Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
Correo del blog: lomaterialyloideal@hotmail.com

miércoles, 31 de agosto de 2011

La voluntad de morir

El sentimiento de vida y de fuerza (referido a la reproducción de las prácticas de vida del mundo antiguo, en especial a los griegos, así como a las festividades populares) fue tan anhelado a fines del siglo XIX que causó gran embeleso entre muchos intelectuales de la época (obviamente europeos) que recrearon toda una serie de ideas acerca de la vida opuesta a la producción económica (en el que se acentúa la racionalidad en función de la técnica).

Correspondiente a tal suceso, la psicología de lo orgiástico que tanto enfatizó tácitamente Nietzsche, y que respondía a tal sentimiento vitalista, se sustentaba en la contraposición entre una naturaleza volitiva y una vida social petrificada por una razón “tiránica”. La consecuencia inmediata de tal contraposición fue identificar a la naturaleza volitiva con la vida y a la razón humana con la muerte. El caso de Sócrates es aleccionador al respecto, la muerte mediante la cicuta, más allá de ser un hecho necesario porque respondía a una sanción del nomos (la ley), permite entender que el hombre (Sócrates) puede ser dueño de sí en la medida que la razón se convierte en razón práctica (“virtud”), ya no de la vida orgánica, sino de la vida social: morir con dignidad es la enseñanza de Sócrates (recuérdese que Sócrates tuvo la posibilidad de escapar de la prisión, pero su razón, a modo de un daimon, le emplazó a no hacerlo).

Actualmente hay muchos elementos (referentes y discursivos) que tienden a sobre valorar la vida. La muerte es soslayada o silenciada porque es la nada. La vejez que es el anuncio de la muerte, ha sido ocultada por ciertos estilos de vida (y que en el fondo es un mismo estilo) que impone el mercado y que explícitamente acentúa una suerte de “juventud eterna” (tintes para cubrir canas, cremas que evitan las arrugas, así como cirugías estéticas, apuntan a ello) prefigurada por el estilo juvenil y casual. Es sintomático al respecto observar actualmente que hombres y mujeres adultos vistan aún como jovenzuelos; pero el mensaje de fondo es que no sólo deben verse como jóvenes, sino sentirse como jóvenes, y hasta comportarse adocenadamente como tales para comprar las tan “urgentes” mercancías. Desde luego la libertad (de comprar) es la justificación que se impone sin dudas, ni murmuraciones. Pero esa ausencia de la vejez (y por ende de la muerte) responde a la noción del hombre como fuerza productiva, un hombre viejo ya no es un ser productivo, porque ya no tiene la condición física, ni intelectual, para serlo (aunque hay casos que son excepcionales), por ende no es considerado como un hombre, sino como un desecho o un estorbo: el asilo, como institución, expresa el encierro de la vida para ocultar a la muerte. El mensaje es claro: Se privilegia la vida del homo economicus y se oculta la manera como vive moralmente (“el trabajo dignifica al hombre” es el imperativo que se espeta para acentuar la dominación no sólo económica, sino también ideológica). Tal vez la producción, que se encuentra asociada a la transformación de la naturaleza, permita entender tal hecho: como la naturaleza no se encuentra sujeta a la moral porque es voluntad de vida, el hombre tiene que ocultar la moral (es decir, cómo vive moralmente) para ser voluntad de vida.

La voluntad de vivir es un hecho tan naturalizado y orgánico que responde estrictamente a la necesidad (los procesos fisiológicos y las exigencias institucionales de vida se caracterizan por tal rasgo). La posibilidad de salir de la necesidad (o simplemente contrariarla) sería un acto volitivo dado por encima de la vida misma, la suspensión de la vida que ha sido objetivada en su particularidad, es decir, la muerte de uno mismo. Esa suspensión de la vida tiene mucho que ver con aquello que Epicuro postuló bajo la idea de clinamen para indicar la contingencia de cierto movimiento del átomo. La vida que se encuentra determinada por la necesidad sólo se suspendería si uno ejerce su voluntad contra la necesidad de vivir. En sentido estricto, esa voluntad contra la vida es el suicidio. Pero el suicidio no es simplemente un hecho reactivo o desesperado para suspender la vida, sino que expresa fielmente la consecuencia de la autoconciencia frente a la libertad.

La libertad, que al fin de cuentas es el ejercicio de la voluntad, no necesariamente apunta a la obtención del goce (mediado por la sensibilidad), ni mucho menos es el acto volitivo de “hacer lo que uno desea” __porque todos los deseos se encuentran sujetos a la necesidad__ sino la superación de la necesidad. La necesidad se supera mediante la autoconciencia que sabe que se encuentra sujeta a la necesidad, es decir, ser libre no es la voluntad ejercida en función de la vida, sino en función de la muerte. Esa voluntad no es más que la voluntad de morir, voluntad que fue figurada literariamente por Allan Poe como el espíritu de la perversidad. Tal espíritu se reconoce, escribía Poe, cuando: “En la naturaleza no hay pasión más diabólicamente impaciente que la del hombre que, temblando al borde de un precipicio, piensa arrojarse a él. Permitírselo, intentar pensarlo un solo momento, es, inevitablemente, perderse, porque la reflexión nos ordena que nos abstengamos de ello, y por esto mismo repito no nos es posible”. Esa tentativa de “arrojarse” no debe confundirse tan sólo con la desesperación __que muchas veces asalta cuando se pasa por situaciones aciagas__ porque ante todo es una expresión de cierta voluntad sujeta a la racionalidad (la reflexión). En sentido estricto no hay algo así como voluntad pura. Y si eso fuese posible la admonición constante sería insostenible, existencialmente hablando.

La voluntad pura, considerando tan sólo su posibilidad en teoría, no podría ser sobrellevada, ya que eso implicaría la suspensión de la reflexión en la vida práctica y sobretodo haría que uno se ubique por encima de la condición de existencia del mundo (sujeto a la necesidad). Si uno reconoce una suerte de sujeción situacional a la voluntad, más que expresar la condición de la necesidad, tal sujeción sería la condición de que la voluntad es intencionada. La intencionalidad de la voluntad haría que la reflexión no le sea opuesta, sino que sea ocultada para permitir la vida. Al respecto Blas Pascal sentenciaba que “la muerte es más fácil de soportar sin pensar en ella que el pensamiento de la muerte sin el peligro de ella”.

Precisamente ese pensamiento de la muerte, acuciado por la voluntad de morir, responde a la manera cómo se vive, cuya disyuntiva ha oscilado entre la voluntad y la razón. El caso del joven antropólogo, y también filósofo, Lucien Sebag es muy sugerente al respecto. Lucien Sebag se suicida, cuando cumplió 31 años, a partir de un dilema, existenciario y político (que al fin de cuentas responde al cómo uno vive), si el hombre no se define por su condición presente, su esencia imperfecta es lo que se trata de reducir mediante la praxis política. Recuérdese al viejo Sócrates, él era un zoon politikon (animal político), en el sentido de que establecía relaciones (necesarias) entre los hombres (de una polis) y que tales relaciones se ejercían fuera de él (como sujeto), por ende no era una sustancia, sino un haciendo o un viviendo (¿vivir indignamente? o ¿morir dignamente?). Pero en Lucien Sebag la disyuntiva se vuelve universal, cuando refiere: “Pero no cualquier forma de actividad política: ésta, a veces, tiene por objeto el dominio, la potencia, el puro ejercicio del poder. Puedo, sin duda, constatar que tales objetivos no son humanos, pero quien los valore no admitirá precisamente que el debate se plantee en estos términos. La elección que se efectúa entre la violencia y el discurso es anterior a su formulación en el discurso”.

La universalidad de tal disyuntiva (la razón y la violencia), no agota su condición discursiva en la praxis del momento porque es previa a su formulación (el uso de la violencia se activa cuando se suspende el discurso), ese momento es la “reflexión” frente a la voluntad (política). Todo el derrotero del siglo XX ha sido diáfano y muy aleccionador al respecto. Es decir, la necesidad, la sujeción a la normatividad al que estuvo dispuesto Sebag para seguir viviendo, es cuestionada moralmente, no en el discurso sino mediante la praxis que constituye una moralidad que le da valor a la vida (a su vida), porque la existencia no está dada per se, sino para que sea tal tiene que ser un acto libre. Y esa libertad se da mediante la voluntad de morir.

Como nadie elige nacer, lo cual es un despropósito, la vida se encuentra sujeta a la necesidad, así como la muerte que es inevitable. Por ello para salir de esa necesidad, la libertad radica en saber cómo vivir y en cómo morir. Muchas veces lo primero, el saber vivir, es arcano o nunca reparado hasta que uno se encuentra a portas del sepulcro, por ende lo último, el saber morir, es la única posibilidad (y la última) que uno tiene para superar a la necesidad (ser libres). Tal idea se corresponde a lo que el viejo Séneca escribía, a su discípulo Lucilio en su epístola 77, a saber: “Como una obra teatral, así es la vida: importa no el tiempo, sino el acierto con que se ha representado. No atañe a la cuestión el lugar donde termines. Termina donde te plazca, tan sólo prepara un buen final”. Límpidamente el preparar el “buen final” indica que no sólo se debe saber vivir, en eso los estoicos aleccionaron como nadie, sino también morir (no cualquier suicidio). O, como interrogaría Séneca de manera contundente, acaso “¿esta tu vida no equivale a la muerte?”.



Juan Archi Orihuela
Miércoles, 31 de agosto de 2011.

_____

(*) En la imagen superior se encuentra Sócrates tomando la cicuta.

sábado, 27 de agosto de 2011

Te recuerdo Amanda o la sensibilidad por el mundo



“El artista tiene en sus manos la responsabilidad de su talento, pero también la responsabilidad de ser vehículo de información para la gran mayoría de los jóvenes y para el pueblo que está, o que todavía sigue, alienado o enajenado por el colonialismo cultural. Hay que ayudarlo a comprender, a dignificarse y finalmente a liberarse”.
(Víctor Jara. "Soy un cantor popular”)


Hace muchos años hubo un movimiento musical llamado la “Nueva Canción”, muchos de sus intérpretes se caracterizaron, entre otros rasgos, por asumir como parte de su vida aquello que con tanto entusiasmo cantaban. Muchas de aquellas canciones correspondían, límpidamente, al ideario de la izquierda latinoamericana que intentaba conectar la reproducción de la vida cotidiana al llamado “optimismo del ideal” (la lucha por la construcción de una nueva sociedad). Aquel “optimismo del ideal” no desconoce (y nunca desconoció) al “pesimismo de la realidad”, por el contrario la ilusión de todas aquellas ideas se sustenta en la materialidad de aquel “pesimismo de la realidad”.

Según Silvio Rodríguez las canciones deben ser siempre sinceras. En estos tiempos del libre mercado en el que la sinceridad no es una mercancía negociable resulta muy difícil encontrar canciones tan sinceras. Hay muchas canciones de la Nueva Canción que han sido sinceras, demasiado sinceras, porque se pensaba en la posibilidad que tenía la música (y las canciones) para construir una comunidad o una nueva sociedad. En consonancia con tal idea, hay un vieja canción llamada Te recuerdo Amanda (1968) de Víctor Jara que muestra la sinceridad a flor de piel, pero sobre todo enfatiza de manera sutil el recuerdo de los que lucharon (y luchan) por tales ideales. Como tales ideales se encuentran estrechamente vinculados a la sensibilidad, la canción en mención expresa la historia de amor de una pareja de obreros que en cinco minutos muestran que se puede ser feliz, y, a su vez, en cinco minutos se puede también morir (“la vida es eterna en cinco minutos”). Al final de la canción, Manuel (la pareja de Amanda) muere, así como muchos obreros que son como él, aquellos obreros que luchaban (en la sierra) porque querían un nuevo Chile, es decir, una nueva sociedad. Por ello la vida figurada de Amanda, que puede pasar desapercibida porque es una simple obrera, nos recuerda que en cinco minutos se puede sentir aquello que los poetas llaman “toda la emoción del mundo”.
 
 

Lejos de toda intención panfletaria, muchas de las canciones que surgieron con la Nueva Canción intentaban sortear el divorcio entre la vida y la historia, y que por diversas razones aquellos significantes evidencian, por otros medios, aquella gran fragmentación contemporánea entre el arte y la vida social. Al respecto es muy común escuchar (a ciertos narcisos que vomita el mundo virtual) que canciones como Te recuerdo Amanda son sólo eso, canciones de amor y punto. Como si el amor y las canciones no tuvieran algún asidero o concreción en el mundo social, mundo social que es, entre otras esferas institucionales, tan político porque es tan humano.

Víctor Jara cantándole a los niños de los barrios populares de Chile. Imagen tomada de aquí: Pulse
 
Pero la idea de que las canciones deben ser “puras”, o creaciones de sujetos que se encuentran por encima (o al margen) de la vida social, tiene muchas veces como sujeto emisor a ciertos cantantes no tan “puros” (ideológicamente hablando) que pretender ser “puros” apelando a la impostura. Muchos de esos cantantes han hecho de las canciones simples medios joviales para obtener cierta fama incrementando la vanidad y el más burdo individualismo estético. Un buen ejemplo al respecto es lo que pasó hace unos meses en París, la cantante peruana Eva Ayllón, en un concierto y frente al público que coreaba la canción “el pueblo unido, jamás será vencido” (Y que a su vez es una histórica consigna) espetaba, con evidente fastidio y molestia, lo siguiente: “No, no, no, esas cosas no. Nosotros estamos haciendo canciones, nosotros somos artistas, no tenemos nada que ver con ideales, ni con nada. Somos artistas”.



Desde luego los artistas, así como cualquier sujeto, no se encuentran al margen de lo que pasa en el mundo contemporáneo, a pesar de que a muchos no les interese en lo más mínimo lo que suceda a su alrededor. Sin embargo cuando algunos de ellos pretenden cierta neutralidad frente al mundo, los hechos del mundo del cual son parte evidencian que son precisamente aquellos sujetos los que invierten el mundo con toda la intencionalidad del caso. La inversión del mundo no es acto reprobable per se, ni mucho menos responde a una intencionalidad cognoscitiva, sino a la constitución social de la sensibilidad.

La sensibilidad radica en el contacto con el mundo, al respecto hay una tesis muy atrevida de Hoffman, Wasson & Ruck, a saber, “el primer contacto del hombre con el mundo se dio a través de las drogas”. Glosando tal tesis, no es que los estudiosos de los misterios eleusinos enfaticen la institución del ritual como el hecho social total, sino que tal reconocimiento empírico indica que la mediación con el mundo tiende a objetivar el mundo a partir de cierta inversión. Es decir, las drogas (“naturales”, para usar un término que las identifique a partir de su naturaleza histórica y su condición para la reproducción social), como mediación, han acentuado la sensibilidad de los hombres frente al mundo. Mundo que siempre el hombre ha pretendido ordenar (entendido ese orden como aquella disposición que se ajuste a las necesidades humanas), ya sea mediante el lenguaje y el trabajo (significación y trasformación, respectivamente). El resultado de tal orden, en la dimensión práctica de las acciones se ha constituido a través de la delimitación de la universalidad de los campos institucionales, a saber, el parentesco, el ritual, la política y la economía. El detalle de aquella interrelación de los campos institucionales es que la figuración de las relaciones sociales siempre se ha objetivado como una relación inversa entre el mundo producido (muchas veces pensado, sentido y actuado) y el mundo natural (como lo dado). En tal relación inversa radica la sensibilidad, no de un sujeto abstracto (como lo puede formalizar la teoría del conocimiento), sino de un sujeto histórico en el mundo.

A partir de la constitución de la sensibilidad en el interior de los campos institucionales y como resultado de la producción del mundo, el arte se ha constituido como la expresión de la posibilidad que tiene el hombre frente al mundo que produce. De ahí que la intencionalidad de los artistas, más que sujetarse a ciertos imperativos, responden a la manera cómo se produce el mundo, muchas veces tan análoga a la función que cumplen las drogas, históricamente institucionalizadas. Asimismo, la lapidaria sentencia del joven Marx, a saber, “la religión es el opio del pueblo”, permite observar que la inversión del mundo a partir de la sensibilidad impide toda autoconciencia de los sujetos. Siendo la consecuencia inmediata de tal hecho la pérdida de la capacidad de objetivar al mundo, porque los sujetos se han convertido en meros objetos del mundo.

Si uno observa tal consecuencia invertida a partir de la intencionalidad del artista (que pretende ser neutral frente al mundo), lejos de la reprobación de las actitudes fachendosas y cínicas de muchos de ellos, podrá reconocer medianamente que es medular la fragmentación entre la vida y la historia para la producción del mundo. Más aún, si la vida se reduce a la producción del mundo como objeto (o crasamente como cosa), tal hecho no es producto de la objetivación de un homo economicus, sino más bien su consecuencia. Asimismo si la historia ya no posibilita la producción de un mundo, tal vez el recuerdo (que era una suerte de primera instancia para la generación de la historia) pueda ayudar a invertir el mundo ya invertido por la sensibilidad, a partir de la autoconciencia. La autoconciencia, lejos de toda abstracción reducida a la impresión cognoscitiva, es la expresión de cierta relación social en la medida que forma parte de los movimientos culturales que han pretendido producir “otro mundo posible”. Por ello, lejos de sobre dimensionar el gusto estético, canciones como Te recuerdo Amanda, además de ser socialmente nostálgica y epidérmicamente sensible (Los padres de Víctor Jara se llamaban Manuel y Amanda, personajes de la canción), permiten no sólo sentir el mundo como posibilidad, sino hacer el mundo, en sentido heideggeriano, como mundaneidad.






Juan Archi Orihuela
Sábado, 27 de agosto de 2011.
________

A modo de complemento, las diversas versiones de la canción Te recuerdo Amanda:

El peruano Daniel F (En la Universidad Nacional Mayor de San Marcos):



El cubano Silvio Rodriguez:



El chileno Jorge Gonzáles:

lunes, 22 de agosto de 2011

La premura por escribir

Hay una canción llamada La espera de los ciegos (2007) de Daniel F, en que se menciona el por qué algunos músicos hacen las canciones que hacen, a saber: “Las canciones y el río/ nacen de las tormentas/ de los gritos frustrados/ y la rabia… por los asesinados/ De los miedos y de días muy malos”. Asimismo hay algunos que escriben acuciados (o forzados) por los mismos motivos. Con frecuencia tales escritos cuando se leen labialmente se oyen como un susurro confundido, tan parecido a aquel chirrido de la mosca azul que anuncia la muerte.

Si uno escribe cuando le asaltan las frustraciones, al margen de que sea una situación lamentable (y desagradable), muchas veces lo que se escribe se identifica con cierta narrativa de compensación (para la existencia del narrador); el escribir “por la rabia que se siente por los asesinados”, a pesar de que uno no se encuentre familiarizado con las víctimas de manera directa, es una manera desesperada, e inevitablemente tan humana, para algunos, cuando se especta la impunidad que campea tan naturalizada por la indiferencia (en el Perú han matado a tanta gente, muchos de ellos son campesinos y pobres, el eufemismo al respecto es nominarlos como "desaparecidos"). Asimismo cuando uno escribe para evadir ciertos miedos (muchas veces inefables), no hace más que recrear una suerte de exorcismo o una terapia casi necesaria y hasta solipsista. O, si los días son muy malos, no es que la escritura permita salvar esos días, sino que tales escritos en el fondo no serían más que aquel intento fallido por olvidar, aunque sea por otros medios.

Pero también uno escribe porque siente que la vida se le va, si no lo hace. En el fondo todos moriremos inevitablemente, empero el que escribe por tal sentir tácitamente se reusa obstinadamente a reconocer tal axioma. En algunos casos, uno escribe empujado por alguna enfermedad (ya sea pasajera o incurable), cuyo daño al cuerpo hace que la escritura sea como aquella alma que sale presurosa del cuerpo, tal como refieren los relatos mortuorios. O, también se suele escribir, porque la existencia de uno mismo resulta siendo insostenible. Insostenible por situaciones que rayan con la reproducción de la vida cotidiana en el que uno naufraga por deseos inalcanzables. Y si uno se pregunta si vale la pena escribir por tales motivos, la respuesta no se encuentra en un fin práctico, sino muchas veces su sentido responde a la proyección del doble. La figura literaria del doble es la recreación de un personaje paralelo al protagonista, tácitamente es el mismo (presenta los mismos rasgos y hasta son idénticos, somáticamente hablando) pero sus actos son diametralmente contrapuestos, es una suerte de objetivación de la personalidad hecha pública.

Precisamente en la novela El doble (1846) de Dostoievski se figura esa objetivación. El funcionario Goliadkin, protagonista de la novela, al encontrarse con su doble en el fondo se encuentra con él mismo (Asimismo cuando uno escribe, por las razones anteriormente mencionadas, se encuentra consigo mismo). Antes de ese hecho, hace algunos días el Sr. Goliadkin había mencionado, en una charla que tuvo con el Sr. Krestyan Ivanovich, lo siguiente: “Mejor será que dejemos eso a un lado hasta..., hasta otra vez, hasta otra ocasión más oportuna cuando todo se ponga en claro. Cuando se les caiga la máscara a ciertas personas y quede todo al descubierto”. Esa caída de la máscara representa en el fondo la naturaleza del doble. No es que el doble sea otro sujeto, sino que es el mismo sujeto, un sujeto bajo la máscara, pero ese sujeto bajo la máscara no es aquello que muchos pueden identificar con alguna personalidad oculta, ya que siempre se encuentra presente, sino más bien es aquella personalidad no consentida por la conciencia. Figurando una contraposición, tampoco es la mala conciencia (como se podría figurar a lo largo de la novela), sino que aquel sujeto bajo la máscara es la proyección de todo lo circunstancial sentido e irrecusablemente vivido.

Si muchos de los escritos, motivados por lo anteriormente mencionado, son una suerte de aquel doble que se desprende de uno mismo, en el fondo su objetivación no tiene nada que ver con la inautenticidad, sino todo lo contrario porque mediante la escritura uno suspende a la memoria. La suspensión de la memoria mediante la aparición de la escritura ha sido observada por Platón en uno de sus diálogos llamado Fedro, mediante el Mito de Theuth y Thamus. Thamus era un rey egipcio que recibió ciertos dones del Dios Theuth para entregárselos a su pueblo, pero no sin antes hacerle alguna observación del caso. Cuando el Dios le muestra la escritura, “dijo Theuth: "Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría". Y aquel replicó: "Oh, Theuth, excelso inventor de artes (…) ahora tú, como padre que eres de las letras, dijiste por cariño a ellas el efecto contrario al que producen. Pues este invento es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, por descuido del cultivo de la memoria, ya que los hombres, por culpa de su confianza en la escritura, llegarán al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos, no desde dentro, por su propio esfuerzo"” (Fedro 274e- 275a). Tal idea, al margen de ser tan sólo un prejuicio que cierta élite tiene frente a la democratización de la escritura, en el fondo expresa esa polaridad entre las sociedades ágrafas (cultura oral) y las sociedades con escritura (cultura letrada), cuya contraposición no debe plantearse sólo a partir de la empírica diferencia cultural, sino de la complejidad del poder, a saber, el poder de la escritura.

Levi-Strauss observó que las sociedades ágrafas de la antigüedad (como el caso de los africanos) conformaban grandes formaciones políticas cuyo lapso de tiempo operativo se cifraba en décadas (recuérdese que los incas tan sólo llegaron a un par de siglos), mientras que muchas de las sociedades con escritura podían prolongar la manutención del poder político (mediante una burocracia letrada) y alcanzar la condición de ser milenarias, como el caso de los chinos. Lo interesante de aquello es que en el fondo la escritura mantiene la memoria de un pueblo, más no así la memoria de cada individuo. En las sociedades ágrafas se encuentran diferentes registros nemotécnicos (los quipus de los incas por ejemplo), y ni hablar de la capacidad de memoria que tenían los sujetos para reproducir hechos del pasado (los poemas y cantos tradicionales apuntaban a ello). Con la aparición de la escritura se inicia gradualmente ese cambio sustantivo en la operatividad de la memoria y el olvido. Sólo con la modernidad en el que se ha asentado la cultura letrada, porque se ha democratizado la escritura, los sujetos genéricamente tienden a recurrir al escrito para no olvidar. Mientras que, paradójicamente, cuando escriben tienden a olvidar. De ahí que la figura del doble, lejos de aparentar una suerte de condición psicopatológica de la vida moderna, expresa fielmente la premura por escribir cuando uno lleva la vida en la punta de los dedos.

Sin embargo la condición contemporánea del sujeto ya no se caracteriza por cierta sensibilidad objetivada en función de una cultura letrada, sino de, si cabe el término, una cultura audiovisual, en el que el ojo juega un papel omnipresente y muy dictatorial. Si anteriormente uno escribía para sacar al doble de sí mismo, cuando uno actualmente ve la imagen de la cosa (la mercancía), uno ya no opera en la cosa, sino la cosa opera en uno. El que sólo ve recrea un estilo de vida, dictado por la cosa, en el que la cosa adquiere todo el sentido en desmedro del sujeto (un sujeto sin máscara desde luego). Tal relación contemporánea frente a la cosa hace que uno, metafóricamente, apueste por esa “espera de los ciegos”, es decir, la búsqueda de la sensibilidad y que en el fondo es lo que anima en última instancia a la escritura. Aunque si se observa bien la sensibilidad en la modernidad se objetivaba mediante la grafía convertida en epístolas. Actualmente para medir ese grado de sensibilidad es significativo reparar en la sustitución de las cartas por los mensajes electrónicos (siempre escuetos y monocordes) que no sólo ha cambiado la forma y el contenido de la comunicación (letrada), sino hasta incluso a la sensibilidad misma. O, en todo caso, tal hecho expresa de manera significativa la hegemonía de los sujetos que se confunden con su doble.



Juan Archi Orihuela
Lunes, 22 de agosto de 2011.

sábado, 13 de agosto de 2011

Diálogo con los muertos

Lejos de toda intención esotérica, el mejor diálogo que uno puede establecer con los muertos (forzando un poco el lenguaje) es a través de la escritura y la lectura, esto quiere decir, dialogar con los muertos implica “escuchar” (propiamente hablando, leer-escuchar) las ideas de aquellos hombres que han reflexionado de la misma manera que uno intenta hacerlo, dialogando con interlocutores que se encuentran ya muertos. Al respecto Descartes, en el Discurso del método (1637), escribía:“(…) la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con los hombres más selectos de los pasados siglos que fueron sus autores, y hasta una conversación estudiada en la que no nos descubren más que sus mejores pensamientos (…)”. Lejos de pretender una simple apología a la lectura, Descartes explicita una característica de la lectura, por ello uno debería reparar con quienes conversa, es decir, ¿qué tipos de libros suele uno leer con cierta frecuencia?

Al margen de toda exaltación párvula por la lectura, no todos los libros producen el mismo efecto en el lector, y no debido a tal o cual pericia comprensiva o a la atrevida exégesis que pueda (o intente) realizar el lector, sino debido al contenido del libro. Y como hay libros de toda índole, la lectura debe ser selectiva, así como uno selecciona una amistad, porque la influencia es inevitable en la formación de las ideas de uno. Por ello si uno observa muy bien, no todas las ideas son loables, ni mucho menos son dignas de respeto per se, ya que el contenido de las ideas (por no mencionar la riqueza del léxico que también es muy importante) juegan un papel casi determinante en la formación humana (e intelectual) de uno. Al respecto, el joven Franz Kafka escribía, en una epístola a su amigo Pollak, lo siguiente: “Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo ¿para qué leerlo? ¿Para que nos haga felices, como escribes? Por Dios: lo seriamos igual si no contáramos con ningún libro, y de ser necesario podríamos escribir los libros que queramos para ser felices (…) necesitamos libros que actúen en nosotros como una desgracia (…) como un suicidio: un libro debe ser un hacha que rompa la mar congelada en nosotros”. Ese “mar congelado” al que se alude figurativamente, no necesariamente es la ignorancia (si nos ajustamos al discurso de la ilustración), más bien alude a la indiferencia, a la pesantez, a la desidia, a la fantasía, a la modorra, al escapismo y hasta incluso a la fe (de toda índole). Es decir, la lectura no debe apuntar sólo al goce ensimismado, debe ser una suerte de cardo que inquiete tanto para iniciar (o forzar) un diálogo con el autor (así el contenido del libro sea, lo que los posmodernos llaman, un gran metarrelato).

Luciano de Samosata, ese gran satírico y fantástico del mundo helénico, tiene, entre otros diálogos, un escrito llamado Diálogos de los muertos en el que destaca la animación del respetable Diógenes “el cínico”. En tal diálogo el personaje de Diógenes refiere, en diálogo con su discípulo Crates, una idea muy simple, entre otras, que para muchos es muy difícil de poner en práctica por sus consecuencias para la vida ( de uno mismo), a saber: “Nosotros cuando estábamos en la vida no andábamos jamás pensando ese tipo de cosas unos de otros (se refiere a la acumulación de riquezas)”, a lo que Crates responde: “A mí, Diógenes, no me hacía falta nada de eso; a ti tampoco; pues lo que de verdad nos era útil tener lo recibimos en herencia, tú de Antístenes y yo de ti, herencia más cuantiosa y de más envergadura y de más categoría que el Imperio de los persas”. “¿A qué te refieres?”, pregunta Diógenes, y al instante responde Crates: “A la sabiduría, la independencia, la verdad, la sinceridad, la libertad”. Esa “herencia” a la que aluden los cínicos figura todo un horizonte de vida signado por los valores del mundo antiguo, y que actualmente carece de todo sentido, cuya posibilidad práctica sólo puede ser actualizada (o animada) en la medida que uno quiera dialogar con tales “muertos”, como lo hace el propio Luciano. Es decir, dialogar con Luciano no necesariamente es ensimismarse con el mundo antiguo, sino poner en interrogación al mundo contemporáneo, mundo en el que nos ha tocado vivir e inevitablemente, morir.

Volviendo a la metáfora kafkiana del “hacha”, que golpea para cortar, además de ser contundente es necesario emplear muchas de ellas para involucrarse con la vida y también con la muerte (aunque resulte una jugada de ajedrez). Es decir, cuando el hacha corta, lo que corta es el fundamento de las preconcepciones, la vieja figura nieztscheana acerca del loco, que anuncia la muerte de Dios, puede ayudar a entender la condición del lector que medianamente pretende dialogar con los muertos. Cuando el loco anuncia que Dios ha muerto en el fondo expresa la falta de todo fundamento, esa suerte de pérdida de toda preconcepción que sustentaba la vida. Nietzsche escribe al respecto: “¿Vamos hacia delante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? (…) ¿Necesitamos encender las linternas antes del mediodía?”. Esa suerte de incertidumbre acerca de algún derrotero, la pérdida de toda ubicuidad, así como la búsqueda de cierta claridad en medio de tanta evidencia, es al fin de cuentas la predisposición para establecer un diálogo con los muertos a través de sus escritos que animan a la reflexión.

No todos los escritos son reflexivos y los que lo son, no necesariamente son filosóficos. Pero si hay algo que caracteriza y diferencia a los escritos filosóficos de los demás, a saber, ellos son explícita y necesariamente reflexivos. Tal condición, lejos de ser un mérito, es una suerte de óbice porque tal reflexión emplea una serie de filosofemas que dificulta el acercamiento de los neófitos hacia aquellos libros. Más aún, lo que suele ocurrir muchas veces es que el acercamiento a la filosofía se da a través de los compendios de divulgación, o por los exegetas contemporáneos, sin reparar en lo observaba el viejo Schopenhauer: “Leer toda clase de exposiciones de sus doctrinas, o la historia general de la filosofía, en vez de las obras originales de los filósofos, es como si uno se hiciera masticar la propia comida por otros”. Pero si uno sortea tal dificultad no sólo le resultará interesante el aprendizaje de la filosofía (tal como se encuentra institucionalizada en el mundo contemporáneo), sino fructífero, porque reconocerá que la autenticidad y la honestidad intelectual son características que estimulan a encarar el duro reto de filosofar, es decir, dialogar con los muertos en función de una práctica de vida. Pero el diálogo con los muertos es un diálogo que se realiza a “solas”, y exige mucha paciencia y un fuerte tesón, pero sobretodo una gran disposición por el conocimiento. Si uno repara en los escritos filosóficos, muchos de aquellos textos refieren, tácita o explícitamente, un conocimiento sucinto que compendia, a modo de una atrevida exégesis, el momento de una época, que siendo particular se vuelve universal porque las respuestas, formuladas a modo de interrogantes, son animadas muchas veces por lo que Unamuno llamó “necesidades afectivas y volitivas”. Es decir, si reconocemos que “el conocimiento está al servicio de la necesidad de vivir”, el establecer un diálogo con los muertos sería una suerte de recordar, lo que Unamuno observó, que el “¡Saber por el saber! ¡La verdad por la verdad! Eso es inhumano”.

Sin ánimos de pretender irreverencia alguna, actualmente no resulta descabellado afirmar que “leer por leer” (y sobretodo, el no reparar en lo que se lee) es, sin lugar a dudas, algo tan deshumanizado y tan entumecido.



Juan Archi Orihuela
Sábado, 13 de agosto de 2011.
____
(*) En la imagen superior se encuentra retratado el joven José Carlos Mariátegui “dialogando con los muertos” (Fotografía tomada de la contracarátula de su libro "La escena contemporánea").

sábado, 6 de agosto de 2011

La educación pública y el fantasma de la igualdad


 

“La educación pública es un deber de la sociedad para con sus ciudadanos. En vano se habría declarado que todos los hombres tienen los mismos derechos, en vano las leyes habrían respetado este primer principio de la justicia eterna, si la desigualdad en las facultades morales impidiera al mayor número gozar de estos derechos en toda su extensión”
[Condorcet. Cinco memorias sobre la instrucción pública]  

 

En la novela El mundo es ancho y ajeno (1941) de Ciro Alegría, se narra la silenciosa epopeya de un pueblo, la Comunidad de Rumi, frente al abuso de la hacienda; asimismo, ese abuso es racionalizado por los comuneros, quienes alentados por el viejo Rosendo Maqui hacen todo lo posible para construir una escuela. Tal esfuerzo evidencia no sólo un anhelo provinciano, sino la más diáfana relación de desigualdad social existente (en el Perú de aquel entonces y también en el de ahora), como muy bien lo expresa el mismo Rosendo Maqui:

“La verdá, ya tendremos escuela. Me habría gustado demorarme en llegar al mundo, ser chico aura y venir pa la escuela… (…) Es que nunca, nunquita hemos sabido nada (…) pero ellos sabrán [sus hijos, los niños campesinos]”.

Pero la educación pública no sólo ha sido una figuración literaria, propia del indigenismo peruano, sino ante todo ha sido una conquista universal del mundo moderno, históricamente es uno de los hechos imprescindibles para construir toda modernidad (política y culturalmente hablando).

Como todos saben el mundo moderno se diferencia diametralmente del mundo antiguo en función de las relaciones sociales y el desarrollo de las fuerzas productivas. Las fuerzas productivas en la modernidad se han desarrollado debido a los cambios producidos en las relaciones sociales (trabajo-capital), uno de aquellos cambios es la constitución de la ciudadanía en el espacio público. Tal hecho expresa una de los primeros derechos contemplados en la famosa Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789): “Los hombres han nacido, y continúan siendo, libres e iguales en cuanto a sus derechos”. Pero para que tal derecho (a la libertad y a la igualdad jurídica) sea efectivo se necesita de una mediación universal y necesaria. Al respecto, uno de los ilustrados como el Marqués de Condorcet consideraba que la educación pública es aquella mediación para obtener la igualdad de los derechos ciudadanos, en sus Cinco memorias sobre la instrucción pública (1791) anotaba lo siguiente:

“Hay todavía otra desigualdad cuyo único remedio puede ser una instrucción general repartida uniformemente. Cuando la ley ha hecho iguales a todos los hombres, la única distinción que los divide en varias clases es la que nace de su educación (…)”.

Lo último, merece una observación, no sólo la educación es un indicador para establecer las diferencias de clases existentes en una sociedad, sino que también permite establecer la igualdad jurídica cuando ésta se hace universal, es decir, cuando la educación se constituye en un derecho, derecho institucionalizado históricamente mediante la educación pública. Por ello la educación pública no persigue ningún beneficio pecuniario, sino la igualdad (política) para alcanzar el bienestar social (de todos). Al respecto Condorcet anotaba límpidamente lo siguiente:

“Esta igualdad de instrucción contribuiría a la perfección de las artes y no solamente destruiría la desigualdad que la situación económica establece entre los hombres que quieren dedicarse a ellas, sino que instruirá otro género de igualdad más general, la del bienestar”.

Aquella igualdad del bienestar, que al fin de cuentas se sustenta en la relación que uno establece con los demás, sólo sería posible en la medida que exista iguales condiciones de posibilidad para convivir.

Tales rasgos, el de la convivencia y la diferencia de clases, es una suerte de indicador de cuan lejos, o cerca, de la modernidad se encuentra un país. Hasta se puede formular hipotéticamente que el grado de desigualdad social puede ser medido a través de la privatización de la educación. Es decir, mientras más privatizada sea la educación (incremento de las instituciones educativas privadas) habrá mayores posibilidades de que aumente la desigualdad social. Si en un país la educación pública es un derecho adquirido por todos (expresado mediante la mayor cobertura posible a nivel nacional y de una calidad superior a la educación privada) es un indicador fiel de que esa sociedad se encuentra en vías de ser democratizada. Lo contrario indicaría que tan lejos se encuentra esa sociedad de la modernidad, ya que tendría que lidiar con los problemas de convivencia y los constantes conflictos generados por la lucha de clases (que al fin de cuantas responden a la desigualdad social).

Pero el reconocimiento de la educación pública, no sólo como una necesidad histórica, sino como un hecho universal, muchas veces tiende a ser olvidado o ignorado, ya sea por una visión liberal o una visión pragmática de la vida social, que a la larga ha generado una suerte de discriminación clasista tan soterrada que caracteriza a cierta ideología conservadora que linda con actitudes fascistoides. Y que en el fondo responde a un rechazo profundo a la idea moderna de la igualdad, figurado como una suerte de fantasma que acosa la vida de los que precisamente viven gracias a la desigualdad social.

Al respecto un diálogo entre un periodista argentino y un profesor universitario puede ayudar a entender tal idea. El hecho ocurrió en el año 2010 a raíz de la crisis de la educación pública argentina, específicamente docentes y alumnos de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA) reclamaban un nuevo local institucional. Para efectos de tal demanda en la Av. Corrientes se produjo, como una de las tantas medidas de lucha, una clase en plena vía pública; hecho que fue sindicado por la prensa, con cierta sorna, como un “piquete”. El catedrático Santiago Gándara replicó tal calificativo informando, algo que los medios ya no suelen hacer, lo que realmente sucedía. Entonces el periodista, un tal Feinmann, responde lo siguiente:

“Yo le entiendo en algún punto profesor porque yo también fui alumno de la UBA de la Facultad de Derecho, durante seis años, y le puedo asegurar que yo también estuve en aulas que tenían divisorias de hurlo y quizás una ventana que estaba rota y en invierno hacia frío, con un olor a orín en todos los pasillos y así me la banqué: el tema es que había que ir a estudiar nada más… Por ahí las cosas cambian, ¿vio?"

Al instante el profesor replica:

“Pero sabe, las cosas no cambian si uno banca a las cosas, eso es importante que usted le diga a los televidentes… Si uno se banca a las cosas, las cosas siguen estando ahí. Un ejemplo familiar, si se está por caer el techo de la cocina y si yo le digo a mi familia: “bánquensela muchachos, bánquensela” (sopórtenlo), no, no. Lo que tenemos que hacer es algo, levantarnos. Primero tenemos que hacer que no nos caiga el techo porque es urgente, y en seguida tratar de buscar quién es el responsable… Ahora si el problema es que efectivamente había alguien que debía poner los fondos que son públicos y no los pone, el responsable debe entender ese problema… Ojo, ustedes están registrando una parte de toda esta lucha, ¿cuál es esa parte? Este corte, este corte fue precedido por una toma, esa toma fue precedida por movilizaciones, las movilizaciones fueron precedidas por clases públicas, esas clases públicas fueron precedidas por petitorios, ¿se entiende? hay toda una cadena de reclamos… los medios llegan para ver la última parte de la fotografía (...)"



Lo que llama la atención es aquella actitud (repudiable) del periodista y de cierta prensa (que defiende ante todo las libertades de la gran empresa), y que por desgracia es una actitud mayoritaria en Latinoamérica, además de desinformar, es cómo denosta tan sueltamente una medida de lucha (justa) por la educación pública, mediante la mofa, mediante la "criminalización de la protesta social" ("es un delito", espeta el periodista), pero sobretodo cómo muestra un desprecio tan cínico (egresado también de la UBA). Cinismo tan evidente cuando el periodista espeta: “el tema es que había que ir a estudiar nada más… Por ahí las cosas cambian, ¿vio?” En el fondo tal sujeto, así como muchos que criminalizan la protesta social, no quiere que las cosas cambien, por eso el mensaje de la desidia y el cinismo es tan claro e intencional. Asimismo ese empecinamiento por justificar el pretendido éxito personal (“así me la banqué”), que puede ser loable y subjetivamente gratificante, es tendenciosamente desproporcionado cuando se sabe que la desigualdad y las condiciones de posibilidad del problema general (la crisis de la educación pública) no tiene solución si uno no hace nada (“Por ahí las cosas cambian”). Por ello ese “no hacer nada” es el mensaje que impera actualmente a nivel institucional, dictado muchas veces por aquellos sujetos (y por aquellos medios de comunicación hegemónicos) que justifican una cierta posición social (status) para mantener la más clara desigualdad social.
 


Actualmente hay una campaña de desprestigio de los medios sobre el problema de la educación pública en Chile. En realidad no hay una educación pública como un derecho, ya que uno tiene que pagar, propiamente uno se endeuda, más aún, el caso es que ni siquiera todos pueden endeudarse. De ahí que el conflicto producido por las brechas sociales estalla periódicamente. Desde el gobierno de la “concertación” con Michelle Bachelet, la “rebelión de los pingüinos” mostró algo que en Latinoamérica se había olvidado, la capacidad de movilización de su juventud (propiamente eran adolescentes, muchachos entre 13 y 16 años). Ahora, en medio de un gobierno liberal, el problema se ha tornado medular para el futuro de Chile (y tal vez para el continente en su conjunto). Por lo menos una de sus consignas: “Hay razones para creer en una educación gratuita y de calidad”, recuerda, si es que uno hace cierta exégesis, aquello que Jürgen Habermas llamaba la “modernidad inconclusa”, a saber, “(…) en vez de dar por perdido el proyecto de la modernidad, deberíamos aprender de sus extravíos [equivocaciones] y de los errores de aquellos extravagantes programas que han intentado su superación”. Precisamente uno de esos “extravagantes programas” (económico y político) que ha intentado superarla ha sido el neoliberalismo que se ha asentado en Chile a raíz del golpe de Estado que dio Pinochet. Una de las medidas que sostiene tal modelo es la privatización de la educación pública. Las normas, en materia educativa, de aquella dictadura aún siguen vigentes. Frente a eso los estudiantes con sincera y firme convicción divulgan lo siguiente:

“Por cada declaración que da el ministro… amanecen 10 liceos tomados… Por cada unidad de fuerzas especiales… hay 10 mamás llevando pan y comida a las tomas… Mientras los medios muestran destrozos… la prensa internacional analiza el sistema educacional chileno… Por cada persona que dice “no es la forma”… 100,000 estudiantes repiten: ¡Sí, se puede!”



Lo último, “por cada persona que dice: “no es la forma”, hay cien mil estudiantes que repiten: ¡Si, se puede!”, evidencia que la igualdad no es ningún fantasma, ya que lo anima un espíritu tan juvenil y tan vital, que el desacato a lo “políticamente correcto” es al fin de cuentas lo “políticamente humano”, demasiado humano. Jóvenes demasiado comprometidos con la modernidad, comprometidos con Chile y con su pueblo (pueblo que en el pasado generó un gobierno popular mediante una constante organización popular). Al parecer en Latinoamérica las causas que aún sostienen a la modernidad no están perdidas porque aún son causas posibles.

 

 

 
Juan Archi Orihuela
Sábado, 06 de agosto de 2011.

 

Referencia Bibliográfica.

ALEGRIA, Ciro
1961    El mundo es ancho y ajeno [1941]. Editorial Diana, México DF.  

CONDORCET, Jean-Antoine-Nicolás de Caritat, (Marqués de)
2001    Cinco memorias sobre la instrucción pública y otros escritos [1791]. Morata, Madrid.  

HABERMAS, Jürgen
1993    “Modernidad, un proyecto incompleto” [1981], en: Nicolás Casullo (Comp.) El debate modernidad posmodernidad. Ediciones el Cielo por Asalto, Buenos Aires, pp. 131-144.  

 


lunes, 1 de agosto de 2011

El cine, la política y la mujer.

Son pocas las imágenes del cine peruano en que la participación política de la mujer ha sido recreada. En la película Coraje (1998) de Alberto Chicho Durant, el personaje ficticio de Maria Elena Moyano representa a una líder popular que se enfrenta no sólo a la situación de pobreza, sino al quiebre de la organización popular de las mujeres de Villa el Salvador (La Federación Popular de Mujeres de Villa El Salvador- FEPOMUVES), a raíz del conflicto armado. Pero su militancia política de izquierda es casi ocultada, tácitamente soterrada, por la situación del conflicto armado, ya no entre las clases sociales, sino por una violencia reactiva y omnipresente que a la larga orquesta un destino fatal, a saber, el sacrificio de la protagonista. Por otro lado, en la película La vida es una sola (1992) de Marianne Eyde, el personaje de la camarada “Meche” figura de lejos el prototipo de la mujer rebelde y popular, porque es simplemente la “senderista”, la figura de una mujer fría, apasionada y calculadora. Así la imagen de la mujer guerrera se enfatiza, imagen que para algunos constituye la expresión de cierta amenaza simbólica a la virilidad del varón.

Pero tales figuras a pesar de ser relativamente dispares, se caracterizan por la simbiosis, el mutismo y la voz de mando. Tal vez la comparación sea incongruente, pero la representación del cine no apunta a la esencialización de la mujer (la feminidad), ni mucho menos al determinismo étnico (María Elena es negra y “Meche” es chola), sino a un determinismo social. Fórmula cinematográfica casi necesaria, y nada recurrente, si no se enfatiza la fatalidad. Esa fatalidad resume ciertas características del síntoma del capital, en el orden social, a saber, ambos personajes (figurativamente hablando) son mujeres, pobres, de izquierda y decididas dirigentes populares.

Tales figuraciones, al margen de simpatías o denuestos, desde una perspectiva relacional y funcional, responden a cierta concreción política que afecta indistintamente a individuos pertenecientes a tal o cual clase, o a tal o cual género. Por ello la polaridad figurativa entre “mujeres buenas y sacrificadas” (las mujeres de Villa El Salvador- VES) frente a “mujeres malas y equivocadas” (las mujeres de “Sendero Luminoso”) resulta siendo muy esquemática y axial; que a la larga sólo conduce a un maniqueísmo en el espacio político. La segmentación de lo político muchas veces se polariza, en los espacios en donde participa la mujer, a partir de la “censura”, efectuada de manera velada a través del recato. Esto se percibe a través de la eufemística calificación que pesa como una sospecha, sobre la actividad política de las mujeres. El ejemplo de la participación política de las mujeres de VES, allá por los años 80, permite comprender tal idea. Cuando la mujer participaba en política, al decir de Cecilia Blondet: “Los hijos también resintieron la ausencia de la madre y en muchos casos, hasta la familia ampliada, los suegros, padres o cuñados, intervenían comentando negativamente las actividades de las dirigentas al límite de la intriga”.

Tal “intriga” por comentar negativamente lo que “hacen” fuera de la unidad doméstica las mujeres dirigentas de VES, puede dar una pista al asunto del rechazo a la presencia de la mujer en el ejercicio político. Para el caso de VES las habladurías serían una respuesta funcional que ejerce el grupo familiar, debido a la alteración de la unidad doméstica tradicional compuesta por la demarcación entre los roles masculinos y los roles femeninos. Sumado a ello, el rechazo a la mujer guerrillera (para el caso del PCP-SL), además de comprender lo anterior, genera la amenaza de subvertir y romper con toda forma de unidad doméstica. Unidad doméstica en el que se reproducen todas las imágenes de lo femenino hasta su esencialización. De ahí que no sea nada casual que el ejercicio político de la guerrillera se presente como una amenaza simbólica al dominio sexual del varón, que muchas veces se sobredimensiona como si fuera la universalidad esencial de lo social.

Tal idea puede comprenderse, tentativamente, mediante la figura de lo que Slavoj Zizek denomina el “amor cortés”, en cuya lógica se define “los parámetros dentro de los cuales los dos sexos se relacionan entre sí”. Una de las características del amor cortés es la espiritualización de la dama como un objeto sublime, es decir, la elevación de la mujer como un objeto amoroso no empírico. Esto ha posibilitado que se mantenga cierta relación diametral entre el hombre y la mujer muchas veces figurado como si la dama fuera el centro geométrico de la sensibilidad. Sin embargo, si se observa bien tal relación se puede reconocer tácitamente el rebajamiento de la mujer a una materia pasiva, al decir de Zizek esto no sería más que una “pantalla para la proyección narcisista del ideal del yo masculino”. Tal sospecha permite comprender el por qué se acentúa la pasividad de la mujer en función al hombre, ya sea debido a la proyección hegemónica de la imagen masculina, o, porque en la sociedad burguesa el ejercicio político se delimita, especifica y formal, mediante la teoría contractual.

Si uno establece cierto parangón entre lo político y lo sexual, lo contractual supone establecer “sujetos iguales” en el ejercicio político, mientras que en el ejercicio sexual la relación se da bajo la forma de un contrato perverso (masoquista), “en el cual la forma misma del contrato equilibrado sirve para establecer una relación de dominación” (Zizek). Tal observación tiene cierto asidero, si uno repara en las características específicas que presentan las relaciones de dominación, producidas en las sociedades poscoloniales (como el caso del Perú), la antinomia raza/trabajo, como producto de las consecuencias coloniales, se sobredimensiona. El resultado de tal antinomia muchas veces se sostiene debido a una serie de oposiciones binarias como blanco/indígena, hombre/mujer, rico/pobre, costa/sierra, ciudad/campo y demás, que a la larga sustentan la construcción de un ser “anormal” próximo a la animalidad. El caso de la figuración de una “mujer-indígena” mantiene esa aproximación con la animalidad sexual. Pero esa animalidad lejos de ser una amenaza es la condición necesaria para que la “mujer-indígena” se convierta en el cuerpo “pasivo” por excelencia, debido a que mantiene la posibilidad de ser disciplinada corporal y espiritualmente, ya sea mediante la ley del Estado, o mediante la posesión empíricamente sexual que ejerce el varón para satisfacer el goce.

Esto tentativamente permitiría reconocer que si en ciertos espacios políticos de la sociedad se presenta una fragmentación en su organización contractual (inoperancia en la igualdad de la ciudadanía), se debe, no a cierta amenaza fantasmática de la mujer, sino a la relación entre la sexualidad y la política. Síntoma de ello es el contrato perverso y masoquista del ejercicio sexual, expresado mediante los calificativos que se endilgan en el espacio público para denostar a la guerrillera (la mujer política) como mujer telúrica, vesánica, andina, amante asesina. Tal serie de calificativos se amparan muchas veces en cierta preconcepción acerca de la feminidad que al decir de Nietzsche es una suerte de “máscara” que oculta el vacío de una realidad interior. Realidad que se trueca en sensibilidad debido al paroxismo de la vida contemporánea y a cierta radicalización de la igualdad política.





Juan Archi Orihuela
Lunes, 01 de agosto de 2011.