Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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miércoles, 23 de abril de 2014

La vocación y algo sobre la antropología


Lucien Sebag se suicidó a la edad de 31 años (el l 9 de octubre de 1969). Tal hecho aciago me pareció el final más honesto de un hombre que lidiaba no sólo con ideas (teoría), sino con una determinada práctica política en función del conocimiento. Entre otras razones recuerdo mucho a Sebag porque uno de sus libros me animó a estudiar antropología como un complemento de la filosofía. Sebag era filósofo y por accidente se hizo antropólogo. Saber que un joven brillante, filosóficamente hablando, como Sebag consiente su propia muerte no es ningún síntoma de una irreverencia con la vida, sino la expresión de su más consecuente compromiso. 

Cuando uno es estudiante, la primera pregunta que le suelen hacer es por qué eligió lo que estudia. Aún recuerdo las respuestas que dieron mis compañeros de carpeta, casi todos (por no decir todos) enfatizaban la diversidad cultural de nuestro país para ser congruentes con la elección de la antropología. Cuando llegó mi turno para responder pensé en Sebag, en su muerte y en su intento por replantear el estructuralismo a partir de una seria reflexión que tiene que ver con las consecuencias del conocimiento y la vida de uno mismo (praxis). Pero al final guardé silencio sobre Sebag, por pudor y por otras razones que no vienen al caso, y recordé una respuesta que dio Eduardo Gonzáles Viaña cuando le preguntaron por qué se hizo escritor: “Cuando uno esta enojado consigo mismo se hace psicólogo, cuando está enojado con la sociedad se hace sociólogo y cuando uno se encuentra enojado consigo mismo, con la sociedad y con el mundo, se hace profeta, revolucionario o escritor”. Animoso repetí esa respuesta pero cambié lo último (lo de profeta y revolucionario) y enfaticé: “se hace antropólogo”. Sin embargo, en el fondo tal respuesta, lejos de ser irreverente, es una respuesta límpidamente afectiva que evade las consecuencias del conocimiento.

En cierto discurso de muchos antropólogos se ha convertido en lugar común aseverar que la cultura es lo más importante que posee el hombre y los pueblos. Más aún si uno se encuentra vinculado a las letras o al arte, la exigencia sobre el conocimiento de la cultura es mayor (así como su valoración afectiva), pero en el fondo esa exigencia no es más que una manera de evadir toda consecuencia al respecto de lo que se piensa y de lo que se hace. Por eso es muy común leer en diferentes escritos el ya manido elogio a la cultura, como si fuera un mero discurso metafísico. Enunciar que “todo es cultura” al parecer se ha convertido en una suerte de  embrujo del lenguaje que muchos antropólogos han cometido y siguen cometiendo. Más aún, hay cierta tendencia en subrayar que la vocación por la antropología nace cuando uno se siente comprometido con la cultura (incluso hay quienes se autodenominan unos defensores de la cultura). Tal hecho se asemeja a tal o cual credo. Empero se debe reparar en un gran detalle, una cosa es la creencia sobre tal o cual entidad (material o ideal) y otra muy distinta es el estudio sobre tal o cual entidad.  Parafraseando una respuesta dada por Borges, al respecto de si creía o no en los mitos, se puede anotar lo siguiente: los antropólogos no creen en la cultura, pero se interesan por conocer qué es; por el contrario, hay mucha gente que cree en ella, pero no le interesa en lo más mínimo en conocer qué es. La creencia radica en la significación particular y afectiva que uno le da a las cosas, siendo el punto de partida y de llegada el mismo; no obstante, el conocimiento apunta a otros fines, que en algunos casos se encuentran opuestos al punto de partida.

Nuestro contacto con el mundo es eminentemente afectivo, de eso no hay duda. Empero también existe la necesidad de racionalizar, en función de las circunstancias históricas, una serie de elementos y acontecimientos que nos afectan y que posibilitan nuestra praxis en el mundo. La historia de la civilización es el mejor ejemplo cultural al respecto porque nos ayuda a comprender la historia de la ciencia tan necesaria para animar la búsqueda del conocimiento. Precisamente en esa búsqueda del conocimiento se debe circunscribir la vocación. No obstante, la vocación que se anima frecuentemente se encuentra vinculada a su idealidad (aquella serie de ideas que nos hacemos de las cosas en función del deseo), situación tan similar al deseo que uno siente por una mujer cuando se enamora, empero ese afecto no apunta a su materialidad (condición empírica que posibilita la concreción de los hechos en el que participan los sujetos), en muchos casos la soslaya. Es decir, ¿nos enfrascamos tan sólo en conocer lo que deseamos a partir de su idealidad o apuntamos a su materialidad? Lo primero es tener vocación. Lo segundo es asumir un compromiso porque genera consecuencias sociales y prácticas. 

¿La antropología tiene consecuencias prácticas? Si uno repara en la historia de la antropología en el Perú verá que no cabe la posibilidad de hacer un “elogio a la mochila” tan entusiasta como si fuera un adolescente desubicado, sino todo lo contrario. La historia de la antropología está vinculada a la colonización. En el Perú tal historia se encuentra vinculada al neocolonialismo y a su sujeción gradual al imperialismo. La intervención de los Estados Unidos en el Perú encontró en la antropología su mejor carta para jugar a la democracia y a la modernización. Otra cosa muy distinta es que muchos antropólogos se crean ese juego a partir de su vocación por la cultura (hace muchos años el “rito de iniciación” de todo joven antropólogo peruano consistía en ir a una comunidad campesina). Lo que fue y significó el proyecto Vicos (1952-1962) es contundente al respecto de la ingerencia de los EE.UU en el Perú. Frente al problema del orden (su cuestionamiento práctico) siempre hay una respuesta práctica e institucional desde el Estado (aunque cabe reparar que tal respuesta la da otro Estado a través de una política interestatal nada solidaria, ni mucho menos neutralmente cultural). Actualmente la agenda sigue siendo la misma pero con otro rótulo, a saber, el estudio del otro. La otredad como discurso ideológico se enfatiza a partir de la tan manida identidad hasta llegar al paroxismo de la diferencia. Los malabarismos de aquella retórica son aceptados complacientemente por muchos sujetos que se arrogan el pretendido "pensamiento crítico" asi como el tan manido "pensar diferente". Los “nuevos saberes” y cierta pretensión por "pensar desde el sur" también apuntan a ello [1].

Frente a tal propensión retórica, cabe observar si lo que nos anima de la antropología es la vocación o el compromiso. Tal disyuntiva no es nada gratuita. La vocación anima el ingreso a las aulas y muchas veces se queda sólo en ellas porque se concluyó una etapa (la formación). Por el contrario, el compromiso se encuentra, ineludiblemente, fuera de las aulas y apertura nuevas etapas en la vida de uno mismo y de los demás. 

 


Juan Archi Orihuela
Lima, 23 de abril del 2014.

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[1] Asimismo, cabe anotar que la antropología no tiene nada que ver con ciertos discursos ideológicos que circulan como si fuera lo novedoso en las ciencias sociales, a saber, una nueva versión de la pseudociencia: los estudios culturales, los estudios de género, el pachamamismo, la ideología queer y demás sofisterías.