Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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lunes, 22 de agosto de 2011

La premura por escribir

Hay una canción llamada La espera de los ciegos (2007) de Daniel F, en que se menciona el por qué algunos músicos hacen las canciones que hacen, a saber: “Las canciones y el río/ nacen de las tormentas/ de los gritos frustrados/ y la rabia… por los asesinados/ De los miedos y de días muy malos”. Asimismo hay algunos que escriben acuciados (o forzados) por los mismos motivos. Con frecuencia tales escritos cuando se leen labialmente se oyen como un susurro confundido, tan parecido a aquel chirrido de la mosca azul que anuncia la muerte.

Si uno escribe cuando le asaltan las frustraciones, al margen de que sea una situación lamentable (y desagradable), muchas veces lo que se escribe se identifica con cierta narrativa de compensación (para la existencia del narrador); el escribir “por la rabia que se siente por los asesinados”, a pesar de que uno no se encuentre familiarizado con las víctimas de manera directa, es una manera desesperada, e inevitablemente tan humana, para algunos, cuando se especta la impunidad que campea tan naturalizada por la indiferencia (en el Perú han matado a tanta gente, muchos de ellos son campesinos y pobres, el eufemismo al respecto es nominarlos como "desaparecidos"). Asimismo cuando uno escribe para evadir ciertos miedos (muchas veces inefables), no hace más que recrear una suerte de exorcismo o una terapia casi necesaria y hasta solipsista. O, si los días son muy malos, no es que la escritura permita salvar esos días, sino que tales escritos en el fondo no serían más que aquel intento fallido por olvidar, aunque sea por otros medios.

Pero también uno escribe porque siente que la vida se le va, si no lo hace. En el fondo todos moriremos inevitablemente, empero el que escribe por tal sentir tácitamente se reusa obstinadamente a reconocer tal axioma. En algunos casos, uno escribe empujado por alguna enfermedad (ya sea pasajera o incurable), cuyo daño al cuerpo hace que la escritura sea como aquella alma que sale presurosa del cuerpo, tal como refieren los relatos mortuorios. O, también se suele escribir, porque la existencia de uno mismo resulta siendo insostenible. Insostenible por situaciones que rayan con la reproducción de la vida cotidiana en el que uno naufraga por deseos inalcanzables. Y si uno se pregunta si vale la pena escribir por tales motivos, la respuesta no se encuentra en un fin práctico, sino muchas veces su sentido responde a la proyección del doble. La figura literaria del doble es la recreación de un personaje paralelo al protagonista, tácitamente es el mismo (presenta los mismos rasgos y hasta son idénticos, somáticamente hablando) pero sus actos son diametralmente contrapuestos, es una suerte de objetivación de la personalidad hecha pública.

Precisamente en la novela El doble (1846) de Dostoievski se figura esa objetivación. El funcionario Goliadkin, protagonista de la novela, al encontrarse con su doble en el fondo se encuentra con él mismo (Asimismo cuando uno escribe, por las razones anteriormente mencionadas, se encuentra consigo mismo). Antes de ese hecho, hace algunos días el Sr. Goliadkin había mencionado, en una charla que tuvo con el Sr. Krestyan Ivanovich, lo siguiente: “Mejor será que dejemos eso a un lado hasta..., hasta otra vez, hasta otra ocasión más oportuna cuando todo se ponga en claro. Cuando se les caiga la máscara a ciertas personas y quede todo al descubierto”. Esa caída de la máscara representa en el fondo la naturaleza del doble. No es que el doble sea otro sujeto, sino que es el mismo sujeto, un sujeto bajo la máscara, pero ese sujeto bajo la máscara no es aquello que muchos pueden identificar con alguna personalidad oculta, ya que siempre se encuentra presente, sino más bien es aquella personalidad no consentida por la conciencia. Figurando una contraposición, tampoco es la mala conciencia (como se podría figurar a lo largo de la novela), sino que aquel sujeto bajo la máscara es la proyección de todo lo circunstancial sentido e irrecusablemente vivido.

Si muchos de los escritos, motivados por lo anteriormente mencionado, son una suerte de aquel doble que se desprende de uno mismo, en el fondo su objetivación no tiene nada que ver con la inautenticidad, sino todo lo contrario porque mediante la escritura uno suspende a la memoria. La suspensión de la memoria mediante la aparición de la escritura ha sido observada por Platón en uno de sus diálogos llamado Fedro, mediante el Mito de Theuth y Thamus. Thamus era un rey egipcio que recibió ciertos dones del Dios Theuth para entregárselos a su pueblo, pero no sin antes hacerle alguna observación del caso. Cuando el Dios le muestra la escritura, “dijo Theuth: "Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría". Y aquel replicó: "Oh, Theuth, excelso inventor de artes (…) ahora tú, como padre que eres de las letras, dijiste por cariño a ellas el efecto contrario al que producen. Pues este invento es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, por descuido del cultivo de la memoria, ya que los hombres, por culpa de su confianza en la escritura, llegarán al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos, no desde dentro, por su propio esfuerzo"” (Fedro 274e- 275a). Tal idea, al margen de ser tan sólo un prejuicio que cierta élite tiene frente a la democratización de la escritura, en el fondo expresa esa polaridad entre las sociedades ágrafas (cultura oral) y las sociedades con escritura (cultura letrada), cuya contraposición no debe plantearse sólo a partir de la empírica diferencia cultural, sino de la complejidad del poder, a saber, el poder de la escritura.

Levi-Strauss observó que las sociedades ágrafas de la antigüedad (como el caso de los africanos) conformaban grandes formaciones políticas cuyo lapso de tiempo operativo se cifraba en décadas (recuérdese que los incas tan sólo llegaron a un par de siglos), mientras que muchas de las sociedades con escritura podían prolongar la manutención del poder político (mediante una burocracia letrada) y alcanzar la condición de ser milenarias, como el caso de los chinos. Lo interesante de aquello es que en el fondo la escritura mantiene la memoria de un pueblo, más no así la memoria de cada individuo. En las sociedades ágrafas se encuentran diferentes registros nemotécnicos (los quipus de los incas por ejemplo), y ni hablar de la capacidad de memoria que tenían los sujetos para reproducir hechos del pasado (los poemas y cantos tradicionales apuntaban a ello). Con la aparición de la escritura se inicia gradualmente ese cambio sustantivo en la operatividad de la memoria y el olvido. Sólo con la modernidad en el que se ha asentado la cultura letrada, porque se ha democratizado la escritura, los sujetos genéricamente tienden a recurrir al escrito para no olvidar. Mientras que, paradójicamente, cuando escriben tienden a olvidar. De ahí que la figura del doble, lejos de aparentar una suerte de condición psicopatológica de la vida moderna, expresa fielmente la premura por escribir cuando uno lleva la vida en la punta de los dedos.

Sin embargo la condición contemporánea del sujeto ya no se caracteriza por cierta sensibilidad objetivada en función de una cultura letrada, sino de, si cabe el término, una cultura audiovisual, en el que el ojo juega un papel omnipresente y muy dictatorial. Si anteriormente uno escribía para sacar al doble de sí mismo, cuando uno actualmente ve la imagen de la cosa (la mercancía), uno ya no opera en la cosa, sino la cosa opera en uno. El que sólo ve recrea un estilo de vida, dictado por la cosa, en el que la cosa adquiere todo el sentido en desmedro del sujeto (un sujeto sin máscara desde luego). Tal relación contemporánea frente a la cosa hace que uno, metafóricamente, apueste por esa “espera de los ciegos”, es decir, la búsqueda de la sensibilidad y que en el fondo es lo que anima en última instancia a la escritura. Aunque si se observa bien la sensibilidad en la modernidad se objetivaba mediante la grafía convertida en epístolas. Actualmente para medir ese grado de sensibilidad es significativo reparar en la sustitución de las cartas por los mensajes electrónicos (siempre escuetos y monocordes) que no sólo ha cambiado la forma y el contenido de la comunicación (letrada), sino hasta incluso a la sensibilidad misma. O, en todo caso, tal hecho expresa de manera significativa la hegemonía de los sujetos que se confunden con su doble.



Juan Archi Orihuela
Lunes, 22 de agosto de 2011.