Uno de aquellos términos que se
encuentra estrechamente vinculado a la manera cómo concebimos la vida social es
la política. Todos tenemos ideas o adquirimos algunas ideas sobre la vida
social. Muchas de aquellas ideas son producto de ciertas percepciones generadas a partir de nuestra interrelación con los demás. Cuando aquellas ideas son
expuestas mediante el discurso frecuentemente es posible de que sean
identificadas o calificadas, por nuestros interlocutores, como ideas políticas
a pesar de que no tengamos nada que ver con alguna organización de esa índole.
Frecuentemente nos negaríamos de buenas a primeras a aceptar tal calificativo,
ya sea en alguna discusión sobre temas referidos a los asuntos públicos o en
una simple conversación amical, porque pensaríamos que se nos descalifica para
invalidar lo que hemos dicho; o, simplemente, nos resultaría muy exagerado y
hasta tendencioso tal calificativo. Frecuentemente la manera a la que muchos
apelan para evitar tales calificaciones es recusar que su intensión (actos
y discurso) no es nada política porque consideran que lo que dicen y
hacen no tienen nada que ver con ella. Por eso en esa situación tan cotidiana
la política tiende a adquirir una connotación negativa.
Empero la política también tiene
una connotación positiva, como por ejemplo, cuando se concibe a la política como la posibilidad de ordenar o resolver ciertos problemas sociales. Empero, tal afirmación ha generado ciertas exageraciones y apelaciones arbitrarias, a saber, que “todo es política” o
“todos somos políticos” porque así supuestamente lo dijo Aristóteles bajo la
idea del “animal político”; o, en muchos casos, tal propensión resulta siendo
muy inconsistente, debido a que es frecuente afirmar de buenas a primeras
que la política es lo que “me parece” o
“debería ser”. Tales connotaciones, tanto negativas o positivas, que se aceptan
en función del discurso, muchas veces impide la comprensión y el uso apropiado
de tal término. Una manera para evitar tales connotaciones es comprender que la
política no sólo es discurso sino que también es un hecho social. Ambos
aspectos se encuentran estrechamente vinculados; no obstante es necesario
observarlos por separado.
I
La política como discurso
comprende todas aquellas ideas que constituyen y se reproducen para legitimar,
orientar, reflexionar y sobretodo para actuar normativamente en función del
orden social, ya sea para mantenerlo o para cambiarlo de acuerdo a las
condiciones históricas y sociales en el que el sujeto se desenvuelve y
reproduce tal discurso. Históricamente, ha sido la filosofía quien ha orientado la
reflexión sobre la política. Muchos de los postulados que sostienen a la
política como discurso son producto de una determinada reflexión filosófica.
Por ello, históricamente su etimología de raíz griega refiere una determinada
forma de pensar y de organizar la sociedad.
La política debe su nominación a
una institución griega, a saber, la πόλις
[Polis]. La πόλις griega aparece
en el siglo VII a.c. y llega a su fin de manera gradual con la expansión
imperial que los griegos macedónicos habían iniciado, bajo la dirección de
Alejandro, por toda la Hélade y parte del llamado mundo oriental. Culturalmente
para los griegos el mundo oriental era lo no-griego, a saber, lo bárbaro (lo
extranjero). En tal contexto histórico, Aristóteles fue uno de aquellos
pensadores del mundo antiguo que reflexiona sobre la manera cómo se organizan
los hombres para vivir y para sostener el mundo que les permite mantener un
determinado orden social. La política, que se deriva o emana de la πόλις,
aparece con Aristóteles como discurso a raíz de una interesante descripción y
comparación de las diversas formas, grados de relación y las maneras cómo se
encuentran organizados los hombres para reproducir su existencia en grupo. Una
de aquellas reflexiones a que llega Aristóteles para entender el orden social
de la πόλις es la idea del ζῷον πoλίτικoν
[zóion politikon] cuya traducción tan divulgada como “animal político” ha dado
pie, por una serie de razones históricas y culturales, para concebir al hombre
como un “sujeto político”, tal como se suele pensar de manera contemporánea.
La πόλις griega fue ante todo una
forma de organizar y ejercer el poder; perseguía como objetivo alcanzar y
mantener la autonomía del grupo frente a las demás πόλις. Tal organización
comprendía y reproducía rasgos culturales que no se encontraban en ninguna otra
forma de organización entre sus contemporáneos. Entre los rasgos culturales que
identificaba a la πόλις se encontraba el λóγος [Logos], término que tenía muchas acepciones entre las cuales
frecuentemente se traduce como palabra,
pensamiento o razón. El λóγος o la palabra posibilitó entre los griegos la
constitución de un pensamiento profano en la medida que el conocimiento
concebido y guardado anteriormente como arcano quedaba al descubierto para
todos los interesados. La consecuencia más inmediata de la palabra o
pensamiento profano fue la apertura pública de los asuntos que sostienen y dan
sentido a la πόλις. Así la discusión en público que ejercían los hombres, sobre
temas referidos al poder y al orden de las cosas, se llamó diálogo porque se enfrentaban y competían dos logos. Frente a tales
cambios se sumaba la idea de la δίκη [Dike] que ha sido traducida como justicia. Históricamente la δίκη o la
justicia para los griegos se encontraba asociada al orden que emanaba de la
naturaleza como una necesidad y su presencia requería y exigía que se cumplan
determinadas funciones para mantener el orden. En la πόλις el orden ya no
emanaba de un soberano, como prefiguraban las antiguas mitología vinculadas a
los dioses, sino que correspondía al νόμος [nomos] es decir a la ley que debía ejercerse por δίκη o
justicia. Tal fue el impacto de aquel cambio que el νόμος o la ley adquirió una
autonomía prescriptiva que los hombres debían respetar para mantener el orden.
Tales cambios permitieron que la idea de ἰσονομία [Isonomia], que nace del
pensamiento geométrico, cobre un gran sentido para buscar y mantener un orden
perfecto (como el círculo que es considerada como perfecta entre las figuras
geométricas). Por eso en la πόλις se
exigirá que todos sean iguales ante la ley.
Si se reconoce la constitución
cultural e histórica de la πόλις, uno puede observar que la idea sobre la
política de raigambre aristotélica que se ha mantenido hasta nuestros
días, alude tan sólo a la función que
ejerce el hombre cuando vive en comunidad; y, por eso, se ha convenido en
identificar al “animal político” como un ser eminentemente social [1]. No obstante, para que tal idea se asiente con
todo el significado de la socialización que tiene hoy en día, ha sido necesaria
una serie de asimilaciones y modificaciones que ha ampliado la noción de la
política hasta tal punto que ya dejó de tener, en sentido estricto, alguna
referencia con el sentido que adquiría o se derivaba de la πόλις.
Los latinos (romanos) al
organizarse a través de la civitas [ciudad],
concibieron la política, análogamente como los griegos pero sin los elementos
culturales que los caracterizan, a saber, como asuntos de la ciudad. Por eso el sujeto del mundo latino que
participa, vive y ejerce ciertos poderes que se amparan en derechos y que son
conferidos por la ciudad (del cual emana el orden social), será llamado
ciudadano. Antropológicamente hablando, el ciudadano latino cumple la misma
función del “animal político” griego, empero los factores culturales que lo
animan son diferentes; por ende, la forma como se encuentran organizados es
distinta. La manera cómo se encuentran organizadas ambas instituciones, la
πόλις y la civitas, no son mas que una determinada forma de gobierno. Por una
serie de cambios históricos y culturales que tienen que ver con la lucha por el
poder en lo que será llamada Europa, las formas de gobierno fueron consideradas
e identificadas con la política. Asimismo mediante la hegemonía de la teología
medieval hubo una tendencia de personificar en toda Europa a la política a
través de sus gobernantes como el centro del orden.
Posteriormente la constitución de
los Estados modernos dio paso a aquella distinción, que se ha mantenido aún en
el presente, entre el Estado y la sociedad. La separación entre ambos tiene una
clara connotación orgánica (el cuerpo) que intenta acentuar la función de
quienes lo componen (los miembros) como producto de una clara división en el
ejercicio del poder. Así quienes ejercían el poder para mandar a los demás
pasaron a formar parte del cuerpo político; mientras quienes obedecían para
mantener el orden social, formaban parte del cuerpo social. La complejidad que
adquiría la reproducción del poder en el Estado moderno permitió identificar la
idea del soberano con la figura del
Estado, cuyo poder ya no radicaba en la voluntad de una persona sino en la
voluntad de quienes conformaban el cuerpo social, a saber, el pueblo. La idea
de la voluntad general vinculada al pueblo, que en teoría es la expresión de la
voluntad del cuerpo social, dio pie a buscar y a ejercer mecanismos de
legitimación del poder mediante la elección general. El resultado de tal forma
de gobierno que gradualmente se ha ido imponiendo y reproduciendo en el mundo
entero, ha sido llamada como la democracia moderna. Muchos de los ideólogos que
animan la democracia moderna son quienes han insistido en aquel asunto, a
saber, la democracia moderna como una prolongación de la idea de la democracia
que ejercieron los griegos mediante la πόλις (como por ejemplo la idea de la
igualdad ante la ley).
Así, a través del discurso, la
idea de la política implica una serie de momentos históricos y rasgos
culturales que se han ido manifestando progresivamente hasta pretender ser
universales. Esa pretensión universal de la política como discurso se encuentra
ineludiblemente plagada de orientaciones que apuntan sólo al “deber ser”. Desde un punto de vista
cognoscitivo el “deber ser” da pie a una serie de ideas contrapuestas, afines o
distintas; y, que se reproduce, en algunos casos, como antagónicas porque en
sentido estricto expresan la manera ideal de cómo se desea que se organice la
sociedad (muchas veces alejada de la realidad). Por eso la política como
discurso tiene limitaciones de orden conceptual, no sólo porque se ignora
(adrede en algunos casos) o pasa por alto la reproducción cultural y las
condiciones históricas que la constituyen, sino porque muchas veces se encuentra
acuciada más por establecer una normatividad local y circunstancial. Por el
contrario, el enfoque de la política como un hecho social permite entender su
real constitución histórica, lo que no quiere decir que se niega la política
como discurso, sino que la incorpora para su elucidación.
II
Un hecho político: Cartel Soviético, 1941. Una obrera representando a la Madre Patria. Tomado del libro: "La Gran Guerra Patria de la Unión Soviética" Para ampliar la imagen pulse aquí |
Las luchas intestinas que se
generan por la imposición del poder en el interior de un gobierno, como lo fue
la Florencia de la época de Maquiavelo, permitió al autor del El Príncipe repensar la política en
función del poder, específicamente como una lucha por el poder. Los consejos
que Maquiavelo le da al príncipe apuntan todos ellos a luchar y a mantener el
control del poder mediante la fuerza. Precisamente la fuerza (como una relación
social institucionalizada por las fuerzas armadas) es la que explícitamente tiende a imponerse
históricamente hablando, para mantener
el orden social que sostienen y legitiman los gobiernos en el mundo.
Tal reflexión sobre la lucha para
mantener un determinado orden social dio pie para enfocar el mundo social en
función de sus tensiones y conflictos. El orden que los discursos sobre la
política habían acentuado hasta ese momento, no sería más que el resultado de
un proceso en la reproducción del poder que ejercen los hombres para
organizarse. Por eso toda organización social en el fondo no es más que el
resultado de un largo proceso de lucha, que acaece no sólo porque los hombres
lidian por ambiciones desmedidas, sino para elaborar y por mantener un
determinado patrón que regule las diferencias sociales y culturales que
resultan siendo antagónicas. Buena parte de las ciencias sociales han seguido
el derrotero de la filosofía social (aquella que reflexiona sobre la sociedad y
la política) y en determinados momentos han demarcando sus diferencias con ella
a través de la comparación y el análisis histórico y cultural. Por eso la
política no se circunscribe sólo a un determinado discurso, sino que se asienta
en la reproducción del poder y en la manera cómo los hombres se organizan
sorteando una serie de conflictos y problemas que muchas veces son resueltos de
manera temporal para luego estallar periódicamente.
Así es como la política como un
hecho social se reproduce en distintos niveles porque relaciona una serie de
instituciones sociales en el que se reproduce el poder. El discurso de la
política que frecuentemente toma en cuenta sólo a la πόλις griega como el modelo ideal de la misma (a pesar de
que esa matriz cultural es ya inexistente), soslaya la manera cómo los hombres
se han organizado de distintas maneras y en diferentes momentos históricos a lo
largo de la historia de la humanidad. Siendo la constante histórica del
referente de la política, el ejercicio
del poder y la reproducción de un determinado orden que se origina para resolver una serie de conflictos;
asimismo los conflictos no son sólo internos, sino también externos y muy
frecuentes con otros grupos humanos. Tales hechos forman parte de la política.
Todos aquellos conflictos que han acaecido en muchas sociedades del mundo
comparten algo en común, a saber, que las relaciones de fuerza, objetivadas en
conspiraciones, invasiones, insurrecciones, guerras y demás, han sido ejercidas
para resolver el problema del orden, mediante la instauración de un nuevo poder
para mantener un nuevo orden social. Políticamente el problema del orden
responde a la reproducción del poder. El poder, socialmente hablando, es lo que
permite la fundamentación de la política como discurso, así como el
conocimiento de la política como un hecho social.
El poder básicamente es una
relación social objetiva que se ejerce ante todo como una relación de fuerza.
Socialmente las relaciones de fuerza han generado relaciones de dominación,
explotación y sujeción para normar la vida de los hombres en función de las
instituciones que han ejercido un control en la reproducción de la vida social.
Muchas de las relaciones de poder son intencionales y se objetivan material e
idealmente. Su reproducción generalmente exige la constitución de una serie de
relaciones que articulan una jerarquía. Toda jerarquía necesariamente anima la
reproducción de un discurso que sea aceptada. Por eso, el poder en una sociedad
se reproduce a partir de dos relaciones, a saber, las relaciones de fuerza
(violencia) y la reproducción de su legitimación (discurso). Todo orden social
tiende a ser legitimado por un discurso que no sólo pretende sostenerlo, sino
sobretodo el naturalizarlo para evitar así cualquier tipo de cuestionamiento al
orden social. Las relaciones de fuerza tienden a ser periódicas y focalizadas
porque siempre desgastan a la sociedad; en cambio todo discurso que pretenda la
legitimación del poder exige una reproducción permanente.
Analíticamente, la reproducción
del poder en las diversas sociedades humanas comprende la constitución de dos
espacios, a saber, el espacio privado y el espacio público. En el espacio privado
básicamente se reproducen las relaciones de poder en el interior de la vida
doméstica que sostiene y fundamenta a la familia. Tal espacio resulta siendo
privado porque las relaciones sociales de sus miembros se encuentran sujetas a
la necesidad de su reproducción interna, es decir, las relaciones parentales
son las que vinculan entre sí a sus miembros. Asimismo, los vínculos que
cohesionan a sus miembros son eminentemente afectivos; y de ellos dependerá la
formación de lealtades que serán eminentemente jerárquicas. Los afectos que
cohesionan el espacio privado depende de la empatía que despiertan entre sus
miembros. Frecuentemente el espacio privado se caracteriza porque impera la
necesidad y la normatividad coactiva en su reproducción. Además, en el espacio
privado quien ejerce la hegemonía de la fuerza y expresa la autoridad sobre los
demás es reconocido como el “jefe de familia”; generalmente tal función es
asumida por el padre; no obstante, debido a su ausencia o a su incompetencia
tal función lo asume otro miembro de la familia. Y si hay un rasgo que pueda
resumir la reproducción del espacio privado sería aquella sentencia muy
conocida y divulgada, a saber, “todo queda en familia”.
El espacio público, por su parte,
se caracteriza porque las relaciones de poder se vinculan y se prolongan a
partir de un centro de poder. La centralidad del poder se constituye a partir
una institución que ejerce la representación del grupo en función del orden.
Culturalmente la representación del poder y su centralidad se encuentra
focalizada en instituciones que han cambiado a lo largo de la historia, como
por ejemplo las jefaturas, los reinos y los Estados. A tales instituciones se
les llama instituciones políticas y los sujetos que participan de tales
instituciones se les reconoce como los sujetos políticos por antonomasia.
Asimismo, en el espacio público los discursos sobre el poder se codifican y
descodifican en función de una serie de tensiones que tienen que ver con el
manejo del discurso y con la potencia de la fuerza colectiva que emana del
conjunto de los miembros que lo componen. Empero la participación en el espacio
público de los miembros que componen una sociedad en su conjunto ha sido un
proceso gradual y ha estado sujeto a los
cambios históricos que tienen que ver con la cuestión del poder.
La importancia que ha adquirido
el espacio público en la sociedad contemporánea se debe a la constitución de los Estados modernos que
no sólo ha despersonalizado el poder y la autoridad y la ha vuelto laica, sino
que se ha constituido bajo el principio de la ciudadanía. La ciudadanía es una
condición política-jurídica que adquieren todos los miembros que forman parte
de un país que se organiza mediante un gobierno nacional, para que ejerzan
derechos y cumplan deberes determinados. Los derechos son facultades que se
adquieren para tener el amparo del poder del Estado, el uso y la exigencia de
ellos se ejerce en el espacio público. Los deberes, por su parte, forman parte
de la exigencia normativa que establece el poder del Estado para regular el
funcionamiento de las instituciones sociales y
nacionales; ya sea mediante el cuidado, la contribución y la
preservación de los bienes de la nación o mediante la participación en la
defensa nacional, los deberes deben cumplirse sin desacato alguno porque forman
parte del orden moral y posibilita la convivencia social. Tanto derechos como
deberes se ejercen y se cumplen en el espacio público y son condiciones
necesarias para que el orden social en una sociedad moderna alcance su
equilibrio. Asimismo, las relaciones sociales que se reproducen en el espacio
público son relaciones formales que apuntan a la convivencia social. Si el
espacio privado se caracteriza por lo familiar y lo afectivo, el espacio
público se caracteriza por la formalidad institucional y el desafecto.
Muchas de las libertades que concede
el poder del Estado moderno a los miembros de un gobierno nacional se ejercen
en el espacio público. Por eso, el espacio público también se convierte en un
espacio de disputa y de discusión, así como de la lucha por el poder. En el
espacio público uno puede encontrar los medios para informarse y comunicarse no
sólo con quienes son allegados a uno, sean estos cercanos o lejanos, sino
también con quienes forman parte del gran público nacional e internacional.
Muchos de los cambios sociales que han acontecido en la sociedad contemporánea
tuvieron al espacio público como el escenario de múltiples disputas por la
hegemonía del discurso y de la práctica política. La lucha por esa hegemonía es
eminentemente política porque se encuentra estrechamente vinculada a la
capacidad de ejercer el poder en la sociedad. El ejercicio del poder ha exigido
a los hombres, que participan del espacio público y que lidian por alcanzar
la hegemonía política, organizarse en
grupos de interés. Las diversas organizaciones políticas que han nacido en el
seno de la sociedad moderna expresan precisamente los intereses colectivos de
sus miembros. Históricamente muchas de aquellas organizaciones que han
aparecido en el escenario del espacio público, a saber, los sindicatos, los partidos, las
confederaciones, los movimientos sociales, los colectivos y demás, han sumado
voluntades, adhesiones, simpatías y hasta han encendido pasiones, entre quienes
no forman parte orgánica de su organización. Tal condición de apoyo y hasta de
identificación (que no necesariamente implica la participación en tal o cual
organización) permite hacer funcional uno de los mecanismos que sostiene el
orden de la democracia representativa, a
saber, las elecciones generales. Las elecciones generales no es sólo el mecanismo
que permite la participación de la ciudadanía para elegir a sus representantes
mediante el voto universal, sino también es la clara expresión de la disputa
por el poder que se realiza en el espacio público.
Si uno repara en la política como
un hecho social reconocerá que ésta no se agota en el discurso, ni mucho menos
se reduce a simples valoraciones que frecuentemente se le endilga (sean estas
negativas y positivas), sino que tiene que ver con un fenómeno social de mayor
dimensión que acaece en el espacio público en función de la reproducción del
poder. Más aún, en consonancia con tal enfoque, fenómenos como las guerras adquieren sentido si se observa que son una prolongación de la política por otros medios, como muy bien anotó y observó en su momento Clausewitz. Ahora bien, el poder no sólo se
legitima mediante el discurso interpretativo sobre el orden social, sino
también sobre el conocimiento que anima la producción de la sociedad en su
conjunto. Por eso la política además de ser empíricamente una lucha por el
poder (material) a través de la fuerza, también es la legitimación de un orden en función de su cuestionamiento
material e ideal.
Juan Archi Orihuela
Arequipa, viernes 09 de mayo del 2014.
___________________________
[1] En la traducción
que realiza Manuela García Valdés en la edición de Gredos sobre aquel pasaje
conocido del libro la Política de
Aristóteles, se puede observar el
sentido contemporáneo que adquiere el término πόλις para su comprensión:
“De todo esto es evidente que la ciudad [πόλις] es una de las cosas naturales y
que el hombre es por naturaleza un animal social [ζῷον πoλίτικoν], y que el
insocial por naturaleza y no por azar es un ser inferior o un ser superior al
hombre (…) La razón por la cual el hombre es un ser social [ζῷον πoλίτικoν],
más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la
naturaleza, como decimos, no hace nada en vano” (Política 1252b9-10).