Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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domingo, 27 de mayo de 2012

La cultura global o el apriorismo de las identidades culturales

El referente de la globalización, culturalmente hablando, acentúa la forma de la reproducción de la llamada, por Ulrich Beck, sobremodernidad. Figurativamente el mundo contemporáneo ha sido considerado como “global” en la medida que la reproducción de la vida social tiende a unificar los diferentes espacios sociales mediante una economía informacional. Las consecuencias de la vida informacional han sido reconocidas como hechos positivos que permite la conexión del mundo a través de la información. Sin embargo se ha observado una consecuencia negativa al respecto de las llamadas identidades culturales porque su reproducción local ha sido modificada. Esta idea, entre otros factores, reposa en cierta reclasificación dual __ya sea supuestamente enfrentada o armoniosamente conjuntiva__ entre lo que se considera como lo moderno y lo tradicional. Específicamente, tales ideas concatenan toda una serie de preconcepciones opuestas que van desde la ciencia, el individuo, la racionalidad, lo profano, el cambio, la ley, el decoro, la información y la libertad cuando se piensa en lo moderno; mientras que la magia, la comunidad, la fe, lo sagrado, la permanencia, la tradición, lo rústico, la desinformación y la sujeción, se hilvanan con lo tradicional. Y como gruesamente se asume que lo tradicional es el fundamento de lo cultural se considera que los referentes de lo tradicional se van reduciendo en los espacios sociales contemporáneos por los efectos de la globalización. Por ello interrogar sobre las identidades culturales se convierte en el imperativo político contemporáneo.

Además, si tales relaciones binarias tienen aún un poder de significación y de demarcación cultural se debe a que se tiende a considerar los conflictos (militares) contemporáneos como si fueran ante todo la concreción de enfrentamientos culturales enraizados en el pasado. Las consecuencias de tal orientación, que opone y reduce la política y la cultura a una contradicción, han generado discursos que tienden a enfatizar todo conflicto como si fuera una suerte de metafísica entre la universalidad y la diversidad.

Al respecto de la universalidad y la diversidad, la política como universalidad estaría generando esa homogeneidad de la reclasificación ciudadana en todo el mundo y su posibilidad de acción estaría dada mediante la producción de la mercancía que la convierte, mediante los cambios tecnológicos, en “informacional y global”; mientras que la diversidad, asignada como una situación de hecho acentuada por un craso empirismo de la individuación moderna, sería la condición real de los fenómenos culturales. Es decir, se asume, o se proclama como si fuera un gran descubrimiento o como una idea políticamente correcta, que toda cultura es diversa. A ello se suma el abuso “impunemente cotidiano” que se comete con la noción de cultura __mas allá de los intentos serios de la antropología por demarcarla como una categoría analítica__ como si fuera la sustancia de lo humano, o como la segunda naturaleza del hombre, que permite la identificación forzada de lo cotidiano con lo cultural [1]. De ahí la premura por acentuar, con cierta exageración, la importancia relacional de los sujetos para evitar toda sustanciación objetual.

Tal giro reflexivo ha generado la indeterminación, en sentido hegeliano, de la cosa por la conciencia. O, en su defecto, comprende una situación de hecho (los efectos de la globalización) como si fuera un síntoma lógico (el problema de las identidades culturales, ya sean porque cambian constantemente o porque se corre el riesgo de que desaparezcan mediante su modificación). Para comprender tal relación cabe observar en qué consiste la globalización y, por otro lado, las identidades culturales.

Una idea gruesa acerca del síntoma de la globalización se puede reconocer en aquel juicio antropológico de que “el mundo se occidentaliza”. Sin embargo, eso no es indicativo de que la globalización sea lo mismo que la occidentalización. Por un lado, el juicio antropológico remite a la idea de occidente pensado no en términos espaciales (físicos) sino socioculturales [2], como un punto vectorial desde el cual  se prolongan una serie de vectores que componen el mundo contemporáneo. Al decir del antropólogo Maurice Godelier occidente sería hoy la combinación de la economía de mercado, la producción en masa industrial, la democracia parlamentaria asociada a un régimen pluripartidista y la ideología de los derechos humanos. Tales elementos se encuentran en la actualidad estrechamente ligados y en los espacios sociales en que se asienta es posible hablar de un occidente moderno [3].

Por otro lado, la globalización, para que deje de ser algo superficial o la mera retórica diplomática de los organismos internacionales, se refiere puntualmente a las consecuencias de la economía de mercado y la producción en masa industrial. Es decir, su referente adquiere concreción en las consecuencias económicas, más no en las del sistema político e ideológico hegemónico. Por lo menos eso se desprende de su retórica oficiosa. Desde luego su nominación generaliza bajo la forma de su enunciación la idea de un mundo simétricamente productivo, en el que la mercancía reduce el espacio y el tiempo en su momento de consumo. Generando la sensación de que su dinámica disuelve o modifica lo cotidiano y por ende lo cultural.

Aunque no esta de más anotar que la globalización, más que un fenómeno es la forma fenoménica, discursivamente inconsistente y tendenciosa, de los efectos económicos y políticos del capitalismo tardío. Tentativamente se puede ubicar el inicio de la globalización en la universalidad de la economía de mercado tras los quiebres y ceses de los bloques del socialismo realmente existente. Y como toda forma no puede desligarse de su contenido, filosóficamente hablando, el contenido real que posibilita la realidad de las mercancías  en la globalización es el ejercicio político, porque posibilita por un lado que la lógica del capital adquiera su concreción universal y, por otro, que la democracia parlamentaria y la ideología de los derechos humanos sean condiciones necesarias para la apertura de los mercados del mundo. No por casualidad tales condiciones sirvieron para justificar las últimas guerras en el medio oriente.

Pero como generalmente se presenta el conflicto cultural como la punta de lanza de los efectos de la globalización. Se asume que lo que reclasifica o polariza al “mundo global” es el fundamentalismo político sustentado en supuestas “tradiciones conservadoras”, cuya intención cuasireligiosa estaría ejerciendo relaciones de poder caracterizadas por un contenido de irracionalidad premoderna opuesta a la racionalidad moderna. De ahí que sobre un hecho o fenómeno global, desde la producción de la mercancía más barata hasta un hecho político liberal de cuantiosas consecuencias económicas, sea sintomático ese silencio sepulcral de los efectos de la política real sobre la manida “defensa” de lo cultural o de lo cotidiano como un supuesto.

En correspondencia con lo anterior, es frecuente escuchar que los efectos de la globalización serían el deterioro, el cambio, la modificación, la pluralidad o la multiplicidad de la identidad cultural en los países, políticamente  hablando, afectados por tal efecto. O, en todo caso, a partir de una relación objetual analítica, serían los diversos pueblos del mundo “no-occidental” quienes “sufren” cambios en su identidad (cultural). Esto se ampara, en gruesas líneas, en aquella diferencia metodológica que se suele hacer entre el mundo occidental y los pueblos no occidentales cuyos referentes históricos inobjetables han sido parte de los procesos de colonización del mundo por Europa a partir de 1492. Tales hechos remiten a la diferencia sustantiva entre el colonizador y el colonizado, próximos a un dualismo estructural. En la medida que se establece una relación de dominación, el sujeto dominado (el colonizado), ubicado implícitamente en el espacio estructural de la dominación, pierde, algo si como, su “ser cultural” o sufre la modificación de su identidad en la reproducción de su grupo social. De ahí que el problema de la identidad cultural y su condición de análisis enfoque siempre, como no podría ser de otra manera, a un sujeto “no-occidental”. Para decirlo con la  retórica política de los años setentas, el tercermundista es, y sería por antonomasia, el que sufre un cambio en su identidad cultural, mas no así el sujeto “occidental y moderno”, ya que se asume que mediante la globalización se impone la cultural occidental.

Además, si se observa que la postulación de las identidades culturales remite a una idea gruesa del culturalismo en el que todas las prácticas institucionalizadas son resignificadas por el sujeto en un espacio social compartido por otros sujetos semejantes o iguales a él (culturalmente), la identidad sería el rasgo empírico de la cultura. Por ello cuando se establece la diferencia de las identidades culturales muchas de aquellas respuestas prácticas, que dan los sujetos frente a un hecho social, se diferencian en función de la necesidad social que las anima. Asimismo, las identidades culturales operarían y posibilitarían el horizonte de sentido que despliega los límites de la cultura en tal o cual comunidad. Tal rasgo permite darle un valor moral a la reproducción cultural en la medida que la diversidad cultural se genera desde su reproducción local.

La reproducción local de las culturas es un hecho tan significativo e histórico que ha permitido clasificar una serie de formas de pensar y de actuar a partir de la constitución y diferencia de las identidades. Por ello la identidad cultural permite establecer una relación que se sustenta en la vida institucional de acuerdo a la forma en que los hombres resuelven tales o cuales problemas. Pero la resignificación de lo que los hombres hagan no depende sólo de una determinada identidad constituida, sino de una serie de “identidades múltiples” que se ajustan a los cambios del mundo contemporáneo. Términos como la “desterritorialización” y “reterritorialización” (García Canclini) apuntan a sostener aquellos cambios en la reproducción cultural y permiten enfocar la variabilidad de la producción cultural.

Hasta hace algunos años se enfatizaba, desde un punto de vista político, que el papel del Estado ha quedado disminuido en relación a las políticas públicas por la globalización, al decir de Ulrich Beck: “la globalización zarandea la imagen de espacio homogéneo, cerrado, estanco y nacional-estatal”. De ahí que la constitución del Estado-nación, como proyecto, había sido deslegitimada por el mercado. Entre otros factores, el mercado global tiende a enfatizar la producción de mercancías nacionales para hacerlas “global”. Tal hecho de alguna manera genera la idea de que se constituye una suerte de “identidad des-localizada” porque los sujetos se identifican con tal o cual mercancía local vuelta universal.  

Observar el caso de una serie de elementos culturales al respecto, llama mucho la atención cuando se quiere identificar las identidades culturales. Por ejemplo una mercancía como el pisco __que tiene cierta significación en la sociedad peruana__ alude a la simplificación de una historia desterritorializada, en la medida que uno forma parte, o cree formar parte de una tradición de antaño, y que además tiende a establecer vínculos identitarios con personas que no necesariamente son de una región en particular o, en su defecto, nacional. Ya que la mercancía del pisco, a través de una serie de mecanismos publicitarios, genera la sensación de ser universal en la medida que representa o figura la serie de identidades del sujeto que lo consume. Sumado a ello, si también se observa la tan acentuada presentación del localismo cultural, como por ejemplo las mercancías que produce la gastronomía (llamados por la publicidad como “platos banderas”), uno puede reconocer que las identidades culturales se acentúan en la medida que existe una exigencia del mercado.

Ahora bien, si se observa desde un punto de vista político, tal como lo hacía Pierre Bourdieu, “la globalización no es una homogenización, sino la extensión de la influencia de un pequeño número de naciones dominantes sobre el conjunto de los mercados financieros nacionales”. Precisamente el mercado nacional en la globalización tiende a formar parte, más allá de los beneficios o perjurios, de un sistema de dominación mayor. En esa dominación que se produce mediante una serie de relaciones institucionales la identidad cultural no se encuentra reproducida en lo local sino en la generación de la satisfacción de una serie de elementos culturales vueltos mercancías. No es que la mercancía se oponga al producto cultural, sino que las relaciones económicas que genera la producción de los elementos culturales suspenden toda aproximación a una identidad local.

Por ello surge la aparente paradoja: si la globalización tiende a generar un espacio de conexión mundial, la serie de prácticas culturales y locales no se vuelven globales en ese espacio, sino más bien circunscriben una cierta diferencia cultural en su producción. Desde luego los mecanismos de identificación o de pertenencia varían de acuerdo al lugar en el que se encuentre el sujeto que se identifique con tal producto cultural. Más aún las identidades no son tributarias de un sujeto, sino más bien de una necesidad, es decir, de una relación económica. Esto no quiere decir que exista un determinismo económico en la producción de las identidades, sino más bien que las identidades culturales son las que en ultima instancia posibilitan que la serie de relaciones económicas se concreticen en el espacio global. 





Juan Archi Orihuela
Domingo, 27 de mayo de 2012.



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[1] La diferencia analítica de ambas nociones permite un uso adecuado de los mismos. Lo cotidiano sería la constante de prácticas socialmente institucionalizadas y reguladas en un espacio social, en el que además de adquirir un cierto valor (posible de resignificarse), se sustenta mediante la experiencia de vida intramundana de tal o cual sujeto que se piensa  con determinada  capacidad de acción. Mientras que lo cultural, como fenómeno posible de análisis, es el resultado de las diversas prácticas de lo cotidiano, objetivado mediante lo que dicen y hacen los sujetos en un espacio social específico y conmensurable.

[2] La referencia física y espacial de occidente es indubitablemente Europa. Lo cual ha generado una idea valorativa, corriente y muy ligera que se utiliza, lejos de todo análisis, para acusar a todo aquel que tome como punto de partida explicativo el “centro” europeo, como eurocéntrico. Sin embargo, recordar  la metáfora nietzscheana acerca de Europa como la “vaca de muchos colores” ayuda a evitar ese “monolingüismo del otro”. Es decir, la relación de poder que subyace en el discurso es una situación de hecho, a pesar de que Europa nunca fue, ni lo es, un espacio culturalmente homogéneo. Y, como la universalidad de la historia tiene un centro de poder, no sólo teórico, sino de facto, por la expansión imperial (político-militar),  tomar como centro referencial una realidad sociocultural como Europa es aún metodológicamente válido para explicar la totalidad social. Al respecto cabe observar que tal validez metodológica se mantiene y acentúa más aún por las discrepancias que ejercen algunos intelectuales que animan, paradójicamente, los estudios postcoloniales; especificamente, aquellos que pretenden "pensar y sentir" desde la periferia son quienes resultan siendo los más "europeos"  que los europeos por la competencia que ejercen en el uso de las “jergas conceptuales”, que por el lugar de su procedencia. 

[3] En sentido antropológico, como ya anote líneas arriba, el mundo se encuentra ya occidentalizado, hecho que no es nada homogéneo, culturalmente hablando. Por ello considerar la existencia de pueblos “no-occidentales” en la actualidad es una diferencia analítica mas no así una diferencia de hecho. 


miércoles, 23 de mayo de 2012

La utopía andina o la “piedra violenta”

La utopía se encuentra compuesta por una serie de imágenes, memorias, mitos, sueños y deseos colectivos que nacen a raíz de la resignificación de ciertos hechos históricos, ya sean estos reales o supuestos, que han acaecido en el pasado. La resignificación del pasado lo realizan generalmente hombres y mujeres para quienes el presente les resulta insostenible (ya sea por las condiciones de opresión o de explotación que atenta contra las mínimas condiciones materiales e ideales de la existencia humana), como una suerte de proyección hacía el futuro: un porvenir que se encuentre exento de las dificultades del presente. Si bien es cierto que la utopía no tiene un lugar, eso no quiere decir que se encuentre fuera de la historia, entendida como proceso, sino que en parte es lo que anima a la historia o al proceso histórico en el mundo contemporáneo.

En el Perú la utopía se ha generado a partir de una matriz cultural, a saber, la cultura andina. El historiador Alberto Flores Galindo, durante la década del 80 del siglo pasado, fue uno de los pocos intelectuales de izquierda que observó tal fenómeno ideal a partir de la investigación historiográfica. Pero si la utopía es un fenómeno ideal ¿cómo puede ser investigado? Flores Galindo al respecto anotaba lo siguiente:


“La historia ofrece un camino: buscar las vinculaciones entre las ideas, los mitos, los sueños, los objetos y los hombres que los producen y los consumen, viven y se exaltan con ellos. Abandonar el territorio apacible de las ideas desencarnadas, para encontrarse con las luchas y los conflictos, con los hombres en plural, con los grupos y clases sociales, con los problemas del poder y la violencia en una sociedad. Los hombres andinos no han pasado su historia encerrados en un museo imposible”.

Por ello la historia que se reproducen en los museos es una historia sin vida, sin ideas y sobre todo sin acciones, espacio inmutable, un espacio sin conflictos: nadie habla, tan sólo se mira para consentir lo pétreo del objeto. La historia del Perú, así como la de muchas sociedades que han sido colonizadas, es una historia con grandes conflictos. A partir de esos conflictos se recrea una serie de imágenes, imágenes que aluden a momentos históricos que son resignificados por generaciones en función de una lucha particular e histórica que pretende ser culturalmente universal. La utopía andina precisamente es el resultado de un largo proceso de resignificación sobre aquellos hechos del pasado: un pasado violento. Los hechos e imágenes que posibilitan la constitución de la utopía andina proceden del imperio incaico figurado magistralmente por el mestizo "Inca" Garcilaso de la Vega; de las prácticas y de los rituales andinos presentes durante la colonización como las huacas, conopas, los mallquis y demás, en plena desestructuración cultural; de aquellas rebeliones heroicas contra el poder colonial, y reprimidas sangrientamente, como la de Juan Santos Atahuallpa y la de José Gabriel Condorcanqui (Tupac Amaru II); también de los sueños como el de José Aguilar hasta constituir todo un horizonte utópico durante la república. Precisamente durante la república hay hechos que van desde las ideologías políticas (como el Aprismo y el socialismo peruano), la producción intelectual (desde el indigenismo hasta la literatura de José María Arguedas) y la resolución del conflicto a través de la violencia subversiva (como fue el caso de la insurrección armada que inició el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso) que permiten reconocer aquella dimensión utópica que anima las luchas populares.


Por ello la utopía andina no es sólo la idealización del pasado, sino la puesta en acción de una serie de anhelos culturalmente resignificados en función del conflicto social. De ahí que al decir de Alberto Flores Galindo: “la biografía de la utopía andina no está al margen de la lucha de clases”, más aún, “(…) la biografía de la utopía andina ha estado frecuentemente asociada a la historia campesina en el Perú”. Precisamente la historia campesina en el Perú se encuentra asociada a sus luchas regionales e históricas. La resignificación sobre el pasado es una suerte de encuentro entre la memoria (de los campesinos y de las clases populares procedentes del campesinado) y la imaginación (de un nuevo país como un proyecto político).


La imaginación se convierte en una posibilidad de acción en la medida que urge una necesidad. Para el campesino pobre del Perú su reproducción como clase es una constante necesidad social articulada a través de una institución histórica, a saber, la comunidad campesina. Los campesinos al ubicarse en el lugar más inferior de la estructura social del poder y padecer las necesidades más elementales de subsistencia les permite, así como a las demás clases populares procedentes del campesinado, concebir que sus problemas, generados por las injusticias sociales, tienen una resolución mediante la acción organizada de una fuerza que defienda sus intereses. Por ello los campesinos han participado de manera legítima y consecuente de diversas formas de insurrección a lo largo del siglo XX. Tales hechos no serían más que una racionalización de intereses sobre el entramado del poder político. Sin embargo, se dirá ¿dónde queda la utopía andina si todo está racionalizado? El detalle es que no se debe concebir a la utopía andina como opuesta a la racionalización, menos aún como una mera ensoñación de un solo sujeto, sino como una producción social de acciones culturalmente resignificadas por la clase campesina. Al respecto hay una canción llamada Piedra violenta (1987) de Julio Humala que expresa fielmente, por otros medios, la llamada utopía andina.


“Cuanto dolor que existe en el mundo es la miseria que muerde
No hay golpe más rudo, haber crecido sin infancia
Oscuridad es que oprime, wawqichallay, teniendo al sol en las manos.

Piedra violenta, testigo de mis sudores
Has de servirme de lecho en mi descanso infinito
Has de acoger a mi alma, wawqichallay, adolorida y sin culpas.

Hay corazones que al caer la tarde cogen al vuelo estrellas
Para alumbrar los caminos y calentar a las penas
Roturando a la tierra, wawqichallay, que ha de coger la semilla.

No nos toquen las heridas que a traición nos hicieron
se viene el golpe violento que ha de acabar las miserias
Son heraldos de la vida, wawqichallay, anunciando nuevas trillas.

Cuando el zorzal cante tres veces, la miseria será olvido.
Cantaremos a la tierra en un abrazo infinito,
Cantaremos a la vida en un abrazo infinito, wawqichallay, en un abrazo infinito”.  


Lo primero alude a la situación del campesino pobre (No hay golpe más rudo, haber crecido sin infancia) que casi siempre lidia con gran esfuerzo (Piedra violenta, testigo de mis sudores). Esfuerzo que se sostiene por una serie de motivos, sueños, derroteros y demás. Hay coyunturas en el que surgen líderes u hombres que sólo expresan esos sueños de cambio social (Hay corazones que al caer la tarde cogen al vuelo estrellas/ Para alumbrar los caminos y alejar a las penas) y por ello participan de tales hechos porque son parte del conflicto y no meros espectadores. Tal acción evidentemente política no reproduce el tan mentado caudillismo, figurado bajo la imagen de que los campesinos siguen ciegamente a un líder (como de manera maniquea algunos observan para motejarlos), sino una correlación de fuerzas en el interior de la estructura de la organización de toda comunidad campesina. Más aún tales acciones políticas (movilización, toma de tierras, enfrentamiento con las fuerzas represivas del Estado y demás) recuerdan hechos del pasado, un pasado de oprobio (No nos toquen las heridas que a traición nos hicieron) que va siendo resignificado. Y la resignificación es el resultado de la capacidad de imaginar un futuro mejor mediante la acción (Son heraldos de la vida, wawqichallay, anunciando nuevas trillas). Por ello la utopía andina no tiene nada que ver con las visiones citadinas de la clase media que a través de las consecuencias culturales del neoliberalismo está presentando una peculiar resignificación de la utopía, a saber, aquella que engoladamente llaman “todas las sangres”.

Repensar “Todas las sangres” desde un imaginario estético-culturalista que apunte exclusivamente a enfatizar la “diferencia” de toda índole (desde el sexo hasta las maneras del llamado "pensar diferente") no es más que una visión descafeinada de las relaciones del poder que se objetivan a través del conflicto social. Más aún si uno repara que la significación de “Todas las sangres” que José María Arguedas recreó de manera literaria en el año 1964 (antes de al Reforma Agraria) fue un intento por acercarse a los conflictos de la sociedad peruana (asumiendo desde luego el riesgo que genera toda recreación literaria), tal “repensar” pierde toda consistencia, tanto cultural como política. La resolución del conflicto en tan conocida novela, no pasa por el diálogo y la tolerancia sino por una lucha de emancipación dirigida por el indio en busca de la justicia social y la defensa de la patria (en la novela el personaje Rendón Willka y todos los indios son sujetos que objetivan y explicitan la colonización en una determinada estructura social). En realidad el indio no es más que el campesino pobre del ande que aún mantiene y reproduce un patrón cultural asociado a una determinada relación estructural e histórica: hacienda-comunidad. Por ello con la Reforma Agraria (1969) los conflictos sociales que eclosionaron posteriormente se fueron estructurando en función de las demás contradicciones que ya José María Arguedas también figuró, a saber, el imperialismo y la nación. Actualmente una prolongación de esa contradicción son los conflictos producidos por la imposición del gran capital (las trasnacionales); hechos aciagos como el “Baguazo” (Bagua, 2009), “Tía María” (Arequipa, 2011) y demás, así como el “Proyecto Minas Conga” (Cajamarca, 2012), que aún nos mantiene en vilo, explicitan tal relación de poder impositivo.


Pero si se observa los conflictos sociales que acaecen o acaecieron históricamente en el Perú, tanto ayer como hoy, uno puede reparar en un detalle, a saber, que los conflictos exceden a la lucha de clases, pero no la anulan. Más aún la lucha de clases se mantiene porque es el resultado de una serie de relaciones sociales, políticas y culturales que mantienen una desigualdad social históricamente mantenida por el hecho colonial. Otra cosa es que existan sujetos que intenten soslayarla u ocultarla mediante el arte; al respecto son conocidas aquellas imágenes pop o el cansino collage sobre forzados tópicos que aluden a la cultura popular del migrante campesino-andino, a saber, el “cerro”, el “cartel multicolor”, la “combi” y demás (aunque tales referentes simbólicos merecerían una observación en otro escrito, ya que tales imágenes se han vuelto una suerte de fetiches para cierta clase media que a través de ellos resignifica lo “popular” o, en su defecto, trafica con ellos); o también es conocida esa retórica narcisista pretendidamente filosófica o reflexiva que muchos sujetos siempre baladronean sobre “el fin de los metarrelatos”, las “otras miradas”, los “discursos contrahegemónicos”, las “nuevas lógicas” y demás, para soslayar no sólo a la lucha de clases como un referente de hecho empírico, sino a toda forma de conflicto social que históricamente acaece. Por ello no es casual que tales sujetos al unísono mencionen que “la realidad social es más compleja de lo que se cree” (¿?). Claro que es compleja, pero hay grados y formas de generalización cognoscitiva que permiten encararlos y no, cínicamente, soslayarlos o desentenderse de ellos. Y una de esas formas históricas de encarar el conflicto ha sido la utopía andina o “la piedra violenta” para los campesinos, quienes siempre han pagado los altos costos sociales (con la inmolación de muchos de sus deudos) en todos los conflictos sociales.


No está demás observar que los campesinos no generan los conflictos sociales, sino que animan las utopías para resolver los conflictos, como una respuesta cultural y política para encararlos literalmente cara a cara. O, simplemente cabe recordar que las utopías se animan porque, como se entona en parte de la canción aludida: “Hay corazones que al caer la tarde cogen al vuelo estrellas/ Para alumbrar los caminos y calentar a las penas / Roturando a la tierra, wawqichallay
(*), que ha de coger la semilla”.

 

 

 

 

 
Juan Archi Orihuela
Miércoles, 23 de mayo de 2012.

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(*) La traducción literal de Wawqichallay es "mi hermanito". Wawqi, o también wawqe, es hermano. El diminutivo "cha" en el quechua expresa la estima y el afecto familiar. Pero no ncesariamente el diminutivo alude a un niño o a un infante, muchas veces es dirigida a las personas mayores para expresar el gran respeto y afecto que se siente por ellas, como ocurre en el centro y sur andino, y de manera generalizada en todo el ande peruano, cuando se expresa papicha o papacha (papito) o mamacha (mamita). Por ello cuando uno se expresa diciendo wawqichallay no sólo quiere expresar el afecto, por reconocerlo como familiarmente suyo con la terminación llay ("mi"), que sería tan sólo waqwillay (mi hermano), sino también el gran respeto que uno siente hacia el prójimo waqwicha (hermanito): wawqichallay (mi hermanito). En espacios políticos que recrean ciertos sentidos, y en el fondo a eso es lo que apunta la canción, wawqichallay podría ser entendido como "compañero". Tal como se emplea aquel significante en las diversas organizaciones políticas.

 

sábado, 19 de mayo de 2012

Lo políticamente correcto o la impostura de la rebeldía

Hay una canción llamada “Nunca quedas mal con nadie” (1984) de la banda chilena de rock Los Prisioneros que alude a aquellos artistas que aparentan cierta rebeldía. Puntualmente en  tal canción se fustiga a los artistas que copian las actitudes de los punks, los hippies, los pacifistas, ambientalistas y demás, porque siempre en el espacio público aparentan ser rebeldes mediante una actitud contestaria, pero al no tener ningún compromiso político acerca de lo que cantan, resultan siendo en el fondo una gran impostura. Parte de la letra de la canción es lapidaria al respecto: “(…) eres un artista y no un guerrillero y pretendes pelear y sólo eres una mierda buena onda”. En este caso muchos de los artistas serían una “mierda, buena onda” porque sus composiciones, plásticas, sonoras y demás, que pretenden (o por lo menos así les parece a sus seguidores u oyentes) ser “rebeldes” o “pacifistas” muchas veces son elaboradas por la exigencia del mercado que demanda “caer bien a todos” (“buena onda”); o, por el contrario, también el mercado demanda “irritar” a la sensibilidad aparentando cierto desafío a lo que se suele llamar “lo establecido” que va desde el “sexo” hasta el “poder político”, por ejemplo aquel grupo llamado Calle 13 es la fiel expresión de aquella  impostura que produce el mercado. Asimismo, la fachendosa actitud sexista de quienes enfatizan la diversidad sexual (para quienes la vida social es pansexual) es una impostura de rebeldía por otros medios.


Además la mofa apunta también a ciertas actitudes que no sólo caracterizan a los artistas, sino también a la pose intelectual que algunos jóvenes (y no tan jóvenes ya) de clase media reproducen mediante un discurso neo-indigenista o, a sabiendas o no, a través de la reproducción de cierta “moda étnica” (que consiste en vestirse igual que el llamado, o considerado, Otro, al que muchas veces se estudia o “defiende” políticamente hablando); tal impostura es tratada mordazmente por la canción aludida de la siguiente manera:“(…) No aguanto tus artísticos lamentos, tu bolsito y tu poncho artesanal, tu cultura cursi me cae muy mal, tu protesta me a mi me da igual porque nunca quedas mal con nadie”.

Asimismo en el Perú hay una mofa que alude a un significante que se compagina con lo anterior, a saber, los artys. Los artys son generalmente jóvenes (aunque hay artys que ya no son tan jóvenes) de clase media, estudiantes (o egresados) de Arte, de Letras o de Ciencias Sociales, que enfatizan exageradamente la producción de la cultura popular, propiamente dicho recrean un estereotipo acerca de “lo popular” a partir del cual pretenden conocer y vincularse con lo popular. En el fondo esa mediación imposibilita el conocimiento sobre la cultura popular ya que circunscribe toda su práctica artística a espacios recreados por una imagen ya preconcebida sobre lo popular. Por ello muchos de esos espacios culturales animados por los artys no tienen nada que ver con lo popular, porque las  relaciones sociales de clase que compone su producción se encuentran suspendidas en función del arte y la llamada cultura visual, muchas veces sujeta a una banal performance. Más aún, si uno repara en la cultura visual sobre lo popular que animan los artys puede constatar que es una cultura popular descafeinada que no significa nada para la vida de hombres y mujeres de las clases populares porque tal “arte” está pensado y dirigido hacía un público nada popular, sino “clase-mediero” y egocéntricamente limeño.

En el fondo los artys, al animar tal o cual producción cultural que aluda a lo popular, están  acumulando cierto capital cultural que les permite posicionarse en ciertos espacios políticos para generar una “opinión pública” al respecto de lo que ellos entienden por cultura. A partir de tales espacios, muchos artys se presentan como "gestores culturales", cuya actividad pretendidamente cultural los vuelve en muchos casos unos sujetos desenfadamente apolíticos, porque al decir de muchos de ellos: "lo más importante es la cultura” y no la “sucia política”. De ahí que es tan frecuente escuchar a los artys decir, de la manera más burda y cerril posible, que "la política es siempre la misma" y que “el poder siempre corrompe” (nada cambia). A pesar de tales invectivas, no hay dudas que para ellos la cultura vende. Más aún, muchos artys asumen realmente que mediante su actividad la cultura popular se visibiliza, se reivindica. Lejos de tales pretenciones, lo que ellos hacen en el fondo es vender una mercancía cultural sobre lo popular. Por ello su pretendida rebeldía pública se circunscribe y no sale de un circuito artístico, muchas veces ajeno no sólo a la vida de las clases populares, sino a la reproducción de su vida privada en el que muchas veces desprecia lo que recrea. Al respecto la canción “Soy arty”, del Grupo Pestaña, es una parodia sobre tales sujetos:

“Soy arty/ estudio arte en Católica/ compro mi ropa en La Pulga/ Toneó bien (…)/ me compró polos que dicen: "chévere causita", "habla barrio" (...) Reivindico al provinciano en mi arte/ reivindico la cultura chicha/ Me gusta la cumbia/ escucho Juaneco / escucho  Los Destellos/ escucho a Los Mirlos / Escucho sabor y folklore/ Voy a los conciertos de tono-radio, Turbopótamos y Bareto/ Reivindico la cultura chicha/ reivindico la cumbia /Pero a mi empleada/ no la dejo sentarse en la misma mesa que yo/ Pero a mi empleada no la dejo vestirse con su propia ropa sino con un uniforme blanco/ Pero a mi empleada le grito y le digo: “¡Chola de mierda!” / Pero mi arte es un constante grito sobre la cultura chicha … soy arty…” 


Tales parodias son interesantes, al margen del gusto estético, porque grafican lo que se suele llamar lo políticamente correcto en el mundo contemporáneo. Actualmente hay una serie de actitudes e ideas, muy sonoras, que se legitiman en función de la reproducción de ciertos discursos que expresan lo políticamente correcto. Ser, o pretender ser, políticamente correcto es una suerte de parodia del “justo medio” que muchos sujetos intentan para ubicarse políticamente en el centro o simplemente  para no quedar “mal con nadie” (políticamente hablando). En el Perú tales sujetos se suelen llamar así mismos (o algunos los identifican) como “progres” (que viene del ser “progresista” en política).

Muchas de las actitudes e ideas de lo políticamente correcto, o de los llamados “progres”, corresponden, o son tributarias, de aquel significante mayor llamado democracia. La democracia como significante se encuentra reproducida en función no de un modelo político general, sino en función de una práctica política particular, ya sea de tal o cual sujeto tributario de las ideas-fuerza que sostiene al poder del Estado liberal, que tiende a acentuar con cierto paroxismo la libertad individual. Culturalmente, la democracia como significante es el resultado de aquel monopolio simbólico que ejerce el Estado sobre el demos para posibilitar el orden que prescribe la clase dominante, o grupo dominante, al ejercer su hegemonía sobre las demás clases. Por ello la significación de la democracia se circunscribe sobre la representación del demos.

En consonancia con la representación política, los que animan la impostura de la rebeldía política a través del arte exceden la representación de lo que Pierre Bourdieu llamó el poder simbólico. Y como ese poder simbólico construye la realidad en el que impera todo “un orden gnoseológico”, cabe observar que el orden radica no sólo sobre lo que debe ser conocido (muchas veces en función de una particular perspectiva de clase que ejerce su hegemonía sobre las demás), sino sobre la manera cómo debe ser conocido. El “cómo debe ser conocido”, que animan los “progres”, ineludiblemente pasa por la experiencia mediada por una determinada cultura que tiende a suspender todo tipo de conflicto social en función de la representación.  Y esa cultura que evita todo conflicto (en el Perú hasta hace pocos años se la identificaba con el mestizaje cultural), y es animada por los “progres”, es producida por los mass media. En la producción cultural de los mass media lo jocoso y la intuición del instante cobran sentido a partir de lo efímero. Pero lo efímero no radica sólo en la representación, sino en la percepción.  Y como la percepción de la vida social, tal como observaba E. H. Carr para el caso de la historia, se encuentra en función de una concepción determinada sobre la sociedad, se debe reparar en ella. Para los “progres” la sociedad se organiza en función del diálogo y el respeto por la diferencia. El diálogo, para los “progres”, evita todo conflicto y la “diferencia” sería aquel rasgo empírico de la manifestación cultural. En el fondo los “progres” estarían animando un “mundo feliz” a partir de la representación y no de la acción.

La infelicidad, como contraparte de aquel “mundo feliz”, se produce a partir del incremento del dolor generado por los conflictos sociales. Por ello ubicarse en el “centro” y apelar reactivamente al diálogo y a la complejidad cultural (muchas veces enunciada como una entidad metafísica cuando se espeta que “es más complejo de lo que se enuncia”) tiende a reproducir ese orden representativo de la percepción de lo efímero. Una suerte de performance política es lo que animan los “progres” a través del arte y la llamada cultura. Por ello para los “progres” se debe evitar hablar, en política, de la lucha de clases. Hablar de la lucha de clases no sería nada “progre”, nada “artístico”, ni mucho menos, nada cultural. 

Pero el caso es que la lucha de clases no es un imperativo, ni mucho menos una entidad histórica que anima el curso de la historia de manera metafísica, sino un referente de hecho empírico producto de una serie de relaciones de desigualdad social articuladas a una determinada estructura de poder estatal. Tal detalle no tendría ninguna importancia si la política no fuera aquel espacio, generado por las relaciones de fuerza, en el que los sujetos racionalizan y expresan sus intereses en función de su práctica social.  Por ello es tan acertada y consistente la idea de que en política es imposible ser neutral y los que pretenden ser “neutrales”, como los “progres” y los "artys", en el fondo, como entona una conocida canción de Víctor Jara, no son “ni chicha, ni limonada”.





Juan Archi Orihuela
Sábado, 19 de mayo de 2012.
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(*) En la imagen superior derecha se encuentran los integrantes de Calle 13, conocidos sujetos que animan lo políticamente correcto. Calle 13 es la mejor expresión de la "rebeldía" mediática generada y exigida por el mercado: Cuando la "rebeldía" también vende o se hace mercancía.  


miércoles, 9 de mayo de 2012

Yaraví para mi madre

Generalmente los días de homenaje suelen caer en la reiteración y la banalidad, sobre todo cuando se acentúa un símbolo que se identifica con el regalo (de toda índole), a saber, la madre. En realidad la madre, como símbolo, no refiere al “amor maternal” (del cual se ha vuelto mercancía), sino al sacrificio. Pero como se vive en una sociedad que acentúa exageradamente el “amor”, se cree que uno “ama” a la madre por sobretodo el mundo. En realidad lo que uno siente por la madre es un gran afecto que responde a una exclusiva experiencia de vida; y como tal, puede trocarse tanto en odio como en amor, pero no necesariamente es un amor per se.

Si el hijo reconoce el sacrificio de la madre, puede darse cuenta que la madre no espera ninguna dádiva. Por ello carece de sentido los homenajes a la madre a través de regalos que a la larga quedan todos en el olvido o en desuso. El sacrificio de la madre es un hecho que la creación literaria ha figurado como ninguno. Tan sólo piénsese en dos novelas al respecto, a saber, La madre (1907) de Máximo Gorki y Rosa Cuchillo (1996) de Óscar Colchado. En tales novelas la madre (en ambos casos son madres de procedencia “popular”, una es obrera y la otra es campesina, respectivamente) no teme a las represalias del poder del Estado (que monopoliza la violencia legitima) al salir en defensa del hijo, a pesar de que la suerte ya este echada de antemano. Pero el sacrificio de la madre no radica en su inmolación, ni mucho menos en lo que se suele decir, figurativa y literalmente, “la madre es la única que se quita un pan de la boca para dárselo al hijo hambriento”, sino en lo que más quiere la madre, a saber, el hijo. El hijo representa el sacrificio de la madre. La madre sufre, como ninguna persona cercana, si al hijo le va mal o sufre de alguna dolencia. Por ello la agresión a la madre no se circunscribe sólo al ámbito físico y a los sujetos ajenos a ella, por ejemplo cuando tal o cual sujeto ejerce violencia sobre ella mediante la fuerza, sino en el modo de vida que uno mismo, como hijo, lleva. Es decir, uno puede causar daño y hasta una mayor aflicción en la madre, de uno, a partir de la reproducción de su propia vida como hijo (muchas veces indolente y egoísta).

Pero a pesar de todo ello, por el hijo la madre es capaz hasta de morir, así como hacen las hembras de las demás especies del reino animal cuando defienden al crío. Con tal acción, la madre nos recuerda esa animalidad del sacrificio que tanto se niega en nombre de la humanidad. La humanidad, como significante cultural, no es el salto cualitativo que el hombre, como ser genérico, ha dado hacia una vida superior a la de cualquier animal, sino la prueba más evidente de su inferioridad en la medida que es el ser más vulnerable (cuando nace es el ser más vulnerable de todas las especies). Pero la vulnerabilidad no se encuentra en relación a la fuerza que pueda ejercer la especie, sino a la forma de adaptación que exige el medio. Y como las exigencias culturales han recaido con mayor peso sobre el hombre que sobre la mujer, en las sociedades precapitalistas la mujer se encontraba más próxima a la animalidad en la medida que se acentuaba la función de la especie.  La valoración meritoria para los hombres y la demeritoria para las mujeres, corresponden no sólo a una significación universal, sino a formas de organización social que no negaba aquella animalidad tan próxima (los cultos y rituales explicitaban tal condición) y necesaria. Pero con el capitalismo las cosas han cambiado radicalmente, ahora hay incluso mujeres de la llamada "modernidad" (o "posmodernidad") que niegan (de manera práctica) la condición de la especie en función de una pretendida libertad. Libertad que muchas veces no encuentran a lo largo de su fachendosa existencia.

Reconocer ese sacrificio que la madre realiza, en función del hijo, no es tan difícil. El expresarlo tal vez cueste, pero ese valor no radica, ni mucho menos es sustituible mediante las mercancías, en los regalos como muchos suelen hacer en el día de la madre. El afecto no se expresa mediante las cosas (regalos), sino mediante las acciones. Y como las acciones se encuentran sujetas al momento, el afecto requiere de una constante práctica que llega a sus límites sólo cuando la existencia acaba. Reconocer la finitud de la existencia es lo que impulsa el afecto porque vincula a la vida que se comparte y sujeta a la contingencia. De ahi que el afecto que uno siente por la madre, ya sea de amor o de odio, se diferencia de las demás formas de afecto (como puede ser el amor por una pareja o la misma amistad entre amigos) porque sólo acaba con la muerte.

 Las formas de expresión de los afectos se encuentran todas mediadas en función de lo que los antropólogos han llamado la endoculturación. El horizonte cultural es muy significativo al respecto. En el Perú, así como en muchos países del mundo, hay una variedad de géneros musicales que expresan fielmente los afectos en función de una cultura determinada. En la “cultura peruana” hay un género musical al que se le atribuye una cualidad muy significativa cuando se la escucha y se canta, a saber, el Yaraví. Se suele decir y reconocer que “el yaraví sale del alma”. Lejos de todo etnocentrismo, tal reconocimiento se afianza cuando uno repara en su composición cultural. Sobre el yaraví, en 1940, el antropólogo José María Arguedas elucidó algunos detalles al respecto:

“El único caso notable de creación de un género de música popular enteramente distinta, pero de inobjetable procedencia india, es el yaraví. El yaraví fue creado por el pueblo mestizo más diferenciado del indio, por un pueblo fronterizo con la costa, por Arequipa; en la época del romanticismo libertario poco después y casi a raíz de la popularización de los poemas del primer poeta mestizo del Perú, don Mariano Melgar, el mártir mas puro de la revolución libertaria, el más grande de los románticos peruanos. Pero en Arequipa se canta y se toca el wayno tanto como el yaraví, porque el yaraví no se baila; el yaraví es sólo para cantar, cuando se ha perdido alguna gran esperanza, o cuando se siente o se desea hacer sentir alguna pena”. [Las negritas son mías]

Por ello a modo de ejemplo tan sólo escúchese el yaraví compuesto e interpretado por el “Dúo José María Arguedas” (dúo conformado por los hermanos Walter Humala y Julio Humala) llamado “Yaraví para mi madre” (Suba el volumen del enlace, que se encuentra muy bajo, para apreciar la sonoridad de la canción).



"En lo más hondo
de mi.
Allí donde
no ha llegado
turbios ríos
de lo malo.
Allí donde
cristalino
abre a los sentimientos.
Allí tu infinita imagen
simboliza el amor.

No hablo de flores pintadas
ni de bocetos dorados
Hablo de amores de años
Hablo de tu sacrificio
por los niños de este mundo
Semilleros de amor bueno
como las flores del campo.

Tú no eres flor de dinero,
que aire mal, por tratarla, 
le ha cambiado la fragancia.
Y han hecho de su artificio,
símbolo de amor ficticio.
Tú eres mi madre sencilla
como las flores silvestres. 

Tú naciste en primavera cual primavera de amores
Y trajiste en tu regazo la herencia que te dejaron
Tu madre y la madre de ellas para las hijas que vendrán".
                                                                        (Dúo J.M.Arguedas: "Yaraví para mi madre")


*                                 *                                 *


Que duda cabe, en tal yaraví se escucha al hijo que valora el sacrificio de la madre (y no de cualquier madre, ya que algunas no merecen ser recordadas, ni mucho menos mencionadas). Madre que en el fondo es, para el hijo, una mujer sencilla, una madre sencilla "como las flores silvestres" y no un símbolo de amor ficticio como se tiende a celebrar en el llamado día de la madre.




Juan Archi Orihuela
Miércoles, 09 de mayo de 2012.

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(*) En la imagen superior derecha se encuentra la tapa del cassete "Zorros de arriba" en el que se encuentra la canción aludida en el texto.