Hay ilusiones que motivan toda una práctica de vida de acuerdo a ciertas perspectivas históricas y de ineludible cuño existencial. Pero también hay ilusiones que acucian proyectos colectivos en el imaginario de toda una comunidad. Tal vez aquellas últimas ilusiones sean las más epidérmicas porque son públicas (en la medida que implica compromisos y relaciones con los demás) y no privadas (dado que hasta cierto punto el silencio de uno mismo anestesia toda cuita) y además porque delatan la condición del hombre como un “animal sentidor”, tal como observaba hace años el respetable Miguel de Unamuno.
En estos últimos días, a raíz de una serie de hechos (el paro regional en Cajamarca, el estado de emergencia como una medida represiva al movimiento popular y el cambio del gabinete ministerial que anuncia explícitamente el giro a la derecha), se evidenció una suerte de “crónica de una muerte anunciada”, a saber, la muerte de una ilusión. La ilusión que ha muerto era la posibilidad de iniciar cambios sociales a través de un gobierno que llegó al poder con las banderas del campo político popular. Banderas que se alzan para demandar respeto, igualdad política, derechos y salarios justos a todos los gobiernos de la gran burguesía en el Perú. Y como el llamado “nacionalismo peruano” fue “construido” (o, propiamente dicho, fue maquillado) por la pequeña burguesía (en parte provinciana y algo empresarial) se generó la expectativa de que un “gobierno pequeño burgués reformista” podría canalizar y enrumbar las aspiraciones del campo popular mediante la política de la “inclusión social”. Las aspiraciones populares que han sido siempre muy epidérmicas (y nada cíclicas, como algunos podrían considerar) tienen a la palabra empeñada como un recurso moral (y que a la vez es ineludiblemente político), para espetar y cuestionar aquel giro que el gobierno a dado hacia la derecha autoritaria y represiva con el campo popular. Pero a la vez la palabra empeñada lacera no sólo porque un sujeto se sienta afligido, sino porque anestesia a una generación que tuvo que sortear el más duro nihilismo y el más abominable narcisismo que dejó el fujimorismo, como la más diáfana expresión de la moral que sostiene al libre mercado. O, sincopando lo señalado, tal como observaba Nietzsche: “El problema no es que me hayas mentido, sino que de ahora en adelante no podré creerte”.
Pero lejos de todo nihilismo, lo más diáfano tal como se puede observar en los hechos, en contraposición a la metafórica “noche” que se avecina en el campo popular, es que mientras el régimen gira ineludiblemente a la derecha, el campo popular se ubicará y se asentará más aún en la izquierda. Y ahí el gran problema político al interior de los campos, y no me refiero sólo al conflicto de clases, que al fin de cuentas es el desenlace de las relaciones de fuerzas opuestas en el campo político, sino a la posibilidad de generar un proyecto alternativo al neoliberalismo y que responda genéricamente a un proyecto nacional-popular, como viene ocurriendo en el continente mal llamado latinoamericano. O, tal vez, ¿La contraposición, que lleva años en el país, entre la Gran Empresa (minería) y las comunidades campesinas será el escenario oportuno para que se genere la Unidad de la Izquierda en el Perú? ¿Acaso el movimiento popular será dirigido por el movimiento campesino y regional? ¿El movimiento regional podrá generar el tan anhelado Frente Popular para que la izquierda genere un gobierno popular? ¿Y si la izquierda se construye como un espacio eminentemente popular, en el sentido que exprese y defienda a los intereses populares, será una alternativa de cambio también cultural?
Pero la muerte de la ilusión no debe llevar al cinismo, como sueltamente baladronean los que consienten la impunidad que genera todo el sistema político. Ya que la política no es aquel Maelstrón figurado en un cuento de Allan Poe, sino que hay una suerte de constante histórica. Y precisamente una característica constante en los últimos 30 años acerca del Estado en el Perú es que cada gobierno de turno devela una crisis que luego medianamente es suspendida por el monopolio de la fuerza, así como el monopolio simbólico que ejerce el Estado para desarticular a los movimientos populares, quienes frecuentemente mediante medidas de fuerza expresan el síntoma de la crisis y no a la inversa. Tal situación imposibilita la formación de un bloque social disidente que permita superar la crisis y no sólo suspenderla periódicamente, como suele hacer todo gobierno de turno (que se sustenta en la democracia liberal representativa). Si tales crisis no se superan, la eclosión de los conflictos polarizará los intereses en pugna que se verán explícitamente enfrentados. Siempre los intereses se dan de manera velada, por ello lo significativo de una crisis Estatal es que la Sociedad Civil o el Estado ampliado, tal como lo llamaba Gramsci, al reproducir las ideas-fuerza que sostiene a la idealidad del Estado muestran la característica omnipresente de su poder. Además, tal idealidad figura la materialidad del poder a través de las diversas instituciones sociales. Uno de los hechos que ha posibilitado la crisis estatal contemporánea, y que tiene en vilo al actual gobierno peruano, que se pavonea como continuista, es el resultado de la contradicción entre dos instituciones, a saber, la empresa trasnacional y las comunidades campesinas.
Tal contradicción genera no sólo una serie de relaciones de fuerzas, mediante las cuales se mide el poder del Estado, sino también la explicitación hegemónica de las ideas-fuerza que sostiene la legitimidad de todo régimen. La gran empresa a través de una serie de sujetos (ya sean estos políticos oficialistas o de oposición, periodistas, analistas políticos y demás) enfatiza que el “Proyecto Conga” es el “punto de quiebre” de la economía nacional. En ese punto de quiebre se generan una serie de imágenes sobre la nación a partir de la relación trabajo-capital. Para los que apoyan y defienden los intereses de la gran empresa (en este caso la gran minería) tienden a acentuar la universalidad de la nación mediante la cual se arrogan su representación en función de su inmanencia. Mientras quienes apoyan y defienden los intereses de las comunidades campesinas cuestionan la universalidad de la nación a partir de su concreción regional en claro cuestionamiento a la inmanencia. Por ello la crisis del Estado no se debe a la pérdida del monopolio de la violencia, ni mucho menos a la intransigencia de la organización popular y regional (como espetan todos los conservadores), sino a que el poder económico sostiene las ideas-fuerza que reproduce el Estado.
Hay una tesis de Foucault al respecto de cómo se constituye la soberanía, a saber, mediante ciclos, uno de ellos es “el ciclo del sujeto al súbdito”. Hay diversos dispositivos para generar al sujeto, pero la constitución del súbdito radica en el proceso de la representación de la imagen que uno se hace del poder mientras se reproduce como sujeto. La imagen del poder, en función del sujeto, es una suerte de fuerza ajena a la materialidad del cuerpo, expresada mediante la amenaza de la violencia física. Esa violencia física no es sólo la desaparición material del cuerpo, sino también la suspensión moral de las acciones políticas en la medida que se le quita la condición de interlocutor válido al sujeto popular (o al que ose enfrentarse al poder del Estado) para actuar en el campo político. Límpidamente en el campo político del Perú se cierra el círculo del sujeto al súbdito, a través del fantasma de la violencia, pero sobre todo a través de la pseudo-política del diálogo.
La “pseudo-política del diálogo” no es más que el resultado de la violencia que ejerce el Estado. Los casos son empíricamente referibles en muchas regiones del país en donde aún campea la impunidad y en donde los deudos no pueden callar, a pesar de que ahora se sienta en el sillón presidencial el gran asesino de la ilusión. Al respecto la canción El asesino de la ilusión (1995) de Leuzemia es muy sugerente:“Las tardes de muertos eclipsan el bar/ y los deudos callarán su rabia/ y todo es por ti/ Pagando las noches de fusilamientos/ Gente desaparecerá/ ¿En dónde mierda están?/ so pretexto de "vida"/ so pretexto de "paz"/ so pretexto de "amar"/ so pretexto de "luchar"/ Mentiras nada más/ la que escribe tu voz (…)/ Un criminal en un diván/ Un criminal en un desván/ Un criminal en un sedan/ el Asesino de la Ilusión”.
En estos últimos días, a raíz de una serie de hechos (el paro regional en Cajamarca, el estado de emergencia como una medida represiva al movimiento popular y el cambio del gabinete ministerial que anuncia explícitamente el giro a la derecha), se evidenció una suerte de “crónica de una muerte anunciada”, a saber, la muerte de una ilusión. La ilusión que ha muerto era la posibilidad de iniciar cambios sociales a través de un gobierno que llegó al poder con las banderas del campo político popular. Banderas que se alzan para demandar respeto, igualdad política, derechos y salarios justos a todos los gobiernos de la gran burguesía en el Perú. Y como el llamado “nacionalismo peruano” fue “construido” (o, propiamente dicho, fue maquillado) por la pequeña burguesía (en parte provinciana y algo empresarial) se generó la expectativa de que un “gobierno pequeño burgués reformista” podría canalizar y enrumbar las aspiraciones del campo popular mediante la política de la “inclusión social”. Las aspiraciones populares que han sido siempre muy epidérmicas (y nada cíclicas, como algunos podrían considerar) tienen a la palabra empeñada como un recurso moral (y que a la vez es ineludiblemente político), para espetar y cuestionar aquel giro que el gobierno a dado hacia la derecha autoritaria y represiva con el campo popular. Pero a la vez la palabra empeñada lacera no sólo porque un sujeto se sienta afligido, sino porque anestesia a una generación que tuvo que sortear el más duro nihilismo y el más abominable narcisismo que dejó el fujimorismo, como la más diáfana expresión de la moral que sostiene al libre mercado. O, sincopando lo señalado, tal como observaba Nietzsche: “El problema no es que me hayas mentido, sino que de ahora en adelante no podré creerte”.
Pero lejos de todo nihilismo, lo más diáfano tal como se puede observar en los hechos, en contraposición a la metafórica “noche” que se avecina en el campo popular, es que mientras el régimen gira ineludiblemente a la derecha, el campo popular se ubicará y se asentará más aún en la izquierda. Y ahí el gran problema político al interior de los campos, y no me refiero sólo al conflicto de clases, que al fin de cuentas es el desenlace de las relaciones de fuerzas opuestas en el campo político, sino a la posibilidad de generar un proyecto alternativo al neoliberalismo y que responda genéricamente a un proyecto nacional-popular, como viene ocurriendo en el continente mal llamado latinoamericano. O, tal vez, ¿La contraposición, que lleva años en el país, entre la Gran Empresa (minería) y las comunidades campesinas será el escenario oportuno para que se genere la Unidad de la Izquierda en el Perú? ¿Acaso el movimiento popular será dirigido por el movimiento campesino y regional? ¿El movimiento regional podrá generar el tan anhelado Frente Popular para que la izquierda genere un gobierno popular? ¿Y si la izquierda se construye como un espacio eminentemente popular, en el sentido que exprese y defienda a los intereses populares, será una alternativa de cambio también cultural?
Pero la muerte de la ilusión no debe llevar al cinismo, como sueltamente baladronean los que consienten la impunidad que genera todo el sistema político. Ya que la política no es aquel Maelstrón figurado en un cuento de Allan Poe, sino que hay una suerte de constante histórica. Y precisamente una característica constante en los últimos 30 años acerca del Estado en el Perú es que cada gobierno de turno devela una crisis que luego medianamente es suspendida por el monopolio de la fuerza, así como el monopolio simbólico que ejerce el Estado para desarticular a los movimientos populares, quienes frecuentemente mediante medidas de fuerza expresan el síntoma de la crisis y no a la inversa. Tal situación imposibilita la formación de un bloque social disidente que permita superar la crisis y no sólo suspenderla periódicamente, como suele hacer todo gobierno de turno (que se sustenta en la democracia liberal representativa). Si tales crisis no se superan, la eclosión de los conflictos polarizará los intereses en pugna que se verán explícitamente enfrentados. Siempre los intereses se dan de manera velada, por ello lo significativo de una crisis Estatal es que la Sociedad Civil o el Estado ampliado, tal como lo llamaba Gramsci, al reproducir las ideas-fuerza que sostiene a la idealidad del Estado muestran la característica omnipresente de su poder. Además, tal idealidad figura la materialidad del poder a través de las diversas instituciones sociales. Uno de los hechos que ha posibilitado la crisis estatal contemporánea, y que tiene en vilo al actual gobierno peruano, que se pavonea como continuista, es el resultado de la contradicción entre dos instituciones, a saber, la empresa trasnacional y las comunidades campesinas.
Tal contradicción genera no sólo una serie de relaciones de fuerzas, mediante las cuales se mide el poder del Estado, sino también la explicitación hegemónica de las ideas-fuerza que sostiene la legitimidad de todo régimen. La gran empresa a través de una serie de sujetos (ya sean estos políticos oficialistas o de oposición, periodistas, analistas políticos y demás) enfatiza que el “Proyecto Conga” es el “punto de quiebre” de la economía nacional. En ese punto de quiebre se generan una serie de imágenes sobre la nación a partir de la relación trabajo-capital. Para los que apoyan y defienden los intereses de la gran empresa (en este caso la gran minería) tienden a acentuar la universalidad de la nación mediante la cual se arrogan su representación en función de su inmanencia. Mientras quienes apoyan y defienden los intereses de las comunidades campesinas cuestionan la universalidad de la nación a partir de su concreción regional en claro cuestionamiento a la inmanencia. Por ello la crisis del Estado no se debe a la pérdida del monopolio de la violencia, ni mucho menos a la intransigencia de la organización popular y regional (como espetan todos los conservadores), sino a que el poder económico sostiene las ideas-fuerza que reproduce el Estado.
Hay una tesis de Foucault al respecto de cómo se constituye la soberanía, a saber, mediante ciclos, uno de ellos es “el ciclo del sujeto al súbdito”. Hay diversos dispositivos para generar al sujeto, pero la constitución del súbdito radica en el proceso de la representación de la imagen que uno se hace del poder mientras se reproduce como sujeto. La imagen del poder, en función del sujeto, es una suerte de fuerza ajena a la materialidad del cuerpo, expresada mediante la amenaza de la violencia física. Esa violencia física no es sólo la desaparición material del cuerpo, sino también la suspensión moral de las acciones políticas en la medida que se le quita la condición de interlocutor válido al sujeto popular (o al que ose enfrentarse al poder del Estado) para actuar en el campo político. Límpidamente en el campo político del Perú se cierra el círculo del sujeto al súbdito, a través del fantasma de la violencia, pero sobre todo a través de la pseudo-política del diálogo.
La “pseudo-política del diálogo” no es más que el resultado de la violencia que ejerce el Estado. Los casos son empíricamente referibles en muchas regiones del país en donde aún campea la impunidad y en donde los deudos no pueden callar, a pesar de que ahora se sienta en el sillón presidencial el gran asesino de la ilusión. Al respecto la canción El asesino de la ilusión (1995) de Leuzemia es muy sugerente:“Las tardes de muertos eclipsan el bar/ y los deudos callarán su rabia/ y todo es por ti/ Pagando las noches de fusilamientos/ Gente desaparecerá/ ¿En dónde mierda están?/ so pretexto de "vida"/ so pretexto de "paz"/ so pretexto de "amar"/ so pretexto de "luchar"/ Mentiras nada más/ la que escribe tu voz (…)/ Un criminal en un diván/ Un criminal en un desván/ Un criminal en un sedan/ el Asesino de la Ilusión”.
Pero como las ilusiones son aspiraciones generadas por las acciones políticas es posible que se generen nuevas ilusiones, sustentadas en proyectos colectivos, y que son ineludibles en estos tiempos en el que moralmente no se puede claudicar ante el cinismo y el continuismo de quienes han dirigido la república en desmedro de los trabajadores. No hay nada más cercano al principio de esperanza, tal como lo quería Ernest Bloch, que la ilusión y sobretodo cuando hay miles y miles de hombres y mujeres (populares) que lo animan con gran sacrificio y tesón en el campo popular. En el pueblo de Cajamarca y en el sur andino, a pesar de los manidos vituperios, florecerá una nueva ilusión que animará la esperanza.
Juan Archi Orihuela
Martes, 13 de diciembre de 2011
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(*) En la imagen superior derecha se encuentra el “asesino de la ilusión” anunciando el estado de emergencia en Cajamarca.