sino que el problema surge cuando el anormal, a sabiendas de trasgredir las normas convencionales de la sociedad, considera que es normal. Al respecto la confesión figurada de un epiléptico permite entender el síntoma de la anormalidad. En Memorias del subsuelo de Dostoievsky, se lee la siguiente confesión del protagonista: “Soy un enfermo… Soy un malvado. Soy un hombre odioso. Creo que estoy enfermo del hígado. Pero, por otra parte, no sé nada de mi enfermedad no sé exactamente cómo me afecta ese mal”. Lo último, merecería una ligera modificación, para que corresponda congruentemente a los anormales, a saber, “no sé nada de mi anormalidad, no sé exactamente cómo me afecta ser anormal”.




Juan Archi Orihuela
Domingo, 30 de enero de 2011.