La
utopía se encuentra compuesta por una serie de imágenes, memorias, mitos,
sueños y deseos colectivos que nacen a raíz de la resignificación de ciertos
hechos históricos, ya sean estos reales o supuestos, que han acaecido en el
pasado. La resignificación del pasado lo realizan generalmente hombres y
mujeres para quienes el presente les resulta insostenible (ya sea por las
condiciones de opresión o de explotación que atenta contra las mínimas
condiciones materiales e ideales de la existencia humana), como una suerte de
proyección hacía el futuro: un porvenir que se encuentre exento de las
dificultades del presente. Si bien es cierto que la utopía no tiene un lugar,
eso no quiere decir que se encuentre fuera de la historia, entendida como
proceso, sino que en parte es lo que anima a la historia o al proceso histórico
en el mundo contemporáneo.
En el Perú la utopía se ha generado a partir de una matriz cultural, a saber, la cultura andina. El historiador Alberto Flores Galindo, durante la década del 80 del siglo pasado, fue uno de los pocos intelectuales de izquierda que observó tal fenómeno ideal a partir de la investigación historiográfica. Pero si la utopía es un fenómeno ideal ¿cómo puede ser investigado? Flores Galindo al respecto anotaba lo siguiente:
Por ello la historia que se reproducen en los museos es una historia sin vida, sin ideas y sobre todo sin acciones, espacio inmutable, un espacio sin conflictos: nadie habla, tan sólo se mira para consentir lo pétreo del objeto. La historia del Perú, así como la de muchas sociedades que han sido colonizadas, es una historia con grandes conflictos. A partir de esos conflictos se recrea una serie de imágenes, imágenes que aluden a momentos históricos que son resignificados por generaciones en función de una lucha particular e histórica que pretende ser culturalmente universal. La utopía andina precisamente es el resultado de un largo proceso de resignificación sobre aquellos hechos del pasado: un pasado violento. Los hechos e imágenes que posibilitan la constitución de la utopía andina proceden del imperio incaico figurado magistralmente por el mestizo "Inca" Garcilaso de la Vega; de las prácticas y de los rituales andinos presentes durante la colonización como las huacas, conopas, los mallquis y demás, en plena desestructuración cultural; de aquellas rebeliones heroicas contra el poder colonial, y reprimidas sangrientamente, como la de Juan Santos Atahuallpa y la de José Gabriel Condorcanqui (Tupac Amaru II); también de los sueños como el de José Aguilar hasta constituir todo un horizonte utópico durante la república. Precisamente durante la república hay hechos que van desde las ideologías políticas (como el Aprismo y el socialismo peruano), la producción intelectual (desde el indigenismo hasta la literatura de José María Arguedas) y la resolución del conflicto a través de la violencia subversiva (como fue el caso de la insurrección armada que inició el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso) que permiten reconocer aquella dimensión utópica que anima las luchas populares.
Por ello la utopía andina no es sólo la idealización del pasado, sino la puesta en acción de una serie de anhelos culturalmente resignificados en función del conflicto social. De ahí que al decir de Alberto Flores Galindo: “la biografía de la utopía andina no está al margen de la lucha de clases”, más aún, “(…) la biografía de la utopía andina ha estado frecuentemente asociada a la historia campesina en el Perú”. Precisamente la historia campesina en el Perú se encuentra asociada a sus luchas regionales e históricas. La resignificación sobre el pasado es una suerte de encuentro entre la memoria (de los campesinos y de las clases populares procedentes del campesinado) y la imaginación (de un nuevo país como un proyecto político).
La imaginación se convierte en una posibilidad de acción en la medida que urge una necesidad. Para el campesino pobre del Perú su reproducción como clase es una constante necesidad social articulada a través de una institución histórica, a saber, la comunidad campesina. Los campesinos al ubicarse en el lugar más inferior de la estructura social del poder y padecer las necesidades más elementales de subsistencia les permite, así como a las demás clases populares procedentes del campesinado, concebir que sus problemas, generados por las injusticias sociales, tienen una resolución mediante la acción organizada de una fuerza que defienda sus intereses. Por ello los campesinos han participado de manera legítima y consecuente de diversas formas de insurrección a lo largo del siglo XX. Tales hechos no serían más que una racionalización de intereses sobre el entramado del poder político. Sin embargo, se dirá ¿dónde queda la utopía andina si todo está racionalizado? El detalle es que no se debe concebir a la utopía andina como opuesta a la racionalización, menos aún como una mera ensoñación de un solo sujeto, sino como una producción social de acciones culturalmente resignificadas por la clase campesina. Al respecto hay una canción llamada Piedra violenta (1987) de Julio Humala que expresa fielmente, por otros medios, la llamada utopía andina.
Lo primero alude a la situación del campesino pobre (No hay golpe más rudo, haber crecido sin infancia) que casi siempre lidia con gran esfuerzo (Piedra violenta, testigo de mis sudores). Esfuerzo que se sostiene por una serie de motivos, sueños, derroteros y demás. Hay coyunturas en el que surgen líderes u hombres que sólo expresan esos sueños de cambio social (Hay corazones que al caer la tarde cogen al vuelo estrellas/ Para alumbrar los caminos y alejar a las penas) y por ello participan de tales hechos porque son parte del conflicto y no meros espectadores. Tal acción evidentemente política no reproduce el tan mentado caudillismo, figurado bajo la imagen de que los campesinos siguen ciegamente a un líder (como de manera maniquea algunos observan para motejarlos), sino una correlación de fuerzas en el interior de la estructura de la organización de toda comunidad campesina. Más aún tales acciones políticas (movilización, toma de tierras, enfrentamiento con las fuerzas represivas del Estado y demás) recuerdan hechos del pasado, un pasado de oprobio (No nos toquen las heridas que a traición nos hicieron) que va siendo resignificado. Y la resignificación es el resultado de la capacidad de imaginar un futuro mejor mediante la acción (Son heraldos de la vida, wawqichallay, anunciando nuevas trillas). Por ello la utopía andina no tiene nada que ver con las visiones citadinas de la clase media que a través de las consecuencias culturales del neoliberalismo está presentando una peculiar resignificación de la utopía, a saber, aquella que engoladamente llaman “todas las sangres”.
Repensar “Todas las sangres” desde un imaginario estético-culturalista que apunte exclusivamente a enfatizar la “diferencia” de toda índole (desde el sexo hasta las maneras del llamado "pensar diferente") no es más que una visión descafeinada de las relaciones del poder que se objetivan a través del conflicto social. Más aún si uno repara que la significación de “Todas las sangres” que José María Arguedas recreó de manera literaria en el año 1964 (antes de al Reforma Agraria) fue un intento por acercarse a los conflictos de la sociedad peruana (asumiendo desde luego el riesgo que genera toda recreación literaria), tal “repensar” pierde toda consistencia, tanto cultural como política. La resolución del conflicto en tan conocida novela, no pasa por el diálogo y la tolerancia sino por una lucha de emancipación dirigida por el indio en busca de la justicia social y la defensa de la patria (en la novela el personaje Rendón Willka y todos los indios son sujetos que objetivan y explicitan la colonización en una determinada estructura social). En realidad el indio no es más que el campesino pobre del ande que aún mantiene y reproduce un patrón cultural asociado a una determinada relación estructural e histórica: hacienda-comunidad. Por ello con la Reforma Agraria (1969) los conflictos sociales que eclosionaron posteriormente se fueron estructurando en función de las demás contradicciones que ya José María Arguedas también figuró, a saber, el imperialismo y la nación. Actualmente una prolongación de esa contradicción son los conflictos producidos por la imposición del gran capital (las trasnacionales); hechos aciagos como el “Baguazo” (Bagua, 2009), “Tía María” (Arequipa, 2011) y demás, así como el “Proyecto Minas Conga” (Cajamarca, 2012), que aún nos mantiene en vilo, explicitan tal relación de poder impositivo.
Pero si se observa los conflictos sociales que acaecen o acaecieron históricamente en el Perú, tanto ayer como hoy, uno puede reparar en un detalle, a saber, que los conflictos exceden a la lucha de clases, pero no la anulan. Más aún la lucha de clases se mantiene porque es el resultado de una serie de relaciones sociales, políticas y culturales que mantienen una desigualdad social históricamente mantenida por el hecho colonial. Otra cosa es que existan sujetos que intenten soslayarla u ocultarla mediante el arte; al respecto son conocidas aquellas imágenes pop o el cansino collage sobre forzados tópicos que aluden a la cultura popular del migrante campesino-andino, a saber, el “cerro”, el “cartel multicolor”, la “combi” y demás (aunque tales referentes simbólicos merecerían una observación en otro escrito, ya que tales imágenes se han vuelto una suerte de fetiches para cierta clase media que a través de ellos resignifica lo “popular” o, en su defecto, trafica con ellos); o también es conocida esa retórica narcisista pretendidamente filosófica o reflexiva que muchos sujetos siempre baladronean sobre “el fin de los metarrelatos”, las “otras miradas”, los “discursos contrahegemónicos”, las “nuevas lógicas” y demás, para soslayar no sólo a la lucha de clases como un referente de hecho empírico, sino a toda forma de conflicto social que históricamente acaece. Por ello no es casual que tales sujetos al unísono mencionen que “la realidad social es más compleja de lo que se cree” (¿?). Claro que es compleja, pero hay grados y formas de generalización cognoscitiva que permiten encararlos y no, cínicamente, soslayarlos o desentenderse de ellos. Y una de esas formas históricas de encarar el conflicto ha sido la utopía andina o “la piedra violenta” para los campesinos, quienes siempre han pagado los altos costos sociales (con la inmolación de muchos de sus deudos) en todos los conflictos sociales.
No está demás observar que los campesinos no generan los conflictos sociales, sino que animan las utopías para resolver los conflictos, como una respuesta cultural y política para encararlos literalmente cara a cara. O, simplemente cabe recordar que las utopías se animan porque, como se entona en parte de la canción aludida: “Hay corazones que al caer la tarde cogen al vuelo estrellas/ Para alumbrar los caminos y calentar a las penas / Roturando a la tierra, wawqichallay (*), que ha de coger la semilla”.
En el Perú la utopía se ha generado a partir de una matriz cultural, a saber, la cultura andina. El historiador Alberto Flores Galindo, durante la década del 80 del siglo pasado, fue uno de los pocos intelectuales de izquierda que observó tal fenómeno ideal a partir de la investigación historiográfica. Pero si la utopía es un fenómeno ideal ¿cómo puede ser investigado? Flores Galindo al respecto anotaba lo siguiente:
“La historia ofrece un camino: buscar las vinculaciones entre las ideas, los
mitos, los sueños, los objetos y los hombres que los producen y los consumen,
viven y se exaltan con ellos. Abandonar el territorio apacible de las ideas
desencarnadas, para encontrarse con las luchas y los conflictos, con los
hombres en plural, con los grupos y clases sociales, con los problemas del
poder y la violencia en una sociedad. Los hombres andinos no han pasado su
historia encerrados en un museo imposible”.
Por ello la historia que se reproducen en los museos es una historia sin vida, sin ideas y sobre todo sin acciones, espacio inmutable, un espacio sin conflictos: nadie habla, tan sólo se mira para consentir lo pétreo del objeto. La historia del Perú, así como la de muchas sociedades que han sido colonizadas, es una historia con grandes conflictos. A partir de esos conflictos se recrea una serie de imágenes, imágenes que aluden a momentos históricos que son resignificados por generaciones en función de una lucha particular e histórica que pretende ser culturalmente universal. La utopía andina precisamente es el resultado de un largo proceso de resignificación sobre aquellos hechos del pasado: un pasado violento. Los hechos e imágenes que posibilitan la constitución de la utopía andina proceden del imperio incaico figurado magistralmente por el mestizo "Inca" Garcilaso de la Vega; de las prácticas y de los rituales andinos presentes durante la colonización como las huacas, conopas, los mallquis y demás, en plena desestructuración cultural; de aquellas rebeliones heroicas contra el poder colonial, y reprimidas sangrientamente, como la de Juan Santos Atahuallpa y la de José Gabriel Condorcanqui (Tupac Amaru II); también de los sueños como el de José Aguilar hasta constituir todo un horizonte utópico durante la república. Precisamente durante la república hay hechos que van desde las ideologías políticas (como el Aprismo y el socialismo peruano), la producción intelectual (desde el indigenismo hasta la literatura de José María Arguedas) y la resolución del conflicto a través de la violencia subversiva (como fue el caso de la insurrección armada que inició el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso) que permiten reconocer aquella dimensión utópica que anima las luchas populares.
Por ello la utopía andina no es sólo la idealización del pasado, sino la puesta en acción de una serie de anhelos culturalmente resignificados en función del conflicto social. De ahí que al decir de Alberto Flores Galindo: “la biografía de la utopía andina no está al margen de la lucha de clases”, más aún, “(…) la biografía de la utopía andina ha estado frecuentemente asociada a la historia campesina en el Perú”. Precisamente la historia campesina en el Perú se encuentra asociada a sus luchas regionales e históricas. La resignificación sobre el pasado es una suerte de encuentro entre la memoria (de los campesinos y de las clases populares procedentes del campesinado) y la imaginación (de un nuevo país como un proyecto político).
La imaginación se convierte en una posibilidad de acción en la medida que urge una necesidad. Para el campesino pobre del Perú su reproducción como clase es una constante necesidad social articulada a través de una institución histórica, a saber, la comunidad campesina. Los campesinos al ubicarse en el lugar más inferior de la estructura social del poder y padecer las necesidades más elementales de subsistencia les permite, así como a las demás clases populares procedentes del campesinado, concebir que sus problemas, generados por las injusticias sociales, tienen una resolución mediante la acción organizada de una fuerza que defienda sus intereses. Por ello los campesinos han participado de manera legítima y consecuente de diversas formas de insurrección a lo largo del siglo XX. Tales hechos no serían más que una racionalización de intereses sobre el entramado del poder político. Sin embargo, se dirá ¿dónde queda la utopía andina si todo está racionalizado? El detalle es que no se debe concebir a la utopía andina como opuesta a la racionalización, menos aún como una mera ensoñación de un solo sujeto, sino como una producción social de acciones culturalmente resignificadas por la clase campesina. Al respecto hay una canción llamada Piedra violenta (1987) de Julio Humala que expresa fielmente, por otros medios, la llamada utopía andina.
“Cuanto
dolor que existe en el mundo es la miseria que muerde
No hay
golpe más rudo, haber crecido sin infancia
Oscuridad
es que oprime, wawqichallay, teniendo al sol en las manos.
Piedra
violenta, testigo de mis sudores
Has de
servirme de lecho en mi descanso infinito
Has de
acoger a mi alma, wawqichallay, adolorida y sin culpas.
Hay
corazones que al caer la tarde cogen al vuelo estrellas
Para
alumbrar los caminos y calentar a las penas
Roturando
a la tierra, wawqichallay, que ha de coger la semilla.
No nos
toquen las heridas que a traición nos hicieron
se
viene el golpe violento que ha de acabar las miserias
Son
heraldos de la vida, wawqichallay, anunciando nuevas trillas.
Cuando
el zorzal cante tres veces, la miseria será olvido.
Cantaremos
a la tierra en un abrazo infinito,
Cantaremos a la
vida en un abrazo infinito, wawqichallay, en un abrazo infinito”.
Lo primero alude a la situación del campesino pobre (No hay golpe más rudo, haber crecido sin infancia) que casi siempre lidia con gran esfuerzo (Piedra violenta, testigo de mis sudores). Esfuerzo que se sostiene por una serie de motivos, sueños, derroteros y demás. Hay coyunturas en el que surgen líderes u hombres que sólo expresan esos sueños de cambio social (Hay corazones que al caer la tarde cogen al vuelo estrellas/ Para alumbrar los caminos y alejar a las penas) y por ello participan de tales hechos porque son parte del conflicto y no meros espectadores. Tal acción evidentemente política no reproduce el tan mentado caudillismo, figurado bajo la imagen de que los campesinos siguen ciegamente a un líder (como de manera maniquea algunos observan para motejarlos), sino una correlación de fuerzas en el interior de la estructura de la organización de toda comunidad campesina. Más aún tales acciones políticas (movilización, toma de tierras, enfrentamiento con las fuerzas represivas del Estado y demás) recuerdan hechos del pasado, un pasado de oprobio (No nos toquen las heridas que a traición nos hicieron) que va siendo resignificado. Y la resignificación es el resultado de la capacidad de imaginar un futuro mejor mediante la acción (Son heraldos de la vida, wawqichallay, anunciando nuevas trillas). Por ello la utopía andina no tiene nada que ver con las visiones citadinas de la clase media que a través de las consecuencias culturales del neoliberalismo está presentando una peculiar resignificación de la utopía, a saber, aquella que engoladamente llaman “todas las sangres”.
Repensar “Todas las sangres” desde un imaginario estético-culturalista que apunte exclusivamente a enfatizar la “diferencia” de toda índole (desde el sexo hasta las maneras del llamado "pensar diferente") no es más que una visión descafeinada de las relaciones del poder que se objetivan a través del conflicto social. Más aún si uno repara que la significación de “Todas las sangres” que José María Arguedas recreó de manera literaria en el año 1964 (antes de al Reforma Agraria) fue un intento por acercarse a los conflictos de la sociedad peruana (asumiendo desde luego el riesgo que genera toda recreación literaria), tal “repensar” pierde toda consistencia, tanto cultural como política. La resolución del conflicto en tan conocida novela, no pasa por el diálogo y la tolerancia sino por una lucha de emancipación dirigida por el indio en busca de la justicia social y la defensa de la patria (en la novela el personaje Rendón Willka y todos los indios son sujetos que objetivan y explicitan la colonización en una determinada estructura social). En realidad el indio no es más que el campesino pobre del ande que aún mantiene y reproduce un patrón cultural asociado a una determinada relación estructural e histórica: hacienda-comunidad. Por ello con la Reforma Agraria (1969) los conflictos sociales que eclosionaron posteriormente se fueron estructurando en función de las demás contradicciones que ya José María Arguedas también figuró, a saber, el imperialismo y la nación. Actualmente una prolongación de esa contradicción son los conflictos producidos por la imposición del gran capital (las trasnacionales); hechos aciagos como el “Baguazo” (Bagua, 2009), “Tía María” (Arequipa, 2011) y demás, así como el “Proyecto Minas Conga” (Cajamarca, 2012), que aún nos mantiene en vilo, explicitan tal relación de poder impositivo.
Pero si se observa los conflictos sociales que acaecen o acaecieron históricamente en el Perú, tanto ayer como hoy, uno puede reparar en un detalle, a saber, que los conflictos exceden a la lucha de clases, pero no la anulan. Más aún la lucha de clases se mantiene porque es el resultado de una serie de relaciones sociales, políticas y culturales que mantienen una desigualdad social históricamente mantenida por el hecho colonial. Otra cosa es que existan sujetos que intenten soslayarla u ocultarla mediante el arte; al respecto son conocidas aquellas imágenes pop o el cansino collage sobre forzados tópicos que aluden a la cultura popular del migrante campesino-andino, a saber, el “cerro”, el “cartel multicolor”, la “combi” y demás (aunque tales referentes simbólicos merecerían una observación en otro escrito, ya que tales imágenes se han vuelto una suerte de fetiches para cierta clase media que a través de ellos resignifica lo “popular” o, en su defecto, trafica con ellos); o también es conocida esa retórica narcisista pretendidamente filosófica o reflexiva que muchos sujetos siempre baladronean sobre “el fin de los metarrelatos”, las “otras miradas”, los “discursos contrahegemónicos”, las “nuevas lógicas” y demás, para soslayar no sólo a la lucha de clases como un referente de hecho empírico, sino a toda forma de conflicto social que históricamente acaece. Por ello no es casual que tales sujetos al unísono mencionen que “la realidad social es más compleja de lo que se cree” (¿?). Claro que es compleja, pero hay grados y formas de generalización cognoscitiva que permiten encararlos y no, cínicamente, soslayarlos o desentenderse de ellos. Y una de esas formas históricas de encarar el conflicto ha sido la utopía andina o “la piedra violenta” para los campesinos, quienes siempre han pagado los altos costos sociales (con la inmolación de muchos de sus deudos) en todos los conflictos sociales.
No está demás observar que los campesinos no generan los conflictos sociales, sino que animan las utopías para resolver los conflictos, como una respuesta cultural y política para encararlos literalmente cara a cara. O, simplemente cabe recordar que las utopías se animan porque, como se entona en parte de la canción aludida: “Hay corazones que al caer la tarde cogen al vuelo estrellas/ Para alumbrar los caminos y calentar a las penas / Roturando a la tierra, wawqichallay (*), que ha de coger la semilla”.
Juan Archi Orihuela
Miércoles,
23 de mayo de 2012.
______________
(*) La traducción literal de Wawqichallay es "mi
hermanito". Wawqi, o también wawqe, es hermano. El
diminutivo "cha" en el quechua expresa la estima y el afecto
familiar. Pero no ncesariamente el diminutivo alude a un niño o a un infante,
muchas veces es dirigida a las personas mayores para expresar el gran respeto y
afecto que se siente por ellas, como ocurre en el centro y sur andino, y de
manera generalizada en todo el ande peruano, cuando se expresa papicha o
papacha (papito) o mamacha (mamita). Por ello cuando uno se
expresa diciendo wawqichallay no sólo quiere expresar el afecto, por
reconocerlo como familiarmente suyo con la terminación llay ("mi"),
que sería tan sólo waqwillay (mi hermano), sino también el gran
respeto que uno siente hacia el prójimo waqwicha (hermanito): wawqichallay
(mi hermanito). En espacios políticos que recrean ciertos sentidos, y en el
fondo a eso es lo que apunta la canción, wawqichallay podría
ser entendido como "compañero". Tal como se emplea
aquel significante en las diversas organizaciones políticas.