El sentimiento de vida y de fuerza (referido a la reproducción de las prácticas de vida del mundo antiguo, en especial a los griegos, así como a las festividades populares) fue tan anhelado a fines del siglo XIX que causó gran embeleso entre muchos intelectuales de la época (obviamente europeos) que recrearon toda una serie de ideas acerca de la vida opuesta a la producción económica (en el que se acentúa la racionalidad en función de la técnica).
Correspondiente a tal suceso, la psicología de lo orgiástico que tanto enfatizó tácitamente Nietzsche, y que respondía a tal sentimiento vitalista, se sustentaba en la contraposición entre una naturaleza volitiva y una vida social petrificada por una razón “tiránica”. La consecuencia inmediata de tal contraposición fue identificar a la naturaleza volitiva con la vida y a la razón humana con la muerte. El caso de Sócrates es aleccionador al respecto, la muerte mediante la cicuta, más allá de ser un hecho necesario porque respondía a una sanción del nomos (la ley), permite entender que el hombre (Sócrates) puede ser dueño de sí en la medida que la razón se convierte en razón práctica (“virtud”), ya no de la vida orgánica, sino de la vida social: morir con dignidad es la enseñanza de Sócrates (recuérdese que Sócrates tuvo la posibilidad de escapar de la prisión, pero su razón, a modo de un daimon, le emplazó a no hacerlo).
Actualmente hay muchos elementos (referentes y discursivos) que tienden a sobre valorar la vida. La muerte es soslayada o silenciada porque es la nada. La vejez que es el anuncio de la muerte, ha sido ocultada por ciertos estilos de vida (y que en el fondo es un mismo estilo) que impone el mercado y que explícitamente acentúa una suerte de “juventud eterna” (tintes para cubrir canas, cremas que evitan las arrugas, así como cirugías estéticas, apuntan a ello) prefigurada por el estilo juvenil y casual. Es sintomático al respecto observar actualmente que hombres y mujeres adultos vistan aún como jovenzuelos; pero el mensaje de fondo es que no sólo deben verse como jóvenes, sino sentirse como jóvenes, y hasta comportarse adocenadamente como tales para comprar las tan “urgentes” mercancías. Desde luego la libertad (de comprar) es la justificación que se impone sin dudas, ni murmuraciones. Pero esa ausencia de la vejez (y por ende de la muerte) responde a la noción del hombre como fuerza productiva, un hombre viejo ya no es un ser productivo, porque ya no tiene la condición física, ni intelectual, para serlo (aunque hay casos que son excepcionales), por ende no es considerado como un hombre, sino como un desecho o un estorbo: el asilo, como institución, expresa el encierro de la vida para ocultar a la muerte. El mensaje es claro: Se privilegia la vida del homo economicus y se oculta la manera como vive moralmente (“el trabajo dignifica al hombre” es el imperativo que se espeta para acentuar la dominación no sólo económica, sino también ideológica). Tal vez la producción, que se encuentra asociada a la transformación de la naturaleza, permita entender tal hecho: como la naturaleza no se encuentra sujeta a la moral porque es voluntad de vida, el hombre tiene que ocultar la moral (es decir, cómo vive moralmente) para ser voluntad de vida.
La voluntad de vivir es un hecho tan naturalizado y orgánico que responde estrictamente a la necesidad (los procesos fisiológicos y las exigencias institucionales de vida se caracterizan por tal rasgo). La posibilidad de salir de la necesidad (o simplemente contrariarla) sería un acto volitivo dado por encima de la vida misma, la suspensión de la vida que ha sido objetivada en su particularidad, es decir, la muerte de uno mismo. Esa suspensión de la vida tiene mucho que ver con aquello que Epicuro postuló bajo la idea de clinamen para indicar la contingencia de cierto movimiento del átomo. La vida que se encuentra determinada por la necesidad sólo se suspendería si uno ejerce su voluntad contra la necesidad de vivir. En sentido estricto, esa voluntad contra la vida es el suicidio. Pero el suicidio no es simplemente un hecho reactivo o desesperado para suspender la vida, sino que expresa fielmente la consecuencia de la autoconciencia frente a la libertad.
La libertad, que al fin de cuentas es el ejercicio de la voluntad, no necesariamente apunta a la obtención del goce (mediado por la sensibilidad), ni mucho menos es el acto volitivo de “hacer lo que uno desea” __porque todos los deseos se encuentran sujetos a la necesidad__ sino la superación de la necesidad. La necesidad se supera mediante la autoconciencia que sabe que se encuentra sujeta a la necesidad, es decir, ser libre no es la voluntad ejercida en función de la vida, sino en función de la muerte. Esa voluntad no es más que la voluntad de morir, voluntad que fue figurada literariamente por Allan Poe como el espíritu de la perversidad. Tal espíritu se reconoce, escribía Poe, cuando: “En la naturaleza no hay pasión más diabólicamente impaciente que la del hombre que, temblando al borde de un precipicio, piensa arrojarse a él. Permitírselo, intentar pensarlo un solo momento, es, inevitablemente, perderse, porque la reflexión nos ordena que nos abstengamos de ello, y por esto mismo repito no nos es posible”. Esa tentativa de “arrojarse” no debe confundirse tan sólo con la desesperación __que muchas veces asalta cuando se pasa por situaciones aciagas__ porque ante todo es una expresión de cierta voluntad sujeta a la racionalidad (la reflexión). En sentido estricto no hay algo así como voluntad pura. Y si eso fuese posible la admonición constante sería insostenible, existencialmente hablando.
La voluntad pura, considerando tan sólo su posibilidad en teoría, no podría ser sobrellevada, ya que eso implicaría la suspensión de la reflexión en la vida práctica y sobretodo haría que uno se ubique por encima de la condición de existencia del mundo (sujeto a la necesidad). Si uno reconoce una suerte de sujeción situacional a la voluntad, más que expresar la condición de la necesidad, tal sujeción sería la condición de que la voluntad es intencionada. La intencionalidad de la voluntad haría que la reflexión no le sea opuesta, sino que sea ocultada para permitir la vida. Al respecto Blas Pascal sentenciaba que “la muerte es más fácil de soportar sin pensar en ella que el pensamiento de la muerte sin el peligro de ella”.
Precisamente ese pensamiento de la muerte, acuciado por la voluntad de morir, responde a la manera cómo se vive, cuya disyuntiva ha oscilado entre la voluntad y la razón. El caso del joven antropólogo, y también filósofo, Lucien Sebag es muy sugerente al respecto. Lucien Sebag se suicida, cuando cumplió 31 años, a partir de un dilema, existenciario y político (que al fin de cuentas responde al cómo uno vive), si el hombre no se define por su condición presente, su esencia imperfecta es lo que se trata de reducir mediante la praxis política. Recuérdese al viejo Sócrates, él era un zoon politikon (animal político), en el sentido de que establecía relaciones (necesarias) entre los hombres (de una polis) y que tales relaciones se ejercían fuera de él (como sujeto), por ende no era una sustancia, sino un haciendo o un viviendo (¿vivir indignamente? o ¿morir dignamente?). Pero en Lucien Sebag la disyuntiva se vuelve universal, cuando refiere: “Pero no cualquier forma de actividad política: ésta, a veces, tiene por objeto el dominio, la potencia, el puro ejercicio del poder. Puedo, sin duda, constatar que tales objetivos no son humanos, pero quien los valore no admitirá precisamente que el debate se plantee en estos términos. La elección que se efectúa entre la violencia y el discurso es anterior a su formulación en el discurso”.
La universalidad de tal disyuntiva (la razón y la violencia), no agota su condición discursiva en la praxis del momento porque es previa a su formulación (el uso de la violencia se activa cuando se suspende el discurso), ese momento es la “reflexión” frente a la voluntad (política). Todo el derrotero del siglo XX ha sido diáfano y muy aleccionador al respecto. Es decir, la necesidad, la sujeción a la normatividad al que estuvo dispuesto Sebag para seguir viviendo, es cuestionada moralmente, no en el discurso sino mediante la praxis que constituye una moralidad que le da valor a la vida (a su vida), porque la existencia no está dada per se, sino para que sea tal tiene que ser un acto libre. Y esa libertad se da mediante la voluntad de morir.
Como nadie elige nacer, lo cual es un despropósito, la vida se encuentra sujeta a la necesidad, así como la muerte que es inevitable. Por ello para salir de esa necesidad, la libertad radica en saber cómo vivir y en cómo morir. Muchas veces lo primero, el saber vivir, es arcano o nunca reparado hasta que uno se encuentra a portas del sepulcro, por ende lo último, el saber morir, es la única posibilidad (y la última) que uno tiene para superar a la necesidad (ser libres). Tal idea se corresponde a lo que el viejo Séneca escribía, a su discípulo Lucilio en su epístola 77, a saber: “Como una obra teatral, así es la vida: importa no el tiempo, sino el acierto con que se ha representado. No atañe a la cuestión el lugar donde termines. Termina donde te plazca, tan sólo prepara un buen final”. Límpidamente el preparar el “buen final” indica que no sólo se debe saber vivir, en eso los estoicos aleccionaron como nadie, sino también morir (no cualquier suicidio). O, como interrogaría Séneca de manera contundente, acaso “¿esta tu vida no equivale a la muerte?”.
Actualmente hay muchos elementos (referentes y discursivos) que tienden a sobre valorar la vida. La muerte es soslayada o silenciada porque es la nada. La vejez que es el anuncio de la muerte, ha sido ocultada por ciertos estilos de vida (y que en el fondo es un mismo estilo) que impone el mercado y que explícitamente acentúa una suerte de “juventud eterna” (tintes para cubrir canas, cremas que evitan las arrugas, así como cirugías estéticas, apuntan a ello) prefigurada por el estilo juvenil y casual. Es sintomático al respecto observar actualmente que hombres y mujeres adultos vistan aún como jovenzuelos; pero el mensaje de fondo es que no sólo deben verse como jóvenes, sino sentirse como jóvenes, y hasta comportarse adocenadamente como tales para comprar las tan “urgentes” mercancías. Desde luego la libertad (de comprar) es la justificación que se impone sin dudas, ni murmuraciones. Pero esa ausencia de la vejez (y por ende de la muerte) responde a la noción del hombre como fuerza productiva, un hombre viejo ya no es un ser productivo, porque ya no tiene la condición física, ni intelectual, para serlo (aunque hay casos que son excepcionales), por ende no es considerado como un hombre, sino como un desecho o un estorbo: el asilo, como institución, expresa el encierro de la vida para ocultar a la muerte. El mensaje es claro: Se privilegia la vida del homo economicus y se oculta la manera como vive moralmente (“el trabajo dignifica al hombre” es el imperativo que se espeta para acentuar la dominación no sólo económica, sino también ideológica). Tal vez la producción, que se encuentra asociada a la transformación de la naturaleza, permita entender tal hecho: como la naturaleza no se encuentra sujeta a la moral porque es voluntad de vida, el hombre tiene que ocultar la moral (es decir, cómo vive moralmente) para ser voluntad de vida.
La voluntad de vivir es un hecho tan naturalizado y orgánico que responde estrictamente a la necesidad (los procesos fisiológicos y las exigencias institucionales de vida se caracterizan por tal rasgo). La posibilidad de salir de la necesidad (o simplemente contrariarla) sería un acto volitivo dado por encima de la vida misma, la suspensión de la vida que ha sido objetivada en su particularidad, es decir, la muerte de uno mismo. Esa suspensión de la vida tiene mucho que ver con aquello que Epicuro postuló bajo la idea de clinamen para indicar la contingencia de cierto movimiento del átomo. La vida que se encuentra determinada por la necesidad sólo se suspendería si uno ejerce su voluntad contra la necesidad de vivir. En sentido estricto, esa voluntad contra la vida es el suicidio. Pero el suicidio no es simplemente un hecho reactivo o desesperado para suspender la vida, sino que expresa fielmente la consecuencia de la autoconciencia frente a la libertad.
La libertad, que al fin de cuentas es el ejercicio de la voluntad, no necesariamente apunta a la obtención del goce (mediado por la sensibilidad), ni mucho menos es el acto volitivo de “hacer lo que uno desea” __porque todos los deseos se encuentran sujetos a la necesidad__ sino la superación de la necesidad. La necesidad se supera mediante la autoconciencia que sabe que se encuentra sujeta a la necesidad, es decir, ser libre no es la voluntad ejercida en función de la vida, sino en función de la muerte. Esa voluntad no es más que la voluntad de morir, voluntad que fue figurada literariamente por Allan Poe como el espíritu de la perversidad. Tal espíritu se reconoce, escribía Poe, cuando: “En la naturaleza no hay pasión más diabólicamente impaciente que la del hombre que, temblando al borde de un precipicio, piensa arrojarse a él. Permitírselo, intentar pensarlo un solo momento, es, inevitablemente, perderse, porque la reflexión nos ordena que nos abstengamos de ello, y por esto mismo repito no nos es posible”. Esa tentativa de “arrojarse” no debe confundirse tan sólo con la desesperación __que muchas veces asalta cuando se pasa por situaciones aciagas__ porque ante todo es una expresión de cierta voluntad sujeta a la racionalidad (la reflexión). En sentido estricto no hay algo así como voluntad pura. Y si eso fuese posible la admonición constante sería insostenible, existencialmente hablando.
La voluntad pura, considerando tan sólo su posibilidad en teoría, no podría ser sobrellevada, ya que eso implicaría la suspensión de la reflexión en la vida práctica y sobretodo haría que uno se ubique por encima de la condición de existencia del mundo (sujeto a la necesidad). Si uno reconoce una suerte de sujeción situacional a la voluntad, más que expresar la condición de la necesidad, tal sujeción sería la condición de que la voluntad es intencionada. La intencionalidad de la voluntad haría que la reflexión no le sea opuesta, sino que sea ocultada para permitir la vida. Al respecto Blas Pascal sentenciaba que “la muerte es más fácil de soportar sin pensar en ella que el pensamiento de la muerte sin el peligro de ella”.
Precisamente ese pensamiento de la muerte, acuciado por la voluntad de morir, responde a la manera cómo se vive, cuya disyuntiva ha oscilado entre la voluntad y la razón. El caso del joven antropólogo, y también filósofo, Lucien Sebag es muy sugerente al respecto. Lucien Sebag se suicida, cuando cumplió 31 años, a partir de un dilema, existenciario y político (que al fin de cuentas responde al cómo uno vive), si el hombre no se define por su condición presente, su esencia imperfecta es lo que se trata de reducir mediante la praxis política. Recuérdese al viejo Sócrates, él era un zoon politikon (animal político), en el sentido de que establecía relaciones (necesarias) entre los hombres (de una polis) y que tales relaciones se ejercían fuera de él (como sujeto), por ende no era una sustancia, sino un haciendo o un viviendo (¿vivir indignamente? o ¿morir dignamente?). Pero en Lucien Sebag la disyuntiva se vuelve universal, cuando refiere: “Pero no cualquier forma de actividad política: ésta, a veces, tiene por objeto el dominio, la potencia, el puro ejercicio del poder. Puedo, sin duda, constatar que tales objetivos no son humanos, pero quien los valore no admitirá precisamente que el debate se plantee en estos términos. La elección que se efectúa entre la violencia y el discurso es anterior a su formulación en el discurso”.
La universalidad de tal disyuntiva (la razón y la violencia), no agota su condición discursiva en la praxis del momento porque es previa a su formulación (el uso de la violencia se activa cuando se suspende el discurso), ese momento es la “reflexión” frente a la voluntad (política). Todo el derrotero del siglo XX ha sido diáfano y muy aleccionador al respecto. Es decir, la necesidad, la sujeción a la normatividad al que estuvo dispuesto Sebag para seguir viviendo, es cuestionada moralmente, no en el discurso sino mediante la praxis que constituye una moralidad que le da valor a la vida (a su vida), porque la existencia no está dada per se, sino para que sea tal tiene que ser un acto libre. Y esa libertad se da mediante la voluntad de morir.
Como nadie elige nacer, lo cual es un despropósito, la vida se encuentra sujeta a la necesidad, así como la muerte que es inevitable. Por ello para salir de esa necesidad, la libertad radica en saber cómo vivir y en cómo morir. Muchas veces lo primero, el saber vivir, es arcano o nunca reparado hasta que uno se encuentra a portas del sepulcro, por ende lo último, el saber morir, es la única posibilidad (y la última) que uno tiene para superar a la necesidad (ser libres). Tal idea se corresponde a lo que el viejo Séneca escribía, a su discípulo Lucilio en su epístola 77, a saber: “Como una obra teatral, así es la vida: importa no el tiempo, sino el acierto con que se ha representado. No atañe a la cuestión el lugar donde termines. Termina donde te plazca, tan sólo prepara un buen final”. Límpidamente el preparar el “buen final” indica que no sólo se debe saber vivir, en eso los estoicos aleccionaron como nadie, sino también morir (no cualquier suicidio). O, como interrogaría Séneca de manera contundente, acaso “¿esta tu vida no equivale a la muerte?”.
Juan Archi Orihuela
Miércoles, 31 de agosto de 2011.
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(*) En la imagen superior se encuentra Sócrates tomando la cicuta.