A la memoria de Fernando Castro Villarreal †
El viejo Aristóteles observaba
que “los hombres de naturaleza viril
evitan compartir sus penas con los amigos, y si no son demasiado insensibles al
dolor, no pueden soportar la pena de aquellos, y, en general, no admiten
compañeros de duelo, porque ellos mismos no están inclinados al dolor (…)”
(Ética Nicomáquea 1171b 7-10). En estos tiempos posmodernos en el que se
cuestiona (o sospecha de) toda forma de discurso, y práctica, puede extrañar la
concepción de una naturaleza viril que evita “compartir” las propias
desventuras, lo menos posible, con los amigos.
Asimismo, la concepción aristotélica de la amistad se ubica en la práctica que uno mantiene a lo largo de la vida en busca de la felicidad. Por ello no es dable contar las cuitas de uno mismo a las personas con quienes se cultiva una amistad. Para esa confidencia y martirologio personal se encuentra las parejas afectivas, cuya relación afectiva implica la expresión de una determinada dicción y una exclusiva disposición afectiva. En toda relación que establecen los hombres y mujeres, como pareja claro está, es inevitable un uso determinado en la dicción, para demarcar los espacios, así como acentuar la intención afectiva al reproducir la representación de un “nosotros” (un “nos”). Sumado a ello la concreción de la sexualidad, sujeta a la necesidad hormonal como punto de partida, va ejercer cierta representación y un ejercicio práctico muy opuesto a la amistad. Es decir, hay una oposición clara entre la amistad y el amor que no deben ser confundidos por la disposición afectiva en general.
Volviendo nuevamente a Aristóteles, el estagirita sugería que uno debe tener pocos amigos en la medida que los afectos no pueden ser compartidos con todos: “Los que tienen muchos amigos y los tratan a todos íntimamente, parecen no ser amigos de nadie (…)” (Ética Nicomáquea 1171a 17-18). Tales observaciones pueden resultar excesivamente racionalizadas, pero el caso es que tal proceder racional es el resultado de una práctica humana que acentúa la virtud del hombre en función de la felicidad. A pesar de que la felicidad sea tan sólo una pretensión existencial.
Hay muchos que piensan que los amigos, con quienes se cultiva la amistad a lo largo de nuestra existencia, son perdurables. Algunos tienen amigos desde la infancia, otros desde la adolescencia o juventud y así sucesivamente. Lo cierto es que la amistad se encuentra sujeta a las circunstancias que modifican la experiencia de vida, ya sea el tiempo, la distancia y sobre todo la comunicación, “rompen” o “anudan” todo vínculo amical. También hay un detalle que no sólo caracteriza a la amistad sino a la convivencia social en general, a saber, la confianza. Uno de los vínculos sociales que anuda el afecto es la confianza. Por eso si la confianza se pierde, se pierde toda amistad. Pero también uno pierde la amistad cuando el amigo muere.
Uno no piensa, o propiamente dicho, uno no se encuentra pensando todo el tiempo que todos nuestros amigos van a morir en algún momento. Y cuando eso sucede la pena por la muerte de un amigo es muy sentida, pero los impactos no son los mismos. Considero que impacta más cuando un amigo muere frente a uno (ya sea si es por una enfermedad, un accidente, un suicidio o un funesto asesinato). Muerte que es tan análoga como cuando uno ve apagarse una vela. La impotencia y la desazón que se generan a raíz de tal hecho modifican no sólo el espacio en el que se asienta lo óntico, en el que se aferra nuestra existencia, sino que tal hecho se convierte en un claro cuestionamiento práctico a la existencia de uno mismo. No sólo porque uno también puede morir (o pudo morir en ese momento), sino porque es la manera más directa de saber que nuestra existencia se encuentra expuesta también a la contingencia.
Si uno no sabe cuando va a morir por lo menos desearía que los amigos no lo sepan antes que uno. Pero si uno sabe que va a morir no desearía que los amigos se enteren de que uno va a morir. Por eso sobrellevar una enfermedad mortal en el fondo no se encuentra asociado sólo a la finitud física sino a la desesperación tal como reflexionaba Sören Kierkegaard. Pero la desesperación por la muerte no debe ser confundida como un mero acto impulsivo sino con la contraparte de aquel pecado socrático, a saber, la ignorancia. Es decir, es mejor ignorar que nos vamos a morir que saber si estamos viviendo. Y eso es lo que ocurre siempre, no sabemos si estamos viviendo y cuando llega la muerte (de alguien cercano) recién reparamos en nuestra existencia. Pero lidiar con la enfermedad mortal no significa prolongar nuestra existencia, sino acortarla. En el fondo uno con la enfermedad mortal no muere (la finitud de nuestra existencia), sino que, como diría Kierkegaard, nuestra existencia se encuentra “muriendo la muerte”, es decir, “vivimos el mismo morir”. Eso desde luego afecta y afecta porque angustia.
Toda escritura se encuentra asociada a la angustia. La escritura permite no sólo expresar ideas o juicios, sino también la muerte. Tal vez uno escribe sobre la muerte como una forma de romper ese vinculo afectivo que nos une con el mundo, como mundaneidad. Aunque lo más consecuente sería apelar al silencio, pero el silencio en el fondo no es más que el recuerdo de la muerte de uno como el “vivir nuestro morir”.
Una de las reflexiones más palpitantes al respecto se encuentra en los escritos del respetable Don Miguel de Unamuno, quien sostenía que lo que subyace en el fondo de nuestra muerte es que nuestra “conciencia es una enfermedad” porque todo conocimiento es afectivo. Tal vez por eso uno escribe, no sólo porque vemos la muerte así de cerca, sino porque sentimos la vida como si fuera la muerte misma.
Juan Archi Orihuela
Sábado, 11 de agosto de 2012. ___________
(*) La imagen que acompaña el texto es el óleo "La Muerte de Casagemas" (1901) de Pablo Picasso.
La imagen ha sido tomada de aqui: Pulse