Son pocas las imágenes del cine peruano en que la participación política de la mujer ha sido recreada. En la película Coraje (1998) de Alberto Chicho Durant, el personaje ficticio de Maria Elena Moyano representa a una líder popular que se enfrenta no sólo a la situación de pobreza, sino al quiebre de la organización popular de las mujeres de Villa el Salvador (La Federación Popular de Mujeres de Villa El Salvador- FEPOMUVES), a raíz del conflicto armado. Pero su militancia política de izquierda es casi ocultada, tácitamente soterrada, por la situación del conflicto armado, ya no entre las clases sociales, sino por una violencia reactiva y omnipresente que a la larga orquesta un destino fatal, a saber, el sacrificio de la protagonista. Por otro lado, en la película La vida es una sola (1992) de Marianne Eyde, el personaje de la camarada “Meche” figura de lejos el prototipo de la mujer rebelde y popular, porque es simplemente la “senderista”, la figura de una mujer fría, apasionada y calculadora. Así la imagen de la mujer guerrera se enfatiza, imagen que para algunos constituye la expresión de cierta amenaza simbólica a la virilidad del varón.
Pero tales figuras a pesar de ser relativamente dispares, se caracterizan por la simbiosis, el mutismo y la voz de mando. Tal vez la comparación sea incongruente, pero la representación del cine no apunta a la esencialización de la mujer (la feminidad), ni mucho menos al determinismo étnico (María Elena es negra y “Meche” es chola), sino a un determinismo social. Fórmula cinematográfica casi necesaria, y nada recurrente, si no se enfatiza la fatalidad. Esa fatalidad resume ciertas características del síntoma del capital, en el orden social, a saber, ambos personajes (figurativamente hablando) son mujeres, pobres, de izquierda y decididas dirigentes populares.
Tales figuraciones, al margen de simpatías o denuestos, desde una perspectiva relacional y funcional, responden a cierta concreción política que afecta indistintamente a individuos pertenecientes a tal o cual clase, o a tal o cual género. Por ello la polaridad figurativa entre “mujeres buenas y sacrificadas” (las mujeres de Villa El Salvador- VES) frente a “mujeres malas y equivocadas” (las mujeres de “Sendero Luminoso”) resulta siendo muy esquemática y axial; que a la larga sólo conduce a un maniqueísmo en el espacio político. La segmentación de lo político muchas veces se polariza, en los espacios en donde participa la mujer, a partir de la “censura”, efectuada de manera velada a través del recato. Esto se percibe a través de la eufemística calificación que pesa como una sospecha, sobre la actividad política de las mujeres. El ejemplo de la participación política de las mujeres de VES, allá por los años 80, permite comprender tal idea. Cuando la mujer participaba en política, al decir de Cecilia Blondet: “Los hijos también resintieron la ausencia de la madre y en muchos casos, hasta la familia ampliada, los suegros, padres o cuñados, intervenían comentando negativamente las actividades de las dirigentas al límite de la intriga”.
Tal “intriga” por comentar negativamente lo que “hacen” fuera de la unidad doméstica las mujeres dirigentas de VES, puede dar una pista al asunto del rechazo a la presencia de la mujer en el ejercicio político. Para el caso de VES las habladurías serían una respuesta funcional que ejerce el grupo familiar, debido a la alteración de la unidad doméstica tradicional compuesta por la demarcación entre los roles masculinos y los roles femeninos. Sumado a ello, el rechazo a la mujer guerrillera (para el caso del PCP-SL), además de comprender lo anterior, genera la amenaza de subvertir y romper con toda forma de unidad doméstica. Unidad doméstica en el que se reproducen todas las imágenes de lo femenino hasta su esencialización. De ahí que no sea nada casual que el ejercicio político de la guerrillera se presente como una amenaza simbólica al dominio sexual del varón, que muchas veces se sobredimensiona como si fuera la universalidad esencial de lo social.
Tal idea puede comprenderse, tentativamente, mediante la figura de lo que Slavoj Zizek denomina el “amor cortés”, en cuya lógica se define “los parámetros dentro de los cuales los dos sexos se relacionan entre sí”. Una de las características del amor cortés es la espiritualización de la dama como un objeto sublime, es decir, la elevación de la mujer como un objeto amoroso no empírico. Esto ha posibilitado que se mantenga cierta relación diametral entre el hombre y la mujer muchas veces figurado como si la dama fuera el centro geométrico de la sensibilidad. Sin embargo, si se observa bien tal relación se puede reconocer tácitamente el rebajamiento de la mujer a una materia pasiva, al decir de Zizek esto no sería más que una “pantalla para la proyección narcisista del ideal del yo masculino”. Tal sospecha permite comprender el por qué se acentúa la pasividad de la mujer en función al hombre, ya sea debido a la proyección hegemónica de la imagen masculina, o, porque en la sociedad burguesa el ejercicio político se delimita, especifica y formal, mediante la teoría contractual.
Si uno establece cierto parangón entre lo político y lo sexual, lo contractual supone establecer “sujetos iguales” en el ejercicio político, mientras que en el ejercicio sexual la relación se da bajo la forma de un contrato perverso (masoquista), “en el cual la forma misma del contrato equilibrado sirve para establecer una relación de dominación” (Zizek). Tal observación tiene cierto asidero, si uno repara en las características específicas que presentan las relaciones de dominación, producidas en las sociedades poscoloniales (como el caso del Perú), la antinomia raza/trabajo, como producto de las consecuencias coloniales, se sobredimensiona. El resultado de tal antinomia muchas veces se sostiene debido a una serie de oposiciones binarias como blanco/indígena, hombre/mujer, rico/pobre, costa/sierra, ciudad/campo y demás, que a la larga sustentan la construcción de un ser “anormal” próximo a la animalidad. El caso de la figuración de una “mujer-indígena” mantiene esa aproximación con la animalidad sexual. Pero esa animalidad lejos de ser una amenaza es la condición necesaria para que la “mujer-indígena” se convierta en el cuerpo “pasivo” por excelencia, debido a que mantiene la posibilidad de ser disciplinada corporal y espiritualmente, ya sea mediante la ley del Estado, o mediante la posesión empíricamente sexual que ejerce el varón para satisfacer el goce.
Esto tentativamente permitiría reconocer que si en ciertos espacios políticos de la sociedad se presenta una fragmentación en su organización contractual (inoperancia en la igualdad de la ciudadanía), se debe, no a cierta amenaza fantasmática de la mujer, sino a la relación entre la sexualidad y la política. Síntoma de ello es el contrato perverso y masoquista del ejercicio sexual, expresado mediante los calificativos que se endilgan en el espacio público para denostar a la guerrillera (la mujer política) como mujer telúrica, vesánica, andina, amante asesina. Tal serie de calificativos se amparan muchas veces en cierta preconcepción acerca de la feminidad que al decir de Nietzsche es una suerte de “máscara” que oculta el vacío de una realidad interior. Realidad que se trueca en sensibilidad debido al paroxismo de la vida contemporánea y a cierta radicalización de la igualdad política.
Pero tales figuras a pesar de ser relativamente dispares, se caracterizan por la simbiosis, el mutismo y la voz de mando. Tal vez la comparación sea incongruente, pero la representación del cine no apunta a la esencialización de la mujer (la feminidad), ni mucho menos al determinismo étnico (María Elena es negra y “Meche” es chola), sino a un determinismo social. Fórmula cinematográfica casi necesaria, y nada recurrente, si no se enfatiza la fatalidad. Esa fatalidad resume ciertas características del síntoma del capital, en el orden social, a saber, ambos personajes (figurativamente hablando) son mujeres, pobres, de izquierda y decididas dirigentes populares.
Tales figuraciones, al margen de simpatías o denuestos, desde una perspectiva relacional y funcional, responden a cierta concreción política que afecta indistintamente a individuos pertenecientes a tal o cual clase, o a tal o cual género. Por ello la polaridad figurativa entre “mujeres buenas y sacrificadas” (las mujeres de Villa El Salvador- VES) frente a “mujeres malas y equivocadas” (las mujeres de “Sendero Luminoso”) resulta siendo muy esquemática y axial; que a la larga sólo conduce a un maniqueísmo en el espacio político. La segmentación de lo político muchas veces se polariza, en los espacios en donde participa la mujer, a partir de la “censura”, efectuada de manera velada a través del recato. Esto se percibe a través de la eufemística calificación que pesa como una sospecha, sobre la actividad política de las mujeres. El ejemplo de la participación política de las mujeres de VES, allá por los años 80, permite comprender tal idea. Cuando la mujer participaba en política, al decir de Cecilia Blondet: “Los hijos también resintieron la ausencia de la madre y en muchos casos, hasta la familia ampliada, los suegros, padres o cuñados, intervenían comentando negativamente las actividades de las dirigentas al límite de la intriga”.
Tal “intriga” por comentar negativamente lo que “hacen” fuera de la unidad doméstica las mujeres dirigentas de VES, puede dar una pista al asunto del rechazo a la presencia de la mujer en el ejercicio político. Para el caso de VES las habladurías serían una respuesta funcional que ejerce el grupo familiar, debido a la alteración de la unidad doméstica tradicional compuesta por la demarcación entre los roles masculinos y los roles femeninos. Sumado a ello, el rechazo a la mujer guerrillera (para el caso del PCP-SL), además de comprender lo anterior, genera la amenaza de subvertir y romper con toda forma de unidad doméstica. Unidad doméstica en el que se reproducen todas las imágenes de lo femenino hasta su esencialización. De ahí que no sea nada casual que el ejercicio político de la guerrillera se presente como una amenaza simbólica al dominio sexual del varón, que muchas veces se sobredimensiona como si fuera la universalidad esencial de lo social.
Tal idea puede comprenderse, tentativamente, mediante la figura de lo que Slavoj Zizek denomina el “amor cortés”, en cuya lógica se define “los parámetros dentro de los cuales los dos sexos se relacionan entre sí”. Una de las características del amor cortés es la espiritualización de la dama como un objeto sublime, es decir, la elevación de la mujer como un objeto amoroso no empírico. Esto ha posibilitado que se mantenga cierta relación diametral entre el hombre y la mujer muchas veces figurado como si la dama fuera el centro geométrico de la sensibilidad. Sin embargo, si se observa bien tal relación se puede reconocer tácitamente el rebajamiento de la mujer a una materia pasiva, al decir de Zizek esto no sería más que una “pantalla para la proyección narcisista del ideal del yo masculino”. Tal sospecha permite comprender el por qué se acentúa la pasividad de la mujer en función al hombre, ya sea debido a la proyección hegemónica de la imagen masculina, o, porque en la sociedad burguesa el ejercicio político se delimita, especifica y formal, mediante la teoría contractual.
Si uno establece cierto parangón entre lo político y lo sexual, lo contractual supone establecer “sujetos iguales” en el ejercicio político, mientras que en el ejercicio sexual la relación se da bajo la forma de un contrato perverso (masoquista), “en el cual la forma misma del contrato equilibrado sirve para establecer una relación de dominación” (Zizek). Tal observación tiene cierto asidero, si uno repara en las características específicas que presentan las relaciones de dominación, producidas en las sociedades poscoloniales (como el caso del Perú), la antinomia raza/trabajo, como producto de las consecuencias coloniales, se sobredimensiona. El resultado de tal antinomia muchas veces se sostiene debido a una serie de oposiciones binarias como blanco/indígena, hombre/mujer, rico/pobre, costa/sierra, ciudad/campo y demás, que a la larga sustentan la construcción de un ser “anormal” próximo a la animalidad. El caso de la figuración de una “mujer-indígena” mantiene esa aproximación con la animalidad sexual. Pero esa animalidad lejos de ser una amenaza es la condición necesaria para que la “mujer-indígena” se convierta en el cuerpo “pasivo” por excelencia, debido a que mantiene la posibilidad de ser disciplinada corporal y espiritualmente, ya sea mediante la ley del Estado, o mediante la posesión empíricamente sexual que ejerce el varón para satisfacer el goce.
Esto tentativamente permitiría reconocer que si en ciertos espacios políticos de la sociedad se presenta una fragmentación en su organización contractual (inoperancia en la igualdad de la ciudadanía), se debe, no a cierta amenaza fantasmática de la mujer, sino a la relación entre la sexualidad y la política. Síntoma de ello es el contrato perverso y masoquista del ejercicio sexual, expresado mediante los calificativos que se endilgan en el espacio público para denostar a la guerrillera (la mujer política) como mujer telúrica, vesánica, andina, amante asesina. Tal serie de calificativos se amparan muchas veces en cierta preconcepción acerca de la feminidad que al decir de Nietzsche es una suerte de “máscara” que oculta el vacío de una realidad interior. Realidad que se trueca en sensibilidad debido al paroxismo de la vida contemporánea y a cierta radicalización de la igualdad política.
Juan Archi Orihuela
Lunes, 01 de agosto de 2011.