Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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sábado, 13 de agosto de 2011

Diálogo con los muertos

Lejos de toda intención esotérica, el mejor diálogo que uno puede establecer con los muertos (forzando un poco el lenguaje) es a través de la escritura y la lectura, esto quiere decir, dialogar con los muertos implica “escuchar” (propiamente hablando, leer-escuchar) las ideas de aquellos hombres que han reflexionado de la misma manera que uno intenta hacerlo, dialogando con interlocutores que se encuentran ya muertos. Al respecto Descartes, en el Discurso del método (1637), escribía:“(…) la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con los hombres más selectos de los pasados siglos que fueron sus autores, y hasta una conversación estudiada en la que no nos descubren más que sus mejores pensamientos (…)”. Lejos de pretender una simple apología a la lectura, Descartes explicita una característica de la lectura, por ello uno debería reparar con quienes conversa, es decir, ¿qué tipos de libros suele uno leer con cierta frecuencia?

Al margen de toda exaltación párvula por la lectura, no todos los libros producen el mismo efecto en el lector, y no debido a tal o cual pericia comprensiva o a la atrevida exégesis que pueda (o intente) realizar el lector, sino debido al contenido del libro. Y como hay libros de toda índole, la lectura debe ser selectiva, así como uno selecciona una amistad, porque la influencia es inevitable en la formación de las ideas de uno. Por ello si uno observa muy bien, no todas las ideas son loables, ni mucho menos son dignas de respeto per se, ya que el contenido de las ideas (por no mencionar la riqueza del léxico que también es muy importante) juegan un papel casi determinante en la formación humana (e intelectual) de uno. Al respecto, el joven Franz Kafka escribía, en una epístola a su amigo Pollak, lo siguiente: “Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo ¿para qué leerlo? ¿Para que nos haga felices, como escribes? Por Dios: lo seriamos igual si no contáramos con ningún libro, y de ser necesario podríamos escribir los libros que queramos para ser felices (…) necesitamos libros que actúen en nosotros como una desgracia (…) como un suicidio: un libro debe ser un hacha que rompa la mar congelada en nosotros”. Ese “mar congelado” al que se alude figurativamente, no necesariamente es la ignorancia (si nos ajustamos al discurso de la ilustración), más bien alude a la indiferencia, a la pesantez, a la desidia, a la fantasía, a la modorra, al escapismo y hasta incluso a la fe (de toda índole). Es decir, la lectura no debe apuntar sólo al goce ensimismado, debe ser una suerte de cardo que inquiete tanto para iniciar (o forzar) un diálogo con el autor (así el contenido del libro sea, lo que los posmodernos llaman, un gran metarrelato).

Luciano de Samosata, ese gran satírico y fantástico del mundo helénico, tiene, entre otros diálogos, un escrito llamado Diálogos de los muertos en el que destaca la animación del respetable Diógenes “el cínico”. En tal diálogo el personaje de Diógenes refiere, en diálogo con su discípulo Crates, una idea muy simple, entre otras, que para muchos es muy difícil de poner en práctica por sus consecuencias para la vida ( de uno mismo), a saber: “Nosotros cuando estábamos en la vida no andábamos jamás pensando ese tipo de cosas unos de otros (se refiere a la acumulación de riquezas)”, a lo que Crates responde: “A mí, Diógenes, no me hacía falta nada de eso; a ti tampoco; pues lo que de verdad nos era útil tener lo recibimos en herencia, tú de Antístenes y yo de ti, herencia más cuantiosa y de más envergadura y de más categoría que el Imperio de los persas”. “¿A qué te refieres?”, pregunta Diógenes, y al instante responde Crates: “A la sabiduría, la independencia, la verdad, la sinceridad, la libertad”. Esa “herencia” a la que aluden los cínicos figura todo un horizonte de vida signado por los valores del mundo antiguo, y que actualmente carece de todo sentido, cuya posibilidad práctica sólo puede ser actualizada (o animada) en la medida que uno quiera dialogar con tales “muertos”, como lo hace el propio Luciano. Es decir, dialogar con Luciano no necesariamente es ensimismarse con el mundo antiguo, sino poner en interrogación al mundo contemporáneo, mundo en el que nos ha tocado vivir e inevitablemente, morir.

Volviendo a la metáfora kafkiana del “hacha”, que golpea para cortar, además de ser contundente es necesario emplear muchas de ellas para involucrarse con la vida y también con la muerte (aunque resulte una jugada de ajedrez). Es decir, cuando el hacha corta, lo que corta es el fundamento de las preconcepciones, la vieja figura nieztscheana acerca del loco, que anuncia la muerte de Dios, puede ayudar a entender la condición del lector que medianamente pretende dialogar con los muertos. Cuando el loco anuncia que Dios ha muerto en el fondo expresa la falta de todo fundamento, esa suerte de pérdida de toda preconcepción que sustentaba la vida. Nietzsche escribe al respecto: “¿Vamos hacia delante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? (…) ¿Necesitamos encender las linternas antes del mediodía?”. Esa suerte de incertidumbre acerca de algún derrotero, la pérdida de toda ubicuidad, así como la búsqueda de cierta claridad en medio de tanta evidencia, es al fin de cuentas la predisposición para establecer un diálogo con los muertos a través de sus escritos que animan a la reflexión.

No todos los escritos son reflexivos y los que lo son, no necesariamente son filosóficos. Pero si hay algo que caracteriza y diferencia a los escritos filosóficos de los demás, a saber, ellos son explícita y necesariamente reflexivos. Tal condición, lejos de ser un mérito, es una suerte de óbice porque tal reflexión emplea una serie de filosofemas que dificulta el acercamiento de los neófitos hacia aquellos libros. Más aún, lo que suele ocurrir muchas veces es que el acercamiento a la filosofía se da a través de los compendios de divulgación, o por los exegetas contemporáneos, sin reparar en lo observaba el viejo Schopenhauer: “Leer toda clase de exposiciones de sus doctrinas, o la historia general de la filosofía, en vez de las obras originales de los filósofos, es como si uno se hiciera masticar la propia comida por otros”. Pero si uno sortea tal dificultad no sólo le resultará interesante el aprendizaje de la filosofía (tal como se encuentra institucionalizada en el mundo contemporáneo), sino fructífero, porque reconocerá que la autenticidad y la honestidad intelectual son características que estimulan a encarar el duro reto de filosofar, es decir, dialogar con los muertos en función de una práctica de vida. Pero el diálogo con los muertos es un diálogo que se realiza a “solas”, y exige mucha paciencia y un fuerte tesón, pero sobretodo una gran disposición por el conocimiento. Si uno repara en los escritos filosóficos, muchos de aquellos textos refieren, tácita o explícitamente, un conocimiento sucinto que compendia, a modo de una atrevida exégesis, el momento de una época, que siendo particular se vuelve universal porque las respuestas, formuladas a modo de interrogantes, son animadas muchas veces por lo que Unamuno llamó “necesidades afectivas y volitivas”. Es decir, si reconocemos que “el conocimiento está al servicio de la necesidad de vivir”, el establecer un diálogo con los muertos sería una suerte de recordar, lo que Unamuno observó, que el “¡Saber por el saber! ¡La verdad por la verdad! Eso es inhumano”.

Sin ánimos de pretender irreverencia alguna, actualmente no resulta descabellado afirmar que “leer por leer” (y sobretodo, el no reparar en lo que se lee) es, sin lugar a dudas, algo tan deshumanizado y tan entumecido.



Juan Archi Orihuela
Sábado, 13 de agosto de 2011.
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(*) En la imagen superior se encuentra retratado el joven José Carlos Mariátegui “dialogando con los muertos” (Fotografía tomada de la contracarátula de su libro "La escena contemporánea").