Los colonizadores españoles solían decir “vale un Perú” para referir tal o cual objeto costoso o de riqueza impresionante. Actualmente, en este momento poscolonial, eso carece de todo sentido y valor, o, peor aún, tal idea se ha convertido en su antípoda. Sólo para mencionar un ejemplo tan cotidiano, a veces suelo responder intencionalmente, cuando se me pregunta como me encuentro o como estoy, “como el Perú”. Las risas, cómplices o cínicas, (o, en algunos casos, una real preocupación) no se hacen esperar, porque en el fondo la idea del Perú (para los peruanos) se identifica con el malestar, la pesadumbre y la indigencia. Tal desazón (muy común y presente) expresa, por otros medios y bajo otra sensibilidad, aquella “soledad” del “ser mexicano” que figuró a mediados del siglo XX, provocadoramente, Octavio Paz.
Pero esa soledad del “ser peruano”, para seguir la retórica del llamado “ser mexicano”, no presenta laberintos (como el pachuco, la religiosidad híbrida, la chingada, la conquista, la independencia y demás), o, mejor dicho, no son “lugares” ignotos por el que uno camine a tientas, por el contrario, en aquellos lugares uno suele encontrarse. Con ello quiero afirmar que la identidad no es un problema, a pesar de que en el Perú se sienta como fatalidad, es más bien una suerte de afirmación del dolor, que el gran César Vallejo grabó con el siguiente verso: “Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo”. Lejos de ser una simple cuita de un vate, el peruano reconoce el dolor tan acentuado, como parte de una enfermedad mortal que constituye uno de sus más diáfanas manifestaciones culturales. Esa “enfermedad mortal”, de filo cristiano, tiene mucho que ver con lo que Soren Kierkergaard reflexionó al respecto de la desesperación. La desesperación en cierto sentido es la enfermedad mortal como un momento contradictorio, al decir del filósofo danés: “(Es) Ese tormento contradictorio, esa enfermedad del yo que consiste en estar muriendo eternamente, muriendo y no muriendo, muriendo la muerte. Pues morir significa que todo ha terminado, pero morir la muerte significa que se vive el mismo morir; basta que se viva la muerte un solo momento para que se la viva eternamente".
Esa desesperación de “morir la muerte” en el fondo expresa la pesadumbre, el malestar y la indigencia que se tiene ante la vida, en un país como el Perú. Lejos de ser un grueso pesimismo reactivo o nihilista, tal idea se aproxima a lo que José Carlos Mariátegui lapidaba como “pesimismo de la realidad”. Aunque es evidente que existe una ausencia del “optimismo del ideal”, o propiamente dicho, el optimismo es una idea moderna. Tal como recordaba Pablo Macera: “Aquí, en los Andes (precolombinos), las cosas son siempre de duración incierta. Pueden durar eternamente o durar un día y durar demasiado. Nunca nadie ha estado seguro de nada”. Esa incertidumbre, que coloquialmente se traduce como “fue eterno mientras duró” (Así sea una semana, un día o unas horas), es similar a los boleros que desangran. Pero como la incertidumbre es general e histórica, lo que se desangra, o desangran a muchos, son las consecuencias de la colonización. La colonización no sólo aturde por sus consecuencias letales, como el genocidio contra los nativos (y/o indígenas) del cual somos sus descendientes directos o indirectos, sino porque es un hecho tan brutal que muchas veces se actualiza a través del lenguaje racista. Por ello se ha ensayado mediante la ideología del mestizaje una suerte de terapia (psicológica) para salir del desquicio como país (o república) o, simplemente, como individuos. Sin embargo, la incertidumbre continúa porque en el fondo no se trata de saber qué “somos” (no sólo como sujetos que reflexionan a partir del presente histórico) y el por qué todo nos sale “mal” (propiamente dicho, dura tan poco), sino, como recomendaba el “viejo” pescador de la ficción de Hemingway, “ahora no es el momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer con lo que hay”.
Ese rasgo de la razón práctica posibilita el haciendo, a pesar de que el sujeto que hace sea el menos indicado para el hacer. Al respecto en uno de los cuentos peregrinos, llamado Buen viaje, señor presidente, de Gabriel García Márquez, un viejo ex-presidente menciona con justificada desazón: “(Somos) Un continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con enemigos”. Y, mientras mira a su mujer muy inquieta por lo que acaba de decir, continúa: “La palabra mestizaje significa mezclar las lágrimas con la sangre que corre. ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje?”. Lo interesante de tal idea, la autoconciencia de la colonización, no es propio del Perú (en México tal hecho alude a la chingada), sino lo primero y lo último; para particularizar el hecho histórico, si el Perú ha sido concebido “por las heces del mundo entero sin un instante de amor” la interrogante es precisa: ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje? Una respuesta al respecto, ineludiblemente afirmaría el pesimismo de la realidad. Y, por paradójico que sea, ese pesimismo permite hacer, es decir, mantener una identidad. Si en México, al decir de Octavio Paz, “el mexicano se vuelve un hijo de la nada”, en el Perú, el peruano se vuelve “un hijo del todo” porque tiene todas las identidades posibles, a pesar de que las sienta como una fatalidad. Y cuando sabe que es una fatalidad se hace pesimista, es decir, al instante.
Por ello los discursos de la interculturalidad apuntan en el fondo a sortear ese pesimismo. La fragmentación de su constitución cultural es un rasgo que produce y adopta todo peruano; el recelo cuando se comunica, a pesar de que hable como si estuviera cantando, es parte de una respuesta defensiva nada sutil, sino patética. El miedo se siente como un tiempo largo y la incertidumbre se hace muy cotidiana. Zygmunt Bauman considera que uno de los fenómenos que caracteriza a la modernidad líquida es su producción, como proceso histórico, de las llamadas “vidas desperdiciadas” (sujetos que vomita el capitalismo en función de la relación trabajo-capital); y como el Perú es el síntoma del capital, la suspensión de la vida se da mediante el pesimismo, permitiendo que no sean desperdiciadas, sino recicladas. Si la vida se recicla en el Perú es porque no hay nada que perder o, mejor dicho, "nada se puede perder", a pesar de que su costo sea ínfimo. En el Perú uno convive con la indigencia y no por piedad o costumbre, sino porque nadie quiere poner el dedo en la pus, o, simplemente, porque nadie quiere cambiar nada, a pesar de que uno se encuentra cambiando a cada instante, es decir, haciéndose más pesimista.
La soledad de la identidad es pesimista en el Perú y camina con pies de paloma anunciando (o generando) ese “fue eterno mientras duró”. Pero ese pesimismo de la realidad al no oponerse a la soledad, que sostiene la identidad, posibilita que todo laberinto le sea tan familiar, y no porque sea un Teseo, sino porque en el Perú nadie se escapa de ser un minotauro. Pero el Perú no es (y no puede ser) la Casa de Asterión (Tal como lo imaginó Borges), sino la terrible Casa de Usher.
Pero esa soledad del “ser peruano”, para seguir la retórica del llamado “ser mexicano”, no presenta laberintos (como el pachuco, la religiosidad híbrida, la chingada, la conquista, la independencia y demás), o, mejor dicho, no son “lugares” ignotos por el que uno camine a tientas, por el contrario, en aquellos lugares uno suele encontrarse. Con ello quiero afirmar que la identidad no es un problema, a pesar de que en el Perú se sienta como fatalidad, es más bien una suerte de afirmación del dolor, que el gran César Vallejo grabó con el siguiente verso: “Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo”. Lejos de ser una simple cuita de un vate, el peruano reconoce el dolor tan acentuado, como parte de una enfermedad mortal que constituye uno de sus más diáfanas manifestaciones culturales. Esa “enfermedad mortal”, de filo cristiano, tiene mucho que ver con lo que Soren Kierkergaard reflexionó al respecto de la desesperación. La desesperación en cierto sentido es la enfermedad mortal como un momento contradictorio, al decir del filósofo danés: “(Es) Ese tormento contradictorio, esa enfermedad del yo que consiste en estar muriendo eternamente, muriendo y no muriendo, muriendo la muerte. Pues morir significa que todo ha terminado, pero morir la muerte significa que se vive el mismo morir; basta que se viva la muerte un solo momento para que se la viva eternamente".
Esa desesperación de “morir la muerte” en el fondo expresa la pesadumbre, el malestar y la indigencia que se tiene ante la vida, en un país como el Perú. Lejos de ser un grueso pesimismo reactivo o nihilista, tal idea se aproxima a lo que José Carlos Mariátegui lapidaba como “pesimismo de la realidad”. Aunque es evidente que existe una ausencia del “optimismo del ideal”, o propiamente dicho, el optimismo es una idea moderna. Tal como recordaba Pablo Macera: “Aquí, en los Andes (precolombinos), las cosas son siempre de duración incierta. Pueden durar eternamente o durar un día y durar demasiado. Nunca nadie ha estado seguro de nada”. Esa incertidumbre, que coloquialmente se traduce como “fue eterno mientras duró” (Así sea una semana, un día o unas horas), es similar a los boleros que desangran. Pero como la incertidumbre es general e histórica, lo que se desangra, o desangran a muchos, son las consecuencias de la colonización. La colonización no sólo aturde por sus consecuencias letales, como el genocidio contra los nativos (y/o indígenas) del cual somos sus descendientes directos o indirectos, sino porque es un hecho tan brutal que muchas veces se actualiza a través del lenguaje racista. Por ello se ha ensayado mediante la ideología del mestizaje una suerte de terapia (psicológica) para salir del desquicio como país (o república) o, simplemente, como individuos. Sin embargo, la incertidumbre continúa porque en el fondo no se trata de saber qué “somos” (no sólo como sujetos que reflexionan a partir del presente histórico) y el por qué todo nos sale “mal” (propiamente dicho, dura tan poco), sino, como recomendaba el “viejo” pescador de la ficción de Hemingway, “ahora no es el momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer con lo que hay”.
Ese rasgo de la razón práctica posibilita el haciendo, a pesar de que el sujeto que hace sea el menos indicado para el hacer. Al respecto en uno de los cuentos peregrinos, llamado Buen viaje, señor presidente, de Gabriel García Márquez, un viejo ex-presidente menciona con justificada desazón: “(Somos) Un continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con enemigos”. Y, mientras mira a su mujer muy inquieta por lo que acaba de decir, continúa: “La palabra mestizaje significa mezclar las lágrimas con la sangre que corre. ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje?”. Lo interesante de tal idea, la autoconciencia de la colonización, no es propio del Perú (en México tal hecho alude a la chingada), sino lo primero y lo último; para particularizar el hecho histórico, si el Perú ha sido concebido “por las heces del mundo entero sin un instante de amor” la interrogante es precisa: ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje? Una respuesta al respecto, ineludiblemente afirmaría el pesimismo de la realidad. Y, por paradójico que sea, ese pesimismo permite hacer, es decir, mantener una identidad. Si en México, al decir de Octavio Paz, “el mexicano se vuelve un hijo de la nada”, en el Perú, el peruano se vuelve “un hijo del todo” porque tiene todas las identidades posibles, a pesar de que las sienta como una fatalidad. Y cuando sabe que es una fatalidad se hace pesimista, es decir, al instante.
Por ello los discursos de la interculturalidad apuntan en el fondo a sortear ese pesimismo. La fragmentación de su constitución cultural es un rasgo que produce y adopta todo peruano; el recelo cuando se comunica, a pesar de que hable como si estuviera cantando, es parte de una respuesta defensiva nada sutil, sino patética. El miedo se siente como un tiempo largo y la incertidumbre se hace muy cotidiana. Zygmunt Bauman considera que uno de los fenómenos que caracteriza a la modernidad líquida es su producción, como proceso histórico, de las llamadas “vidas desperdiciadas” (sujetos que vomita el capitalismo en función de la relación trabajo-capital); y como el Perú es el síntoma del capital, la suspensión de la vida se da mediante el pesimismo, permitiendo que no sean desperdiciadas, sino recicladas. Si la vida se recicla en el Perú es porque no hay nada que perder o, mejor dicho, "nada se puede perder", a pesar de que su costo sea ínfimo. En el Perú uno convive con la indigencia y no por piedad o costumbre, sino porque nadie quiere poner el dedo en la pus, o, simplemente, porque nadie quiere cambiar nada, a pesar de que uno se encuentra cambiando a cada instante, es decir, haciéndose más pesimista.
La soledad de la identidad es pesimista en el Perú y camina con pies de paloma anunciando (o generando) ese “fue eterno mientras duró”. Pero ese pesimismo de la realidad al no oponerse a la soledad, que sostiene la identidad, posibilita que todo laberinto le sea tan familiar, y no porque sea un Teseo, sino porque en el Perú nadie se escapa de ser un minotauro. Pero el Perú no es (y no puede ser) la Casa de Asterión (Tal como lo imaginó Borges), sino la terrible Casa de Usher.
Juan Archi Orihuela
Domingo, 24 de julio de 2011.