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lunes, 11 de julio de 2011

La mística de la política o la racionalidad moderna

Hay una idea muy divulgada acerca de la mística que refiere, no a la fuerza del espíritu de los hombres en función de lo divino o lo misterioso, sino a los hechos mundanos, a saber, un rasgo particular de una determinada voluntad política. Al respecto hay una conocida observación de José Carlos Mariátegui, quien siguiendo a George Sorel anotaba lo siguiente: “La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística espiritual. Es la fuerza del Mito”.

En sentido estricto, la fuerza del mito aludida por J. C. Mariátegui no tiene nada que ver con los mitos que se producían en las sociedades precapitalistas (o, al decir de Francisco Miro Quesada, sociedades con cultura mitológica), porque su resignificación y estructura discursiva (cuyas categorías de tiempo, espacio y causalidad entre otras) son diametralmente distintas y la producción de su retórica responde a la constitución de sujetos que ejercen diferentes funciones opuestas a la religiosidad (el político profesional en sentido estricto es un sujeto contemporáneo). La fuerza del mito que posibilita la práctica de los revolucionarios (sujetos políticos) básicamente se circunscribe, no a una experiencia religiosa o mística espiritual, sino a la racionalización de la historia como una necesidad. La condición de esa necesidad es que la historia sea universal (y no debido simplemente a un deseo o a una contundente reflexión hegeliana), hecho que ha ocurrido en función de concebir al mundo como un proceso, racionalizado por las ciencias naturales. Precisamente el tema de la necesidad en la historia ha posibilitado que la libertad responda a la voluntad humana como una práctica concreta y racionalizada, es decir, la libertad, que inaugura y que caracteriza a la modernidad, sería aquello que Robespierre llamó “la razón del pueblo”. Como bien se sabe, el pueblo, para la moderna teoría del Estado del siglo XVIII, es lo que posibilita (y ha posibilitado) la voluntad general, cuya relación en función del poder del Estado es particular y que sólo adquiere su universalidad en función de la soberanía.

Pero la idea de la revolución social como una suerte de sentimiento religioso no sólo responde a cierta observación soreliana al respecto, sino que ha sido aceptada porque es posible encontrar cierta correspondencia (a partir de algunas características) con algunos hechos políticos contemporáneos. Sumado a ello la vinculación de facto entre las instituciones políticas y religiosas en el pasado de las diversas sociedades humanas acentúa tal idea de carácter ideológico. La consecuencia reflexiva de ello ha sido que de manera general la política de los movimientos revolucionarios estaría vinculada a discursos y prácticas religiosas (en sentido lato); y, a su vez, estaría formando parte de las antípodas de toda política moderna racionalizada a través del diálogo. Lo cierto es que tal dualismo (modernidad y premodernidad) e identificación (política y religión) no invalida, ni mucho menos descalifica, la intencionalidad política que se encuentra en todo discurso político contemporáneo. Pero sobretodo se debe reparar en que la llamada “mística” (nominación por demás imprecisa) no tiene nada que ver con algún sentimiento religioso, ni mucho menos corresponde a una estructura mítica sobre el mundo, sino a la racionalidad moderna sobre el mundo.

Un elemento de juicio que muchas veces se subrayara sobre la mística de la política es identificar a la política con los sujetos políticos o, como Max Weber los llamaba, “políticos profesionales” (sujetos que hacen de la política un medio para ganarse la vida y, asimismo, un ideal de vida). En el documental Nuestra América (2005) de Kristina Konrad hay un testimonio de una ex-guerrillera sandinista muy significativo al respecto, que puede ayudar a diferenciar y demarcar la política de lo místico.

“¿Y qué pasó con la famosa mística sandinista?” (Pregunta la Directora del Documental)
__Bueno la mística la mantienen los que murieron, los que quedamos vivos en un momento determinado lo tuvimos y creo que la hemos perdido. La hemos perdido porque no estamos tan cohesionados, no existe una vida orgánica, real, y porque eso te permite valorarte, verte en el camino como vas, estar midiéndote; entonces yo si creo que en un momento determinado teníamos mucha mística para defender la revolución, para tomar las armas… La gente que murió cercana mía me decía “sigan adelante, esto va a triunfar”, así agonizando. Un compañero mío que venía con migo herido, íbamos corriendo de trinchera en trinchera, al morir me decía: “sigan adelante”, esa es la mística cuando vos estas decida a hacer algo, cuando vos te definís”.

La mística a la que alude el testimonio (y a sabiendas de correr el riesgo de acentuar una generalización), por un lado corresponde a la voluntad política (“cuando vos te definís”), que implica el sacrificio (de la vida de uno mismo) y la entrega (a tiempo completo) del sujeto político; y, por otro, implica la idea de una organización cuyos miembros ejercen un determinado poder a través de su voluntad, voluntad que tiende a ser general, es decir, soberana. Cuando el guerrillero en plena agonía le dice a su compañera: “sigan adelante, esto va a triunfar”, no indica sólo una apuesta ciega por el triunfo de la revolución, o la muestra de una fe inquebrantable, sino que en el fondo se encuentra la idea de la necesidad en la historia. Es decir, si la reproducción de la vida de los hombres se encuentra determinada por el momento histórico, el conflicto a través de las diversas formas de lucha (dominación, explotación y sujeción), sería la expresión de la voluntad como un acto de libertad porque el individuo asume la determinación de esa universalidad a través de su particularidad (“cuando vos estas decida a hacer algo, cuando vos te definís”). La autoconciencia de esa determinación es lo que diferencia a la llamada mística de la política de la mística religiosa, en el que “el uno es parte del todo (lo divino)”; en la política, el “uno” (el sujeto político) sigue siendo “uno” porque el todo (la historia) ya está dado, se encuentra determinado, por ello el acto político (revolucionario) es el acto de la libertad que ha sido racionalizada en función del todo. Este rasgo es eminentemente un hecho moderno, a saber, la ampliación y participación en la esfera pública para todos.

Tal conjetura encuentra cierto asidero en la siguiente observación: la política como un hecho social es aquel espacio social en el que se desenvuelven las relaciones de poder que articulan instituciones y dan concreción a la llamada esfera pública. Mientras que la política como discurso muchas veces acentúa la normatividad del orden social contemporáneo de acuerdo ciertos intereses particulares históricamente determinados. Más aún, el discurso político contemporáneo se caracteriza por hacer volátil todo rasgo de la universalidad del hombre a través del síntoma del conflicto. La producción del conflicto en el espacio público ha posibilitado históricamente, entre otros hechos, que la voluntad general de los sujetos políticos encuentre ciertas condiciones para la autoconciencia del hombre. Y una de esas formas de autoconciencia es la llamada “mística de la política”, en el que uno sabe lo que hace y, sobre todo, el por qué lo hace.



Juan Archi Orihuela
Lunes, 11 de Julio de 2011.