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viernes, 9 de mayo de 2014

La política: discurso y hecho social


Uno de aquellos términos que se encuentra estrechamente vinculado a la manera cómo concebimos la vida social es la política. Todos tenemos ideas o adquirimos algunas ideas sobre la vida social. Muchas de aquellas ideas son producto de ciertas percepciones generadas a partir de nuestra interrelación con los demás. Cuando aquellas ideas son expuestas mediante el discurso frecuentemente es posible de que sean identificadas o calificadas, por nuestros interlocutores, como ideas políticas a pesar de que no tengamos nada que ver con alguna organización de esa índole. Frecuentemente nos negaríamos de buenas a primeras a aceptar tal calificativo, ya sea en alguna discusión sobre temas referidos a los asuntos públicos o en una simple conversación amical, porque pensaríamos que se nos descalifica para invalidar lo que hemos dicho; o, simplemente, nos resultaría muy exagerado y hasta tendencioso tal calificativo. Frecuentemente la manera a la que muchos apelan para evitar tales calificaciones es recusar que su intensión (actos y discurso) no es nada política porque consideran que lo que dicen y hacen no tienen nada que ver con ella. Por eso en esa situación tan cotidiana la política tiende a adquirir una connotación negativa.

Empero la política también tiene una connotación positiva, como por ejemplo, cuando se concibe a la política como la posibilidad de ordenar o resolver ciertos problemas sociales. Empero, tal afirmación ha generado ciertas exageraciones y apelaciones arbitrarias, a saber, que “todo es política” o “todos somos políticos” porque así supuestamente lo dijo Aristóteles bajo la idea del “animal político”; o, en muchos casos, tal propensión resulta siendo muy inconsistente, debido a que es frecuente afirmar de buenas a primeras que la política es lo que “me  parece” o “debería ser”. Tales connotaciones, tanto negativas o positivas, que se aceptan en función del discurso, muchas veces impide la comprensión y el uso apropiado de tal término. Una manera para evitar tales connotaciones es comprender que la política no sólo es discurso sino que también es un hecho social. Ambos aspectos se encuentran estrechamente vinculados; no obstante es necesario observarlos por separado.   


I

La política como discurso comprende todas aquellas ideas que constituyen y se reproducen para legitimar, orientar, reflexionar y sobretodo para actuar normativamente en función del orden social, ya sea para mantenerlo o para cambiarlo de acuerdo a las condiciones históricas y sociales en el que el sujeto se desenvuelve y reproduce tal discurso. Históricamente, ha sido la filosofía quien ha orientado la reflexión sobre la política. Muchos de los postulados que sostienen a la política como discurso son producto de una determinada reflexión filosófica. Por ello, históricamente su etimología de raíz griega refiere una determinada forma de pensar y de organizar la sociedad. 

La política debe su nominación a una institución griega, a saber, la πόλις  [Polis].  La πόλις griega aparece en el siglo VII a.c. y llega a su fin de manera gradual con la expansión imperial que los griegos macedónicos habían iniciado, bajo la dirección de Alejandro, por toda la Hélade y parte del llamado mundo oriental. Culturalmente para los griegos el mundo oriental era lo no-griego, a saber, lo bárbaro (lo extranjero). En tal contexto histórico, Aristóteles fue uno de aquellos pensadores del mundo antiguo que reflexiona sobre la manera cómo se organizan los hombres para vivir y para sostener el mundo que les permite mantener un determinado orden social. La política, que se deriva o emana de la πόλις, aparece con Aristóteles como discurso a raíz de una interesante descripción y comparación de las diversas formas, grados de relación y las maneras cómo se encuentran organizados los hombres para reproducir su existencia en grupo. Una de aquellas reflexiones a que llega Aristóteles para entender el orden social de la πόλις es la idea del  ζῷον πoλίτικoν [zóion politikon] cuya traducción tan divulgada como “animal político” ha dado pie, por una serie de razones históricas y culturales, para concebir al hombre como un “sujeto político”, tal como se suele pensar de manera contemporánea.

La πόλις griega fue ante todo una forma de organizar y ejercer el poder; perseguía como objetivo alcanzar y mantener la autonomía del grupo frente a las demás πόλις. Tal organización comprendía y reproducía rasgos culturales que no se encontraban en ninguna otra forma de organización entre sus contemporáneos. Entre los rasgos culturales que identificaba a la πόλις se encontraba el λóγος [Logos], término que tenía muchas acepciones entre las cuales frecuentemente se traduce como palabra, pensamiento o razón. El λóγος o la palabra posibilitó entre los griegos la constitución de un pensamiento profano en la medida que el conocimiento concebido y guardado anteriormente como arcano quedaba al descubierto para todos los interesados. La consecuencia más inmediata de la palabra o pensamiento profano fue la apertura pública de los asuntos que sostienen y dan sentido a la πόλις. Así la discusión en público que ejercían los hombres, sobre temas referidos al poder y al orden de las cosas, se llamó diálogo porque se enfrentaban y competían dos logos. Frente a tales cambios se sumaba la idea de la δίκη [Dike] que ha sido traducida como justicia. Históricamente la δίκη o la justicia para los griegos se encontraba asociada al orden que emanaba de la naturaleza como una necesidad y su presencia requería y exigía que se cumplan determinadas funciones para mantener el orden. En la πόλις el orden ya no emanaba de un soberano, como prefiguraban las antiguas mitología vinculadas a los dioses, sino que correspondía al νόμος [nomos] es decir a la ley que debía ejercerse por δίκη o justicia. Tal fue el impacto de aquel cambio que el νόμος o la ley adquirió una autonomía prescriptiva que los hombres debían respetar para mantener el orden. Tales cambios permitieron que la idea de ἰσονομία [Isonomia], que nace del pensamiento geométrico, cobre un gran sentido para buscar y mantener un orden perfecto (como el círculo que es considerada como perfecta entre las figuras geométricas). Por eso en la  πόλις se exigirá que todos sean iguales ante la ley.

Si se reconoce la constitución cultural e histórica de la πόλις, uno puede observar que la idea sobre la política de raigambre aristotélica que se ha mantenido hasta nuestros días,  alude tan sólo a la función que ejerce el hombre cuando vive en comunidad; y, por eso, se ha convenido en identificar al “animal político” como un ser eminentemente social [1]. No obstante, para que tal idea se asiente con todo el significado de la socialización que tiene hoy en día, ha sido necesaria una serie de asimilaciones y modificaciones que ha ampliado la noción de la política hasta tal punto que ya dejó de tener, en sentido estricto, alguna referencia con el sentido que adquiría o se derivaba de la πόλις.    

Los latinos (romanos) al organizarse a través de la civitas [ciudad], concibieron la política, análogamente como los griegos pero sin los elementos culturales que los caracterizan, a saber, como asuntos de la ciudad. Por eso el sujeto del mundo latino que participa, vive y ejerce ciertos poderes que se amparan en derechos y que son conferidos por la ciudad (del cual emana el orden social), será llamado ciudadano. Antropológicamente hablando, el ciudadano latino cumple la misma función del “animal político” griego, empero los factores culturales que lo animan son diferentes; por ende, la forma como se encuentran organizados es distinta. La manera cómo se encuentran organizadas ambas instituciones, la πόλις y la civitas, no son mas que una determinada forma de gobierno. Por una serie de cambios históricos y culturales que tienen que ver con la lucha por el poder en lo que será llamada Europa, las formas de gobierno fueron consideradas e identificadas con la política. Asimismo mediante la hegemonía de la teología medieval hubo una tendencia de personificar en toda Europa a la política a través de sus gobernantes como el centro del orden.

Posteriormente la constitución de los Estados modernos dio paso a aquella distinción, que se ha mantenido aún en el presente, entre el Estado y la sociedad. La separación entre ambos tiene una clara connotación orgánica (el cuerpo) que intenta acentuar la función de quienes lo componen (los miembros) como producto de una clara división en el ejercicio del poder. Así quienes ejercían el poder para mandar a los demás pasaron a formar parte del cuerpo político; mientras quienes obedecían para mantener el orden social, formaban parte del cuerpo social. La complejidad que adquiría la reproducción del poder en el Estado moderno permitió identificar la idea del soberano con la figura del Estado, cuyo poder ya no radicaba en la voluntad de una persona sino en la voluntad de quienes conformaban el cuerpo social, a saber, el pueblo. La idea de la voluntad general vinculada al pueblo, que en teoría es la expresión de la voluntad del cuerpo social, dio pie a buscar y a ejercer mecanismos de legitimación del poder mediante la elección general. El resultado de tal forma de gobierno que gradualmente se ha ido imponiendo y reproduciendo en el mundo entero, ha sido llamada como la democracia moderna. Muchos de los ideólogos que animan la democracia moderna son quienes han insistido en aquel asunto, a saber, la democracia moderna como una prolongación de la idea de la democracia que ejercieron los griegos mediante la πόλις (como por ejemplo la idea de la igualdad ante la ley).

Así, a través del discurso, la idea de la política implica una serie de momentos históricos y rasgos culturales que se han ido manifestando progresivamente hasta pretender ser universales. Esa pretensión universal de la política como discurso se encuentra ineludiblemente plagada de orientaciones que apuntan sólo al  “deber ser”. Desde un punto de vista cognoscitivo el “deber ser” da pie a una serie de ideas contrapuestas, afines o distintas; y, que se reproduce, en algunos casos, como antagónicas porque en sentido estricto expresan la manera ideal de cómo se desea que se organice la sociedad (muchas veces alejada de la realidad). Por eso la política como discurso tiene limitaciones de orden conceptual, no sólo porque se ignora (adrede en algunos casos) o pasa por alto la reproducción cultural y las condiciones históricas que la constituyen, sino porque muchas veces se encuentra acuciada más por establecer una normatividad local y circunstancial. Por el contrario, el enfoque de la política como un hecho social permite entender su real constitución histórica, lo que no quiere decir que se niega la política como discurso, sino que la incorpora para su elucidación.    


II

Un hecho político: Cartel Soviético, 1941.
Una obrera representando a la Madre Patria.
Tomado del libro:
"La Gran Guerra Patria de la Unión Soviética"
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La política como un hecho social no necesariamente se corresponde al discurso hegemónico sobre la política de raíz aristotélica; o, a todas aquellas reflexiones interesantes que se han dado al respecto, como por ejemplo la idea teleológica tan en boga de asumir que la política busca el “bien común”. Históricamente es con el renacimiento que se piensa la política a partir de las relaciones de fuerza, dejando a un lado lo que debe ser la política o hacía donde debe apuntar la misma, para acercarse a la manera cómo acaece en el mundo social. Con las reflexiones de Maquiavelo se inicia todo un giro y  se marca un derrotero para entender la sociedad en función del ejercicio del poder. Precisamente hasta el siglo XVI, siglo en el que aparece El Príncipe de Maquiavelo en 1513, se identificaba a la política con el ejercicio del poder que ejercían los gobernantes en el mundo en aras de un buen gobierno. Es decir, se consideraba la normatividad y el orden de un gobierno como la mejor expresión del arte de la política, concebida como un saber práctico; saber práctico que muchas veces no pasaba de ser un deseo opuesto a la realidad; mientras que la alteración y la ruptura del orden se concebían como anomalías que afectan al buen vivir.

Las luchas intestinas que se generan por la imposición del poder en el interior de un gobierno, como lo fue la Florencia de la época de Maquiavelo, permitió al autor del El Príncipe repensar la política en función del poder, específicamente como una lucha por el poder. Los consejos que Maquiavelo le da al príncipe apuntan todos ellos a luchar y a mantener el control del poder mediante la fuerza. Precisamente la fuerza (como una relación social institucionalizada por las fuerzas armadas)  es la que explícitamente tiende a imponerse históricamente hablando, para  mantener el orden social que sostienen y legitiman los gobiernos en el mundo.

Tal reflexión sobre la lucha para mantener un determinado orden social dio pie para enfocar el mundo social en función de sus tensiones y conflictos. El orden que los discursos sobre la política habían acentuado hasta ese momento, no sería más que el resultado de un proceso en la reproducción del poder que ejercen los hombres para organizarse. Por eso toda organización social en el fondo no es más que el resultado de un largo proceso de lucha, que acaece no sólo porque los hombres lidian por ambiciones desmedidas, sino para elaborar y por mantener un determinado patrón que regule las diferencias sociales y culturales que resultan siendo antagónicas. Buena parte de las ciencias sociales han seguido el derrotero de la filosofía social (aquella que reflexiona sobre la sociedad y la política) y en determinados momentos han demarcando sus diferencias con ella a través de la comparación y el análisis histórico y cultural. Por eso la política no se circunscribe sólo a un determinado discurso, sino que se asienta en la reproducción del poder y en la manera cómo los hombres se organizan sorteando una serie de conflictos y problemas que muchas veces son resueltos de manera temporal para luego estallar periódicamente. 

Así es como la política como un hecho social se reproduce en distintos niveles porque relaciona una serie de instituciones sociales en el que se reproduce el poder. El discurso de la política que frecuentemente toma en cuenta sólo a la πόλις griega como el modelo ideal de la misma (a pesar de que esa matriz cultural es ya inexistente), soslaya la manera cómo los hombres se han organizado de distintas maneras y en diferentes momentos históricos a lo largo de la historia de la humanidad. Siendo la constante histórica del referente de la  política, el ejercicio del poder y la reproducción de un determinado orden que se origina  para resolver una serie de conflictos; asimismo los conflictos no son sólo internos, sino también externos y muy frecuentes con otros grupos humanos. Tales hechos forman parte de la política. Todos aquellos conflictos que han acaecido en muchas sociedades del mundo comparten algo en común, a saber, que las relaciones de fuerza, objetivadas en conspiraciones, invasiones, insurrecciones, guerras y demás, han sido ejercidas para resolver el problema del orden, mediante la instauración de un nuevo poder para mantener un nuevo orden social. Políticamente el problema del orden responde a la reproducción del poder. El poder, socialmente hablando, es lo que permite la fundamentación de la política como discurso, así como el conocimiento de la política como un hecho social.   

El poder básicamente es una relación social objetiva que se ejerce ante todo como una relación de fuerza. Socialmente las relaciones de fuerza han generado relaciones de dominación, explotación y sujeción para normar la vida de los hombres en función de las instituciones que han ejercido un control en la reproducción de la vida social. Muchas de las relaciones de poder son intencionales y se objetivan material e idealmente. Su reproducción generalmente exige la constitución de una serie de relaciones que articulan una jerarquía. Toda jerarquía necesariamente anima la reproducción de un discurso que sea aceptada. Por eso, el poder en una sociedad se reproduce a partir de dos relaciones, a saber, las relaciones de fuerza (violencia) y la reproducción de su legitimación (discurso). Todo orden social tiende a ser legitimado por un discurso que no sólo pretende sostenerlo, sino sobretodo el naturalizarlo para evitar así cualquier tipo de cuestionamiento al orden social. Las relaciones de fuerza tienden a ser periódicas y focalizadas porque siempre desgastan a la sociedad; en cambio todo discurso que pretenda la legitimación del poder exige una reproducción permanente.

Analíticamente, la reproducción del poder en las diversas sociedades humanas comprende la constitución de dos espacios, a saber, el espacio privado y el espacio público. En el espacio privado básicamente se reproducen las relaciones de poder en el interior de la vida doméstica que sostiene y fundamenta a la familia. Tal espacio resulta siendo privado porque las relaciones sociales de sus miembros se encuentran sujetas a la necesidad de su reproducción interna, es decir, las relaciones parentales son las que vinculan entre sí a sus miembros. Asimismo, los vínculos que cohesionan a sus miembros son eminentemente afectivos; y de ellos dependerá la formación de lealtades que serán eminentemente jerárquicas. Los afectos que cohesionan el espacio privado depende de la empatía que despiertan entre sus miembros. Frecuentemente el espacio privado se caracteriza porque impera la necesidad y la normatividad coactiva en su reproducción. Además, en el espacio privado quien ejerce la hegemonía de la fuerza y expresa la autoridad sobre los demás es reconocido como el “jefe de familia”; generalmente tal función es asumida por el padre; no obstante, debido a su ausencia o a su incompetencia tal función lo asume otro miembro de la familia. Y si hay un rasgo que pueda resumir la reproducción del espacio privado sería aquella sentencia muy conocida y divulgada, a saber, “todo queda en familia”. 

El espacio público, por su parte, se caracteriza porque las relaciones de poder se vinculan y se prolongan a partir de un centro de poder. La centralidad del poder se constituye a partir una institución que ejerce la representación del grupo en función del orden. Culturalmente la representación del poder y su centralidad se encuentra focalizada en instituciones que han cambiado a lo largo de la historia, como por ejemplo las jefaturas, los reinos y los Estados. A tales instituciones se les llama instituciones políticas y los sujetos que participan de tales instituciones se les reconoce como los sujetos políticos por antonomasia. Asimismo, en el espacio público los discursos sobre el poder se codifican y descodifican en función de una serie de tensiones que tienen que ver con el manejo del discurso y con la potencia de la fuerza colectiva que emana del conjunto de los miembros que lo componen. Empero la participación en el espacio público de los miembros que componen una sociedad en su conjunto ha sido un proceso gradual y ha estado sujeto a los  cambios históricos que tienen que ver con la cuestión del poder.

La importancia que ha adquirido el espacio público en la sociedad contemporánea se debe a  la constitución de los Estados modernos que no sólo ha despersonalizado el poder y la autoridad y la ha vuelto laica, sino que se ha constituido bajo el principio de la ciudadanía. La ciudadanía es una condición política-jurídica que adquieren todos los miembros que forman parte de un país que se organiza mediante un gobierno nacional, para que ejerzan derechos y cumplan deberes determinados. Los derechos son facultades que se adquieren para tener el amparo del poder del Estado, el uso y la exigencia de ellos se ejerce en el espacio público. Los deberes, por su parte, forman parte de la exigencia normativa que establece el poder del Estado para regular el funcionamiento de las instituciones sociales y  nacionales; ya sea mediante el cuidado, la contribución y la preservación de los bienes de la nación o mediante la participación en la defensa nacional, los deberes deben cumplirse sin desacato alguno porque forman parte del orden moral y posibilita la convivencia social. Tanto derechos como deberes se ejercen y se cumplen en el espacio público y son condiciones necesarias para que el orden social en una sociedad moderna alcance su equilibrio. Asimismo, las relaciones sociales que se reproducen en el espacio público son relaciones formales que apuntan a la convivencia social. Si el espacio privado se caracteriza por lo familiar y lo afectivo, el espacio público se caracteriza por la formalidad institucional y el desafecto.  

Muchas de las libertades que concede el poder del Estado moderno a los miembros de un gobierno nacional se ejercen en el espacio público. Por eso, el espacio público también se convierte en un espacio de disputa y de discusión, así como de la lucha por el poder. En el espacio público uno puede encontrar los medios para informarse y comunicarse no sólo con quienes son allegados a uno, sean estos cercanos o lejanos, sino también con quienes forman parte del gran público nacional e internacional. Muchos de los cambios sociales que han acontecido en la sociedad contemporánea tuvieron al espacio público como el escenario de múltiples disputas por la hegemonía del discurso y de la práctica política. La lucha por esa hegemonía es eminentemente política porque se encuentra estrechamente vinculada a la capacidad de ejercer el poder en la sociedad. El ejercicio del poder ha exigido a los hombres, que participan del espacio público y que lidian por alcanzar la  hegemonía política, organizarse en grupos de interés. Las diversas organizaciones políticas que han nacido en el seno de la sociedad moderna expresan precisamente los intereses colectivos de sus miembros. Históricamente muchas de aquellas organizaciones que han aparecido en el escenario del espacio público, a saber,  los sindicatos, los partidos, las confederaciones, los movimientos sociales, los colectivos y demás, han sumado voluntades, adhesiones, simpatías y hasta han encendido pasiones, entre quienes no forman parte orgánica de su organización. Tal condición de apoyo y hasta de identificación (que no necesariamente implica la participación en tal o cual organización) permite hacer funcional uno de los mecanismos que sostiene el orden de la  democracia representativa, a saber, las elecciones generales. Las elecciones generales no es sólo el mecanismo que permite la participación de la ciudadanía para elegir a sus representantes mediante el voto universal, sino también es la clara expresión de la disputa por el poder que se realiza en el espacio público. 

Si uno repara en la política como un hecho social reconocerá que ésta no se agota en el discurso, ni mucho menos se reduce a simples valoraciones que frecuentemente se le endilga (sean estas negativas y positivas), sino que tiene que ver con un fenómeno social de mayor dimensión que acaece en el espacio público en función de la reproducción del poder. Más aún, en consonancia con tal enfoque, fenómenos como las guerras adquieren sentido si se observa que son una prolongación de la política por otros medios, como muy bien anotó y observó en su momento Clausewitz. Ahora bien, el poder no sólo se legitima mediante el discurso interpretativo sobre el orden social, sino también sobre el conocimiento que anima la producción de la sociedad en su conjunto. Por eso la política además de ser empíricamente una lucha por el poder (material) a través de la fuerza, también es la legitimación de un orden en función de su cuestionamiento material e ideal. 


Juan Archi Orihuela
Arequipa, viernes 09 de mayo del 2014.  

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[1] En la traducción que realiza Manuela García Valdés en la edición de Gredos sobre aquel pasaje conocido del libro la Política de Aristóteles, se puede observar el  sentido contemporáneo que adquiere el término πόλις para su comprensión: “De todo esto es evidente que la ciudad [πόλις] es una de las cosas naturales y que el hombre es por naturaleza un animal social [ζῷον πoλίτικoν], y que el insocial por naturaleza y no por azar es un ser inferior o un ser superior al hombre (…) La razón por la cual el hombre es un ser social [ζῷον πoλίτικoν], más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano” (Política 1252b9-10).