La libertad ha sido una de
aquellas ideas tan acentuadas por la modernidad en función del individuo, cuya
reflexión ha germinado muchos discursos políticos, así como creaciones
literarias o propuestas artísticas que apuntan a motivar tal deseo. Un grueso del
discurso de la filosofía social se ha elaborado en función de un dualismo muy
significativo, a saber, el individuo y el Estado. La relación entre ambos ha
sido concebida como una suerte de lucha, una lucha del individuo frente al
poder del Estado. Tal relación de confrontación responde a una vieja concepción
liberal acerca de la sociedad, a saber, la sociedad está compuesta por un
conjunto de individuos que son libres por naturaleza o, en todo caso, desean la
libertad.
La concepción liberal de la
sociedad, cual atomismo social, ha intentado legitimar la producción discursiva
de la volición subjetiva, inserta al proceso industrial del mundo durante el
siglo XIX y gran parte del XX, acicateando la lucha del individuo frente al
Estado a partir del principio de la libertad. Las formas del poder político que
han acaecido durante aquella etapa, al margen de presentar diferencias
significativas y hasta ser diametralmente opuestas (como pueden existir entre
el fascismo, el socialismo o el anarquismo) siempre han respondido a tal
dualismo. Tal rasgo cambia significativamente durante el siglo XXI porque la
libertad se piensa (o se pretende ejercer u obtener) en función de una forma de
lucha en particular, que ya Foucault barruntaba desde los años 70, a saber, la
lucha contra la sujeción. En esta forma de lucha el individuo es el
protagonista, cual quijote contra molinos de viento o precoz actor de
monólogos, porque se enfrenta, ya no a un poder represivo que viene desde
fuera, sino a los efectos del poder que se inscribe en el interior del
individuo, a saber, mediante la indeterminación.
La indeterminación del individuo
es la suspensión de la forma de su reproducción social explicitado por cierta
tendencia a lo artificial. Los procesos de individuación, más allá de ser una
determinación universal, son la expresión de que la constitución del individuo
tiende a la reclasificación de lo que Jean Baudrillard llama lo “simbólicamente
transexual”. Por ello la condición de lo artificial permite la indeterminación
somática y social en función del deseo como un imperativo: “ser libres para gozar”. Sin embargo esa
condición volitiva tiende a expresar cierta idea del atomismo liberal. En la
famosa novela Un mundo Feliz (1932)
de Aldous Huxley __en el fondo la novela acentúa un miedo de la época como fue
el poder soviético__ se lee una idea muy significativa al respecto del
imperativo de la libertad frente a la sujeción contemporánea:
“__Prefiero
ser yo mismo __dijo Bernard__. Yo y desdichado, antes que cualquier otro
jocundo. (…)
__Es horrible,
es horrible __repetía una y otra vez (Lenina)__. ¿Cómo puedes hablar así?
¿Cómo puedes
decir que no quieres ser parte del cuerpo social? Al fin y al cabo, todo el
mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie” (…)
__¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?
__No sé que
quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuando quiera. Hoy día todo el
mundo es feliz”.
Muchos de los lectores de Huxley
desde luego se identifican (y van a seguir identificándose) con Bernard, pero
lo curioso es que la libertad que desea Bernard no se enfrenta al “mundo feliz”
(que posibilita imaginariamente una sociedad estatista o las llamadas utopías
modernas) sino al “mundo infeliz” del individuo que se encuentra indeterminado
por lo artificial del goce. Característica propia del capitalismo tardío en el
que el atomismo liberal retóricamente hizo implosión del individuo. La
implosión radica en la condición artificial de “lo simbólicamente transexual”,
régimen en el que, al decir Baudrillard:
“[…] necesitamos
una memoria instantánea, una conexión inmediata, una especie de identidad
publicitaria que pueda comprobarse al momento”.
Esa premura por una "memoria
instantánea", una "conexión", una "identidad publicitaria"
se sostiene, y tiene concreción, en la medida que la producción de la mercancía
(matriz moderna de la identidad) genera "sujetos transpolíticos"
(seres políticamente indiferentes e indiferenciados, una suerte de andróginos y
hermafroditas) que son los actores que pretenden "luchar" contra toda
sujeción de poder. El caso de Lenina (que es feliz, es decir, determinada por
el mundo social) es la antípoda de aquel régimen omnipresente, pero no por la
pérdida de la libertad, sino por la constitución de una identidad. Por ello no
es casual que uno de los síntomas del mundo “posmoderno” sea el problema de la
identidad. Por contraposición, la constitución de la identidad en la modernidad
permitía ampliar los espacios en el que operaban las luchas contra la
explotación económica (el movimiento obrero fue un claro ejemplo de ello), la
ausencia de su constitución acentuó la lucha contra la sujeción de las diversas
formas institucionales que caracteriza a la insatisfacción del individuo
contemporáneo.
Aquel rasgo, o situación, permite
reconocer que el discurso de la libertad se encuentra asociado al de la
felicidad, en la medida que "ser feliz" es el resultado de
"hacer lo que uno quiere" (es decir, ser libre). La felicidad, más
allá de ser un estado o momento deseado por el individuo, análogamente cumple
la misma función que la "estética trascendental" de Kant, a saber,
ordenan los datos de la sensibilidad. En este caso, la felicidad ordena la
experiencia sensible y artificial (o virtual) del individuo en función del
goce. Sin embargo, se debe entender que el goce como efecto es la suspensión
del dolor. Y como el dolor está asociado a la constitución somática del
individuo, la apariencia juega un papel muy importante en la lucha contra la
sujeción para obtener la libertad de gozar. Además, el goce se articula como
discurso mediante la "experiencia única", es decir, lo que el
individuo haga en la vida tiene que ser una experiencia "jocosa",
"intensa", "inolvidable", "alucinante" y
"epidérmica". Lo último, lo epidérmico, se compagina con la
apariencia cambiante, en la medida que en el mundo contemporáneo, "lo que
uno es" es "ser lo que se quiere ser" (clara expresión de
aquella radicalización de la facultad volitiva), aunque no se tenga la más
mínima idea de lo que se "quiere ser"; ese momento del
"ser-para-los-otros" (o "el aparentar-ser-para-los-otros"),
sería la expresión más explicita de aquel deseo de ser "feliz" que
responde al imperativo de la libertad: "ser libres".
En la película La clase obrera va al paraíso (1971) de Elio
Petri, hay una escena en el que el protagonista, un obrero fabril, se dice para
si mismo, mientras ajusta una tuerca, lo siguiente: “una tuerca, un culo; una tuerca, un culo… una tuerca, un culo…”
Tal escena recuerda una interesante observación dada por Marx al respecto de la
alienación del trabajo, a saber:
“[…] el obrero (el hombre) sólo se siente como un ser
que obra libremente en sus funciones animales, cuando come, bebe y procrea o, a
lo sumo, cuando viste y acicala y mora bajo un techo, para convertirse, en sus
funciones humanas, simplemente como un animal. Lo animal se trueca en lo humano
y lo humano en animal”.
Desde luego la forma de lucha del
obrero es contra la explotación del trabajo, sin embargo la remisión a la mujer
sexuada (la mujer-culo) estaría figurando el goce como una suspensión de la
objetivación del trabajo. Es decir, la alienación que el joven Marx observó en
el siglo XIX (“lo humano se trueca en animal”)
no sería más que la forma embrionaria que va ha generar la lucha contra la
sujeción institucional posmoderna, pero por otros medios. Por ello el obrero
protagonista de la película (llamado Lulú Massa) imagina el cielo como un
estado en el que impera, no la satisfacción de los deseos (la felicidad), sino
la falta de deseos (la pérdida de toda sensibilidad), expresada por el ocio
pleno: la inactividad, el solaz y hasta la apatía.
Lo último ayuda a entender por qué la lucha por la
libertad del individuo contemporáneo ya no apunta a la explotación económica,
sino, que es una suerte de búsqueda de una identidad “perdida”. Al igual que la
pérdida de la inocencia, pero con ciertos matices, la libertad se exige a
través de una apariencia artificial que produce el mercado, y que al igual que
el adolescente-inocente, el individuo cree que radica en su composición
somática, como la expresión del más duro materialismo. Por ello cuando
remotamente se pregunta si es feliz, la retórica del mundo social como un
“caos” o como una “construcción social” contingente, justifica y permite la
suspensión de la universalidad del trabajo. Frente a tal síntoma que
caracteriza a la libertad contemporánea, la felicidad cínicamente es
presentada, tal como lo enuncia el desclasamiento del obrero Lulú Massa: “una tuerca, un culo”. Es decir, el mensaje de
fondo sería: "trabajo sin darle importancia
a los demás y gozo".
Juan
Archi Orihuela
8 de mayo de 2011