Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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miércoles, 9 de mayo de 2012

Yaraví para mi madre

Generalmente los días de homenaje suelen caer en la reiteración y la banalidad, sobre todo cuando se acentúa un símbolo que se identifica con el regalo (de toda índole), a saber, la madre. En realidad la madre, como símbolo, no refiere al “amor maternal” (del cual se ha vuelto mercancía), sino al sacrificio. Pero como se vive en una sociedad que acentúa exageradamente el “amor”, se cree que uno “ama” a la madre por sobretodo el mundo. En realidad lo que uno siente por la madre es un gran afecto que responde a una exclusiva experiencia de vida; y como tal, puede trocarse tanto en odio como en amor, pero no necesariamente es un amor per se.

Si el hijo reconoce el sacrificio de la madre, puede darse cuenta que la madre no espera ninguna dádiva. Por ello carece de sentido los homenajes a la madre a través de regalos que a la larga quedan todos en el olvido o en desuso. El sacrificio de la madre es un hecho que la creación literaria ha figurado como ninguno. Tan sólo piénsese en dos novelas al respecto, a saber, La madre (1907) de Máximo Gorki y Rosa Cuchillo (1996) de Óscar Colchado. En tales novelas la madre (en ambos casos son madres de procedencia “popular”, una es obrera y la otra es campesina, respectivamente) no teme a las represalias del poder del Estado (que monopoliza la violencia legitima) al salir en defensa del hijo, a pesar de que la suerte ya este echada de antemano. Pero el sacrificio de la madre no radica en su inmolación, ni mucho menos en lo que se suele decir, figurativa y literalmente, “la madre es la única que se quita un pan de la boca para dárselo al hijo hambriento”, sino en lo que más quiere la madre, a saber, el hijo. El hijo representa el sacrificio de la madre. La madre sufre, como ninguna persona cercana, si al hijo le va mal o sufre de alguna dolencia. Por ello la agresión a la madre no se circunscribe sólo al ámbito físico y a los sujetos ajenos a ella, por ejemplo cuando tal o cual sujeto ejerce violencia sobre ella mediante la fuerza, sino en el modo de vida que uno mismo, como hijo, lleva. Es decir, uno puede causar daño y hasta una mayor aflicción en la madre, de uno, a partir de la reproducción de su propia vida como hijo (muchas veces indolente y egoísta).

Pero a pesar de todo ello, por el hijo la madre es capaz hasta de morir, así como hacen las hembras de las demás especies del reino animal cuando defienden al crío. Con tal acción, la madre nos recuerda esa animalidad del sacrificio que tanto se niega en nombre de la humanidad. La humanidad, como significante cultural, no es el salto cualitativo que el hombre, como ser genérico, ha dado hacia una vida superior a la de cualquier animal, sino la prueba más evidente de su inferioridad en la medida que es el ser más vulnerable (cuando nace es el ser más vulnerable de todas las especies). Pero la vulnerabilidad no se encuentra en relación a la fuerza que pueda ejercer la especie, sino a la forma de adaptación que exige el medio. Y como las exigencias culturales han recaido con mayor peso sobre el hombre que sobre la mujer, en las sociedades precapitalistas la mujer se encontraba más próxima a la animalidad en la medida que se acentuaba la función de la especie.  La valoración meritoria para los hombres y la demeritoria para las mujeres, corresponden no sólo a una significación universal, sino a formas de organización social que no negaba aquella animalidad tan próxima (los cultos y rituales explicitaban tal condición) y necesaria. Pero con el capitalismo las cosas han cambiado radicalmente, ahora hay incluso mujeres de la llamada "modernidad" (o "posmodernidad") que niegan (de manera práctica) la condición de la especie en función de una pretendida libertad. Libertad que muchas veces no encuentran a lo largo de su fachendosa existencia.

Reconocer ese sacrificio que la madre realiza, en función del hijo, no es tan difícil. El expresarlo tal vez cueste, pero ese valor no radica, ni mucho menos es sustituible mediante las mercancías, en los regalos como muchos suelen hacer en el día de la madre. El afecto no se expresa mediante las cosas (regalos), sino mediante las acciones. Y como las acciones se encuentran sujetas al momento, el afecto requiere de una constante práctica que llega a sus límites sólo cuando la existencia acaba. Reconocer la finitud de la existencia es lo que impulsa el afecto porque vincula a la vida que se comparte y sujeta a la contingencia. De ahi que el afecto que uno siente por la madre, ya sea de amor o de odio, se diferencia de las demás formas de afecto (como puede ser el amor por una pareja o la misma amistad entre amigos) porque sólo acaba con la muerte.

 Las formas de expresión de los afectos se encuentran todas mediadas en función de lo que los antropólogos han llamado la endoculturación. El horizonte cultural es muy significativo al respecto. En el Perú, así como en muchos países del mundo, hay una variedad de géneros musicales que expresan fielmente los afectos en función de una cultura determinada. En la “cultura peruana” hay un género musical al que se le atribuye una cualidad muy significativa cuando se la escucha y se canta, a saber, el Yaraví. Se suele decir y reconocer que “el yaraví sale del alma”. Lejos de todo etnocentrismo, tal reconocimiento se afianza cuando uno repara en su composición cultural. Sobre el yaraví, en 1940, el antropólogo José María Arguedas elucidó algunos detalles al respecto:

“El único caso notable de creación de un género de música popular enteramente distinta, pero de inobjetable procedencia india, es el yaraví. El yaraví fue creado por el pueblo mestizo más diferenciado del indio, por un pueblo fronterizo con la costa, por Arequipa; en la época del romanticismo libertario poco después y casi a raíz de la popularización de los poemas del primer poeta mestizo del Perú, don Mariano Melgar, el mártir mas puro de la revolución libertaria, el más grande de los románticos peruanos. Pero en Arequipa se canta y se toca el wayno tanto como el yaraví, porque el yaraví no se baila; el yaraví es sólo para cantar, cuando se ha perdido alguna gran esperanza, o cuando se siente o se desea hacer sentir alguna pena”. [Las negritas son mías]

Por ello a modo de ejemplo tan sólo escúchese el yaraví compuesto e interpretado por el “Dúo José María Arguedas” (dúo conformado por los hermanos Walter Humala y Julio Humala) llamado “Yaraví para mi madre” (Suba el volumen del enlace, que se encuentra muy bajo, para apreciar la sonoridad de la canción).



"En lo más hondo
de mi.
Allí donde
no ha llegado
turbios ríos
de lo malo.
Allí donde
cristalino
abre a los sentimientos.
Allí tu infinita imagen
simboliza el amor.

No hablo de flores pintadas
ni de bocetos dorados
Hablo de amores de años
Hablo de tu sacrificio
por los niños de este mundo
Semilleros de amor bueno
como las flores del campo.

Tú no eres flor de dinero,
que aire mal, por tratarla, 
le ha cambiado la fragancia.
Y han hecho de su artificio,
símbolo de amor ficticio.
Tú eres mi madre sencilla
como las flores silvestres. 

Tú naciste en primavera cual primavera de amores
Y trajiste en tu regazo la herencia que te dejaron
Tu madre y la madre de ellas para las hijas que vendrán".
                                                                        (Dúo J.M.Arguedas: "Yaraví para mi madre")


*                                 *                                 *


Que duda cabe, en tal yaraví se escucha al hijo que valora el sacrificio de la madre (y no de cualquier madre, ya que algunas no merecen ser recordadas, ni mucho menos mencionadas). Madre que en el fondo es, para el hijo, una mujer sencilla, una madre sencilla "como las flores silvestres" y no un símbolo de amor ficticio como se tiende a celebrar en el llamado día de la madre.




Juan Archi Orihuela
Miércoles, 09 de mayo de 2012.

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(*) En la imagen superior derecha se encuentra la tapa del cassete "Zorros de arriba" en el que se encuentra la canción aludida en el texto.