Hay una suerte de sentencia muy conocida del Cardenal Juan Luis Cipriani sobre la homosexualidad, a saber, “ellos (los homosexuales) no están en los planes de Dios”. Efectivamente, de acuerdo a la doctrina católica, y que al fin de cuentas aquella sentencia corresponde a tal credo, tales sujetos (los homosexuales) no están en los planes de Dios: el Dios creador del judeo-cristianismo creó sólo al hombre y a la mujer (en realidad todos los dioses creadores hicieron lo mismo que el Dios de Jacob). Por ello en el horizonte cultural del judeo-cristianismo tal sentencia resulta siendo una perogrullada. Pero tal sentencia ha irritado (e irrita) a los sujetos aludidos y a algunos activistas que abogan por una sociedad inclusiva en el Perú, muchas veces acuciados por una fachendosa política de género. Lejos de toda polarización estéril al respecto, el asunto que llama la atención es ¿por qué una verdad de fe es considerada o identificada como una verdad de hecho?
En parte la respuesta tiene que ver con la fe religiosa y eso indica la fuerte presencia y reproducción del credo católico en una sociedad que tiene como su soporte ideal y material a un Estado confesional. El Estado confesional en el Perú es de facto __a pesar de que en la Constitución del 93 se observe e interprete forzadamente en su articulo 50 el indicio de un Estado laico__ y se debe a que la Iglesia Católica aún ostenta y mantiene un gran poder simbólico en la reproducción de su credo a través de la enseñanza pública; y, además, tal institución religiosa es sostenida económicamente por el Estado peruano en su sentido más amplio, y que oscila desde los sueldos (que en algunos casos equivalen o sobrepasan las cifras que reciben los funcionarios públicos) a la manutención de sus espacios edilicios (el eufemismo signado en la actual constitución señala que el Estado “le presta su colaboración”).
Un religioso, ya sea pío o impío de tal o cual fe o credo, se preguntará (imprecisamente) al respecto lo siguiente: ¿qué hay de “malo” en que el Estado sea confesional? Más que “malo” es un problema social que tiene que ver con la relación que uno establece con los demás, es decir, la convivencia. La forma de convivencia en los Estados modernos pasa por la constitución de la ciudadanía y eso implica una separación política de la Iglesia frente al Estado, como corresponde a toda forma de organización política moderna. Además, la concreción de un Estado confesional aún reproduce una serie de prácticas que rayan con cierta intolerancia política, social y cultural frente a los cambios culturales y políticos que caracterizan a toda sociedad cuando se reorganiza en su conjunto. Ejemplos al respecto hay muchos y de toda índole en el país y no se reduce tan sólo al “pseudo-problema gay”, tan publicitado e identificado como lo políticamente correcto.
Un Estado laico ideal sería aquel Estado que proclamó el Frente Popular en España mediante la creación de la República Española que en su constitución de 1931, específicamente en su articulo 3, consignaba lo siguiente: “El Estado español no tiene religión oficial”. Por los datos históricos sabemos que tal medida corajuda de aquellos hombres y mujeres que intentaron construir una auténtica república fue atacada y socavada, entre otras instituciones de poder, por la Iglesia Católica, porque perdían, entre otras razones, el monopolio del poder simbólico que hace posible las diversas formas de dominación de clase. La Iglesia Católica no sólo “bendijo” y justificó al fascismo más brutal que se haya enquistado en España, sino que fue cómplice de tropelías infaustas que echan moralmente por tierra toda moral cristiana que se pregona desde los pulpitos.
Desde luego la libertad de tal o cual culto religioso se mantiene en todo Estado laico porque la fe es un hecho que no le compete al Estado sino al ciudadano. Por ende un Estado laico, para que sea tal, no mantiene económicamente a ninguna institución religiosa, sea del credo que fuere, ni mucho menos reproduce en sus instituciones educativas la fe y el culto religioso; para eso están las instituciones educativas privadas que se institucionalizan de acuerdo al credo que sigan o sea de la confesión de sus miembros. Además, la simbología de todo Estado laico se encuentra exenta de todo símbolo o icono religioso que fuere. En el caso del Perú __y que es uno de los rasgos que evidencian la condición de un Estado confesional__ en toda ceremonia pública de carácter estatal se encuentra presente la institución religiosa (La Iglesia Católica), ya sea mediante los actos protocolares (la bendición, el juramento) o a través de su simbología icónica (biblia y crucifijos); hasta en el Himno Nacional, en su última estrofa, se encuentra una referencia al Dios de Jacob, a saber, “renovemos el gran juramento/ que rendimos al Dios de Jacob” (como si todos fueran creyentes de tal Dios).
Pero pretender un Estado laico no debe ser considerado como un acto irreligioso, sino como un acto de comunión, en el sentido de establecer una mejor convivencia social con los demás a través de las leyes y no de la fe. La religiosidad, lejos de ser una necesidad metafísica, es una manera de fragmentar el mundo mediante una determinada práctica que se arroga la universalidad de las demás en función de una moral particular. El caso del judeo-cristianismo, que sostiene al Catolicismo en el Perú en función de cierto sincretismo andino, es la expresión de un monoteísmo que se caracteriza por ejercer cierto “totalitarismo cultural” sobre los sujetos que forman parte de aquel horizonte cultural. Si se observa bien al respecto se podrá constatar que no hay nada más excluyente y sectario que el monoteísmo, tanto en su discurso como en su práctica. Con ello no quiero insinuar que las religiones politeístas tengan una apertura a la tolerancia, sino que para ubicarnos en el horizonte religioso del Perú, el monoteísmo es hegemónico y se encuentra figurado por el Dios de Jacob. Sea la variante del judeo-cristianismo que fuese (católicos, evangélicos, mormones, testigos de Jehová, Israelitas y demás) la religiosidad en el Perú, así como los diversos cultos “pachamámicos” andinos y/o amazónicos de diversa índole religiosa, tiene que ser separado de los asuntos del Estado, si se quiere una convivencia social que se ajuste a la constitución de la ciudadanía.
En parte el acentuar cierto neoindigenismo multiculturalista, a través de la defensa de las tradiciones de índole religiosa y ancestral, consolida más aún al Estado confesional, ya que muchas de esas pretendidas prácticas ancestrales se encuentran sincréticamente constituidas por el catolicismo. La presencia hegemónica del catolicismo es innegable en todas ellas. Tales escenificaciones, y su respectiva divulgación como una mercancía en el mercado turístico, son una suerte de sujeción política que pasa como apolítica en muchos espacios en el que la modorra de la vida cotidiana las naturaliza hasta su esencialización. Más aún tales prácticas, paradójicamente, tienden precisamente a fortalecer el poder simbólico de la Iglesia Católica por otros medios. Por ello apelar a la diversidad cultural como una suerte de posibilidad para establecer la tolerancia en los diversos espacios sociales no pasa por consentir la reproducción religiosa de manera pública, sino por circunscribir su reproducción al ámbito privado.
Si los ilustrados tenían la confianza de que la instrucción pública posibilitaría la igualdad política, esta aún no se ha logrado porque la instrucción pública se encuentra sujeta a la normatividad de la fe. Figurativamente si en la Iglesia a uno le enseñan a arrodillarse, uno puede sospechar las consecuencias de una educación pública que consiente cursos de religión. Si Manuel Gonzáles Prada espetaba que el peruano lleva la cerviz encorvada debido a que vivió por siglos en un Estado Teocrático con los incas y en un Estado confesional con la colonia y aún mantenida en la república, cabe glosar que esa “cerviz encorvada” se debe al peso que ejerce la religión sobre la voluntad política de los hombres y mujeres que aparentan ser ciudadanos en el Perú. Por ello es necesario que el Estado peruano sea laico, no sólo para saldar deudas o traumas históricos, sino hacer posible la constitución de una fuerte ciudadanía que ejerza el poder, para que el individuo pueda ser libre en función de una práctica de vida que sea congruente a la razón y a la historia. Sin ánimos de pretender cierta anarquía, la crítica de Bakunin tiene cierto asidero cuando uno observa la relación entre Dios y el Estado en el Perú.
Juan Archi Orihuela
Viernes, 23 de diciembre de 2011.
En parte la respuesta tiene que ver con la fe religiosa y eso indica la fuerte presencia y reproducción del credo católico en una sociedad que tiene como su soporte ideal y material a un Estado confesional. El Estado confesional en el Perú es de facto __a pesar de que en la Constitución del 93 se observe e interprete forzadamente en su articulo 50 el indicio de un Estado laico__ y se debe a que la Iglesia Católica aún ostenta y mantiene un gran poder simbólico en la reproducción de su credo a través de la enseñanza pública; y, además, tal institución religiosa es sostenida económicamente por el Estado peruano en su sentido más amplio, y que oscila desde los sueldos (que en algunos casos equivalen o sobrepasan las cifras que reciben los funcionarios públicos) a la manutención de sus espacios edilicios (el eufemismo signado en la actual constitución señala que el Estado “le presta su colaboración”).
Un religioso, ya sea pío o impío de tal o cual fe o credo, se preguntará (imprecisamente) al respecto lo siguiente: ¿qué hay de “malo” en que el Estado sea confesional? Más que “malo” es un problema social que tiene que ver con la relación que uno establece con los demás, es decir, la convivencia. La forma de convivencia en los Estados modernos pasa por la constitución de la ciudadanía y eso implica una separación política de la Iglesia frente al Estado, como corresponde a toda forma de organización política moderna. Además, la concreción de un Estado confesional aún reproduce una serie de prácticas que rayan con cierta intolerancia política, social y cultural frente a los cambios culturales y políticos que caracterizan a toda sociedad cuando se reorganiza en su conjunto. Ejemplos al respecto hay muchos y de toda índole en el país y no se reduce tan sólo al “pseudo-problema gay”, tan publicitado e identificado como lo políticamente correcto.
Un Estado laico ideal sería aquel Estado que proclamó el Frente Popular en España mediante la creación de la República Española que en su constitución de 1931, específicamente en su articulo 3, consignaba lo siguiente: “El Estado español no tiene religión oficial”. Por los datos históricos sabemos que tal medida corajuda de aquellos hombres y mujeres que intentaron construir una auténtica república fue atacada y socavada, entre otras instituciones de poder, por la Iglesia Católica, porque perdían, entre otras razones, el monopolio del poder simbólico que hace posible las diversas formas de dominación de clase. La Iglesia Católica no sólo “bendijo” y justificó al fascismo más brutal que se haya enquistado en España, sino que fue cómplice de tropelías infaustas que echan moralmente por tierra toda moral cristiana que se pregona desde los pulpitos.
Desde luego la libertad de tal o cual culto religioso se mantiene en todo Estado laico porque la fe es un hecho que no le compete al Estado sino al ciudadano. Por ende un Estado laico, para que sea tal, no mantiene económicamente a ninguna institución religiosa, sea del credo que fuere, ni mucho menos reproduce en sus instituciones educativas la fe y el culto religioso; para eso están las instituciones educativas privadas que se institucionalizan de acuerdo al credo que sigan o sea de la confesión de sus miembros. Además, la simbología de todo Estado laico se encuentra exenta de todo símbolo o icono religioso que fuere. En el caso del Perú __y que es uno de los rasgos que evidencian la condición de un Estado confesional__ en toda ceremonia pública de carácter estatal se encuentra presente la institución religiosa (La Iglesia Católica), ya sea mediante los actos protocolares (la bendición, el juramento) o a través de su simbología icónica (biblia y crucifijos); hasta en el Himno Nacional, en su última estrofa, se encuentra una referencia al Dios de Jacob, a saber, “renovemos el gran juramento/ que rendimos al Dios de Jacob” (como si todos fueran creyentes de tal Dios).
Pero pretender un Estado laico no debe ser considerado como un acto irreligioso, sino como un acto de comunión, en el sentido de establecer una mejor convivencia social con los demás a través de las leyes y no de la fe. La religiosidad, lejos de ser una necesidad metafísica, es una manera de fragmentar el mundo mediante una determinada práctica que se arroga la universalidad de las demás en función de una moral particular. El caso del judeo-cristianismo, que sostiene al Catolicismo en el Perú en función de cierto sincretismo andino, es la expresión de un monoteísmo que se caracteriza por ejercer cierto “totalitarismo cultural” sobre los sujetos que forman parte de aquel horizonte cultural. Si se observa bien al respecto se podrá constatar que no hay nada más excluyente y sectario que el monoteísmo, tanto en su discurso como en su práctica. Con ello no quiero insinuar que las religiones politeístas tengan una apertura a la tolerancia, sino que para ubicarnos en el horizonte religioso del Perú, el monoteísmo es hegemónico y se encuentra figurado por el Dios de Jacob. Sea la variante del judeo-cristianismo que fuese (católicos, evangélicos, mormones, testigos de Jehová, Israelitas y demás) la religiosidad en el Perú, así como los diversos cultos “pachamámicos” andinos y/o amazónicos de diversa índole religiosa, tiene que ser separado de los asuntos del Estado, si se quiere una convivencia social que se ajuste a la constitución de la ciudadanía.
En parte el acentuar cierto neoindigenismo multiculturalista, a través de la defensa de las tradiciones de índole religiosa y ancestral, consolida más aún al Estado confesional, ya que muchas de esas pretendidas prácticas ancestrales se encuentran sincréticamente constituidas por el catolicismo. La presencia hegemónica del catolicismo es innegable en todas ellas. Tales escenificaciones, y su respectiva divulgación como una mercancía en el mercado turístico, son una suerte de sujeción política que pasa como apolítica en muchos espacios en el que la modorra de la vida cotidiana las naturaliza hasta su esencialización. Más aún tales prácticas, paradójicamente, tienden precisamente a fortalecer el poder simbólico de la Iglesia Católica por otros medios. Por ello apelar a la diversidad cultural como una suerte de posibilidad para establecer la tolerancia en los diversos espacios sociales no pasa por consentir la reproducción religiosa de manera pública, sino por circunscribir su reproducción al ámbito privado.
Si los ilustrados tenían la confianza de que la instrucción pública posibilitaría la igualdad política, esta aún no se ha logrado porque la instrucción pública se encuentra sujeta a la normatividad de la fe. Figurativamente si en la Iglesia a uno le enseñan a arrodillarse, uno puede sospechar las consecuencias de una educación pública que consiente cursos de religión. Si Manuel Gonzáles Prada espetaba que el peruano lleva la cerviz encorvada debido a que vivió por siglos en un Estado Teocrático con los incas y en un Estado confesional con la colonia y aún mantenida en la república, cabe glosar que esa “cerviz encorvada” se debe al peso que ejerce la religión sobre la voluntad política de los hombres y mujeres que aparentan ser ciudadanos en el Perú. Por ello es necesario que el Estado peruano sea laico, no sólo para saldar deudas o traumas históricos, sino hacer posible la constitución de una fuerte ciudadanía que ejerza el poder, para que el individuo pueda ser libre en función de una práctica de vida que sea congruente a la razón y a la historia. Sin ánimos de pretender cierta anarquía, la crítica de Bakunin tiene cierto asidero cuando uno observa la relación entre Dios y el Estado en el Perú.
Juan Archi Orihuela
Viernes, 23 de diciembre de 2011.