Hay una canción llamada el Faro de los ahogados (1989) __cuya versión original en portugués no es nada agradable por el ritmo, pero el “cover” en castellano si es muy emotivo__ en el que se enfatiza un rasgo de la esperanza, a saber, “Al final del túnel de los desahuciados/ hay un puerto abierto/ a quien ansía llegar/” “Yo estaré en el faro de los ahogados/ Te estaré esperando/ No vayas a demorar”. La esperanza se resume en lo último y que inevitablemente es entonado con desesperación: “Te estaré esperando/ No vayas a demorar”. Desde luego ella no va a demorar porque simplemente nunca llegará. Empecinarse a contradecir los hechos en el fondo es tener esperanza. Los que tienen esperanza generalmente son los "ahogados".
Contradecir a los hechos en la medida que exista cierta racionalidad mediada por la práctica existenciaria no permite necesariamente que uno abrace una esperanza. Más bien uno contradice los hechos cuando se "ahoga", es decir, en la medida que la racionalidad se encuentra suspendida. La excitación en el momento de la realidad __ya sea funesta, aciaga, nostálgica, dolorosa, epidérmica y demás__ permite trocar aquel momento a la irrealidad. Por eso la esperanza es aquella posibilidad de acción que forma parte de la irrealidad. Siguiendo el ejemplo de la canción aludida, el sujeto que espera aún (“Te estaré esperando”), empecinado y confiado, tarde o temprano desesperará y será un sujeto desesperado. La desesperación hará que el sujeto genere una acción en función de lo que espera. El “no vayas a demorar”, que evidencia cierta sensación trémula, es la condición de posibilidad de la esperanza.
Por ello la esperanza es la supresión de lo que Sören Kierkegaard llamaba “la resignación infinita”. Si la resignación infinita evita el dolor, en la medida que cada sujeto asume la responsabilidad de sobrellevar el dolor como parte de su existencia, la esperanza se genera para anular ese dolor existencial en la medida que permite pasar los límites del estadio ético. Estadio ético en el que se circunscriben todas las acciones humanas que tienen cierto sentido en el mundo en función del deber. Si la esperanza instaura al hombre en otro estadio existencial, para que sea congruentemente a la época moderna, aquel estadio no puede ser caracterizado como un estadio de la fe, a pesar de que su imperativo sea el del amor, tal como Kierkegaard sostenía. O, para decirlo con otros términos, lo que en el fondo hace la esperanza es unificar a los estadios que lo han precedido (lo estético y lo ético) para hacer de su reproducción un momento de la real incertidumbre en el que el hombre se encuentra frente al mundo. Un rasgo contemporáneo al respecto es la pérdida de la fe en función de la confrontación con la realidad. Si la fe se ha constituido en función de lo absoluto y lo divino, como era un rasgo del mundo antiguo, la condición existenciaria del hombre moderno, para usar un rótulo ya conocido, ya no se circunscribe bajo esos significantes, sino más bien tiende a enfatizar una reproducción particular y mundana (en el sentido que refiere siempre al mundo empírico).
Pero hay un detalle que no debe obviarse, a saber, el imperativo del amor. Lejos que de sea un valor supremo y metafísico __Kierkegaard asumía que si lo era en el estadio de la fe__ el amor es lo que sostiene a la irrealidad que posibilita la esperanza. Si los límites de la irrealidad se demarcan en función de la acción del hombre desesperado, el imperativo del amor se sustenta en una relación física que vincula al hombre con lo mundano. Si bien es cierto que el amor posibilita que las cualidades del objeto del deseo (la amada) no corresponden al mundo empírico, no es porque su afectación no sea congruente a lo circunstancial o a lo intramundano, sino porque la materialidad de su constitución se encuentra suspendida. Esa suspensión es producto de una relación física, cuya mediación no es el sujeto que ejerce la práctica sino la apariencia del objeto que desea. El “aparentar ser” del objeto no es la figuración abstracta que el sujeto enamorado se hace del objeto, sino la apropiación de su vinculación afectiva. El valor que uno le da al objeto deseado es una suerte de compensación que intenta remediar aquella relación inversamente proporcional del afecto dado y el afecto recibido. Más aún si uno repara que en toda relación amorosa la relación inversamente proporcional del afecto es un síntoma de su naturaleza voluble, la posibilidad de su concreción no se encuentra sólo en la materialidad de su correspondencia. Por ello las cualidades que posibilitan el deseo del objeto adquieren una condición de realidad fuera del objeto y el sujeto.
Volviendo nuevamente a la esperanza. Si la prolongación de la irrealidad en función del deseo no es más que la vinculación con aquella realidad que ha sido suspendida por la experiencia, la esperanza se presenta como la totalidad de la experiencia. Es decir, si el hombre ahogado, para seguir con la canción aludida, espera lo imposible es porque su acción mundana, que lo vincula al mundo, ya no tiene ninguna correspondencia material con lo real. Toda posibilidad está en función de los hechos del mundo, en cuanto son dispuestos de tal o cual manera; contrariamente, la imposibilidad está en función de las cualidades del objeto que ya no forma parte de ningún hecho del mundo, sino del deseo. Esa dimensión práctica que permite el deseo no tiene nada que ver con un acto de fe en lo absoluto o lo divino, sino en función de una totalidad existencial intramundana que se caracteriza por des-esperar.
La des-esperación no es sólo el desengaño frente a la realidad porque en el fondo hay una ilusión que acucia la acción. La ilusión es precisamente esa luz del faro, esa luz que permite la esperanza, no para salvarse por el ahogo inevitable (nostalgia), sino para vincularse nuevamente con el mundo en el que el deseo impera. Aunque también cabe observar que es posible la supresión del deseo en función de otro horizonte cultural, pero su posibilidad práctica en función de una resolución inmediata existenciaria reproduce e introduce la metafísica del hombre hacia lo absoluto y lo divino. Más aún tal posibilidad acentúa la apariencia del mundo en función de una dicotomía entre el mundo deseado y el mundo concebido. Pero para salir de esa dicotomía se debe observar que la esperanza no radica sólo en el cambio de las cosas del mundo, sino por hacer de una cosa del mundo (objeto deseado) todo cambio a partir de lo imposible. Al respecto si uno recuerda aquel viejo poema de César Vallejo llamado “Voy a hablar de la esperanza” (1923) puede identificar al dolor como un incondicionado del mundo físico. La reproducción del mundo físico no sólo es posible en función del dolor particular, sino debido también a su universalidad (el yo poético). Pero esa universalidad no la da sólo “el yo que siente” el dolor, sino “el yo que desea” que ya no haya dolor, porque desea lo imposible, a saber, que el mundo no sea dolor, sino un mundo hecho de esperanza.
Juan Archi Orihuela
06 de febrero del 2012.
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(*) En la imagen superior derecha se encuentra el afiche de la película El Grito (1957) de Michelangelo Antonioni que presenta a un sujeto desesperado, un sujeto ahogado que "des-espera".
(**) Por otro lado ahí la canción aludida en el texto (escúchese viendo el afiche en mención):
Contradecir a los hechos en la medida que exista cierta racionalidad mediada por la práctica existenciaria no permite necesariamente que uno abrace una esperanza. Más bien uno contradice los hechos cuando se "ahoga", es decir, en la medida que la racionalidad se encuentra suspendida. La excitación en el momento de la realidad __ya sea funesta, aciaga, nostálgica, dolorosa, epidérmica y demás__ permite trocar aquel momento a la irrealidad. Por eso la esperanza es aquella posibilidad de acción que forma parte de la irrealidad. Siguiendo el ejemplo de la canción aludida, el sujeto que espera aún (“Te estaré esperando”), empecinado y confiado, tarde o temprano desesperará y será un sujeto desesperado. La desesperación hará que el sujeto genere una acción en función de lo que espera. El “no vayas a demorar”, que evidencia cierta sensación trémula, es la condición de posibilidad de la esperanza.
Por ello la esperanza es la supresión de lo que Sören Kierkegaard llamaba “la resignación infinita”. Si la resignación infinita evita el dolor, en la medida que cada sujeto asume la responsabilidad de sobrellevar el dolor como parte de su existencia, la esperanza se genera para anular ese dolor existencial en la medida que permite pasar los límites del estadio ético. Estadio ético en el que se circunscriben todas las acciones humanas que tienen cierto sentido en el mundo en función del deber. Si la esperanza instaura al hombre en otro estadio existencial, para que sea congruentemente a la época moderna, aquel estadio no puede ser caracterizado como un estadio de la fe, a pesar de que su imperativo sea el del amor, tal como Kierkegaard sostenía. O, para decirlo con otros términos, lo que en el fondo hace la esperanza es unificar a los estadios que lo han precedido (lo estético y lo ético) para hacer de su reproducción un momento de la real incertidumbre en el que el hombre se encuentra frente al mundo. Un rasgo contemporáneo al respecto es la pérdida de la fe en función de la confrontación con la realidad. Si la fe se ha constituido en función de lo absoluto y lo divino, como era un rasgo del mundo antiguo, la condición existenciaria del hombre moderno, para usar un rótulo ya conocido, ya no se circunscribe bajo esos significantes, sino más bien tiende a enfatizar una reproducción particular y mundana (en el sentido que refiere siempre al mundo empírico).
Pero hay un detalle que no debe obviarse, a saber, el imperativo del amor. Lejos que de sea un valor supremo y metafísico __Kierkegaard asumía que si lo era en el estadio de la fe__ el amor es lo que sostiene a la irrealidad que posibilita la esperanza. Si los límites de la irrealidad se demarcan en función de la acción del hombre desesperado, el imperativo del amor se sustenta en una relación física que vincula al hombre con lo mundano. Si bien es cierto que el amor posibilita que las cualidades del objeto del deseo (la amada) no corresponden al mundo empírico, no es porque su afectación no sea congruente a lo circunstancial o a lo intramundano, sino porque la materialidad de su constitución se encuentra suspendida. Esa suspensión es producto de una relación física, cuya mediación no es el sujeto que ejerce la práctica sino la apariencia del objeto que desea. El “aparentar ser” del objeto no es la figuración abstracta que el sujeto enamorado se hace del objeto, sino la apropiación de su vinculación afectiva. El valor que uno le da al objeto deseado es una suerte de compensación que intenta remediar aquella relación inversamente proporcional del afecto dado y el afecto recibido. Más aún si uno repara que en toda relación amorosa la relación inversamente proporcional del afecto es un síntoma de su naturaleza voluble, la posibilidad de su concreción no se encuentra sólo en la materialidad de su correspondencia. Por ello las cualidades que posibilitan el deseo del objeto adquieren una condición de realidad fuera del objeto y el sujeto.
Volviendo nuevamente a la esperanza. Si la prolongación de la irrealidad en función del deseo no es más que la vinculación con aquella realidad que ha sido suspendida por la experiencia, la esperanza se presenta como la totalidad de la experiencia. Es decir, si el hombre ahogado, para seguir con la canción aludida, espera lo imposible es porque su acción mundana, que lo vincula al mundo, ya no tiene ninguna correspondencia material con lo real. Toda posibilidad está en función de los hechos del mundo, en cuanto son dispuestos de tal o cual manera; contrariamente, la imposibilidad está en función de las cualidades del objeto que ya no forma parte de ningún hecho del mundo, sino del deseo. Esa dimensión práctica que permite el deseo no tiene nada que ver con un acto de fe en lo absoluto o lo divino, sino en función de una totalidad existencial intramundana que se caracteriza por des-esperar.
La des-esperación no es sólo el desengaño frente a la realidad porque en el fondo hay una ilusión que acucia la acción. La ilusión es precisamente esa luz del faro, esa luz que permite la esperanza, no para salvarse por el ahogo inevitable (nostalgia), sino para vincularse nuevamente con el mundo en el que el deseo impera. Aunque también cabe observar que es posible la supresión del deseo en función de otro horizonte cultural, pero su posibilidad práctica en función de una resolución inmediata existenciaria reproduce e introduce la metafísica del hombre hacia lo absoluto y lo divino. Más aún tal posibilidad acentúa la apariencia del mundo en función de una dicotomía entre el mundo deseado y el mundo concebido. Pero para salir de esa dicotomía se debe observar que la esperanza no radica sólo en el cambio de las cosas del mundo, sino por hacer de una cosa del mundo (objeto deseado) todo cambio a partir de lo imposible. Al respecto si uno recuerda aquel viejo poema de César Vallejo llamado “Voy a hablar de la esperanza” (1923) puede identificar al dolor como un incondicionado del mundo físico. La reproducción del mundo físico no sólo es posible en función del dolor particular, sino debido también a su universalidad (el yo poético). Pero esa universalidad no la da sólo “el yo que siente” el dolor, sino “el yo que desea” que ya no haya dolor, porque desea lo imposible, a saber, que el mundo no sea dolor, sino un mundo hecho de esperanza.
Juan Archi Orihuela
06 de febrero del 2012.
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(*) En la imagen superior derecha se encuentra el afiche de la película El Grito (1957) de Michelangelo Antonioni que presenta a un sujeto desesperado, un sujeto ahogado que "des-espera".
(**) Por otro lado ahí la canción aludida en el texto (escúchese viendo el afiche en mención):