Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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lunes, 9 de abril de 2012

El horizonte mitológico

Todo joven antropólogo que se interesa por los estudios de comunidades campesinas y nativas suele recoger “mitos”, cuando viaja a tal o cual comunidad, a través de entrevistas. Pero cuando uno recoge los mitos que son grabados in situ muchas veces el relato del  informante es enunciado con cierto escepticismo tan evidente, además de ser fragmentado. Hay veces en que hay vacíos en el relato porque uno se percata que el informante duda o tarda mucho en recordarlos. Más aún el escepticismo impera cuando al terminar la entrevista el informante afirma contundentemente: “yo no creo en esos relatos… son historias que así contaban los abuelos, pues ingeniero”[1]. Frente a tal situación, muchas veces desalentadora, el joven antropólogo duda de la información que ha recogido, y simplemente guarda celosamente “sus” mitos como si se tratase de un tesoro de fantasía. Hay veces en que el  joven antropólogo, como todo mortal que guarda algo valioso, se ve tentado a contar a sus colegas sobre los mitos que posee. Lejos de su colega nadie más se entera de que posee “mitos”, mitos silenciados y “dispersos” aún. 

El análisis estructuralista de los mitos es una tentativa que siempre asalta, si de estudiar mitos se trata, pero si uno recuerda la tesis de Arthur Hocart, a saber, el  “mito describe al ritual y, por su parte, el ritual actualiza el mito”. Uno debe también observar la actualización del mito, a saber, el ritual. Pero como el ritual es ante todo una relación práctica que establece y vincula sentidos en la medida que mantiene la reproducción de símbolos (el hombre, el mundo, lo divino), el mito adquiere su sentido cuando afirma al ritual mediante el discurso hablado. Si bien es cierto que los mitos, en última instancia, pertenecen al orden del lenguaje, tal como sostenía Levi-Strauss, el problema en la actualidad es que muchos mitos carecen de la reproducción de su ritual respectivo. De ahí que los mitos que uno recoge no pueden ser actualizados, es decir, ya no son mitos con significación, son una suerte de discursos que pueden ser confundidos con los relatos literarios. Paradójicamente hay cierta literatura que intenta rescatar la mitología del pasado, no para darle un sentido en la actualidad sino para generar en el lector cierta identidad con el pasado, tentativa tan afín a la tesis de Benedict Anderson sobre cómo se construyen las naciones.    

En la novela “Cholito en la ciudad del río hablador” (1995) de Óscar Colchado, el antiguo y poderoso dios Rímac (el dios río que habla a través de sus aguas) solía decir: “De mis poderes ya casi nada queda, hijo; pues los dioses envejecemos por el olvido de los humanos”. El “envejecimiento” de aquel dios, y no su muerte, se encuentra en relación a su poder. ¿Quiénes animan el poder de los dioses? El poder “divino”, adjudicado a los dioses, radica en última instancia, no en los dioses mismos como una prolongación de las fuerzas físicas del mundo, sino en los hombres que creen que los dioses fundamentan el sentido de las cosas del mundo a partir de un sentir metafísico. Aquel sentir metafísico muchas veces se sustenta en aquellos deseos que se prolongan a través de los sueños. Actualmente la gente sigue soñando en función de los deseos, como antaño lo hacían sus antepasados, pero los dioses ya no tienen el poder de antaño, el caso del dios Rímac (y de muchos dioses del pasado) es aleccionador al respecto: Rímac es un dios ya olvidado, ignorado y carente de todo sentido en la actualidad, el río sigue aún ahí, pero el sentido de lo “divino” ya no. Esa falta de sentido responde a los cambios que acaecen en  la estructuración de los horizontes mitológicos que fundamentan el sentido del mundo en función de los dioses: el paso del panteísmo al antropomorfismo ha tenido un gran costo para los dioses del pasado.  

Los horizontes mitológicos comprenden una relación de estructuras que constituyen una cultura mitológica. En toda cultura mitológica el mundo es “uno”, es decir, en el sentido de que aquella distinción y separación, tanto ideal como material, entre el mundo físico y el mundo social no es posible cognitivamente. Más aún, el dualismo teórico y práctico entre la naturaleza y la sociedad ha sido el resultado de un largo proceso irreversible que ha consolidado al antropocentrismo. El antropocentrismo a su vez, lejos de ser tributario de cualquier relativismo cultural o el punto de partida de la certeza sensible de un sujeto abstracto, es el resultado de la estructuración del poder del hombre sobre el mundo. La estructuración del poder del hombre sobre el mundo ha permitido que el mundo sea conocido, sentido y transformado. 

El saber, el sentir y la práctica sobre el mundo, a lo largo de la historia, ha generado toda forma de organización social posible en la medida que el hombre se encuentra sujeto a su reproducción como especie. Pero la reproducción de la especie humana, lejos de emparentarse indistintamente con la de cualquier especie viviente, también animal y mamífera, sólo ha sido posible en la medida que ha demarcado la función de las cosas del mundo con la función que el hombre le asigna a las “cosas” que hay o son parte del mundo. La aparición de la agricultura y la ganadería __formas de producción que comprende a vegetales y animales domesticados, respectivamente__ es el mejor indicador de aquel inicio irreversible que demarca y asigna funciones a los seres del mundo para el hombre. Con tales actividades productivas el hombre pudo así planificar y controlar la reproducción de ciertas especies en función de sus necesidades. En el interior de uno de los muchos horizontes mitológicos del pasado, los dioses adquirieron su poder humano y terrenal como una relación de fuerza, establecida por los hombres,  para afirmar un orden sobre el cual adquiere sentido las cosas del mundo.

Es cierto que los horizontes mitológicos se estructuraron mucho antes de la aparición de la agricultura y la ganadería, a través del mundo onírico como una suerte de mediación cognitiva entre la caza y la recolección. Pero cuando el hombre fue capaz de producir un mundo que se ajustara a sus necesidades prácticas, su percepción sobre aquel mundo hizo que las fuerzas del mundo sean los límites de su propia fuerza: el mundo se le apareció como uno y múltiple a la vez. Todo el discurso tributario del misticismo y la dialéctica son expresiones, ya sean tardías o no, sobre tal percepción. Pero cuando el hombre incrementó sus fuerzas mediante la producción le puso límites a las fuerzas del mundo para hacer de su reproducción una sucesión de múltiple momentos que se encuentran permutando porque ya dejaron de ser “uno”. Todo el derrotero positivista y cientista, que ha constituido el mundo  moderno, ha intentado racionalizar tal hecho a partir de observar cierto desarrollo del espíritu (cultura) y de la conciencia (conocimiento). Por ello cuando el mundo social se diferencia claramente del mundo físico, no se trataría de una suerte de hegemonía que la razón ejerce sobre los mitos, sino de la desestructuración de los horizontes mitológicos en la reproducción del mundo social.

Si bien es cierto que el mundo social se construye, su construcción no depende del viejo problema teórico entre el agente y al estructura, que sólo reproduce apriorismos en la teoría social, sino que su construcción radica en la ineludible cuestión del poder. Pero si dirá que el poder es ejercido por individuos particulares, y que en este caso serían los “agentes”, lo cual no necesariamente sucede en los hechos. Si bien es cierto el poder lo ejercen sujetos, pero estos sujetos están ya dados (es decir generados o “disciplinados”) en la medida que forman parte de instituciones, por ello la reproducción de sus acciones no se encuentran al margen de ellas. Siendo el poder del Estado la institución que mayor relación genera en las estructuras de dominación de las sociedades clasistas. Si se observa bien los Estados imperiales que han acentuado el monoteísmo antropomorfo, como por ejemplo el Estado cristiano europeo, en la expansión de su poder han precipitado la desestructuración de los horizontes mitológicos. A la larga las religiones universales monoteístas han reducido los horizontes mitológicos en la medida que han monopolizado el sentido sobre el mundo a partir de su condición trascendental (más allá de la experiencia). La supuesta vida de ultratumba, que sostienen a tales religiones, es la mejor expresión de aquel monopolio de poder estatal.

Si bien es cierto que los mitos, que forman parte de los horizontes mitológicos, han sido (y para algunos aún lo sigue siendo) significantes que han permitido afirmar la vida. La significación de la vida se encuentra más próxima a una experiencia histórica, que, si cabe el término, a una experiencia “mítica”, en la medida que la desestructuración de los horizontes mitológicos ha sido irreversible. La postulación de los mitos revolucionarios durante el siglo XX, lejos de haber pretendido recrear un horizonte mitológico, no fue más que una racionalización de la historia sobre un mundo social que se organiza mediante una serie de relaciones de fuerzas humanas (una lucha contra el poder del Estado). Tal lucha revolucionaria (y social en última instancia) para algunos fue tan similar a los relatos de los mitos que dan cuenta de los dioses cuando combatían para ordenar el mundo. Se dirá que el hombre quiso ser Dios durante el siglo XX, pero fue a la inversa, los dioses quisieron ser hombres, es decir, mortales. Y al parecer los dioses fueron los que pagaron el costo de ser por única vez hombres porque ahora les resulta imposible ser dioses.




Juan Archi Orihuela
Lunes, 09 de abril de 2012.

P.S.

1. En la imagen superior derecha se encuentra la imagen del antiguo y poderoso Dios Wiracocha.

2. Para entender las consecuencias de la desestructuración del horizonte mitológico, el caso del mundo andino es aleccionador. Al respecto el disco Taki Ongoy (1986) de Víctor Heredia,  cuyo trabajo musical es un gran relato historiado sobre la colonización del tawantinsuyo, permite recrear aquel “canto enfermo” por otros medios.  

A modo de muestra ahí el texto 2- El encuentro en Cajamarca:

Texto 2:
"No, ciertamente no eran dioses. No eran Wiracocha. Cuando Pizarro entró al Cuzco y junto con el padre Valverde decidieron la muerte de nuestro amado señor Atahualpa; a pesar del rescate que pagamos, equivalente a tres habitaciones repletas de oro, nos dimos cuenta entonces de las verdaderas intenciones de esos hombres. Pero ya era tarde, la sangre había comenzado a derramarse y esas primeras y queridas gotas se iban a constituir después en un río inmenso que recorrería todo el continente y ya no habría salvación".

Encuentro en Cajamarca

"Creo en mis dioses. Creo en mis huacas
creo en la vida y en la bondad de Wiracocha
creo en Inti y Pachacamac. 
Como mi charqui, tomo mi chicha
tengo mi coya, mi cumbi,
lloro a mis mallquis, hago mi chuño
y en esta pacha quiero vivir.
Tú me presentas runa Valverde
junto a Pizarro un nuevo dios
me das un libro que llamas Biblia
con el que dices habla tu dios.  
Nada se escucha por más que intento
tu dios no me habla, quiere callar
por qué me matas si no comprendo
tu libro no habla, no quiere hablar".



[1] En el “campo” a los antropólogos, así como a muchos profesionales de otras especialidades, los comuneros les suelen llamar “ingenieros”.