En la actualidad han surgido una serie de formas de activismo político (ambientalistas, sexistas, feministas, culturalistas y demás) con diferentes grados de organización, y de financiamiento (muchas veces constituidos a través de los fondos de la cooperación internacional), cuya elaboración discursiva a pesar de ser tan heterogénea encuentra un punto en común, a saber, el cuestionamiento indiscriminado hacia toda forma de poder. Tal pretensión no está lejos de cierto paroxismo que caracteriza y acicatea a muchos de tales activistas.
Entre las ideas políticas que enuncian tales activistas se encuentran: El pregonar un amor y cuidado incondicional por la tierra y el medio ambiente sin encarar el tema de la universalidad de la propiedad privada; el exaltar la libertad de una sexualidad per se sin reconocer su normatividad cultural; el pensar que la diferencia de los roles sociales, entre hombres y mujeres, impide la realización de la mujer sin reconocer que la universalidad de tal diferencia (que no es lo mismo que la desigualdad política) permite la constitución de la vida social; el acentuar la particularidad de una cultura per se para sostener la interculturalidad sin reconocer la universalidad de su reproducción mediada por la mercancía. Además, todas aquellas ideas forman parte del coro sonoro que se expresa frecuentemente a través de los medios alternativos y en espacios pretendidamente académicos, cuya reproducción ha trocado la rebeldía política por una reactiva disconformidad narcisista. Por ello muchas veces la impostura del lego es lo que caracteriza al activista contemporáneo. Una prueba de ello es su afán por oponerse a todo tipo de poder, apelando reactivamente al uso de una retórica manida acerca de la libertad o a través de la sorna pedestre (muchas veces empleado cuando no se cuenta con ideas claras al respecto).
El oponerse al poder no es nada nuevo, ni mucho menos es algo reprobable, por el contrario es visto con cierta simpatía por muchos. Más aún en ciertos espacios juveniles se tiende a identificar que el oponerse al poder es un rasgo de rebeldía o una cualidad revolucionaria. Pero como no es lo mismo oponerse al poder popular (como por ejemplo el que se constituye actualmente en la República Bolivariana de Venezuela) que oponerse al poder dictatorial (o democrático) de la burguesía en el mundo, es pertinente interrogar ¿a qué tipo de poder se oponen tales activistas? Lo cierto es que muchos no tienen en claro contra que tipo de poder se lucha. Tal vez las feministas sean las únicas que han hecho un esfuerzo intelectual al respecto, a saber, se oponen al poder patriarcal, expresado a través de la dominación que ejerce el hombre sobre la mujer.
Los llamados Estudios de Género, así como los Estudios Poscoloniales, los Estudios Culturales, los Estudios de la Memoria y los Estudios acerca de la Interculturalidad, asumen una tesis general, a saber, “la diferencia se encuentra asociada al poder”. Lo específico de los Estudios de Género es que “la diferencia” es el resultado de los roles que adquieren los individuos en determinadas instituciones a partir del cual es posible la constitución de los géneros. Todos los Estudios de Género postulan al unísono que los géneros se encuentran contrapuestos porque establecen relaciones de poder: un género es el que alcanza la hegemonía y domina a los demás. Por ello los Estudios de Género identifican tácita o explícitamente al género dominante (el género masculino) y proceden a analizar la constitución (a través de los roles y a lo largo de la experiencia de vida) del género dominado (por antonomasia el género femenino). Los resultados, muchas veces tautológicos, de tales estudios es que el “género dominado” (lo femenino y toda la llamada diversidad) se encuentra dominado por el “género dominante” (lo masculino). Tal conclusión se ampara teóricamente en el reconocimiento de un cierto “Poder Patriarcal” constitutivo de la vida social. El grado de acentuación en que incurren los autores en tal análisis (que muchas veces tiende a caer en lo axiológico) indica límpidamente la influencia ideológica del feminismo o del sexismo.
El feminismo básicamente asume como agenda proselitista la igualdad política de los sexos y se opone rotundamente a la naturalización de los roles sociales adscritas a las diferencias somáticas (entre hombres y mujeres). Para muchas feministas la historia de la humanidad es falocéntrica, en el sentido de que se escribe, y se ha escrito, en función de la invisibilización de la mujer, debido al dominio que ejercen los hombres sobre el mundo social. Tal dominio sobre las mujeres, además de ser una situación de hecho, constituye un poder específico y universal, a saber, el poder patriarcal. El poder patriarcal es omnipresente en las sociedades humanas y se focaliza a partir de la constitución de la sexualidad humana y ejerce su hegemonía explicita sobre el campo del poder político. Sobre lo primero, las feministas asumen que el hombre ejerce un monopolio sobre la sexualidad de la mujer a través del matrimonio. De ahí que muchas feministas se opongan a tal institución privativa de sus supuestas libertades orgánicas (el goce) y sobre todo por las consecuencias sociales que el matrimonio implica: la reproducción y la constitución de una familia (y que para las feministas radicales es el síntoma de la opresión del poder patriarcal).
El poder patriarcal se constituye a través del campo político cuya reproducción está en función de las instituciones y no de los individuos. Un ejemplo sencillo al respecto es observar que por el hecho de que una mujer sea la jefa, la reina o la presidenta de una república moderna (como ocurre actualmente), en la estructura política de la sociedad no se modificará la hegemonía del poder patriarcal (el dominio del hombre sobre la mujer) para que opere en su lugar, por contraposición, un supuesto poder matriarcal. Además la constitución del poder patriarcal, que ha operado sobre las diversas sociedades humanas, se debe a la producción de hombres que puedan controlar y reproducir las fuerzas productivas (control que se ejerce a través de la adquisición de un determinado conocimiento socialmente valorado sobre los demás y al manejo de la técnica) y a la producción de mujeres que se encuentren sujetas o sean dependientes de las fuerzas productivas (posible y legitimada a través de la reproducción de la vida social que sostiene la familia). Tal hecho se ha traducido discursivamente a través de la asignación de cualidades meritorias para los hombres y de cualidades demeritorias para las mujeres (expresado, con ciertas variaciones, en todas las culturas humanas). Figurativamente a través del poder patriarcal se producen hombres para que puedan mandar y mujeres para que obedezcan. Desde luego tal relación figurada no simplifica, ni mucho menos soslaya, las determinaciones sociales que constituyen el campo del poder, porque su operatividad se encuentra en función de las relaciones que establecen los miembros pertenecientes a un mismo estamento o a una misma clase social.
Si la constitución del poder patriarcal es universal y conecta las diversas instituciones de las sociedades humanas ¿cómo las feministas luchan contra el poder patriarcal? Generalmente la lucha de las feministas se circunscribe a la radicalización de la igualdad política (figura jurídica funcional en el mundo moderno) a partir del cual se fustiga toda forma de dominación contra la mujer. Pero el asunto es que la dominación contemporánea de la mujer no se presenta de manera conmutativa (entre un hombre dominando a una mujer), como ocurría en las sociedades sin Estado, sino que se encuentra ligada a diversas formas de dominación que genera el orden social estatal. Más aún, la jerarquía entre hombres y mujeres se ha mantenido en todas las sociedades humanas, sin excepción, a través de la fuerza y la producción intelectual, cuya reproducción social en el mundo moderno se efectúa a través del poder militar y el desarrollo de la ciencia. En ambos campos la hegemonía del hombre es innegable, cuya operatividad constituye un sólido espacio masculino. La prueba de ello es que las mujeres que pretenden operar en tales espacios tienden a la masculinización (entendido como el desarrollo de la fuerza y el fortalecimiento de las capacidades de abstracción racional), como resultado de la competencia (con sus pares hombres) por posicionarse en aquellos espacios eminentemente masculinos. Tal situación de hecho es lo que el sociólogo Steven Goldberg llama “la inevitabilidad del patriarcado”.
El patriarcado sería inevitable porque, además de asentarse socialmente a través de instituciones sociales, los roles sexuales tienen un fundamento biológico (la producción hormonal de la agresión es mayor en los hombres que en las mujeres) que ha impedido que se reduzca a un sólo individuo abstracto. Pero la reproducción ideológica del feminismo niega que sea inevitable el patriarcado porque recoge la metafísica de la libertad del individuo. La mujer, como individuo, para las feministas tiene la posibilidad de sustraer las determinaciones sexuales en la medida que pretenda la equidad social. Sin embargo las instituciones sociales que se organizan en función del patriarcado imposibilitan tal pretensión. Un ejemplo muy significativo al respecto es la relación que las mujeres establecen en función al matrimonio; Simone de Beauvoir observa atinadamente lo siguiente: “El destino que la sociedad propone tradicionalmente a la mujer es el matrimonio. La mayor parte de las mujeres, todavía hoy, están casadas, lo han estado, se disponen a estarlo o sufren por no estarlo. La soltera se define con relación al matrimonio, ya sea (como) una mujer frustrada, sublevada o incluso indiferente a esta institución”. Tal vez por eso, aunque parezca un disparate, muchos discursos feministas articulan una retórica reactiva que considera el cuerpo como un campo de batalla. ¿Batalla contra el patriarcado o contra frustraciones sociales y sexuales?
Entre las ideas políticas que enuncian tales activistas se encuentran: El pregonar un amor y cuidado incondicional por la tierra y el medio ambiente sin encarar el tema de la universalidad de la propiedad privada; el exaltar la libertad de una sexualidad per se sin reconocer su normatividad cultural; el pensar que la diferencia de los roles sociales, entre hombres y mujeres, impide la realización de la mujer sin reconocer que la universalidad de tal diferencia (que no es lo mismo que la desigualdad política) permite la constitución de la vida social; el acentuar la particularidad de una cultura per se para sostener la interculturalidad sin reconocer la universalidad de su reproducción mediada por la mercancía. Además, todas aquellas ideas forman parte del coro sonoro que se expresa frecuentemente a través de los medios alternativos y en espacios pretendidamente académicos, cuya reproducción ha trocado la rebeldía política por una reactiva disconformidad narcisista. Por ello muchas veces la impostura del lego es lo que caracteriza al activista contemporáneo. Una prueba de ello es su afán por oponerse a todo tipo de poder, apelando reactivamente al uso de una retórica manida acerca de la libertad o a través de la sorna pedestre (muchas veces empleado cuando no se cuenta con ideas claras al respecto).
El oponerse al poder no es nada nuevo, ni mucho menos es algo reprobable, por el contrario es visto con cierta simpatía por muchos. Más aún en ciertos espacios juveniles se tiende a identificar que el oponerse al poder es un rasgo de rebeldía o una cualidad revolucionaria. Pero como no es lo mismo oponerse al poder popular (como por ejemplo el que se constituye actualmente en la República Bolivariana de Venezuela) que oponerse al poder dictatorial (o democrático) de la burguesía en el mundo, es pertinente interrogar ¿a qué tipo de poder se oponen tales activistas? Lo cierto es que muchos no tienen en claro contra que tipo de poder se lucha. Tal vez las feministas sean las únicas que han hecho un esfuerzo intelectual al respecto, a saber, se oponen al poder patriarcal, expresado a través de la dominación que ejerce el hombre sobre la mujer.
Los llamados Estudios de Género, así como los Estudios Poscoloniales, los Estudios Culturales, los Estudios de la Memoria y los Estudios acerca de la Interculturalidad, asumen una tesis general, a saber, “la diferencia se encuentra asociada al poder”. Lo específico de los Estudios de Género es que “la diferencia” es el resultado de los roles que adquieren los individuos en determinadas instituciones a partir del cual es posible la constitución de los géneros. Todos los Estudios de Género postulan al unísono que los géneros se encuentran contrapuestos porque establecen relaciones de poder: un género es el que alcanza la hegemonía y domina a los demás. Por ello los Estudios de Género identifican tácita o explícitamente al género dominante (el género masculino) y proceden a analizar la constitución (a través de los roles y a lo largo de la experiencia de vida) del género dominado (por antonomasia el género femenino). Los resultados, muchas veces tautológicos, de tales estudios es que el “género dominado” (lo femenino y toda la llamada diversidad) se encuentra dominado por el “género dominante” (lo masculino). Tal conclusión se ampara teóricamente en el reconocimiento de un cierto “Poder Patriarcal” constitutivo de la vida social. El grado de acentuación en que incurren los autores en tal análisis (que muchas veces tiende a caer en lo axiológico) indica límpidamente la influencia ideológica del feminismo o del sexismo.
El feminismo básicamente asume como agenda proselitista la igualdad política de los sexos y se opone rotundamente a la naturalización de los roles sociales adscritas a las diferencias somáticas (entre hombres y mujeres). Para muchas feministas la historia de la humanidad es falocéntrica, en el sentido de que se escribe, y se ha escrito, en función de la invisibilización de la mujer, debido al dominio que ejercen los hombres sobre el mundo social. Tal dominio sobre las mujeres, además de ser una situación de hecho, constituye un poder específico y universal, a saber, el poder patriarcal. El poder patriarcal es omnipresente en las sociedades humanas y se focaliza a partir de la constitución de la sexualidad humana y ejerce su hegemonía explicita sobre el campo del poder político. Sobre lo primero, las feministas asumen que el hombre ejerce un monopolio sobre la sexualidad de la mujer a través del matrimonio. De ahí que muchas feministas se opongan a tal institución privativa de sus supuestas libertades orgánicas (el goce) y sobre todo por las consecuencias sociales que el matrimonio implica: la reproducción y la constitución de una familia (y que para las feministas radicales es el síntoma de la opresión del poder patriarcal).
El poder patriarcal se constituye a través del campo político cuya reproducción está en función de las instituciones y no de los individuos. Un ejemplo sencillo al respecto es observar que por el hecho de que una mujer sea la jefa, la reina o la presidenta de una república moderna (como ocurre actualmente), en la estructura política de la sociedad no se modificará la hegemonía del poder patriarcal (el dominio del hombre sobre la mujer) para que opere en su lugar, por contraposición, un supuesto poder matriarcal. Además la constitución del poder patriarcal, que ha operado sobre las diversas sociedades humanas, se debe a la producción de hombres que puedan controlar y reproducir las fuerzas productivas (control que se ejerce a través de la adquisición de un determinado conocimiento socialmente valorado sobre los demás y al manejo de la técnica) y a la producción de mujeres que se encuentren sujetas o sean dependientes de las fuerzas productivas (posible y legitimada a través de la reproducción de la vida social que sostiene la familia). Tal hecho se ha traducido discursivamente a través de la asignación de cualidades meritorias para los hombres y de cualidades demeritorias para las mujeres (expresado, con ciertas variaciones, en todas las culturas humanas). Figurativamente a través del poder patriarcal se producen hombres para que puedan mandar y mujeres para que obedezcan. Desde luego tal relación figurada no simplifica, ni mucho menos soslaya, las determinaciones sociales que constituyen el campo del poder, porque su operatividad se encuentra en función de las relaciones que establecen los miembros pertenecientes a un mismo estamento o a una misma clase social.
Si la constitución del poder patriarcal es universal y conecta las diversas instituciones de las sociedades humanas ¿cómo las feministas luchan contra el poder patriarcal? Generalmente la lucha de las feministas se circunscribe a la radicalización de la igualdad política (figura jurídica funcional en el mundo moderno) a partir del cual se fustiga toda forma de dominación contra la mujer. Pero el asunto es que la dominación contemporánea de la mujer no se presenta de manera conmutativa (entre un hombre dominando a una mujer), como ocurría en las sociedades sin Estado, sino que se encuentra ligada a diversas formas de dominación que genera el orden social estatal. Más aún, la jerarquía entre hombres y mujeres se ha mantenido en todas las sociedades humanas, sin excepción, a través de la fuerza y la producción intelectual, cuya reproducción social en el mundo moderno se efectúa a través del poder militar y el desarrollo de la ciencia. En ambos campos la hegemonía del hombre es innegable, cuya operatividad constituye un sólido espacio masculino. La prueba de ello es que las mujeres que pretenden operar en tales espacios tienden a la masculinización (entendido como el desarrollo de la fuerza y el fortalecimiento de las capacidades de abstracción racional), como resultado de la competencia (con sus pares hombres) por posicionarse en aquellos espacios eminentemente masculinos. Tal situación de hecho es lo que el sociólogo Steven Goldberg llama “la inevitabilidad del patriarcado”.
El patriarcado sería inevitable porque, además de asentarse socialmente a través de instituciones sociales, los roles sexuales tienen un fundamento biológico (la producción hormonal de la agresión es mayor en los hombres que en las mujeres) que ha impedido que se reduzca a un sólo individuo abstracto. Pero la reproducción ideológica del feminismo niega que sea inevitable el patriarcado porque recoge la metafísica de la libertad del individuo. La mujer, como individuo, para las feministas tiene la posibilidad de sustraer las determinaciones sexuales en la medida que pretenda la equidad social. Sin embargo las instituciones sociales que se organizan en función del patriarcado imposibilitan tal pretensión. Un ejemplo muy significativo al respecto es la relación que las mujeres establecen en función al matrimonio; Simone de Beauvoir observa atinadamente lo siguiente: “El destino que la sociedad propone tradicionalmente a la mujer es el matrimonio. La mayor parte de las mujeres, todavía hoy, están casadas, lo han estado, se disponen a estarlo o sufren por no estarlo. La soltera se define con relación al matrimonio, ya sea (como) una mujer frustrada, sublevada o incluso indiferente a esta institución”. Tal vez por eso, aunque parezca un disparate, muchos discursos feministas articulan una retórica reactiva que considera el cuerpo como un campo de batalla. ¿Batalla contra el patriarcado o contra frustraciones sociales y sexuales?
Juan Archi Orihuela
Sábado, 5 de febrero de 2011.