Lucien Sebag se suicidó a la edad
de 31 años (el l 9 de octubre de 1969). Tal hecho aciago me pareció el final
más honesto de un hombre que lidiaba no sólo con ideas (teoría), sino con una
determinada práctica política en función del conocimiento. Entre otras razones
recuerdo mucho a Sebag porque uno de sus libros me animó a estudiar
antropología como un complemento de la filosofía. Sebag era filósofo y por
accidente se hizo antropólogo. Saber que un joven brillante, filosóficamente
hablando, como Sebag consiente su propia muerte no es ningún síntoma de una
irreverencia con la vida, sino la expresión de su más consecuente
compromiso.
Cuando uno es estudiante, la
primera pregunta que le suelen hacer es por qué eligió lo que estudia. Aún
recuerdo las respuestas que dieron mis compañeros de carpeta, casi todos (por
no decir todos) enfatizaban la diversidad cultural de nuestro país para ser
congruentes con la elección de la antropología. Cuando llegó mi turno para responder
pensé en Sebag, en su muerte y en su intento por replantear el estructuralismo
a partir de una seria reflexión que tiene que ver con las consecuencias del
conocimiento y la vida de uno mismo (praxis). Pero al final guardé silencio
sobre Sebag, por pudor y por otras razones que no vienen al caso, y recordé una
respuesta que dio Eduardo Gonzáles Viaña cuando le preguntaron por qué se hizo
escritor: “Cuando uno esta enojado
consigo mismo se hace psicólogo, cuando está enojado con la sociedad se hace sociólogo
y cuando uno se encuentra enojado consigo mismo, con la sociedad y con el
mundo, se hace profeta, revolucionario o escritor”. Animoso repetí esa
respuesta pero cambié lo último (lo de profeta y revolucionario) y enfaticé: “se
hace antropólogo”. Sin embargo, en el fondo tal respuesta, lejos de ser
irreverente, es una respuesta límpidamente afectiva que evade las consecuencias
del conocimiento.
En cierto discurso de muchos
antropólogos se ha convertido en lugar común aseverar que la cultura es lo más
importante que posee el hombre y los pueblos. Más aún si uno se encuentra
vinculado a las letras o al arte, la exigencia sobre el conocimiento de la
cultura es mayor (así como su valoración afectiva), pero en el fondo esa
exigencia no es más que una manera de evadir toda consecuencia al respecto de
lo que se piensa y de lo que se hace. Por eso es muy común leer en diferentes
escritos el ya manido elogio a la cultura,
como si fuera un mero discurso metafísico. Enunciar que “todo es cultura” al
parecer se ha convertido en una suerte de embrujo del lenguaje que muchos antropólogos
han cometido y siguen cometiendo. Más aún, hay cierta tendencia en subrayar que
la vocación por la antropología nace cuando uno se siente comprometido con la
cultura (incluso hay quienes se autodenominan unos defensores de la cultura). Tal
hecho se asemeja a tal o cual credo. Empero se debe reparar en un gran detalle,
una cosa es la creencia sobre tal o cual entidad (material o ideal) y otra muy
distinta es el estudio sobre tal o cual entidad. Parafraseando una respuesta dada por Borges,
al respecto de si creía o no en los mitos, se puede anotar lo siguiente: los antropólogos no creen en la cultura, pero se interesan por conocer qué es; por el
contrario, hay mucha gente que cree en ella, pero no le interesa en lo más
mínimo en conocer qué es. La creencia radica en la significación particular
y afectiva que uno le da a las cosas, siendo el punto de partida y de llegada
el mismo; no obstante, el conocimiento apunta a otros fines, que en algunos casos se
encuentran opuestos al punto de partida.
Nuestro contacto con el mundo es
eminentemente afectivo, de eso no hay duda. Empero también existe la necesidad
de racionalizar, en función de las circunstancias históricas, una serie de
elementos y acontecimientos que nos afectan y que posibilitan nuestra praxis en
el mundo. La historia de la civilización es el mejor ejemplo cultural al
respecto porque nos ayuda a comprender la historia de la ciencia tan necesaria
para animar la búsqueda del conocimiento. Precisamente en esa búsqueda del
conocimiento se debe circunscribir la vocación. No obstante, la vocación que se
anima frecuentemente se encuentra vinculada a su idealidad (aquella serie de
ideas que nos hacemos de las cosas en función del deseo), situación tan similar
al deseo que uno siente por una mujer cuando se enamora, empero ese afecto no
apunta a su materialidad (condición empírica que posibilita la concreción de
los hechos en el que participan los sujetos), en muchos casos la soslaya. Es decir,
¿nos enfrascamos tan sólo en conocer lo que deseamos a partir de su idealidad o
apuntamos a su materialidad? Lo primero es tener vocación. Lo segundo es asumir
un compromiso porque genera consecuencias sociales y prácticas.
¿La antropología tiene consecuencias
prácticas? Si uno repara en la historia de la antropología en el Perú verá que
no cabe la posibilidad de hacer un “elogio a la mochila” tan entusiasta como si
fuera un adolescente desubicado, sino todo lo contrario. La historia de la
antropología está vinculada a la colonización. En el Perú tal historia se
encuentra vinculada al neocolonialismo y a su sujeción gradual al imperialismo.
La intervención de los Estados Unidos en el Perú encontró en la antropología su
mejor carta para jugar a la democracia y a la modernización. Otra cosa muy
distinta es que muchos antropólogos se crean ese juego a partir de su vocación por la cultura (hace muchos
años el “rito de iniciación” de todo joven antropólogo peruano consistía en ir a una
comunidad campesina). Lo que fue y significó el proyecto Vicos (1952-1962) es
contundente al respecto de la ingerencia de los EE.UU en el Perú. Frente al
problema del orden (su cuestionamiento práctico) siempre hay una respuesta
práctica e institucional desde el Estado (aunque cabe reparar que tal respuesta
la da otro Estado a través de una política interestatal nada solidaria, ni
mucho menos neutralmente cultural). Actualmente la agenda sigue siendo la misma
pero con otro rótulo, a saber, el estudio del otro. La otredad como discurso ideológico
se enfatiza a partir de la tan manida identidad
hasta llegar al paroxismo de la diferencia.
Los malabarismos de aquella retórica son aceptados complacientemente por muchos sujetos que se arrogan el pretendido "pensamiento crítico" asi como el tan manido "pensar diferente". Los “nuevos saberes” y cierta pretensión por "pensar desde el sur" también apuntan a ello [1].
Frente a tal propensión retórica, cabe
observar si lo que nos anima de la antropología es la vocación o el compromiso.
Tal disyuntiva no es nada gratuita. La vocación anima el ingreso a las aulas y muchas veces se queda sólo en ellas
porque se concluyó una etapa (la formación). Por el contrario, el compromiso se
encuentra, ineludiblemente, fuera de las aulas y apertura nuevas etapas en la
vida de uno mismo y de los demás.
Juan Archi Orihuela
Lima, 23 de abril del 2014.
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[1]
Asimismo, cabe anotar que la antropología no tiene nada que ver con ciertos discursos ideológicos que circulan como si fuera lo novedoso en las ciencias sociales, a saber, una nueva versión de la
pseudociencia: los estudios culturales, los estudios de género, el pachamamismo, la ideología queer y demás sofisterías.