Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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lunes, 30 de junio de 2014

La interculturalidad como ideología



                        “El discurso ideológico se escinde de todas las formas de la práctica social, para encarnar la generalidad del saber y ejercer la coacción de la persuasión” 
(Claude Lefort) 


La interculturalidad es uno de aquellos términos que circula como moneda corriente en ciertos espacios e instituciones públicas o privadas que apuntan a elaborar una propuesta de solución frente a una serie de problemas que supuestamente se fundamentan en la cultura. Sin embargo como su uso cotidiano tiende a ser de carácter oficioso y retóricamente oenegero (considerado como una panacea en ciertas ONGs), se obvia que tal concepto se entronca con cierta orientación posmoderna que tiende a enfatizar y a justificar la ideología y la retórica de la alteridad (o también divulgada como otredad) [*].    

La literalidad del término interculturalidad no es más que “el estar entre culturas”, la referencia empírica de su denotación, a saber, la situación intercultural que se enfatiza en  muchos países que se han constituido en función del colonialismo, ha perfilado una gruesa idea retórica sobre el ser culturalmente diferentes y diversos. Esto, sumado a los conflictos políticos de carácter militar que periódicamente se desencadenan por el reordenamiento económico a nivel mundial,  permite suponer (y hasta cierto punto aceptar) que la situación contemporánea de la política, en cuyo espacio opera el ejercicio del poder, se encuentra animada por aquella idea que el politólogo Samuel Huntington ha divulgado ideológicamente como “El choque de civilizaciones” o parafraseado como “choque de culturas”, a saber, la cultura occidental enfrentada a la cultura no-occidental.  

Sin embargo, el efecto de tal exageración sobre los hechos políticos de manera tendenciosa, adquiere cierto eco como política de Estado en países como el nuestro en que se pretende afrontar el problema del orden social a través de lo que se viene llamando como educación intercultural. A pesar de las buenas intenciones sobre tal programa, la interculturalidad reclasifica y pauta una práctica política que se encuentra en consonancia con lo que Hobsbawm nominó como “la democracia liberal representativa”. Es precisamente en el ámbito de esta universalidad política que se debe entender lo que es la interculturalidad, a pesar de que quienes animen su reproducción enfaticen su particularidad como un hecho de la más preclara democracia ideal.

1. La interculturalidad y la cultura reificada.    

En la reflexión filosófica, la metafísica es una reflexión sobre aquellas entidades que se encuentran más allá de la experiencia. Entre las entidades metafísicas que ha llevado a reflexión a muchos filósofos, se encuentran las ideas sobre la justicia, el bien, el amor, el alma, la libertad y demás. A su vez, desde la tradición alemana en filosofía, la cultura (concebida como espíritu) ha sido objeto de interesantes reflexiones que ha generado  toda una corriente llamada “filosofía de la cultura”. Sin embargo, el derrotero que ha seguido tal corriente ha hecho muchas veces caso omiso a la antropología como ciencia, que  a lo largo del siglo XX ha logrado su institucionalización y sobre todo ha generado conocimientos al respecto de los fenómenos sociales universalizados analíticamente como culturales.   

Lejos de seguir una “filosofía de la cultura”, lo interesante de aquel asunto es reconocer que la interculturalidad es tributaria de la noción de cultura a partir de una relación conmutativa, a saber, el “estar entre culturas”. Pero el “estar entre culturas” no sólo supone la condición óntica del hombre  como productor de cultura, como si esta fuese una suerte de herramienta pragmática medianamente racionalizada, sino que la condición de la existencia misma del hombre es la condición de posibilidad de toda cultura. De ahí que si a la cultura se le sustrae en su universalidad la condición existencial del hombre, se tiende a la reificación de la misma cuando pretende referir hechos particulares.  Tal tentativa ha sido fuertemente cuestionada, a mediados del siglo XX y con cierta invectiva sarcástica, por el gran antropólogo británico Radcliffe Brown, que al respecto de los estudios de los “contactos culturales” espetaba lo siguiente:

“En lugar del estudio de la formación de nuevas sociedades compuestas, se suponía que teníamos que observar lo que está sucediendo en África como un proceso en el que una entidad llamada cultura africana entra en contacto con otra entidad denominada cultura europea u occidental, dando lugar a una nueva entidad… que se describe como la cultura africana occidentalizada. Todo esto me parece una fantástica reificación de abstracciones. La cultura europea es una abstracción, como lo es la cultura de cualquier tribu africana. Encuentro que es más bien una fantasía tratar de imaginar a estas dos abstracciones entrando en contacto y dando lugar a una tercera”. (Citado por White 1975: 147) [Las cursivas son mías].

Pero la reificación de la cultura no sólo se produce cuando se pretende estudiar los procesos coloniales, como si fueran entidades estacionarias, bajo el rótulo de “contactos culturales”, sino que tácitamente es lo que también acaece en el discurso de la interculturalidad. Me explico, la interculturalidad supone la interrelación de diversas culturas in situ e in tempore. Muchas de tales culturas referidas retóricamente se ajustan al dualismo de la cultura occidental y el de cultura no-occidental; lo último, fenoménicamente es diverso; pero su diversidad se ha establecido a partir del dualismo geopolítico entre un centro y una periferia, espacios en el que es posible establecer la hegemonía cultural en el centro y la resignificación de diversas culturas en la periferia. A su vez, la reproducción cultural en tales espacios periféricos sindica políticamente la producción de “culturas periféricas”, cuya reproducción institucional se ha concebido y observado como una fase anterior u opuesta al capitalismo. Esto quiere decir que tales culturas son concebidas como la suspensión de la universalidad de la reproducción cultural de occidente. Ya que en función de tal retórica, el proceso de occidentalización, por más universal que sea, aún no ha concluido.  Por eso quienes asumen tal retórica, asumen y están convencidos que el Estado-nación ha perdido cierta funcionalidad operativa en la constitución de la ciudadanía.  

Pero lejos de toda reificación, durante el siglo XX, la cultura se ha circunscrito al ámbito de estudio de la antropología cultural como una entidad posible de análisis a partir de su reproducción institucional. Puntualmente la cultura es una abstracción que refiere condiciones generales de la reproducción de la vida social a través de ciertas pautas institucionales. Es decir, las prácticas humanas que se reproducen al interior de una institución (ya sea la familia, la religión, el estado entre otros) objetivan relaciones sociales que configuran  formas de hacer y de pensar. Aquellas formas, cuya reproducción es particular, permite la comparación de los hechos culturales en función de su reproducción institucional porque su reproducción depende exclusivamente de la producción material de sus condiciones de existencia. Condiciones que han sido comunes, más no iguales, a lo largo del derrotero histórico de las sociedades humanas.

2. La diversidad cultural, la multiculturalidad y la interculturalidad.

Actualmente se enfatiza como un rasgo de gran importancia en la vida social la diversidad cultural. No es que la diversidad cultural sea un fenómeno nuevo, sino que su énfasis responde a una situación de hecho que políticamente ha sido acentuado. La forma de organización política en gran parte del mundo contemporáneo es la democracia que apunta a reproducir la ideología liberal con todo lo que ella implica. Sin embargo, en países como el nuestro y en parte en Latinoamérica, la constitución del Estado-nación en función de esa democracia no ha logrado la reclasificación social de toda la población mediante la constitución  de la ciudadanía. Tal hecho ha generado que se enfatice la reproducción ideológica frente al problema del orden.

La reproducción de toda ideología se encuentra en función de un contexto, actualmente la universalidad de la mercancía, que figurativamente se ha nominado como globalización, exige que la reproducción de la vida cotidiana permuta a partir de sus diferencias. El dato empírico de las diferencias de toda índole ha sido acentuado exageradamente por la antropología posmoderna, orientación que ha permitido trocar la condición abstracta de la cultura por su concreción empírica. Por eso en tal retórica la diversidad cultural ha adquirido una condición de facto. Pero tal condición se presenta de manera situacional y limitada por aquello que se ha convenido en llamar la multiculturalidad.

La multiculturalidad es la idea-fuerza de la universalidad de la diferencia. Su reproducción no sólo se circunscribe al ámbito de la vida cotidiana, sino que abarca también a la generalidad de prácticas que se desenvuelven a través de las instituciones sociales. Por ende la multiculturalidad es la situación objetivada en el que se encuentran  las culturas, cuya reproducción no necesariamente depende la una de la otra, ya que la determinación histórica juega un papel muy importante en su concreción.

El caso más emblemático de la multiculturalidad es, en función de la determinación histórica, el proceso colonial. La colonización del mundo es un fenómeno de la modernidad, ya sea que se presente como su antecedente o como su negatividad (en sentido hegeliano), que ha pautado la reclasificación de la vida social entre sociedades colonizadoras y colonizadas. Las sociedades colonizadoras por su ejercicio político tienden a la conformación de un patrón cultural hegemónico. Mientras que en las sociedades colonizadas, la forma política de la dominación tendía a mantener la diferencia de la reproducción de la vida entre los colonos y los nativos. Por ello, muchas de las sociedades colonizadas durante el proceso de la modernidad son actualmente consideradas como sociedades multiculturales.

Pero si la multiculturalidad es la referencia de la diferencia entre culturas, la interculturalidad, como “el estar entre culturas”, se presenta como un principio normativo, dado por la alteridad. 

3. La alteridad y la interculturalidad como ideología.

La alteridad es un supuesto filosófico que ha cobrado su importancia debida en los enfoques fenomenológicos y post-estructuralistas en la antropología.  Consiste, en gruesas líneas, en enfatizar la exigencia empírica de la relación cognoscitiva (entre el antropólogo y el nativo) a partir de imperativos morales a priori.  Estos imperativos operan bajo cierta normatividad preconcebida entre lo que se cree conocer (la diferencia) y lo que se intenta conocer (la identidad) a partir de la interacción social. La interacción social estaría mediada por el lenguaje, considerado como un eje vectorial que permite indicar heurísticamente las múltiples interacciones de lo empíricamente dado a un nivel determinado de abstracción; de ahí que la exigencia emic, en la elaboración de las etnografías al respecto, recurrentemente enfatice el lugar específico de la enunciación.

Además, mediante la alteridad se intenta explicitar la construcción social del objeto para desobjetivar (no cosificar) las relaciones cognoscitivas entre el antropólogo y el llamado Otro, así como sortear la relación entre la producción del conocimiento y el problema del orden social. Esto se ampara por un lado, en el imperativo metodológico de la llamada antropología cognitiva, bajo el dualismo de lo etic y lo emic y, por otro, en lo que ellos llaman “la crítica política del signo” que animan los postestructuralistas. En función de esta orientación, las investigaciones anteriores a la alteridad sería la construcción de un objeto (el primitivo, el salvaje o el tercer mundista) sobre el que no se ha reparado que es un producto de una determinada metodología etic y de cierta hegemonía política (considerada como tendenciosa) presente en la mediación del lenguaje. Por ello anticiparse a la construcción social del objeto permite la particularidad fenoménica y discursiva de lo emic, como si fuera el mayor valor de cambio en la construcción social del objeto; y, a su vez, reconocer insistentemente la hegemonía política de tal o cual entidad permitiría demarcar el espacio social para una mejor operatividad en la investigación, según estos ideólogos.

Siguiendo a tal ideología, anticiparse a la construcción social del objeto mediante la alteridad es lo que ha permitido que el Otro sea considerado como un otro culturalmente diferente al antropólogo a partir de su constitución óntica.  Más aún, radicalizando el asunto, actualmente en la antropología posmoderna se ha asumido que la pregunta antropológica ya no recae estrictamente en la diversidad cultural o en la construcción de un sujeto opuesto a la civilización o a la llamada cultura occidental, sino en el dualismo categorial de la igualdad y la identidad. Es decir, qué elementos culturales en común comparten los hombres y cómo se establece la identidad cultural a partir de la resignificación de los cambios en el mundo contemporáneo, esa sería la tarea de la antropología (obviamente posmoderna).  

Uno de los cambios  culturales a nivel mundial es lo que sus ideólogos llaman la  desterritorialización de la reproducción cultural. Sucintamente, la circunscripción de una determinada área territorial ya no permite identificar la correspondencia directa de su reproducción cultural en particular, como sucedía en los inicios de la expansión colonial. Ya que los fenómenos universales de la migración, tanto interestatal como local, (de una ingente población procedente de los países periféricos hacia los llamados países centro o de los espacios agrarios hacia la urbe de un país determinado) ha fortalecido las relaciones productivas sub-asalariadas de la fuerza de trabajo de los migrantes. Bajo tales condiciones económicas, la reproducción cultural ha permutado a través de la lógica de la mercancía de un cierto localismo a su reproducción desterritorializada. Es decir, un culto, culturalmente aceptable, ante la imposibilidad de su reproducción en su lugar de origen, es reproducido por sujetos sociales que forman parte de una colonia migrante conectada a través de redes laborales. En aquellos espacios la reproducción cultural resignifica la alteridad a través del consumo de la mercancía.

La mercancía ha desterritorializado la reproducción cultural in situ. De ahí que “el estar entre culturas” se ha convertido en la situación fenomenológica del sujeto contemporáneo. Pero la condición de la interculturalidad no sólo se establece en una situación de reproducción cultural, sino que esta se circunscribe en una situación política particular, a saber, la democracia.    

4. Los imperativos de la democracia y la interculturalidad.  

La democracia como una determinada forma de gobierno apunta a la reproducción de la ideología liberal; históricamente ha posibilitado la expansión del proceso de occidentalización. Desde la antropología, se considera que  la occidentalización es el proceso cultural de la expansión de occidente a partir de la combinación de cuatro elementos estrechamente vinculados, a saber,  la economía de mercado, la producción en masa industrial, la democracia parlamentaria asociada a un régimen pluripartidista y la ideología de los derechos humanos (Godelier). Esto indica que en sentido antropológico el mundo se encuentra actualmente ya occidentalizado, por la operatividad de tal o cual elemento ya mencionado, lo cual no quiere decir que sea culturalmente homogéneo. Sin embargo, este indicativo analítico permite operativamente considerar la existencia de pueblos “no-occidentales” en la actualidad, sólo como una diferencia analítica mas no como una situación de hecho.

Ahora bien, la democracia realmente existente supone la división y la autonomía de los poderes del Estado a partir de un régimen pluripartidista. Sin embargo, bajo tal régimen la representatividad de la ciudadanía carece de la operatividad de un demos organizado. En el sentido de que la ciudadanía participe y se represente en función de su situación política real (defensa de intereses particulares y nacionales). Sumado a ello, en países como el nuestro la constitución de la ciudadanía se ha determinado preferentemente bajo la antinomia raza-trabajo. A nivel mundial el libre mercado ha acentuado tal división mediante el abaratamiento de la mano de obra no calificada de un gran sector sub-asalariado (mediante el sub-empleo que consiste en el trabajo eventual y sin beneficios laborales) y la constitución de una sub-ciudadanía (en el que existen sujetos políticos tangencialmente incorporados tras los procesos de instauración del capital financiero).

La condición de la sub-ciudadanía, es un fenómeno político presente en casi todos los países dependientes económicamente de las grandes entidades financieras establecidas en los países del centro dominante. La capacidad operativa de la sub-ciudadanía reproduce formas de organización política regionales asentadas en espacios dependientes a partir del cual intentan generar y conectar los espacios políticos de la democracia. Esto ha generado que el problema del orden social se encare mediante una de las instituciones, aún efectivas, del Estado-nación, a saber, la educación.

A través de la educación (específicamente mediante los programas de educación intercultural) se postula que la interculturalidad es el principio de normatividad que posibilita la constitución de la ciudadanía mediante la ampliación de los espacios de la democracia liberal representativa. Esto, en gruesas líneas, es la finalidad de la educación intercultural, cuyo derrotero busca la formación de ciudadanos con la capacidad suficiente para operar en condiciones competitivamente horizontales, para así alcanzar la representatividad del caso en los espacios públicos. 

Tal normatividad reproduce imperativos de carácter político, a saber, el diálogo, la tolerancia y la defensa de la diversidad. Mediante tal triada actualmente se articulan muchas de las respuestas que intentan resolver (o afrontar) ideológicamente el problema del orden social.  

El diálogo que se postula es el diálogo intercultural que busca encontrar puntos en común, para que la constitución de la ciudadanía se consolide en una representatividad heterogénea a través de ciertos sujetos voceros de lo que culturalmente se ha llamado minorías étnicas. Por ello el imperativo del diálogo intercultural se circunscribe a la capacidad política que tienen los sujetos que tangencialmente se han incorporado al Estado-nación mediante la educación. Muchos de tales sujetos, en la medida que se van incorporando al espacio político de la democracia liberal, reelaboran su historicidad y  reinventan la reproducción de su tradición, en aras de producir cierto capital cultural que pueda ser ofrecido como mercancía en el mercado del turismo y en los proyectos que auspician los organismos no gubernamentales (ONGs). 

Históricamente,  el dialogo intercultural como un imperativo normativo es reciente. El problema que intenta resolver el diálogo intercultural es cómo cambiar los espacios en el que se reproduce la imposición del Estado a espacios de concertación, antes que se conviertan en espacios de confrontación. 

La tolerancia como imperativo político permite que la tan mentada libertad del individuo sea funcional a los diferentes espacios sociales que se articulan a las nuevas reglas del juego político (neoliberal). Es decir, la tolerancia se anima y se acepta porque hay una censura tácita. Me explico, actualmente se vende la fútil  idea de que la política se regula sólo en función del diálogo (para que nada cambie). Al respecto hay una idea-fuerza que ha posibilitado articular y producir una serie de ideas en función de tal ideología, a saber, "la ideología de la no-violencia". En función de tal ideología surgen aquellos defensores de la democracia liberal que se encuentran convencidos, hasta que sus intereses de clase no se vean amenazados, que la democracia es el mejor sistema de gobierno. Empero en la política internacional, tales ideólogos no escatiman en aplaudir o desentenderse del ejercicio político militar de los grandes Estados capitalistas cuando invaden países con el pretexto de la libertad y la democracia. De ahí que no sea nada fortuito que muchos de esos ideólogos presenten el enfrentamiento político contemporáneo como si fuera una película holliwoodense, a saber, la lucha entre una democracia liberal-tolerante y el autoritarismo-fundamentalista.  

Es así como la tolerancia adquiere cierto valor que debe ser alcanzado para no ser descalificado como autoritario. Ya son conocidas las simplificaciones que se suele hacer al respecto en el juego político. Muchas veces el contrincante acusa de fundamentalista al oponente por el simple hecho de defender ciertas ideas en los espacios públicos. Tal rasgo anima no sólo la censura, sino también la autocensura. Asimismo, la imagen del supuesto fundamentalista se recrea y enfatiza como una suerte de chivo expiatorio para ocultar las razones del proceder de la política internacional, que en el plano militar resulta siendo la más intolerante posible.

La defensa de la diversidad es el último imperativo que se reproduce al interior de la interculturalidad. Pero la defensa de la diversidad no se circunscribe sólo al aspecto cultural, sino que tiende a rayar con la exageración y con el absurdo. Al respecto, muchas de las prácticas cotidianas y pueriles (llamadas y defendidas como asuntos privados) se han ido politizando a lo largo de estos últimos años a partir del dualismo de la identidad y la diferencia. Por ejemplo, la ideología de género desde hace muchos años viene animado el paroxismo de la victimización de la mujer, el relativismo cognitivo y la sofistería en función de la diferencia. 

La reclasificación social a partir de nociones como diferencia e identidad en relación a un otro fenoménico, ha permitido generar ciertos ejes sobre el cual gira la situación de la multiculturalidad, bajo la percepción fenomenológica. Uno de aquellos ejes a partir de la diferencia es considerar la reproducción de culturas diferentes como fenómenos particulares que se producen a partir de la comunicación social y la expresión individual. De ahí que se identifique una serie de diferencias sustraídas de su reproducción institucional a partir de su inmediatez orgánica y reactiva,  a saber, la sexualidad, las emociones, las experiencias religiosas o metafísicas, las expresiones artísticas; o, en su defecto, ante la articulación de la institucionalidad política, surge el efecto de convertir en nativo a toda práctica social considerada como diferente, muchas de ellas ambiguamente clasificadas y nominadas como tribus urbanas o culturas emergentes. 

En lo que respecta a la cuestión de la identidad cultural, esta se enfatiza más como un imperativo ético que como un concepto analítico, a partir del cual se reclasifican las relaciones sociales en función de un nuevo sentido que valide la autonomía de la vida cotidiana. Precisamente aquí ocurre lo más forzado de tal ideología, se considera la reproducción de la vida cotidiana como el hecho arbitrario sobre el cual el individuo reclasifica su existencia social en función del trabajo o el desempleo, la sexualidad, las creencias, la información y el consumo de las mercancías. Según sus ideólogos, las conexiones de aquellos hechos, de acuerdo a su simplicidad o a su complejidad, permiten clasificar ciertas identidades tenidas como culturales. Pero tal pretensión discursiva, producto de un análisis en particular, pretende su universalidad cognoscitiva a raíz, no de un   redescubrimiento de la variedad cultural en el mundo tras los cambios económicos e históricos, sino debido a las limitaciones operativas de la ciudadanía tras la pérdida de la hegemonía política de los estados-nación sobre los espacios políticos. Por eso no casual que en esta situación muchos de esos ideólogos animen el voyeurismo, el pansexualismo, el cinismo y el hedonismo, tan frecuentes de identificar en la reproducción de la vida cotidiana y pública. 

Finalmente, cabe no olvidar que los deseos, temores y los estados de ánimo, animan toda ideología. La intercultauralidad es sin lugar a dudas tributaria de tales exaltaciones, muchas veces desapercibidas por los que la animan.



Juan Archi Orihuela
Lima, 30 de junio del 2014.


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[*] Este escrito lo presente como ponencia en un coloquio en el año 2010. La bibliografía que la acompañaba ha sido obviada.