Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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domingo, 24 de junio de 2012

La Reforma Agraria en el Perú: Democracia y Dictadura




“En la plaza de mi pueblo, dijo el jornalero al amo: Nuestros hijos nacerán con el puño levantado”
(Canto Republicano). [Pulse]



Un día como hoy, 24 de junio de 1969, se promulgó la Reforma Agraria en el Perú. Tal hecho formó parte de una de las medidas políticas principales del régimen militar de aquel entonces. Lo curioso es que aquel régimen militar, anatematizado como una “inmunda” dictadura por quienes desde luego perdieron privilegios de clase o por quienes añoran un orden semi-feudal y oligárquico (con apellidos incluidos), impulsó, aunque suene paradójico, una de las medidas más democráticas en la historia republicana del Perú. Tal hecho deja de ser “paradójico” si se entiende que la democracia, como parte de un proceso político, no se reduce tan sólo a su significante, ni mucho menos a su forma política, sino que comprende todo un proceso histórico de lucha social y popular que han emprendido las diversas organizaciones populares y campesinas en el Perú: El Comité Pro-derecho Indígena Tawantinsuyo entre 1920 y 1926; la Federación Nacional de Campesinos del Perú (FENCAP), entre 1956 y 1970; la Confederación Campesina del Perú (CCP), entre 1946 y 1948, 1956 y 1965, luego de una suspensión temporal impulsó las luchas populares del campo desde 1973 hacía adelante.

Aunque muchos han observado que la democracia en el Perú es relativamente joven, si de establecer una correspondencia entre la forma política y la constitución de la ciudadanía se trata claro está, hecho que ha sido fechada a partir de 1980. Se debe reparar en que la democratización de la sociedad peruana iniciada hace 32 años, que reconoce la ciudadanía “para todos” y no “para unos pocos” en función del Estado, sólo fue posible a partir de condiciones sociales, culturales, económicas y políticas que había generado el Gobierno Revolucionario de la Fuerzas Armadas dirigido por el Gral. Juan Velasco Alvarado. Para que tal observación tenga cierta consistencia vale lanzar algunas ideas al respecto.

En el Perú, así como en muchos países del mundo, la democracia, como significante, pertenece a lo que Alain Badiou llama “la opinión autoritaria”. Esa opinión autoritaria no admite, desde luego, que uno se oponga cultural, social y políticamente a la democracia; más aún, la máxima de aquella opinión autoritaria se puede compendiar bajo la siguiente disyuntiva: “Estás con la democracia o contra la democracia”. Es decir, como diría el propio Badiou: “Está de cierta forma prohibido no ser demócrata. Con mayor precisión: se da por sentado que la humanidad aspire a la democracia, y toda subjetividad que se suponga no demócrata es considerada patológica”. Al parecer, en términos kantianos, la “democracia” se ha convertido en una suerte de Imperativo Categórico para fustigar todo discurso y toda práctica política que no defienda la “democracia realmente existente”. Desde luego que una cosa es la democracia como significante y otra la “democracia realmente existente”.

Esa “opinión autoritaria”, que en muchos casos ningunea y censura toda crítica que se haga a “la democracia realmente existente”, se sostiene y reproduce en la medida que se confronta de manera maniquea con aquel otro significante político tan conocido en todo discurso político contemporáneo, a saber, la dictadura. El discurso maniqueo al respecto de tales significantes es que la democracia y la dictadura reproducen valores sobre un determinado orden social y sobre la reproducción de la vida social, y que curiosamente son valorados sólo por los autodenominados “demócratas” como “positivos” si se producen en democracia y “negativos” si emanan de una dictadura. De ahí que ser demócrata, o presentarse como demócrata (en realidad no hay demócratas, como sujetos políticos claro está, otra cosa muy distinta es que los sujetos políticos se presenten como “demócratas”), sería no sólo políticamente correcto, sino que afianza la identificación de la política con la democracia; mientras que un “dictador” no sólo sería un sujeto políticamente incorrecto, sino la negación de la política misma. Desde luego que la noción de la política que fundamenta tal maniqueísmo responde a cierto apriorismo del diálogo, que ha generado una serie de categorías (“espacios de concertación”, “consenso”, “relación comunitaria”, “intereses generales” y demás) y reflexiones (que van desde la demarcación teórica de la “pre-política” de la “política”, la interrelación y/o diferencia de las esferas públicas y privadas, hasta pensar “los desafíos de la democracia”) para mantener cierto orden de poder, presentado como incuestionable. Por ello la democracia y la dictadura serían no sólo una suerte de entidades excluyentes, sino hasta antípodas, por lo menos eso parece.

La Democracia y la Dictadura como significantes serían excluyentes si se reconoce que el poder de la democracia se ampara en el demos (término griego que ha sido resignificado por el mundo moderno como “pueblo” en función de la idea de soberanía), constituido exclusivamente por los ciudadanos; mientras que el poder de una dictadura emana de un grupo corporativo o de una clase en particular, objetivado y dirigido muchas veces por un caudillo o líder, que anula o suspende la participación del demos. Tal polaridad se acentúa más aún si se circunscribe toda reflexión a la manutención o ruptura del orden constitucional, a saber, el poder del Estado. Como el poder del Estado se encuentra dividido en una suerte de tríada (ejecutivo, legislativo y judicial), la manutención de la autonomía de los tres poderes permite el equilibrio de la correlación de fuerzas, que ejercen las clases sociales en una sociedad determinada, en el interior de la estructura del Estado. De ahí que el mantenimiento del orden constitucional correspondería a la Democracia, mientras que la ruptura de la misma comprendería al de una dictadura. Tales diferencias, muy ajustadas, comprenden toda referencia formal y acucian toda reflexión teórica al respecto de tal antagonismo político. Sin embargo si se observa los referentes de hechos políticos el asunto no es tan antagónico como parece y menos aún la reflexión pasa por la oposición y la confrontación apriorística.

Ante todo la democracia y la dictadura son dos formas de gobierno que expresan la manera cómo se ejerce el poder que emana de la estructura del Estado. Toda estructura del Estado comprende una serie de instituciones sociales (que permiten la reproducción de la vida social) cuya estructuración convierte al Estado en una institución relacional omnipresente en la reproducción de casi todas las relaciones sociales. Más aún las relaciones de poder que sostiene toda estructura del Estado se ampara en ciertos monopolios (coercitivo, tributario y simbólico) que posibilitan articular la reproducción de la vida social sujeta a cierto orden. Precisamente para que el orden social se legitime y se mantenga, las formas de gobierno (tanto la democracia, así como la dictadura) no hacen más que dar cauce a la correlación de fuerzas que ejercen las clases sociales o grupos de interés (corporativos o societarios) en el espacio político. De ahí que la supuesta contingencia volitiva de tales formas de gobierno (absurdamente polarizadas en función de cierta valoración patológica) no sean más que la expresión de la hegemonía de tal o cual clase que hace uso de tal o cual forma política de gobierno (democracia o dictadura) que le permita ejercer el poder, de acuerdo a la coyuntura histórica. Asimismo ambas formas de gobierno, democracia y dictadura, reproducen y estructuran relaciones autoritarias de poder, en la medida que son las clases o grupos corporativos quienes hegemonizan prácticas y discursos que estructuran el poder del Estado, ya sea para ampliar o reducir el espacio del campo político. Uno de los discursos tan afin al poder del Estado, que se reproduce tanto en democracia, así como en dictadura, es aquello que Hegel llamó “la universalidad de los intereses generales”. Tales "intereses generales", al margen de su correspondencia con los hechos de su reproducción particular, se presentan siempre como la expresión de la defensa de los intereses de la nación.

Ninguna democracia o dictadura suspende la universalidad de su forma de poder, porque la nación, como idea-fuerza, actualiza el poder de su reproducción particular. Es decir, los grupos o clases que estructuran al Estado, en la concreción de la reproducción ideal del poder, generan un espacio político que permite que los intereses defendidos como una entidad universal sean reproducidos de manera particular. Por ello la correspondencia entre los intereses particulares no se contraponen a la universalidad de las ideas que produce el Estado, porque toda reproducción particular de interés de poder se encuentra expresada por la forma de gobierno que la sostiene. Asimismo los cambios en la reproducción de las formas de gobierno tienden a acentuar demandas que anteriormente han sido concebidas como antagónicas. El caso de las formas de gobierno en el Perú es muy ilustrativo al respecto.

Antes de observar tal detalle, es necesario reparar en una suerte de “bache” reflexivo tan común y tan simplón que reproducen algunos intelectuales y cientistas cuando de pensar la política en el Perú se trata. Muchas veces se ha pensado que en el Perú, políticamente hablando, todo es indeterminado, ambiguo, desencantado, confuso, etéreo, ahistórico, sui generis y demás; el historiador Pablo Macera espeta y compendia tales ideas nihilistas de la siguiente manera:

“Nuestra historia está hecha (malhecha) de cosas que no ocurrieron, que se malograron a mitad de camino. El Perú es abortivo. No fuimos del todo con los Incas un imperio “despótico oriental” ni una sociedad feudal entera con los españoles. La República de los burgueses peruanos __que se creían aristócratas__ fue una caricatura de las grandes burguesías internacionales; una burguesía de sobaco (…) Aquí, donde todo es nombre y nada es lo que dice ser”.  

Tal nihilismo, si es que aún se mantiene, responde en el fondo a la reproducción de una serie de ideas sobre la política en función de las formas. Esa reflexión de las "formas" es lo que anima aquella oposición furibunda entre democracia y la dictadura. Es decir, como la reproducción particular de los hechos no corresponde a su forma histórica o a su forma política, cual eidos platónico, su objetivación no se encuentra vinculada a su concreción universal como un hecho social, sino que a través de su forma expresa una tragedia que desencanta (“El Perú es abortivo”). Lejos de toda tragedia, el Perú no es nada “abortivo”, otra cosa muy distinta es que lo hayan hecho, políticamente hablando, “abortar” como proyecto político (relación entre estructura y clases). Pero más que “abortar” o reflexionar en función de los significantes (“aquí… nada es lo que dice ser”), de lo que se trata es de observar los hechos sociales en función de su estructuración histórica.
 
Sello postal escaneado de la colección Historia de las revoluciones: La revolución peruana. Coleccion dirigida por Nicolás Gibelli.

La Reforma Agraria peruana promulgada el 24 de junio de 1969, después de otros intentos fallidos (1963, 1964), es un hecho político democrático en la medida que acabó con las relaciones de servidumbre que reproducía la hacienda en el Perú. Desde luego que las relaciones serviles de dominación que reproducía el gamonalismo en el Perú no fue abolido de buenas a primeras desde “arriba” (El Estado) como frecuentemente se espeta para fustigar al régimen de aquel entonces, sino que formó parte de un proceso de lucha, que desde muchos años atrás había emprendido el movimiento campesino, cuyo cenit fue “la toma de tierras en Andahuaylas” acaecida en 1974 (más de 70 haciendas fueron tomadas por el movimiento campesino, dirigido por la CCP). Con la Reforma Agraria se generó un proceso irreversible en el agro, al respecto el antropólogo Rodrigo Montoya observa lo siguiente:

“(…) quedan sin duda rezagos, inercias entre los aparceros actuales, pero la base misma de la servidumbre __el régimen de hacienda colonial__ ya no puede reproducirse más. El regreso de los patrones al campo gracias al segundo Belaundismo no fue para volver a la vieja servidumbre de antes sino para hacer trabajar la tierra con asalariados y en casos, afortunadamente, poco numerosos”.  

Tal medida respondió a un cambio en la correlación de fuerzas que estructura el poder del Estado en el Perú. Por ello el régimen militar se planteó dos objetivos, a saber, uno explícito que, anteriormente ya fue ensayado por la antropología aplicada mediante el conocido Proyecto Vicos (1951), trató de “modificar la realidad del campo y adecuarla a una industrialización”. Pretensión última que se difuminó por cierto pragmatismo que sólo impulsó el paso de productores serviles a productores independientes en el agro (sin tecnificación alguna para mantener y reproducir los mecanismos del clientelismo Estatal, defendido tanto en democracia, así como en una evidente dictadura). El segundo objetivo tácito, fue que tal cambio, se suponía, permitiría que los “indígenas” se integren a la vida nacional peruana dentro del marco jurídico de la ciudadanía de modo planificado y sin riesgo de algún “cambio violento” como se barruntaba por la agudización de los conflictos sociales y de la política internacional de ese entonces. Lo último es lo que permitió un cambio cultural en la estructura política del país.

La resignificación de la condición productiva del campesino (el cambió del “día del indio” por el “día del campesino”) por la suspensión del significante “indígena” (que aludía y alude a una relación de dominación colonial) generó una suerte de “conciencia de si”, necesaria para la generación y ampliación de todo campo político. La estructuración del campo político post-reforma agraria cambió la correlación de fuerzas entre las clases dominantes y las clases populares dominadas, hecho que se expresó en su estructura ideal discursiva. Al respecto César Arias Quincot y Augusto Ruiz Zevallos mencionan lo siguiente:

“El discurso velasquista llevó a que muchos peruanos dejaran de sentirse inferiores y acomplejados por hablar con “acento serrano”, ser indios, negros o cholos”.

Desde luego ese discurso no fue tributario sólo de un sujeto o caudillo, sino que expresó, ante todo, las modificaciones reales que estaban ocurriendo en el campo del poder político. Tal medida generó condiciones para constituir un amplio demos a partir de reivindicaciones ciudadanas de toda índole, además quebró toda imagen dualista y reduccionista para entender el país, que se venía acentuando cansinamente desde las reflexiones de Jorge Basadre (1931), a saber, entre el “Perú oficial” y el “Perú profundo”. En los hechos tal dualismo dejó de tener todo sentido y los que seguían reproduciendo tal discurso en el fondo tan sólo expresaban prácticas paternalistas ya cuestionadas por el mismo movimiento popular que crecía como archipiélago, pero crecía. El discurso de la “izquierda peruana” fue la punta de lanza de aquellos cambios culturales y políticos, aunque claro no siempre en concordancia con los intereses del movimiento popular. Aún así se abrió condiciones para constituir un demos más amplio.

Como se puede observar la dictadura (que como toda dictadura defiende intereses corporativos o de clase) vendría a ser una suerte de suspensión de la forma de la democracia desde el Estado, una suerte de mediación que permite mantener, modificar o transformar las condiciones para que el demos se constituya, amplíe o se mantenga tal como está. Por ello no es nada inaudito que en la historia del Perú ciertas dictaduras hayan permitido y generado cambios en la democratización y la modernización de la sociedad peruana en su conjunto, más que cualquier “democracia” junta. Otra cosa muy distinta es aceptar, como valoración universal, la perpetuidad de una dictadura. Por ello es necesario dejar de lado aquel discurso que se espeta tendenciosamente contra el régimen militar que impulsó la Reforma Agraria en el Perú, y que muchas veces se enfatiza porque se cree que así se es “demócrata”. Un periodista muy agudo como César Hildebrandt observaba al respecto, y que puede ayudar a entender lo que subyace en el fondo de tal dualismo contrapuesto entre la democracia y la dictadura, lo siguiente:

“En el Perú las dictaduras si son de derecha, son riquísimas; si son de izquierda, son inmundas”.

Por eso se debe sospechar de las ínfulas de ciertos "demócratas" que defienden una democracia de papel a partir de su forma o su significante, ya que para muchos de ellos las dictaduras de derecha han sido, y les son, "riquísimas". Muchos de tales "demócratas", coloreados por todo tinte político, simpatizan o han simpatizado de manera directa o indirecta con el régimen de Fujimori, una evidente dictadura de derecha, a través de la defensa que hacen de esa espuria Constitución del 93. De ahí que no es casual que precisamente sean "ellos" quienes fustigan insistentemente contra aquel régimen que impulsó la Reforma Agraria en el Perú y posibilitó la democratización de la sociedad en su conjunto.

 







Juan Archi Orihuela
Domingo, 24 de junio de 2012.