“Reviso uno de los papeles y veo que está
todo escrito en rojo. Al final hay un dibujo donde se ve el martillo de papá y
otra herramienta que no conozco.
__
¿Qué dice, Danilo… que dice? –me apremian mis hermanos.
__ Lu-cha-ar-ma-da… dice lucha
armada.
__ ¿Qué es esa lucha armada? –pregunta
Marcos, curioso como siempre.
Yo pienso y pienso, pero no se me ocurre
nada.
__ ¡Imagínate a nuestra hermana Lucha con un
arma, entonces es lucha armada!
__ ¡He-jé! ¡He-jé! –se ríe
Dora.”
[Víctor
Hernández. Cantarina (Cuento)
[1]]
Desde hace algunos años el discurso de la memoria en el Perú se
arroga el recuerdo sobre la guerra interna (entre la subversión y la
contrasubversión) que acaeció entre 1980 y 1992. Para tal fin se escribe
periódicamente al respecto, eventualmente se animan conversatorios, asimismo se
animan puestas fotográficas (como el caso Yuyanapaq entre otros) con cierta alegría
y emoción (posando para la foto claro está) y se insta a cierto sector de la
ciudadanía (generalmente limeña y de clase media) que hay que recordar “para
que no se repita”. Precisamente “Para que
no se repita” se ha convertido en el eslogan (o la consigna) que
generalmente uno escucha (o lee) cuando participa de tales eventos.
El “futuro” Museo de la Memoria apunta a ello y al parecer será el espacio
hegemónico de la memoria en el país. Pero si uno repara en un detalle se dará
cuenta que el Perú ya cuenta con un “Museo de la Memoria” que se encuentra en
Ayacucho, un museo pequeño que cumple muy bien con su función (Inaugurado por la
ANFASEP desde el año 2005). Tal vez porque está muy lejos (para los limeños)
los que animan el discurso de la memoria
prefieren y consienten que se haga en Lima, pero no en cualquier parte de la
ciudad de Lima, sino cerca al mar (en Miraflores), para que sea un lugar “estupendo”
para el sosiego, para que las cosas sigan tal como están: a espaldas de todas
las provincias del país, a espaldas del epicentro de los hechos. Una memoria
para que nada cambie.
Sintomático al respecto es que “ellos”, los que animan la memoria en el Perú, siempre hablan con tufillo paternalista y a la distancia de "los" desaparecidos y no, como muchos lo percibimos y lo sentimos, como nuestros desaparecidos, porque, lejos de los discursos oficiosos, de salón, de café o de plazuela, son nuestros desaparecidos.
Sintomático al respecto es que “ellos”, los que animan la memoria en el Perú, siempre hablan con tufillo paternalista y a la distancia de "los" desaparecidos y no, como muchos lo percibimos y lo sentimos, como nuestros desaparecidos, porque, lejos de los discursos oficiosos, de salón, de café o de plazuela, son nuestros desaparecidos.
Reclamar sólo “memoria”, frente a los
hechos funestos de la guerra interna, a mi juicio no ayuda en nada, políticamente hablando, salvo
generar cierto capital social y cultural
para sus animadores (viajes, becas, trabajos en ONGs, financiamientos para
determinadas ONGs que se arrogan la defensa de los Derechos Humanos-DDHH, hegemonía sobre determinados
discursos políticos acentuando los DDHH, que comprenden ciertos discursos, prácticas y enfoques sobre la política, el arte y la reflexión intelectual, así como convertir a algunos de sus animadores en voceros de la
opinión pública y demás), ni mucho menos permite conocer los hechos políticos
de aquel entonces (porque dice “mucho” y “nada” a la vez), sino tan sólo
permite recrear y acentuar un gran trauma psicológico a través del miedo que se trasmite a las nuevas
generaciones. En su defecto permite cristalizar un recuerdo de la cara más
visible y empírica de aquellos años, a saber, la violencia, una violencia
indiscriminada, percibida muchas veces como una suerte de violencia desatada
por “fuerzas malignas”.
Pero ese “recuerdo” que acentúa el discurso de la memoria carece de toda inocencia porque pretende ser en el fondo la conciencia política, una conciencia política que se arroga toda la memoria, una conciencia política que vive de los DDHH, una conciencia política que ejerce su hegemonía sobre los discursos acerca de lo que debe ser la política y la democracia. Y si alguien osa cuestionar la hegemonía de esa conciencia (que se ampara en cierta memoria ya institucionalizada), corre el riesgo de ser sospechoso de todo y motejado por la censura que animan aquellas “visiones catastróficas del país”, políticamente hablando. Actualmente esa conciencia política cumple el papel de un censor, tan evidente cuando uno siempre escucha espetar, muchas veces con cierto odio y veleidad, sobre quienes frecuentemente son calificados o descalificados por esa conciencia política, en función de la estructura social del poder, como: “terrucos”, “filosenderistas”, “violentistas”, “sacos” [2], “radicales” y demás. De ahí que “terruquear” se ha convertido en el ninguneo perfecto que destila y ampara esa conciencia política.
Pero ese “recuerdo” que acentúa el discurso de la memoria carece de toda inocencia porque pretende ser en el fondo la conciencia política, una conciencia política que se arroga toda la memoria, una conciencia política que vive de los DDHH, una conciencia política que ejerce su hegemonía sobre los discursos acerca de lo que debe ser la política y la democracia. Y si alguien osa cuestionar la hegemonía de esa conciencia (que se ampara en cierta memoria ya institucionalizada), corre el riesgo de ser sospechoso de todo y motejado por la censura que animan aquellas “visiones catastróficas del país”, políticamente hablando. Actualmente esa conciencia política cumple el papel de un censor, tan evidente cuando uno siempre escucha espetar, muchas veces con cierto odio y veleidad, sobre quienes frecuentemente son calificados o descalificados por esa conciencia política, en función de la estructura social del poder, como: “terrucos”, “filosenderistas”, “violentistas”, “sacos” [2], “radicales” y demás. De ahí que “terruquear” se ha convertido en el ninguneo perfecto que destila y ampara esa conciencia política.
Por eso si se observa aquel
detalle, el discurso de la memoria anima
toda catarsis policiaca a través del lenguaje, insuflada generalmente por manidas
sospechas: “¡Ese es un radical! ¡Ese es un rojo! ¡Así son todos ellos! ¡Se hace
el ingenuo! ¡Le hace juego al terrorismo! ¡Él es! ¡Tú eres! ¡Ellos son los
violentistas! ¡Los infiltrados!...”, y la acusación ligera continúa, así como la
confusión.
[Imagenes que animan la memoria en el Perú. Muestra tomada de aqui: Pulse ] |
La memoria es una facultad
psíquica sobre un recuerdo percibido en función de la experiencia pasada. La
experiencia sobre los hechos acaecidos en aquel pasado funesto llamado
oficialmente como los “años del terrorismo”, no es única, como pretende
consolidar el discurso sobre la memoria,
a saber, una sola imagen sobre la violencia, el terrorismo, el apagón, una
suerte de Χάος [Caos] en el que todo se
encuentra indeterminado. Por ello la indeterminación de la violencia y el
terror al ser recordados a través de la
acentuación de la imagen, porque se considera que la imagen “habla por sí sola”
[3] o por el simple hecho de aceptar la significación de un determinado
relato, vivido y elaborado inconexamente a partir del hit et nuc, generan la idea de que la imagen y el relato son todo el hecho político. Al respecto
se debe reparar en que las imágenes y
los relatos testimoniales son tan sólo
una parte (seleccionada por la memoria, porque toda memoria es selectiva) del
hecho político.
Lejos de pleitear sobre si tal o cual memoria se aproximan “más”
a los hechos, en realidad todos los discursos de la memoria son válidos, lo que
uno debe reconocer es que la memoria no nos dice cómo sucedieron los hechos.
Tan sólo nos trasmiten una emoción fuerte, para generar un impacto agónico que
en ciertos espacios ha consolidado un único relato: El terrorismo
como el significante de todo lo que pasó. Tal relato reduce la violencia a un
hecho vesánico y thanático que aparece en el recuerdo como una fuerza maléfica
casi foránea y que irrumpe desde fuera; con tal relato el oyente se petrifica, se
ve atemorizado por el miedo, un gran miedo. Esa imagen a la larga obnubila los
hechos al grado de identificar sólo terrorismo con el significante “Sendero” (“Sendero
Luminoso”), o con todos los grupos alzados en armas, como es el caso del MRTA. Por
eso la “contrasubversión”, ejercida por las Fuerzas Armadas (FFAA), las Fuerzas
Policiales (FFPP) y los “grupos paramilitares” (GP), queda suspendida o en
muchos casos se circunscribe a actos reactivos “no planificados” o
“excepcionales” (que han sido considerados como “excesos”) y que en el
imaginario del recuerdo se los identifica como una prolongación del terrorismo
que emanaba del PCP-SL y el MRTA.
Identificar sólo “terrorismo” con los “movimientos alzados
en armas” es de larga data durante todo el siglo XX. Al respecto véase el texto
de Walter Laqueur (1982). Lo más pertinente para no acentuar la indeterminación
de la violencia o el Χάος [Caos] sobre
el pasado, sería observar y tomar en consideración lo ya observado en su
momento por Henri Favre, y por muchos otros estudiosos del tema, como Granados
(1999), Gorriti (2008), Roldán (2005), entre otros, hace muchos años:
“Sendero es
un movimiento insurreccional que se
vale del terrorismo dentro del cuadro más general de una lucha popular armada”
[Las negritas son de la edición] (Favre 1986: 46)
Tal juicio, que expresó en su
momento tan reputado antropólogo francés, se contrapone actualmente (sin
intención alguna desde luego) a toda reproducción discursiva sobre la memoria,
y más aún se convertiría en una herejía en los espacios en el que ejerce su
hegemonía el discurso de la memoria en el Perú. A mi juicio lejos de ser sólo
una herejía, tal observación permite (o en todo caso ayuda a) determinar lo
indeterminado que acentúa el discurso de la memoria a través de la exposición
omnipresente de la violencia y el Χάος [Caos].
Más aún si uno repara en lo
siguiente:
“Decir que
los senderistas son “rebeldes primitivos y fanáticos” es, en buena cuenta,
liberarse de la carga de ansiedad que engendran sus actos. Por extrema que ella
sea, la violencia senderista no es ni gratuita, ni descontrolada, ni
indiscriminada” (Favre 1986: 47)
Pero esa observación que hace el
antropólogo francés se compagina muy bien con una idea que uno actualmente puede
observar, porque es empíricamente constatable a través del discurso, a saber,
lo catártico:
“Descalificar
al adversario negándole toda racionalidad, es un ejercicio catártico, pero no
es el mejor modo de ponerse en condiciones de afrontarlo” (Favre 1986: 47)
Si lo catártico se genera por la
intención de descalificar (a como de lugar) al oponente, uno puede entender
por qué cuando se apela a la memoria muchos suelen hacer catarsis. Ideas como el
“mesianismo” (Favre 1985), el “mito” adjudicado muchas veces a los grupos
alzados en armas en general, cuando se disocia el discurso político de su
práctica política (Biondi & Zapata 1989),
no sólo en el Perú, cobra una mayor significación porque los que sienten
un mayor miedo por ellos en el fondo
no quieren entender lo que sucedió (o sucede), sino simplemente quieren huir de
lo que sucedió (o sucede).
Tan sólo repárese en uno de los hechos
tan frecuentes en aquellos años de la subversión en el Perú, a saber, los
apagones. El antropólogo Juan Ansión atrevidamente ensayó hace muchos años una
exégesis sobre los apagones, hecho, entre otros, que ahora acentúa el discurso
de la memoria en el Perú. Ansión anotaba al respecto:
“Para
Sendero, estas acciones [los apagones] parecen no ser simples símbolos, sino
acciones eficaces mediante las cuales creen estar destruyendo el poder del
mundo occidental (o del “capitalismo burocrático” como lo llaman). Para ellos,
entonces, los actos de sabotaje no serían sólo acciones de propaganda sino
acciones de destrucción real del mundo dominante, del mundo que impone la noche
pese a ser dueño de la luz” (Ansión 1982).
En su momento tal exégesis fue
criticada, pero si uno repara en lo que dice Ansión, en el fondo abre la
posibilidad de que tal hecho no fue percibido de la misma manera por todos. Es
decir, no sólo fue la “noche” o el Χάος [Caos], el único rasgo empírico de la subversión. Aunque
claro que actualmente se acentúa tal hecho como un elemento suficiente del
terror para así acentuar la imagen de la indeterminación. Hace poco un artículo
de Eduardo Adrianzén, escrito con atrevimiento y publicado en un medio local,
ironizó al respecto de esa imagen ya cristalizada por cierta clase social y que
reproduce la memoria oficial:
“Que mientras
los terrucos estuviesen en Huaycán, Comas, San Juan de Lurigancho, Villa El
Salvador o esos distritos donde vivía el 70 por ciento de Lima –tú no, obvio–
se podía seguir en la burbuja”.
“Amigo
capitalino de clase media para arriba: disculpa que minimice tus traumas y me
parezca frívolo que creas muy épico haber sufrido solamente apagones y toques
de queda –que aprovechábamos para los tonos “de toque a toque”, ¿recuerdas?–
mientras que muchos miles de peruanos iguales a ti –iguales, aunque cueste
muelas aceptarlo– eran desplazados, masacrados o desaparecidos en Lucanamarca,
Accomarca y tantos otros nombres que sonaban tan lejanos como Melmac”.
(Eduardo
Adrianzén. La Republica, 18 de julio
de 2012)
[Ver texto completo aquí: Pulse]
Por eso si uno apela sólo a la
memoria no podrá evitar que su memoria, producto de su propia experiencia y existencia, se contrapone, y
en muchos casos es la antípoda, a las demás “memorias” que muchos peruanos tenemos sobre
tales hechos aciagos. La reclasificación social es muy importante para observar
la reproducción de la memoria, ya que no debe obviarse la pertenencia a tal o
cual clase social, a tal o cual región del país o incluso al status social (que
se suele defender) de aquel que “recuerda” (o hace memoria). De ahí que la
memoria tiene sus límites porque no son sólo imágenes muy diferentes y
fragmentadas, sino que muchas veces son inconexas, y no me refiero sólo a la
experiencia que anima todo relato, sino también
a la fragmentación de las imágenes que se suele presentar en las “muestras fotográficas”
que animan la memoria. Aquellas imágenes fotográficas que se exponen sobre
aquel pasado es tan análogo a un “cielo estrellado”, muchas estrellas generan
la apariencia de que el “cielo está despejado” porque “iluminan” (aunque lo que
ilumina es la luna, claro está), empero uno sigue observando la noche, lo
indeterminado, el Χάος [Caos].
Por ello el miedo o el estupor son las consecuencias más frecuentes, ya que el
espectador luego de un estremecimiento seguirá reproduciendo su vida como si
nada hubiera pasado. Y si cree que hay alguna amenaza en el presente para eso
hace catarsis, ya sea en público o en privado.
O, en su defecto, se suma al coro de la represión que actualmente
levanta la imagen de “Sendero” o el “terrorismo”, como fantasma, para motejar y
descalificar cualquier forma de organización o manifestación popular que cuestione,
ya no el status quo, sino al gobierno
de turno cuando le exige que cumpla con sus promesas electorales (las reformas).
Al parecer el significante del
“terrorismo” asociada a una violencia indiscriminada lo dice todo para los que
animan la memoria. A modo de ejemplo, si uno se pregunta sobre lo que pasó, más
allá de las imágenes seleccionadas sobre el terror y la violencia, o,
simplemente si uno pregunta, como hacen los niños del cuento (que se lee en el
epígrafe al inicio del texto), “¿qué es lucha armada?” o ¿por qué sucedió esa
lucha armada? Lo más probable es que reciba como respuesta, de aquellos que
animan el discurso de la memoria, lo
siguiente: "Lucha armada es violencia, quieres saber cómo era el terror, ve a
ver el Yuyanapaq, lee el Informe Final de la CVR, pregunta a tus padres o espera
a que inauguren el Museo de la Memoria,
pero no le hagas el juego al terrorismo”.
Al parecer el discurso de la
memoria (por lo menos aquel que se circunscribe a Lima y en determinados
espacios de la clase media) estaría cumpliendo una función policiaca sobre el
pasado, que tiende a acentuarse porque no reconoce que esa memoria, que
pretende ser hegemónica, homogeniza todo el pasado en función del miedo, y, más
aún, si no reconoce que hay peruanos que pueden decirles: “Tu memoria no es mi memoria”.
Si la memoria se supedita a la
experiencia cognoscitiva y afectiva, y si en muchos casos se vuelve
confrontacional, hay que apelar a otra alternativa para conocer los hechos o
por lo menos acercarse a ellos, a saber, la
historia (tal como sugerían Lucien Fevbre, Edward H. Carr, Reinhart
Kosselleck y otros) porque ayudaría muy bien a rastrear el hecho particular
como parte de un proceso.
Por eso entender que la
subversión no se reducía sólo a lo “político-militar” (Biondi & Zapata
1990) y más aún barajar hipotéticamente que en “aquellos años del terrorismo” lo
que en el fondo se desplegó fue una “guerra total”, con cierta lógica y
racionalidad, tal como sugieren ciertos estudiosos (Favre 1984), no debe ser
considerado como un atrevimiento anárquico, sino como un urgente reto, no sólo
intelectual, sino también político.
Juan Archi Orihuela
Viernes, 17 de agosto de 2012.
Referencia Bibliográfica.
ANSIÓN, Juan.
1982 “¿Es luminoso el camino
de Sendero?”, en: El Caballo Rojo Nº 108. (6 de junio). Lima, pp.
4-5.
BIONDI, Juan & Eduardo ZAPATA.
1989 El discurso de Sendero Luminoso:
Contratexto educativo. CONCYTEC, Lima.
1990 El Estado no soy
yo y la subversión. CONCYTEC, Lima.
FAVRE, Henri.
1984 “Sendero Luminoso,
horizontes oscuros”, en: Quehacer Nº 31. Lima, octubre, pp.
25-34.
1987 “Sendero Luminoso no es
mesiánico”, en La República Lima, domingo 29 de noviembre.
(Revista Domingo. pp. 13-15.)
1986 “ ‘Desexorcizando’ a
Sendero”, en: Quehacer Nº 42. Lima, agosto-septiembre. pp. 44-48.
GRANADOS, Manuel Jesús.
1999 El PCP Sendero Luminoso y su
ideología. EHG, Lima.
GORRITI, Gustavo.
2008 Sendero. Historia
de la guerra milenaria en el Perú.
[Tercera Edición], Planeta, Lima.
JIMENEZ, Benedicto
2000 Inicio, desarrollo y ocaso del terrorismo en
el Perú (Tomo I), Sanki, Lima.
LAQUEUR, Walter
1982 Terrorismo. Bucaramanga,
Bogotá.
ROLDÁN, Julio.
2011 Gonzalo, el mito
(Apuntes para una interpretación del PCP) [Tercera Edición], Juan
Gutemberg, Lima.
SARTORI, Giovanni
2000 Homo Videns. La sociedad teledirigida.
Taurus, Madrid.
[1] En: Hernández,
Víctor. Golpes de viento. Grupo Literario Nueva Crónica-Gremio de
Escritores, Lima, 2008, p. 125.
[2] El término “Saco”
proviene de “Saco Largo”, al respecto Benedicto Jiménez anota lo siguiente:
“Para los policías antiterroristas que trabajaban en la Dirección Contra el
Terrorismo (DIRCOTE), con sorna y tomando en cuenta que la mayoría de los
dirigentes senderistas eran mujeres, los llamaban “Sacos Largos” (SL)” (Jiménez
2000: 26)
[3] Al respecto de la
imagen, Giovanni Sartori observa lo siguiente: “(…) no es absolutamente cierto
que la imagen hable por sí misma. Nos muestra a un hombre asesinado. ¿quién lo
ha matado? La imagen no lo dice” (Sartori 2000: 101)