En los dos últimos procesos electorales que han acaecido en el Perú (para elegir a los alcaldes y a los representantes de los dos poderes del Estado, ejecutivo y legislativo) se ha cristalizado oficiosamente la acentuación de algunas acepciones acerca de lo que es ser radical en el ámbito político. Tales acepciones espetadas con cierta vehemencia tienden a aludir a los partidarios de reformas extremas y a los sujetos intransigentes. No está de más señalar que tales supuestos sujetos políticos no han participado y nunca participarán de un proceso electoral, por la sencilla razón de que tal posibilidad impediría la constitución de todo radicalismo que se identifique con tales acepciones. Pero precisamente en aquel vacío del significante “radical” se encuentra la condición de la reproducción de un discurso ideológico, cuya legitimación expresa la hegemonía de las clases (o la corporación de una clase) que detentan el poder político a través del Estado.
Lejos de ubicar la reproducción ideológica en función de una abstracta relación de la conciencia, el significante “radical” aludido opera en la medida que la reproducción de las relaciones de fuerza en el espacio público permitan (o tiendan a) la anulación de todo sujeto político opositor a la hegemonía del poder dominante. Pero tal significación del “radical” ante la ausencia (necesaria) del referente (el sujeto intransigente o extremista) permite algo así como la producción de la idealidad del cuerpo político en función del orden de dominación. Tal idealidad (ideas-fuerza) que sustenta todo orden de dominación actualmente responde, o se expresa tácitamente, mediante imperativos políticos de la democracia liberal representativa. Democracia que se caracteriza, entre otros detalles, por hacer de la representación una suerte de transustanciación del poder en el Estado y por identificar a la política como un eidos (cuando la universalidad se separa y se opone a su particularidad).
Como en la democracia liberal la representación se convierte en (o se presenta como) la sustancia del poder porque expresa la corporalidad del poder legítimo, objetivado mediante el Estado, la falta de representación indicaría algo así como un vacío de poder. Percepción que ha permitido establecer (y/o sustentar) una serie de juicios acerca de los problemas contemporáneos acerca del Estado, a saber, en lo concerniente a su funcionamiento y a su reproducción “ilegitima” (muchas veces nominado y justipreciado como actos de “corrupción”). Pero tal percepción no sólo identifica y establece una diferencia entre el poder legítimo y el ilegítimo, sino que naturaliza cierta sustancia del poder a partir de su demarcación institucional como una entidad por encima de la sociedad o como si fuera un centro vector, a partir del cual se reproducen todas las relaciones sociales. Las consecuencias de tales percepciones tienden a acentuar su materialidad en desmedro de su idealidad. Pero la idealidad del Estado no es un elemento que se oponga a su reproducción como un mero acto de conciencia, a partir de su percepción, sino que se encuentra vinculada a la reproducción de sus instituciones. Precisamente en el interior de aquella reproducción institucional, Alain Badiou considera que el Estado es “un poder de disposición de las cosas”, cuyo rasgo es que se presenta como un hecho indeterminado para los individuos, en la medida que la reproducción de la vida social se encuentra dispuesta por aquel poder.
Asimismo, la idealidad del cuerpo político sujeta a los imperativos de la democracia liberal posibilita que los hechos políticos se separen de la idea universal de la política (Democracia), para significar (o presentarse como) una aproximación de lo que debe ser normado. Bajo esa normatividad la reproducción particular de los fenómenos políticos que rebasen o muestren los límites de la universalidad de la política (La Democracia) serán reclasificados como hechos subversivos o ilegales. Tal situación, que empíricamente responde a relaciones de fuerza, permite que la normatividad se establezca en la medida que ejerza su hegemonía el poder del Estado.
En el pasado hubo muchas maneras de afrontar de manera directa la hegemonía del poder del Estado, ya sea mediante una lucha contra la dominación o contra la explotación, luchas que se han presentado como hechos, además de ser considerados como ilegítimos, circunscritos a luchas particulares. Cuando los anarquistas del siglo XIX cuestionaban al Estado, como un instrumento de opresión universal, no sólo cuestionaban su materialidad opresiva sino que ante todo sus críticas apuntaban aquel orden que se organiza y se sostiene mediante su idealidad. Lo interesante de tal proceder es que se afronta el orden de la idealidad en función de la legitimación de otra idealidad que universaliza a la sociedad, y que no se encuentra desvinculada de su particularidad, a saber, la libertad. Esa condición es lo que permite la universalidad de la lucha contra la hegemonía del Estado, pero a su vez su significación se encuentra sujeta a la correlación de fuerzas que se enfrentan en el espacio público.
En ese enfrentamiento desproporcionado las estrategias del poder del Estado, además de la violencia física, operan con significantes a través del discurso. Tales significantes, que tienden a deslegitimar la lucha política que cuestiona al poder estatal, no cuentan con referentes autónomos o independientes al poder del Estado. Muchos de esos referentes, o sujetos políticos, han sido (y son) elaborados a imagen y semejanza del poder estatal. El caso de los llamados “terroristas” (propiamente dicho, la acusación que se hace de ciertos sujetos de ser “terrorista”) es la proyección de la idealidad del Estado en su perversidad oculta o figurada: Se asume que ambos (Estado y “terroristas”) se encuentran por encima de la sociedad y son una amenaza constante porque ejercen la violencia. Pero la diferencia, que se acentúa y presenta, es que el “terrorista” reproduce (y ejerce) el poder de manera perversa. El poder cómo perversidad tiende a polarizar no sólo las fuerzas que se encuentran en pugna en el espacio público, sino a ejercer cierto cuestionamiento al espacio privado en la medida que recuerda, mediante la fuerza, la vulnerabilidad de la existencia (nadie se encuentra seguro).
Pero como el significante discursivo, elaborado de acuerdo a la hegemonía del poder dominante, muchas veces no corresponde a los sujetos políticos que se enfrentan a aquel poder, cabe interrogarse entonces ¿Qué es ser radical? (políticamente hablando). El sujeto radical que se asocia a la violencia, lejos de ser tan sólo una caricatura del ser radical, es la proyección de la perversidad, ya que la violencia ejercida, además de ser una mediación, es reaccionaria y compulsiva. Es decir, el sujeto radical no puede ser la implosión del poder político bajo su forma perversa, sino el síntoma del poder político bajo su forma consciente.
Una respuesta tentativa al respecto del ser radical, sujeta a las determinaciones históricas de los movimientos sociales, es la que pretendieron dar los jóvenes hegelianos mediante la crítica a la religión (o la superación de la misma). Tal crítica, justificada, a pesar que desembocó en cierto antropocentrismo romántico animó la emancipación del hombre mediante la libertad (la religión era, y es, una forma de dominación). Pero como la crítica de la religión no era más que una crítica al derecho (el orden jurídico), el problema del orden se planteó en función de cómo afrontar la urgente cuestión social, es decir, ¿cómo organizar una nueva sociedad?
Los jóvenes hegelianos, jóvenes radicales |
La posibilidad de un orden justo muchas veces insufló las utopías que no sólo limitaban una aproximación hacia los movimientos sociales del siglo XIX que lo animaban (como el caso del movimiento obrero), sino que se llegó al punto de encontrase muchas veces distanciados (tanto en el plano práctico, así como en el teórico). Para sortear esa distancia, para el romanticismo del siglo XIX la libertad animó la constitución del ser radical, en la medida que se encuentra sujeta a la conciencia de la necesidad, es decir, uno es libre cuando actúa con conocimiento: autoconciencia. En consonancia con tal idea, el ser radical no es la reproducción de un ser individual, sino social; no es la apertura de hechos contingentes, sino de hechos históricos y necesarios; no es tan sólo una disposición afectiva, sino una disposición eminentemente racionalizada; no es la reproducción de actos volitivos, sino de un proceso de transformación social. O, simplemente como anotaba uno de los más lúcidos jóvenes hegelianos, como Karl Marx: “Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el hombre, es el hombre mismo”.
Juan Archi Orihuela
Martes, 20 de septiembre de 2011.