“Yo, flaco, débil, enjuto; tú, fuerte, grande, ancho (…) Desde tu sillón gobernabas el mundo. Tu opinión era la correcta, y cualquier otra, absurda, exagerada, insensata, anormal”.
(Franz Kafka. Carta a su padre)
Uno de los hechos más comunes por el que pasa todo hijo es el conflicto que mantiene con su propio padre. Tal hecho es hasta cierto punto universal porque es posible de reconocerlo en muchas sociedades a lo largo de la historia. El conflicto con el padre puede ser eventual, como parte del desarrollo emocional propio de la adolescencia o por una exasperante juventud que cuestiona la normatividad familiar, que acaba cuando uno al fin de cuentas madura. En algunos casos ese conflicto nunca acaba, pero es posible de sobrellevarlo a lo largo de la existencia, aunque hay muchos casos en que acaba sólo cuando muere el padre (ya sea por vejez, enfermedad o por un accidente); y, en casos excepcionales, el conflicto termina en un desenlace funesto cuando el hijo mata a su propio padre o cuando el padre mata al hijo. Si bien el conflicto resulta existencialmente inevitable es porque tal conflicto a uno lo marca (psicológicamente hablando); hay veces en que el conflicto con el padre envilece (cuando el hijo, ahora ya padre, reproduce lo más negativo de su padre con su propio hijo) o también se dan casos en que dignifica (cuando la figura del padre se vuelve una suerte de mal ejemplo o un buen ejemplo).
En la película El rey de los gitanos (1978) de Frank
Pierson se escenifica aquel conflicto tan humanamente acentuado o soterrado en
la vida de todo hombre. David, el joven gitano, sobrelleva un conflicto con su
padre que estalla a raíz de que su abuelo, el rey de los gitanos, al morir lo
designa como su sucesor para juntar y dirigir a las tribus de gitanos
diseminados por Nueva York y el este de Pensilvania. El padre de David solía
golpear a su madre y a su hermana menor y además lo odiaba a él desde muy niño
por ser el preferido del abuelo (el rey de los gitanos). Para el abuelo, su
hijo (el padre de David) era simplemente un sujeto tonto. David recuerda al
respecto: “Los gitanos celebran todo. Mi
padre siempre iba demasiado lejos pues lo consideraban un tonto, por tanto se
emborrachaba y enloquecía”. Mientras que para el padre de David, él (como
hijo) siempre fue una amenaza a su “sucesión” como rey. El desenlace es
funesto: David mata a su padre como si fuera una simple bestia, lo persigue a
tiros de escopeta con sed de venganza porque un día anterior su padre mató
indirectamente a su adolescente hermana en un accidente. Para David matar a su
padre fue un acto indiscutiblemente liberador.
Pero hay un detalle, en el
entierro de su padre, David le espeta a su madre lo siguiente: “mira esto… cuando muere un hijo de perra (su
propio padre) es perdonado por lo que
hizo”. David moralmente no podía perdonar a su padre, ya que eso implicaba
reproducir no sólo la tradición de los gitanos que él cuestiona (los matrimonios
convenidos y la sucesión del poder por herencia) sino
aceptar que las cosas no cambian. Si la moral consiente y hasta justifica la
reproducción de sujetos tan ruines y desalmados
como su padre, todo orden que se sustente en esa “moral del perdón” no
pasa de ser un orden que se burla de las víctimas y ennoblece a los
victimarios. Aunque si se observa bien
ese detalle la reproducción de esa “moral del perdón” tiene que ver mucho con
la constitución del poder.
La muerte del padre por el hijo no
sólo es un parricidio, frecuentemente condenado moralmente y castigado
punitivamente, sino un hecho que desanuda una serie de nudos culturales que
tienen que ver con la estructuración del poder en todo orden social. Una
conocida conjetura dada por Freud permite asir algunas ideas al respecto. Al
decir de Freud: “La derrota del padre y
su profunda humillación han proporcionado los materiales para la representación
de su supremo triunfo. La general importancia adquirida por el sacrificio,
depende de que otorga al padre satisfacción por la violencia de que fue objeto,
precisamente con el mismo acto que perpetúa la memoria de tal violencia”. La
conversión de aquella “derrota histórica” en un “triunfo cultural” para el
poder del padre, que observa Freud, en el fondo ocurre cuando la figura del
padre se objetiva como parte de un sistema simbólico que permite reproducir la
estructura del poder: un poder que organiza no sólo la institución familiar y
su reproducción, sino el orden social mismo.
Como toda violencia simbólica
responde a un orden gnoseológico que la sostiene, la muerte del padre por el
hijo expresa sólo una ruptura sobre la objetivación del mundo más no sobre el
orden social. Recuérdese que David, el joven rey de los gitanos, no quería ser
“rey”, sólo quería poner en práctica aquella
metafísica del individuo que sostiene el orden social de la modernidad en
función del significante de la libertad.
Tal hecho puede ser observado como la suspensión del poder de la tradición, más
no como su desestructuración, intención que en última instancia es lo que
precipitó que David matara a su padre. Lejos de toda moralina, la muerte del padre por el propio hijo se convierte en un acto de liberación
porque en el fondo todo hijo (varón desde luego), en algún
momento de su existencia, ha deseado matar a su padre por una serie de razones,
ya sean éstas exageradas, supuestas y demás, que se amparan en cierta
afectación que estructura a la familia.
Pero como ese deseo es casi siempre repimido e inconcluso, los casos del parricidio son excepcionales. De ahí que
muchos consideren al parricidio como un hecho “patológico”, más no es así, sino que tal desenlace debe
ser observado no sólo como un claro cuestionamiento al poder del padre, sino también como el momento en el que se muestra los límites de la cultura a partir de la estructuración del poder.
El poder se ejerce en la
reproducción de la vida social de diversas maneras, muchas de ellas en
concordancia con la estructuración de la
sociedad: El poder genera y mantiene todo orden social, anima la reproducción de
la vida social mediante su control y también reproduce mecanismos de dominación
que necesariamente afectan la volición subjetiva y su apetencia. La apetencia y
la volición encuentran sus límites en la reproducción de todo poder ya
institucionalizado por un orden simbólico y gnoseológico. El detalle del
cuestionamiento al poder, a partir del orden gnoseológico, es que la figura del
padre no depende de su objetivación como ente sino de su suspensión como ser. Por
ello matar al padre es tan sólo la anulación del padre como ente, más no su
reproducción como ser universal. Cuando David reconoce con fastidio que los
demás perdonan a su padre no se percata que en la “moral del perdón” se
actualiza el poder que ahora detenta al ser
reconocido como el nuevo “rey de los gitanos”.
El caso del parricidio permite
entender que el poder no es una simple relación que se anula, o se suspende,
cuando una voluntad dominada se resuelve a liberarse de su yugo, sino que
implica reconocer la afirmación de una clara voluntad de poder que no sólo ha sido negada, sino incluso temida. Pero el temor a esa
voluntad de poder no radica en la finitud y la vulnerabilidad del ente que ejerce el poder sino en el orden que
legitima ese poder. De ahi que en el fondo el conflicto con el padre no es más que la trama previa para ejercer o anular toda voluntad de poder.
Juan Archi Orihuela
Lunes, 23 de julio de 2012.