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domingo, 27 de mayo de 2012

La cultura global o el apriorismo de las identidades culturales

El referente de la globalización, culturalmente hablando, acentúa la forma de la reproducción de la llamada, por Ulrich Beck, sobremodernidad. Figurativamente el mundo contemporáneo ha sido considerado como “global” en la medida que la reproducción de la vida social tiende a unificar los diferentes espacios sociales mediante una economía informacional. Las consecuencias de la vida informacional han sido reconocidas como hechos positivos que permite la conexión del mundo a través de la información. Sin embargo se ha observado una consecuencia negativa al respecto de las llamadas identidades culturales porque su reproducción local ha sido modificada. Esta idea, entre otros factores, reposa en cierta reclasificación dual __ya sea supuestamente enfrentada o armoniosamente conjuntiva__ entre lo que se considera como lo moderno y lo tradicional. Específicamente, tales ideas concatenan toda una serie de preconcepciones opuestas que van desde la ciencia, el individuo, la racionalidad, lo profano, el cambio, la ley, el decoro, la información y la libertad cuando se piensa en lo moderno; mientras que la magia, la comunidad, la fe, lo sagrado, la permanencia, la tradición, lo rústico, la desinformación y la sujeción, se hilvanan con lo tradicional. Y como gruesamente se asume que lo tradicional es el fundamento de lo cultural se considera que los referentes de lo tradicional se van reduciendo en los espacios sociales contemporáneos por los efectos de la globalización. Por ello interrogar sobre las identidades culturales se convierte en el imperativo político contemporáneo.

Además, si tales relaciones binarias tienen aún un poder de significación y de demarcación cultural se debe a que se tiende a considerar los conflictos (militares) contemporáneos como si fueran ante todo la concreción de enfrentamientos culturales enraizados en el pasado. Las consecuencias de tal orientación, que opone y reduce la política y la cultura a una contradicción, han generado discursos que tienden a enfatizar todo conflicto como si fuera una suerte de metafísica entre la universalidad y la diversidad.

Al respecto de la universalidad y la diversidad, la política como universalidad estaría generando esa homogeneidad de la reclasificación ciudadana en todo el mundo y su posibilidad de acción estaría dada mediante la producción de la mercancía que la convierte, mediante los cambios tecnológicos, en “informacional y global”; mientras que la diversidad, asignada como una situación de hecho acentuada por un craso empirismo de la individuación moderna, sería la condición real de los fenómenos culturales. Es decir, se asume, o se proclama como si fuera un gran descubrimiento o como una idea políticamente correcta, que toda cultura es diversa. A ello se suma el abuso “impunemente cotidiano” que se comete con la noción de cultura __mas allá de los intentos serios de la antropología por demarcarla como una categoría analítica__ como si fuera la sustancia de lo humano, o como la segunda naturaleza del hombre, que permite la identificación forzada de lo cotidiano con lo cultural [1]. De ahí la premura por acentuar, con cierta exageración, la importancia relacional de los sujetos para evitar toda sustanciación objetual.

Tal giro reflexivo ha generado la indeterminación, en sentido hegeliano, de la cosa por la conciencia. O, en su defecto, comprende una situación de hecho (los efectos de la globalización) como si fuera un síntoma lógico (el problema de las identidades culturales, ya sean porque cambian constantemente o porque se corre el riesgo de que desaparezcan mediante su modificación). Para comprender tal relación cabe observar en qué consiste la globalización y, por otro lado, las identidades culturales.

Una idea gruesa acerca del síntoma de la globalización se puede reconocer en aquel juicio antropológico de que “el mundo se occidentaliza”. Sin embargo, eso no es indicativo de que la globalización sea lo mismo que la occidentalización. Por un lado, el juicio antropológico remite a la idea de occidente pensado no en términos espaciales (físicos) sino socioculturales [2], como un punto vectorial desde el cual  se prolongan una serie de vectores que componen el mundo contemporáneo. Al decir del antropólogo Maurice Godelier occidente sería hoy la combinación de la economía de mercado, la producción en masa industrial, la democracia parlamentaria asociada a un régimen pluripartidista y la ideología de los derechos humanos. Tales elementos se encuentran en la actualidad estrechamente ligados y en los espacios sociales en que se asienta es posible hablar de un occidente moderno [3].

Por otro lado, la globalización, para que deje de ser algo superficial o la mera retórica diplomática de los organismos internacionales, se refiere puntualmente a las consecuencias de la economía de mercado y la producción en masa industrial. Es decir, su referente adquiere concreción en las consecuencias económicas, más no en las del sistema político e ideológico hegemónico. Por lo menos eso se desprende de su retórica oficiosa. Desde luego su nominación generaliza bajo la forma de su enunciación la idea de un mundo simétricamente productivo, en el que la mercancía reduce el espacio y el tiempo en su momento de consumo. Generando la sensación de que su dinámica disuelve o modifica lo cotidiano y por ende lo cultural.

Aunque no esta de más anotar que la globalización, más que un fenómeno es la forma fenoménica, discursivamente inconsistente y tendenciosa, de los efectos económicos y políticos del capitalismo tardío. Tentativamente se puede ubicar el inicio de la globalización en la universalidad de la economía de mercado tras los quiebres y ceses de los bloques del socialismo realmente existente. Y como toda forma no puede desligarse de su contenido, filosóficamente hablando, el contenido real que posibilita la realidad de las mercancías  en la globalización es el ejercicio político, porque posibilita por un lado que la lógica del capital adquiera su concreción universal y, por otro, que la democracia parlamentaria y la ideología de los derechos humanos sean condiciones necesarias para la apertura de los mercados del mundo. No por casualidad tales condiciones sirvieron para justificar las últimas guerras en el medio oriente.

Pero como generalmente se presenta el conflicto cultural como la punta de lanza de los efectos de la globalización. Se asume que lo que reclasifica o polariza al “mundo global” es el fundamentalismo político sustentado en supuestas “tradiciones conservadoras”, cuya intención cuasireligiosa estaría ejerciendo relaciones de poder caracterizadas por un contenido de irracionalidad premoderna opuesta a la racionalidad moderna. De ahí que sobre un hecho o fenómeno global, desde la producción de la mercancía más barata hasta un hecho político liberal de cuantiosas consecuencias económicas, sea sintomático ese silencio sepulcral de los efectos de la política real sobre la manida “defensa” de lo cultural o de lo cotidiano como un supuesto.

En correspondencia con lo anterior, es frecuente escuchar que los efectos de la globalización serían el deterioro, el cambio, la modificación, la pluralidad o la multiplicidad de la identidad cultural en los países, políticamente  hablando, afectados por tal efecto. O, en todo caso, a partir de una relación objetual analítica, serían los diversos pueblos del mundo “no-occidental” quienes “sufren” cambios en su identidad (cultural). Esto se ampara, en gruesas líneas, en aquella diferencia metodológica que se suele hacer entre el mundo occidental y los pueblos no occidentales cuyos referentes históricos inobjetables han sido parte de los procesos de colonización del mundo por Europa a partir de 1492. Tales hechos remiten a la diferencia sustantiva entre el colonizador y el colonizado, próximos a un dualismo estructural. En la medida que se establece una relación de dominación, el sujeto dominado (el colonizado), ubicado implícitamente en el espacio estructural de la dominación, pierde, algo si como, su “ser cultural” o sufre la modificación de su identidad en la reproducción de su grupo social. De ahí que el problema de la identidad cultural y su condición de análisis enfoque siempre, como no podría ser de otra manera, a un sujeto “no-occidental”. Para decirlo con la  retórica política de los años setentas, el tercermundista es, y sería por antonomasia, el que sufre un cambio en su identidad cultural, mas no así el sujeto “occidental y moderno”, ya que se asume que mediante la globalización se impone la cultural occidental.

Además, si se observa que la postulación de las identidades culturales remite a una idea gruesa del culturalismo en el que todas las prácticas institucionalizadas son resignificadas por el sujeto en un espacio social compartido por otros sujetos semejantes o iguales a él (culturalmente), la identidad sería el rasgo empírico de la cultura. Por ello cuando se establece la diferencia de las identidades culturales muchas de aquellas respuestas prácticas, que dan los sujetos frente a un hecho social, se diferencian en función de la necesidad social que las anima. Asimismo, las identidades culturales operarían y posibilitarían el horizonte de sentido que despliega los límites de la cultura en tal o cual comunidad. Tal rasgo permite darle un valor moral a la reproducción cultural en la medida que la diversidad cultural se genera desde su reproducción local.

La reproducción local de las culturas es un hecho tan significativo e histórico que ha permitido clasificar una serie de formas de pensar y de actuar a partir de la constitución y diferencia de las identidades. Por ello la identidad cultural permite establecer una relación que se sustenta en la vida institucional de acuerdo a la forma en que los hombres resuelven tales o cuales problemas. Pero la resignificación de lo que los hombres hagan no depende sólo de una determinada identidad constituida, sino de una serie de “identidades múltiples” que se ajustan a los cambios del mundo contemporáneo. Términos como la “desterritorialización” y “reterritorialización” (García Canclini) apuntan a sostener aquellos cambios en la reproducción cultural y permiten enfocar la variabilidad de la producción cultural.

Hasta hace algunos años se enfatizaba, desde un punto de vista político, que el papel del Estado ha quedado disminuido en relación a las políticas públicas por la globalización, al decir de Ulrich Beck: “la globalización zarandea la imagen de espacio homogéneo, cerrado, estanco y nacional-estatal”. De ahí que la constitución del Estado-nación, como proyecto, había sido deslegitimada por el mercado. Entre otros factores, el mercado global tiende a enfatizar la producción de mercancías nacionales para hacerlas “global”. Tal hecho de alguna manera genera la idea de que se constituye una suerte de “identidad des-localizada” porque los sujetos se identifican con tal o cual mercancía local vuelta universal.  

Observar el caso de una serie de elementos culturales al respecto, llama mucho la atención cuando se quiere identificar las identidades culturales. Por ejemplo una mercancía como el pisco __que tiene cierta significación en la sociedad peruana__ alude a la simplificación de una historia desterritorializada, en la medida que uno forma parte, o cree formar parte de una tradición de antaño, y que además tiende a establecer vínculos identitarios con personas que no necesariamente son de una región en particular o, en su defecto, nacional. Ya que la mercancía del pisco, a través de una serie de mecanismos publicitarios, genera la sensación de ser universal en la medida que representa o figura la serie de identidades del sujeto que lo consume. Sumado a ello, si también se observa la tan acentuada presentación del localismo cultural, como por ejemplo las mercancías que produce la gastronomía (llamados por la publicidad como “platos banderas”), uno puede reconocer que las identidades culturales se acentúan en la medida que existe una exigencia del mercado.

Ahora bien, si se observa desde un punto de vista político, tal como lo hacía Pierre Bourdieu, “la globalización no es una homogenización, sino la extensión de la influencia de un pequeño número de naciones dominantes sobre el conjunto de los mercados financieros nacionales”. Precisamente el mercado nacional en la globalización tiende a formar parte, más allá de los beneficios o perjurios, de un sistema de dominación mayor. En esa dominación que se produce mediante una serie de relaciones institucionales la identidad cultural no se encuentra reproducida en lo local sino en la generación de la satisfacción de una serie de elementos culturales vueltos mercancías. No es que la mercancía se oponga al producto cultural, sino que las relaciones económicas que genera la producción de los elementos culturales suspenden toda aproximación a una identidad local.

Por ello surge la aparente paradoja: si la globalización tiende a generar un espacio de conexión mundial, la serie de prácticas culturales y locales no se vuelven globales en ese espacio, sino más bien circunscriben una cierta diferencia cultural en su producción. Desde luego los mecanismos de identificación o de pertenencia varían de acuerdo al lugar en el que se encuentre el sujeto que se identifique con tal producto cultural. Más aún las identidades no son tributarias de un sujeto, sino más bien de una necesidad, es decir, de una relación económica. Esto no quiere decir que exista un determinismo económico en la producción de las identidades, sino más bien que las identidades culturales son las que en ultima instancia posibilitan que la serie de relaciones económicas se concreticen en el espacio global. 





Juan Archi Orihuela
Domingo, 27 de mayo de 2012.



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[1] La diferencia analítica de ambas nociones permite un uso adecuado de los mismos. Lo cotidiano sería la constante de prácticas socialmente institucionalizadas y reguladas en un espacio social, en el que además de adquirir un cierto valor (posible de resignificarse), se sustenta mediante la experiencia de vida intramundana de tal o cual sujeto que se piensa  con determinada  capacidad de acción. Mientras que lo cultural, como fenómeno posible de análisis, es el resultado de las diversas prácticas de lo cotidiano, objetivado mediante lo que dicen y hacen los sujetos en un espacio social específico y conmensurable.

[2] La referencia física y espacial de occidente es indubitablemente Europa. Lo cual ha generado una idea valorativa, corriente y muy ligera que se utiliza, lejos de todo análisis, para acusar a todo aquel que tome como punto de partida explicativo el “centro” europeo, como eurocéntrico. Sin embargo, recordar  la metáfora nietzscheana acerca de Europa como la “vaca de muchos colores” ayuda a evitar ese “monolingüismo del otro”. Es decir, la relación de poder que subyace en el discurso es una situación de hecho, a pesar de que Europa nunca fue, ni lo es, un espacio culturalmente homogéneo. Y, como la universalidad de la historia tiene un centro de poder, no sólo teórico, sino de facto, por la expansión imperial (político-militar),  tomar como centro referencial una realidad sociocultural como Europa es aún metodológicamente válido para explicar la totalidad social. Al respecto cabe observar que tal validez metodológica se mantiene y acentúa más aún por las discrepancias que ejercen algunos intelectuales que animan, paradójicamente, los estudios postcoloniales; especificamente, aquellos que pretenden "pensar y sentir" desde la periferia son quienes resultan siendo los más "europeos"  que los europeos por la competencia que ejercen en el uso de las “jergas conceptuales”, que por el lugar de su procedencia. 

[3] En sentido antropológico, como ya anote líneas arriba, el mundo se encuentra ya occidentalizado, hecho que no es nada homogéneo, culturalmente hablando. Por ello considerar la existencia de pueblos “no-occidentales” en la actualidad es una diferencia analítica mas no así una diferencia de hecho.