“El discurso ideológico se escinde de todas las formas de la práctica social, para encarnar la generalidad del saber y ejercer la coacción de la persuasión”
(Claude Lefort)
La interculturalidad es uno de aquellos términos que circula como moneda corriente en ciertos espacios e instituciones públicas o privadas que apuntan a elaborar una propuesta de solución frente a una serie de problemas que supuestamente se fundamentan en la cultura. Sin embargo como su uso cotidiano tiende a ser de carácter oficioso y retóricamente oenegero (considerado como una panacea en ciertas ONGs), se obvia que tal concepto se entronca con cierta orientación posmoderna que tiende a enfatizar y a justificar la ideología y la retórica de la alteridad (o también divulgada como otredad) [*].
La literalidad del
término interculturalidad no es más que “el estar entre culturas”, la
referencia empírica de su denotación, a saber, la situación intercultural que
se enfatiza en muchos países que se han
constituido en función del colonialismo, ha perfilado una gruesa idea retórica
sobre el ser culturalmente diferentes y diversos. Esto, sumado a los conflictos
políticos de carácter militar que periódicamente se desencadenan por el
reordenamiento económico a nivel mundial,
permite suponer (y hasta cierto punto aceptar) que la situación
contemporánea de la política, en cuyo espacio opera el ejercicio del poder, se
encuentra animada por aquella idea que el politólogo Samuel Huntington ha
divulgado ideológicamente como “El choque de civilizaciones” o parafraseado
como “choque de culturas”, a saber, la cultura occidental enfrentada a la
cultura no-occidental.
Sin embargo, el
efecto de tal exageración sobre los hechos políticos de manera tendenciosa,
adquiere cierto eco como política de Estado en países como el nuestro en que se
pretende afrontar el problema del orden social a través de lo que se viene
llamando como educación intercultural.
A pesar de las buenas intenciones sobre tal programa, la interculturalidad
reclasifica y pauta una práctica política que se encuentra en consonancia con
lo que Hobsbawm nominó como “la democracia liberal
representativa”. Es precisamente en el ámbito de esta universalidad política
que se debe entender lo que es la interculturalidad, a pesar de que quienes
animen su reproducción enfaticen su particularidad como un hecho de la más
preclara democracia ideal.
1. La interculturalidad y la cultura reificada.
En la reflexión filosófica, la metafísica es una reflexión sobre aquellas entidades que se encuentran más allá de la experiencia. Entre las entidades metafísicas que ha llevado a
reflexión a muchos filósofos, se encuentran las ideas sobre la justicia, el bien,
el amor, el alma, la libertad y demás. A su vez, desde la tradición alemana en
filosofía, la cultura (concebida como espíritu) ha sido objeto de interesantes
reflexiones que ha generado toda una
corriente llamada “filosofía de la cultura”. Sin embargo, el derrotero que ha
seguido tal corriente ha hecho muchas veces caso omiso a la antropología como ciencia, que a lo largo
del siglo XX ha logrado su institucionalización y sobre todo ha generado
conocimientos al respecto de los fenómenos sociales universalizados
analíticamente como culturales.
Lejos de seguir una
“filosofía de la cultura”, lo interesante de aquel asunto es reconocer que la interculturalidad es tributaria de la
noción de cultura a partir de una relación conmutativa, a saber, el “estar
entre culturas”. Pero el “estar entre culturas” no sólo supone la condición
óntica del hombre como productor de
cultura, como si esta fuese una suerte de herramienta pragmática medianamente
racionalizada, sino que la condición de la existencia misma del hombre es la
condición de posibilidad de toda cultura. De ahí que si a la cultura se le
sustrae en su universalidad la condición existencial del hombre, se tiende a la
reificación de la misma cuando pretende referir hechos particulares. Tal tentativa ha sido fuertemente
cuestionada, a mediados del siglo XX y con cierta invectiva sarcástica, por el
gran antropólogo británico Radcliffe Brown, que al respecto de los estudios de
los “contactos culturales” espetaba lo siguiente:
“En lugar del estudio de la formación de nuevas sociedades compuestas,
se suponía que teníamos que observar lo que está sucediendo en África como un
proceso en el que una entidad llamada cultura
africana entra en contacto con otra entidad denominada cultura europea u occidental, dando lugar a una nueva entidad… que
se describe como la cultura africana
occidentalizada. Todo esto me parece una fantástica reificación de
abstracciones. La cultura europea es una abstracción, como lo es la cultura de
cualquier tribu africana. Encuentro que es más bien una fantasía tratar de
imaginar a estas dos abstracciones entrando en contacto y dando lugar a una
tercera”. (Citado por White 1975: 147) [Las cursivas son mías].
Pero la reificación
de la cultura no sólo se produce cuando se pretende estudiar los procesos
coloniales, como si fueran entidades estacionarias, bajo el rótulo de
“contactos culturales”, sino que tácitamente es lo que también acaece en el
discurso de la interculturalidad. Me explico, la interculturalidad supone la
interrelación de diversas culturas in
situ e in tempore. Muchas de
tales culturas referidas retóricamente se ajustan al dualismo de la cultura
occidental y el de cultura no-occidental; lo último, fenoménicamente es
diverso; pero su diversidad se ha establecido a partir del dualismo geopolítico
entre un centro y una periferia, espacios en el que es posible establecer la
hegemonía cultural en el centro y la resignificación de diversas culturas en la
periferia. A su vez, la reproducción cultural en tales espacios periféricos sindica
políticamente la producción de “culturas periféricas”, cuya reproducción
institucional se ha concebido y observado como una fase anterior u opuesta al
capitalismo. Esto quiere decir que tales culturas son concebidas como la
suspensión de la universalidad de la reproducción cultural de occidente. Ya que
en función de tal retórica, el proceso de occidentalización, por más universal
que sea, aún no ha concluido. Por eso
quienes asumen tal retórica, asumen y están convencidos que el Estado-nación ha
perdido cierta funcionalidad operativa en la constitución de la ciudadanía.
Pero lejos de toda
reificación, durante el siglo XX, la cultura se ha circunscrito al ámbito de
estudio de la antropología cultural como una entidad posible de análisis a
partir de su reproducción institucional. Puntualmente la cultura es una
abstracción que refiere condiciones generales de la reproducción de la vida
social a través de ciertas pautas institucionales. Es decir, las prácticas
humanas que se reproducen al interior de una institución (ya sea la familia, la
religión, el estado entre otros) objetivan relaciones sociales que
configuran formas de hacer y de pensar.
Aquellas formas, cuya reproducción es particular, permite la comparación de los
hechos culturales en función de su reproducción institucional porque su
reproducción depende exclusivamente de la producción material de sus
condiciones de existencia. Condiciones que han sido comunes, más no iguales, a
lo largo del derrotero histórico de las sociedades humanas.
2. La diversidad cultural, la multiculturalidad y la
interculturalidad.
Actualmente se
enfatiza como un rasgo de gran importancia en la vida social la diversidad cultural. No es que la
diversidad cultural sea un fenómeno nuevo, sino que su énfasis responde a una
situación de hecho que políticamente ha sido acentuado. La forma de
organización política en gran parte del mundo contemporáneo es la democracia
que apunta a reproducir la ideología liberal con todo lo que ella implica. Sin
embargo, en países como el nuestro y en parte en Latinoamérica, la constitución
del Estado-nación en función de esa democracia no ha logrado la reclasificación
social de toda la población mediante la constitución de la ciudadanía. Tal hecho ha generado que
se enfatice la reproducción ideológica frente al problema del orden.
La reproducción de
toda ideología se encuentra en función de un contexto, actualmente la
universalidad de la mercancía, que figurativamente se ha nominado como
globalización, exige que la reproducción de la vida cotidiana permuta a partir
de sus diferencias. El dato empírico de las diferencias de toda índole ha sido
acentuado exageradamente por la antropología posmoderna, orientación que ha
permitido trocar la condición abstracta de la cultura por su concreción
empírica. Por eso en tal retórica la diversidad cultural ha adquirido una
condición de facto. Pero tal condición se presenta de manera situacional y
limitada por aquello que se ha convenido en llamar la multiculturalidad.
La
multiculturalidad es la idea-fuerza de la universalidad de la diferencia. Su
reproducción no sólo se circunscribe al ámbito de la vida cotidiana, sino que
abarca también a la generalidad de prácticas que se desenvuelven a través de
las instituciones sociales. Por ende la multiculturalidad es la situación
objetivada en el que se encuentran las
culturas, cuya reproducción no necesariamente depende la una de la otra, ya que
la determinación histórica juega un papel muy importante en su concreción.
El caso más
emblemático de la multiculturalidad es, en función de la determinación
histórica, el proceso colonial. La colonización del mundo es un fenómeno de la
modernidad, ya sea que se presente como su antecedente o como su negatividad
(en sentido hegeliano), que ha pautado la reclasificación de la vida social
entre sociedades colonizadoras y colonizadas. Las sociedades colonizadoras por
su ejercicio político tienden a la conformación de un patrón cultural
hegemónico. Mientras que en las sociedades colonizadas, la forma política de la
dominación tendía a mantener la diferencia de la reproducción de la vida entre
los colonos y los nativos. Por ello, muchas de las sociedades colonizadas durante
el proceso de la modernidad son actualmente consideradas como sociedades
multiculturales.
Pero si la
multiculturalidad es la referencia de la diferencia entre culturas, la
interculturalidad, como “el estar entre culturas”, se presenta como un principio
normativo, dado por la alteridad.
3. La alteridad y la interculturalidad como ideología.
La alteridad es un
supuesto filosófico que ha cobrado su importancia debida en los enfoques
fenomenológicos y post-estructuralistas en la antropología. Consiste, en gruesas líneas, en enfatizar la
exigencia empírica de la relación cognoscitiva (entre el antropólogo y el
nativo) a partir de imperativos morales a
priori. Estos imperativos operan
bajo cierta normatividad preconcebida entre lo que se cree conocer (la
diferencia) y lo que se intenta conocer (la identidad) a partir de la
interacción social. La interacción social estaría mediada por el lenguaje,
considerado como un eje vectorial que permite indicar heurísticamente las
múltiples interacciones de lo empíricamente dado a un nivel determinado de
abstracción; de ahí que la exigencia emic,
en la elaboración de las etnografías al respecto, recurrentemente enfatice el
lugar específico de la enunciación.
Además, mediante la
alteridad se intenta explicitar la construcción social del objeto para
desobjetivar (no cosificar) las relaciones cognoscitivas entre el antropólogo y
el llamado Otro, así como sortear la relación entre la producción del
conocimiento y el problema del orden social. Esto se ampara por un lado, en el
imperativo metodológico de la llamada antropología cognitiva, bajo el dualismo
de lo etic y lo emic y, por otro, en lo que ellos llaman “la crítica política del
signo” que animan los postestructuralistas. En función de esta orientación, las
investigaciones anteriores a la alteridad sería la construcción de un objeto
(el primitivo, el salvaje o el tercer mundista) sobre el que no se ha reparado
que es un producto de una determinada metodología etic y de cierta hegemonía política (considerada como tendenciosa)
presente en la mediación del lenguaje. Por ello anticiparse a la construcción
social del objeto permite la particularidad fenoménica y discursiva de lo emic, como si fuera el mayor valor de
cambio en la construcción social del objeto; y, a su vez, reconocer insistentemente
la hegemonía política de tal o cual entidad permitiría demarcar el espacio
social para una mejor operatividad en la investigación, según estos ideólogos.
Siguiendo a tal
ideología, anticiparse a la construcción social del objeto mediante la
alteridad es lo que ha permitido que el Otro sea considerado como un otro
culturalmente diferente al antropólogo a partir de su constitución óntica. Más aún, radicalizando el asunto, actualmente
en la antropología posmoderna se ha asumido que la pregunta antropológica ya no
recae estrictamente en la diversidad cultural o en la construcción de un sujeto
opuesto a la civilización o a la llamada cultura occidental, sino en el
dualismo categorial de la igualdad y la identidad. Es decir, qué elementos
culturales en común comparten los hombres y cómo se establece la identidad
cultural a partir de la resignificación de los cambios en el mundo
contemporáneo, esa sería la tarea de la antropología (obviamente posmoderna).
Uno de los
cambios culturales a nivel mundial es lo
que sus ideólogos llaman la desterritorialización de la reproducción
cultural. Sucintamente, la circunscripción de una determinada área
territorial ya no permite identificar la correspondencia directa de su
reproducción cultural en particular, como sucedía en los inicios de la
expansión colonial. Ya que los fenómenos universales de la migración, tanto
interestatal como local, (de una ingente población procedente de los países
periféricos hacia los llamados países centro o de los espacios agrarios hacia
la urbe de un país determinado) ha fortalecido las relaciones productivas
sub-asalariadas de la fuerza de trabajo de los migrantes. Bajo tales
condiciones económicas, la reproducción cultural ha permutado a través de la
lógica de la mercancía de un cierto localismo a su reproducción
desterritorializada. Es decir, un culto, culturalmente aceptable, ante la
imposibilidad de su reproducción en su lugar de origen, es reproducido por
sujetos sociales que forman parte de una colonia migrante conectada a través de
redes laborales. En aquellos espacios la reproducción cultural resignifica la
alteridad a través del consumo de la mercancía.
La mercancía ha
desterritorializado la reproducción cultural in situ. De ahí que “el estar entre culturas” se ha convertido en
la situación fenomenológica del sujeto contemporáneo. Pero la condición de la
interculturalidad no sólo se establece en una situación de reproducción
cultural, sino que esta se circunscribe en una situación política particular, a
saber, la democracia.
4. Los imperativos de la democracia y la interculturalidad.
La democracia como una determinada forma de
gobierno apunta a la reproducción de la ideología liberal; históricamente ha posibilitado
la expansión del proceso de occidentalización. Desde la antropología, se
considera que la occidentalización es el
proceso cultural de la expansión de occidente a partir de la combinación de
cuatro elementos estrechamente vinculados, a saber, la
economía de mercado, la producción en
masa industrial, la democracia
parlamentaria asociada a un régimen pluripartidista y la ideología de los derechos humanos (Godelier). Esto indica que en
sentido antropológico el mundo se encuentra actualmente ya occidentalizado, por
la operatividad de tal o cual elemento ya mencionado, lo cual no quiere decir
que sea culturalmente homogéneo. Sin embargo, este indicativo analítico permite
operativamente considerar la existencia de pueblos “no-occidentales” en la actualidad,
sólo como una diferencia analítica mas no como una situación de hecho.
Ahora bien, la
democracia realmente existente supone la división y la autonomía de los poderes
del Estado a partir de un régimen pluripartidista. Sin embargo, bajo tal
régimen la representatividad de la ciudadanía carece de la operatividad de un demos organizado. En el sentido de que
la ciudadanía participe y se represente en función de su situación política
real (defensa de intereses particulares y nacionales). Sumado a ello, en países
como el nuestro la constitución de la ciudadanía se ha determinado preferentemente
bajo la antinomia raza-trabajo. A nivel mundial el libre mercado ha acentuado tal división mediante el abaratamiento
de la mano de obra no calificada de un gran sector sub-asalariado (mediante el
sub-empleo que consiste en el trabajo eventual y sin beneficios laborales) y la
constitución de una sub-ciudadanía (en el que existen sujetos políticos
tangencialmente incorporados tras los procesos de instauración del capital
financiero).
La condición de la
sub-ciudadanía, es un fenómeno político presente en casi todos los países
dependientes económicamente de las grandes entidades financieras establecidas
en los países del centro dominante. La capacidad operativa de la sub-ciudadanía
reproduce formas de organización política regionales asentadas en espacios dependientes
a partir del cual intentan generar y conectar los espacios políticos de la
democracia. Esto ha generado que el problema del orden social se encare
mediante una de las instituciones, aún efectivas, del Estado-nación, a saber,
la educación.
A través de la educación
(específicamente mediante los programas de educación intercultural) se postula
que la interculturalidad es el principio de normatividad que posibilita la
constitución de la ciudadanía mediante la ampliación de los espacios de la
democracia liberal representativa. Esto, en gruesas líneas, es la finalidad de
la educación intercultural, cuyo derrotero busca la formación de ciudadanos con
la capacidad suficiente para operar en condiciones competitivamente
horizontales, para así alcanzar la representatividad del caso en los espacios
públicos.
Tal normatividad
reproduce imperativos de carácter político, a saber, el diálogo, la tolerancia
y la defensa de la diversidad. Mediante
tal triada actualmente se articulan muchas de las respuestas que intentan
resolver (o afrontar) ideológicamente el problema del orden social.
El diálogo que se
postula es el diálogo intercultural
que busca encontrar puntos en común, para que la constitución de la ciudadanía
se consolide en una representatividad heterogénea a través de ciertos sujetos
voceros de lo que culturalmente se ha llamado minorías étnicas. Por ello el imperativo del diálogo intercultural
se circunscribe a la capacidad política que tienen los sujetos que
tangencialmente se han incorporado al Estado-nación mediante la educación.
Muchos de tales sujetos, en la medida que se van incorporando al espacio
político de la democracia liberal, reelaboran su historicidad y reinventan la reproducción de su tradición,
en aras de producir cierto capital cultural que pueda ser ofrecido como
mercancía en el mercado del turismo y en los proyectos que auspician los
organismos no gubernamentales (ONGs).
Históricamente, el dialogo intercultural como un imperativo normativo es reciente. El problema que
intenta resolver el diálogo intercultural es cómo cambiar los espacios en el
que se reproduce la imposición del Estado a espacios de concertación, antes que
se conviertan en espacios de confrontación.
La tolerancia como
imperativo político permite que la tan mentada libertad del individuo sea funcional a los diferentes espacios sociales que se articulan a las nuevas reglas del juego
político (neoliberal). Es decir, la tolerancia se anima y se acepta porque hay una censura tácita. Me explico, actualmente se vende la fútil idea de que la política se regula sólo en función del diálogo (para que nada cambie). Al respecto hay una idea-fuerza que ha posibilitado articular y producir una serie de ideas en función de tal ideología, a saber, "la ideología de la no-violencia". En función de tal ideología surgen aquellos defensores de la democracia liberal que se encuentran convencidos, hasta que sus intereses de clase no se vean amenazados, que la democracia es el mejor sistema de gobierno. Empero en la política internacional, tales ideólogos no escatiman en aplaudir o desentenderse del ejercicio político
militar de los grandes Estados capitalistas cuando invaden países con el pretexto de la libertad y la democracia. De ahí que no sea nada fortuito que muchos de esos ideólogos presenten el enfrentamiento político contemporáneo como si fuera una película holliwoodense, a saber, la lucha entre una democracia liberal-tolerante y
el autoritarismo-fundamentalista.
Es así como la
tolerancia adquiere cierto valor que debe ser alcanzado para no ser
descalificado como autoritario. Ya son conocidas las simplificaciones que se
suele hacer al respecto en el juego político. Muchas veces el contrincante
acusa de fundamentalista al oponente por el simple hecho de defender ciertas
ideas en los espacios públicos. Tal rasgo anima no sólo la censura, sino también la autocensura. Asimismo, la imagen del supuesto fundamentalista se recrea y enfatiza
como una suerte de chivo expiatorio para ocultar las razones del proceder de la
política internacional, que en el plano militar resulta siendo la más
intolerante posible.
La defensa de la diversidad es el último
imperativo que se reproduce al interior de la interculturalidad. Pero la
defensa de la diversidad no se circunscribe sólo al aspecto cultural, sino que
tiende a rayar con la exageración y con el absurdo. Al respecto, muchas de las prácticas cotidianas y pueriles (llamadas y defendidas como asuntos privados) se han ido politizando a lo largo de
estos últimos años a partir del dualismo de la identidad y la diferencia. Por ejemplo, la ideología de género desde hace muchos años viene animado el paroxismo de la victimización de la mujer, el relativismo cognitivo y la sofistería en función de la diferencia.
La reclasificación
social a partir de nociones como diferencia
e identidad en relación a un otro fenoménico, ha permitido generar
ciertos ejes sobre el cual gira la situación de la multiculturalidad, bajo la
percepción fenomenológica. Uno de aquellos ejes a partir de la diferencia es considerar la reproducción
de culturas diferentes como fenómenos particulares que se producen a partir de
la comunicación social y la expresión individual. De ahí que se identifique una
serie de diferencias sustraídas de su reproducción institucional a partir de su
inmediatez orgánica y reactiva, a saber,
la sexualidad, las emociones, las experiencias religiosas o metafísicas, las expresiones
artísticas; o, en su defecto, ante la articulación de la institucionalidad
política, surge el efecto de convertir en nativo a toda práctica social
considerada como diferente, muchas de ellas ambiguamente clasificadas y
nominadas como tribus urbanas o culturas emergentes.
En lo que respecta
a la cuestión de la identidad cultural, esta se enfatiza más como un imperativo
ético que como un concepto analítico, a partir del cual se reclasifican las
relaciones sociales en función de un nuevo sentido que valide la autonomía de
la vida cotidiana. Precisamente aquí ocurre lo más forzado de tal ideología, se
considera la reproducción de la vida cotidiana como el hecho arbitrario sobre el cual
el individuo reclasifica su existencia social en función del trabajo o el
desempleo, la sexualidad, las creencias, la información y el consumo de las
mercancías. Según sus ideólogos, las conexiones de aquellos hechos, de
acuerdo a su simplicidad o a su complejidad, permiten clasificar ciertas
identidades tenidas como culturales. Pero tal pretensión discursiva, producto
de un análisis en particular, pretende su universalidad cognoscitiva a raíz, no
de un redescubrimiento de la variedad
cultural en el mundo tras los cambios económicos e históricos, sino debido a
las limitaciones operativas de la ciudadanía tras la pérdida de la hegemonía
política de los estados-nación sobre los espacios políticos. Por eso no casual que en esta situación muchos de esos ideólogos animen el voyeurismo, el pansexualismo, el cinismo y el hedonismo, tan frecuentes de identificar en la reproducción de la vida cotidiana y pública.
Finalmente, cabe no
olvidar que los deseos, temores y los estados de ánimo, animan toda ideología.
La intercultauralidad es sin lugar a dudas tributaria de tales exaltaciones,
muchas veces desapercibidas por los que la animan.
Juan Archi Orihuela
Lima, 30 de junio
del 2014.
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[*] Este escrito lo presente como ponencia en un coloquio en el año 2010.
La bibliografía que la acompañaba ha sido obviada.