La figura de Salvador Allende (1908-1973) no sólo expresa la vida hidalga de un hombre bizarro y militante, muchas veces admirado por quienes desean una revolución sin revolución (es decir, los socialdemócratas) o por quienes acentúan toda “diferencia” reaccionaria (culturalistas, sexistas, ciertos artistas y demás), sino que se encuentra ligada al poder popular y a la causa por el socialismo. El gobierno popular que dirigió Salvador Allende (1970-1973) fue considerado, en su momento, por muchos en el mundo como la “vía chilena al socialismo”, ya que abría un derrotero de lucha política a través de la llamada vía “pacífica” (el camino electoral). Tal calificativo muchas veces ha menguado las consecuencias políticas y la importancia de la Unidad Popular (UP) hasta confundir la construcción del socialismo con cierto pacifismo político similar al de Gandhi. O, en su defecto, se ha visto en “la vía chilena” la simiente de la radicalización de la democracia (liberal).
En las calles de Santiago de Chile durante el gobierno de Salvador Allende se solía corear una consigna, que actualmente en algunos países latinoamericanos pone en brete a lo políticamente correcto, a saber: “¡Crear! ¡Crear! ¡Poder popular!” El impacto de tal consigna, que no sólo era una consigna más entre otras, alude no sólo a una forma simbólica que produce discursivamente la izquierda, sino que expresó fielmente la necesidad de la participación directa de las organizaciones populares en el gobierno de la UP; asimismo fue un intento por acentuar los cambios del ejercicio del poder fuera de la estructura del Estado.
Cuando Salvador Allende se interroga, en un histórico mitin, ¿Qué es el poder popular?, responde: “Poder popular significa que acabaremos con los pilares donde se afianzan las minorías que, desde siempre, condenaron a nuestro país al subdesarrollo”. Lejos de observar un mero discurso “desarrollista”, lo interesante es que Allende apunta a la explicitación del conflicto, en la medida que encara “la cuestión social”, y a los elementos que constituyen la dominación económica del país (Chile), ya que enseguida menciona: “Acabaremos con los monopolios (…) con el sistema fiscal puesto al servicio del lucro (…) acabaremos con los latifundios (…) Terminaremos con el proceso de desnacionalización (…) recuperaremos para Chile sus riquezas fundamentales”. Tal cometido implica la creación gradual de un nuevo Estado, derrotero posible en la medida que la participación de las organizaciones populares (como los partidos populares, los sindicatos, los cordones industriales, los comandos comunales y demás) se fortalezcan y cambien las estructuras del Estado que anteriormente dominaba a las clases populares para darle un nuevo carácter de clase (se esperaba la construcción de un Estado dirigido por la clase obrera). Metafóricamente el poder popular se focaliza y comprende la reproducción de instituciones constituidas desde “abajo”. Tal hecho expresa, lejos de ser un radicalismo voluntarista, una de las consecuencias de la modernidad, a saber, la construcción del espacio público, como condición de posibilidad, para todos.
La construcción de la esfera pública como un hecho universal caracteriza a la época moderna y ha sido uno de los espacios en el que las relaciones de poder han operado de manera histórica. Precisamente en ese espacio ocurrió algo muy significativo durante la Revolución Francesa y que ha marcado en gran parte el derrotero histórico contemporáneo. Al respecto de tal hecho político Hannah Arendt observó lo siguiente: “(…) la esfera de lo público __reservada desde tiempo inmemorial a quienes eran libres, es decir, libres de todas las zozobras que impone la necesidad__ debía dejar espacio y luz para esa inmensa mayoría que no es libre debido a que está sujeta a las necesidades cotidianas”. El estar sujeto a las “necesidades cotidianas” implica la reproducción ominosa del espacio privado que sujeta toda voluntad a la subsistencia. De ahí que resulte un hecho tan difícil (o hasta imposible), bajo tales condiciones, trocar los actos políticamente reactivos, que reproduce las estructuras de dominación, en actos políticamente conscientes que produce las luchas de emancipación. Lejos de toda intencionalidad, tales actos en el espacio público permiten diferenciar una determinada forma de cómo ejercer el poder, a saber, el poder popular.
El poder popular, por su naturaleza, no se encuentra (o se genera) al margen del Estado, sino que adquiere concreción en la medida que explicita su fuerza frente al poder del Estado. Por eso cuando el poder popular se ejerce responde a cierta organización institucionalizada a raíz de la condición de dominación de los sujetos que lo componen. Muchos de tales sujetos (políticos) construyen, mediante una serie de organizaciones populares autogestionarias, aquel espacio político que antes fue ocupado, suspendido o reducido por el Estado. Esto supone establecer relaciones de fuerza que se enmarcan en lo que Gramsci observó de manera específica como relaciones de fuerzas políticas en su tercer momento, a saber, aquel “pasaje de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas”. Tal pasaje en su estructuración (relación estructural entre los discursos y prácticas) es lo que los antropólogos, por otros medios y fines, han reconocido de manera empírica como el consentimiento (elemento presente, al igual que la violencia, en la constitución del poder). El consentir una relación de poder no sólo responde a la reproducción de una serie de prácticas generales y naturalizadas, sino a la articulación de las instituciones sociales como un todo, en el que confluyen la unidad de fines económicos y políticos, así como la unidad intelectual y moral. Siendo la reproducción de la unidad moral, en última instancia, el sostén de la hegemonía que ejerce un grupo que se ha convertido en dominante. Precisamente la esfera de las “superestructuras complejas” adquiere cierta condición de realidad cuando la relación de fuerzas encontradas anima la reproducción del poder del Estado como un aparato.
La crítica al Estado como un aparato, que muchas veces enfatiza mordazmente el supuesto mal entendimiento acerca del Estado (que en el fondo apunta a la naturaleza del poder como una cosa) o cierta inclinación por un apriorismo mecanicista, soslaya el tercer momento de las relaciones de las fuerzas en pugna, en el que se reifica a la entidad Estatal. Suspendiendo tal crítica, es un hecho, tanto práctico así como discursivo, que la reificación del Estado se produce no sólo por quienes intentan “capturarlo”, sino también por quienes pretenden “conservarlo”. Es decir, la relación de tales fuerzas antagónicas posibilita la reificación como un hecho materializado por el enfrentamiento público, en el que la violencia pasa de ser reactiva a ser política. Tal significación y operatividad práctica en la esfera pública se comprende en la medida que se identifica y reconoce que las relaciones de poder lejos de ser sólo fuerzas que emanan de los individuos, cual atomismo social, tienden a constituir (o fortalecer) instituciones que pugnan por ocupar un espacio en tal esfera. Por ello no es casual que la violencia ejercida en el espacio público responda a la suspensión, o cuestionamiento, del consentimiento estructurado por el Estado.
El poder popular, visto como una forma de cuestionamiento práctico a la violencia política que ejerce el Estado sobre las clases populares, no debe llevar a una imagen maniquea del hecho político, sino al entendimiento de la estructuración del Estado. Ya que frente a la violencia reaccionaria que ejerce el Estado, el poder popular tiende a la acumulación de fuerzas mediante diversas formas de organización popular, para legitimar no sólo a sus representantes en el espacio público, sino para generar un proyecto alternativo de gobierno. Es precisamente en ese momento en el que Estado y gobierno explicitan su naturaleza. Pero una nueva forma de gobierno no es la finalidad del poder popular, sino la transformación del Estado a través de la suspensión de la violencia política mediante la concreción de la igualdad social sustentada en la independencia económica de todo el país.
El poder popular al ser producto de una serie de relaciones de fuerza frente al Estado posibilita que los acontecimientos políticos, que muchas veces se encuentran fragmentados o diseminados, encuentren una unidad de poder para generar un nuevo espacio y un tiempo que permita su reproducción. De ahí que cuando se construye (y se ejerce) el poder popular “no se trata tan sólo de cambiar un presidente”, sino hacer posible o viable una revolución popular. A tal cometido le dedicó su vida y ese fue el gran mérito histórico de Salvador Allende Gossens.
Pero Salvador Allende no sólo fue un gran dirigente popular sino que además fue un maestro. En cierta ocasión frente a los estudiantes de la Universidad de Guadalajara (México, 1972) aleccionó a la juventud latinoamericana acerca de la relación entre la vida y la historia. En tal evento, con profunda preocupación humana hizo mención a lo siguiente: “El escapismo, el drogadismo, el alcoholismo. ¿Cuántos son los jóvenes, de nuestros jóvenes países, que han caído en la marihuana, que es más barata que la cocaína y de más fácil acceso (…)? ¿Qué es esto, qué significa, por qué la juventud llega a eso? ¿Hay frustración? ¿Cómo es posible que el joven no vea que su existencia tiene que tener un destino muy distinto al que escabulle su responsabilidad? ¿Cómo un joven no va a mirar, en el caso de México, a Hidalgo o a Juárez, a Zapata o a Villa, o a Lázaro Cárdenas? ¡Cómo no entender que esos hombres fueron jóvenes también, pero que hicieron de sus vidas un combate constante y una lucha permanente!”
Juan Archi Orihuela
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(*) También se puede oír "La canción del poder popular" con imágenes del gobierno de la Unidad Popular (Chile 1970-1973):