Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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jueves, 28 de julio de 2011

El Paraíso y la República

Hay un poema muy conocido de Mario Benedetti llamado Te quiero (1956), en cuyos versos se alude a un paraíso, nada idílico, a saber, “Te quiero en mi paraíso/ es decir que en mi país/ la gente viva feliz/ aunque no tenga permiso”. El poema, que duda cabe, es un poema que el poeta le dedica a su compañera, quien también comparte los mismos ideales políticos que él (aquellos viejos ideales de la izquierda, ideales tan simples que pretenden afirmar la justicia social). A su vez aquel “paraíso”, nada idílico, se opone a esa caricatura del “amor adánico” (en cuyo paraíso tan inauténtico mora, o desea morar, toda pareja inauténtica) porque posibilita pasar de la realidad del deseo al deseo de la realidad.

Pero el “deseo de la realidad” aún está en espera, para el mal llamado latinoamericano, el paraíso (país) que a uno le ha tocado, no sólo nacer, sino vivir, al margen de todo ultranacionalismo, data de la constitución de las repúblicas durante el siglo XIX. Uno de sus grandes artífices, y agitador de las ideas republicanas por aquel entonces, fue Simón Bolívar, quien en su famoso Discurso de Angostura (1819), límpidamente declaró las condiciones de posibilidad de toda república: “El sistema de Gobierno más perfecto, es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política”. Lo primero, la mayor suma de felicidad posible es en el fondo lo que busca todo hombre y mujer en su paraíso. Desde luego hay muchos casos en que, por diversas razones, uno sale y encuentra esa suma de felicidad posible fuera de su país. Pero para los millones y millones de hombres y mujeres que se quedan y buscan esa suma de felicidad posible, muchas veces en su paraíso resulta imposible ser feliz.

Precisamente en la película Paraíso (2010) de Héctor Gálvez se muestra tal situación. “Paraíso”, lejos de ser una ironía nominal (debido a la vida tan dura que llevan sus pobladores para subsistir y que contrasta con el nombre), es una historia en el que la vida de hombres y mujeres (populares) parece exceder a la realidad del Perú (En realidad Paraíso existe como lugar en el distrito Lurigancho-Chosica, tal como se muestra en la película). El protagonista, un joven llamado Joaquín, es el único de su grupo de amigos que puede hacer lo que desea en la vida (ser un trapecista de circo), y no sólo elegir (como reza el credo liberal), pero ese deseo implica salir de Paraíso. Para el resto de sus amigos la incertidumbre los embarga u oprime porque en Paraíso todo se encuentra sujeto a la necesidad, el único espacio para la libertad se encuentra fuera de Paraíso.



Paraíso, lejos de todo pesimismo, es la suspensión de la república del Perú como proyecto. O, mejor dicho, Paraíso es la mejor evidencia de que el Perú carece de proyecto como país. Y no sólo eso, Paraíso al ser el espacio en el que la opresión de la necesidad es una constante, evidencia la modorra de quienes han dirigido la república que ya llegó a sus límites. Tal modorra no se justifica, política, ni moralmente, ni mucho menos cabe el cinismo artero de la complicidad o la desidia, por el contrario, a sólo diez años del bicentenario de la independencia es necesario plantearse un balance sobre el país como república. El tema de la dominación nacional en su conjunto es un punto de partida para encarar aquellos temas que encierra la caja de Pandora del país (La desigualdad, la explotación laboral y el desempleo, la salud pública, la educación pública, la justicia, la impunidad, la corrupción y demás). Hace años los subversivos del PCP-SL abrieron esa caja (propiamente dicho la dinamitaron) y salió todo el colonialismo tan crudo y visceral, que sorprendió, después de muchos años, precisamente a aquellos que consentían (en privado) todo ello. Asimismo, urge evaluar el rol (y la responsabilidad directa) que han tenido las clases dirigentes en el Perú desde que se fundó la república, precisamente son aquellos grupos de poder económico que han estado presente, directa o indirectamente, en todos los gobiernos de turno, ya sea mediante la democracia (sea esta nacional o liberal) o mediante las continuas dictaduras burguesas (sean estas de corte clásico militar, el militarismo-pequeño burgués o la última dictadura cívico-burguesa). Por ello el tema de fondo, en última instancia, no es el maniqueísmo entre la democracia y la dictadura, sino establecer un proyecto de país que encare la constitución de una nueva república que se ajuste a las necesidades de la gran mayoría de la población que vive (o sobrevive) tan igual, o al límite, como se vive en Paraíso.

Volviendo al Paraíso, hay un nuevo gobierno que ya se ha instalado, las expectativas son altas, nuevamente se abre un reformismo, pero ya no es el reformismo burgués que dirigió el General Juan Velasco Alvarado (entre 1968 y 1975), y que dicho sea de paso fue un reformismo que abortó, entre otros factores, porque no radicalizó el proceso democratizando la participación popular, para así generar un poder popular que lo sostenga. Ahora el nuevo reformismo que se inicia es pequeño-burgués y pretende ser nacional-popular. Aunque resulte increíble y paradójico el discurso nacionalista para cierta burguesía (iletrada) en el Perú es sinónimo de “socialismo encubierto”, tal como fustigaron en su momento al llamado velasquismo. Por ello Velasco, que fue un anticomunista y su régimen fue declaradamente anticomunista (la tercera vía), es el fantasma que ha creado la derecha rancia, conservadora y fachistoide para abominar lo que más teme desde que se fundó la república, a saber, todo cambio popular y democrático.

El nuevo reformismo que se instaura no podrá evadir el sabotaje (impulsado, avalado y consentido por quienes han perdido en las últimas elecciones) y si eso no surte efecto alguno, el golpe de Estado en última instancia es lo que le quedará a la gran burguesía peruana, si el nuevo régimen intenta radicalizar el proceso hacia lo “nacional-popular”. Aquel apoyo para un futuro y probable golpe de Estado no es nada descabellado porque encuentra cierto asidero en una situación de hecho. Lejos de ser una mera anécdota, lo que sucedió al final de las últimas elecciones presidenciales es el aval de un “golpe en potencia”. Un sector de la clase media y casi toda la gran burguesía vomitó tanto odio y lanzó todo su encono hacia los pobladores populares que habían elegido al actual presidente del Perú, Ollanta Humala Tasso, fustigándolos de ignorantes y lanzándoles epítetos zahirientes. Lejos de ser un hecho lamentable, tal hecho expresa fielmente la visión premoderna de aquellos que fungen ser los representantes de la modernidad en el Perú, porque de acuerdo a su visión maniquea de país, con Ollanta Humala el Perú se “jodió”. Y cual cruzados no escatimarán hacer uso de la violencia como los más píos del catolicismo lo hicieron antaño. Aunque si se observa bien, ya hacen uso de la violencia verbal de manera tan descarada; para lo otro, sólo esperan el momento.

Pero lejos de encarar un conflicto, al parecer un gobierno de concertación es la última carta (marcada) que se juega el nuevo gobierno que pretende ser “nacional-popular”. Aunque, si se observa la historia republicana, aún no se ha agotado un gobierno de concertación. A diez años del bicentenario de la independencia asistimos a una nueva disyuntiva entre un país liberal para unos pocos o la posibilidad de construir un país nacional-popular para muchos. Al margen de todo apoyo u oposición ideologizada, el mejor indicador para constatar los cambios del nuevo gobierno, no serán los discursos oficiosos, ni la venia de los organismos internacionales, sino será la vida en Paraíso, es decir, cuando “la gente viva feliz, aunque no tenga permiso”.

Juan Archi Orihuela
Jueves, 28 de julio de 2011.

domingo, 24 de julio de 2011

La soledad no tiene ningún laberinto

Los colonizadores españoles solían decir “vale un Perú” para referir tal o cual objeto costoso o de riqueza impresionante. Actualmente, en este momento poscolonial, eso carece de todo sentido y valor, o, peor aún, tal idea se ha convertido en su antípoda. Sólo para mencionar un ejemplo tan cotidiano, a veces suelo responder intencionalmente, cuando se me pregunta como me encuentro o como estoy, “como el Perú”. Las risas, cómplices o cínicas, (o, en algunos casos, una real preocupación) no se hacen esperar, porque en el fondo la idea del Perú (para los peruanos) se identifica con el malestar, la pesadumbre y la indigencia. Tal desazón (muy común y presente) expresa, por otros medios y bajo otra sensibilidad, aquella “soledad” del “ser mexicano” que figuró a mediados del siglo XX, provocadoramente, Octavio Paz.

Pero esa soledad del “ser peruano”, para seguir la retórica del llamado “ser mexicano”, no presenta laberintos (como el pachuco, la religiosidad híbrida, la chingada, la conquista, la independencia y demás), o, mejor dicho, no son “lugares” ignotos por el que uno camine a tientas, por el contrario, en aquellos lugares uno suele encontrarse. Con ello quiero afirmar que la identidad no es un problema, a pesar de que en el Perú se sienta como fatalidad, es más bien una suerte de afirmación del dolor, que el gran César Vallejo grabó con el siguiente verso: “Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo”. Lejos de ser una simple cuita de un vate, el peruano reconoce el dolor tan acentuado, como parte de una enfermedad mortal que constituye uno de sus más diáfanas manifestaciones culturales. Esa “enfermedad mortal”, de filo cristiano, tiene mucho que ver con lo que Soren Kierkergaard reflexionó al respecto de la desesperación. La desesperación en cierto sentido es la enfermedad mortal como un momento contradictorio, al decir del filósofo danés: “(Es) Ese tormento contradictorio, esa enfermedad del yo que consiste en estar muriendo eternamente, muriendo y no muriendo, muriendo la muerte. Pues morir significa que todo ha terminado, pero morir la muerte significa que se vive el mismo morir; basta que se viva la muerte un solo momento para que se la viva eternamente".

Esa desesperación de “morir la muerte” en el fondo expresa la pesadumbre, el malestar y la indigencia que se tiene ante la vida, en un país como el Perú. Lejos de ser un grueso pesimismo reactivo o nihilista, tal idea se aproxima a lo que José Carlos Mariátegui lapidaba como “pesimismo de la realidad”. Aunque es evidente que existe una ausencia del “optimismo del ideal”, o propiamente dicho, el optimismo es una idea moderna. Tal como recordaba Pablo Macera: “Aquí, en los Andes (precolombinos), las cosas son siempre de duración incierta. Pueden durar eternamente o durar un día y durar demasiado. Nunca nadie ha estado seguro de nada”. Esa incertidumbre, que coloquialmente se traduce como “fue eterno mientras duró” (Así sea una semana, un día o unas horas), es similar a los boleros que desangran. Pero como la incertidumbre es general e histórica, lo que se desangra, o desangran a muchos, son las consecuencias de la colonización. La colonización no sólo aturde por sus consecuencias letales, como el genocidio contra los nativos (y/o indígenas) del cual somos sus descendientes directos o indirectos, sino porque es un hecho tan brutal que muchas veces se actualiza a través del lenguaje racista. Por ello se ha ensayado mediante la ideología del mestizaje una suerte de terapia (psicológica) para salir del desquicio como país (o república) o, simplemente, como individuos. Sin embargo, la incertidumbre continúa porque en el fondo no se trata de saber qué “somos” (no sólo como sujetos que reflexionan a partir del presente histórico) y el por qué todo nos sale “mal” (propiamente dicho, dura tan poco), sino, como recomendaba el “viejo” pescador de la ficción de Hemingway, “ahora no es el momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer con lo que hay”.

Ese rasgo de la razón práctica posibilita el haciendo, a pesar de que el sujeto que hace sea el menos indicado para el hacer. Al respecto en uno de los cuentos peregrinos, llamado Buen viaje, señor presidente, de Gabriel García Márquez, un viejo ex-presidente menciona con justificada desazón: “(Somos) Un continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con enemigos”. Y, mientras mira a su mujer muy inquieta por lo que acaba de decir, continúa: “La palabra mestizaje significa mezclar las lágrimas con la sangre que corre. ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje?”. Lo interesante de tal idea, la autoconciencia de la colonización, no es propio del Perú (en México tal hecho alude a la chingada), sino lo primero y lo último; para particularizar el hecho histórico, si el Perú ha sido concebido “por las heces del mundo entero sin un instante de amor” la interrogante es precisa: ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje? Una respuesta al respecto, ineludiblemente afirmaría el pesimismo de la realidad. Y, por paradójico que sea, ese pesimismo permite hacer, es decir, mantener una identidad. Si en México, al decir de Octavio Paz, “el mexicano se vuelve un hijo de la nada”, en el Perú, el peruano se vuelve “un hijo del todo” porque tiene todas las identidades posibles, a pesar de que las sienta como una fatalidad. Y cuando sabe que es una fatalidad se hace pesimista, es decir, al instante.

Por ello los discursos de la interculturalidad apuntan en el fondo a sortear ese pesimismo. La fragmentación de su constitución cultural es un rasgo que produce y adopta todo peruano; el recelo cuando se comunica, a pesar de que hable como si estuviera cantando, es parte de una respuesta defensiva nada sutil, sino patética. El miedo se siente como un tiempo largo y la incertidumbre se hace muy cotidiana. Zygmunt Bauman considera que uno de los fenómenos que caracteriza a la modernidad líquida es su producción, como proceso histórico, de las llamadas “vidas desperdiciadas” (sujetos que vomita el capitalismo en función de la relación trabajo-capital); y como el Perú es el síntoma del capital, la suspensión de la vida se da mediante el pesimismo, permitiendo que no sean desperdiciadas, sino recicladas. Si la vida se recicla en el Perú es porque no hay nada que perder o, mejor dicho, "nada se puede perder", a pesar de que su costo sea ínfimo. En el Perú uno convive con la indigencia y no por piedad o costumbre, sino porque nadie quiere poner el dedo en la pus, o, simplemente, porque nadie quiere cambiar nada, a pesar de que uno se encuentra cambiando a cada instante, es decir, haciéndose más pesimista.

La soledad de la identidad es pesimista en el Perú y camina con pies de paloma anunciando (o generando) ese “fue eterno mientras duró”. Pero ese pesimismo de la realidad al no oponerse a la soledad, que sostiene la identidad, posibilita que todo laberinto le sea tan familiar, y no porque sea un Teseo, sino porque en el Perú nadie se escapa de ser un minotauro. Pero el Perú no es (y no puede ser) la Casa de Asterión (Tal como lo imaginó Borges), sino la terrible Casa de Usher.



Juan Archi Orihuela
Domingo, 24 de julio de 2011.

lunes, 18 de julio de 2011

Los amores imposibles y el cine

En la novela La nostalgia del deseo (2011) de José Aragón hay una historia de un hombre que sale presuroso al aeropuerto para “despedirse” de la mujer que quiere (en el fondo quería decirle que sentía un amor epidérmicamente sensible por ella) o prolongar el "instante de la ilusión" para trocar la fantasía en realidad. Pero como ella se muestra tan fría y distante, desiste de lo que iba a decir o hacer. Y al quedar tan desazonado empieza a narrar en retrospectiva “lo que nunca jamás sucedió”. Tal narración se convierte a lo largo del relato en una doble fantasía, a la fantasía de la creación literaria se le suma, lo que muy bien observaba José Ortega y Gasset, la naturaleza del amor como una “vida arcana”. Explícitamente, “un amor no se puede contar, decía el filósofo español, al comunicarlo se desdibuja o volatiliza”.

Si eso caracteriza al amor, la posibilidad de contar una historia al respecto sería que el amor sea (o haya sido), un amor imposible. Es decir, un amor inconcluso, ya sea nunca iniciado (no correspondido) o nunca acabado (cuando uno no quiere la separación). Ese detalle es lo que le da cierta condición de realidad animada por una pasión intensa que se vuelve fantasía debido a su intensidad. Por ello lo curioso de los amores imposibles es que truecan la fantasía por la realidad o viceversa. Tal condición ha hecho que el cine, que se caracteriza por ese rasgo, sea el mejor medio de expresión sobre tales hechos tan humanos, demasiado humanos.

Los amores imposibles, corriendo el riesgo de su generalización, son aquellos amores que se presentan siempre a partir de la retrospectiva. Ese detalle se encuentra en la película El joven manos de tijeras [Edward Scissorhands] (1990) de Tim Burton. Pero además hay una escena en tal película que focaliza aquel rasgo muy característico, a saber, el infortunio. La muchacha Kim le dice a Edward (el joven anormal) cuando se encuentran a solas: “Abrázame” (Él extiende sus brazos y ve las tijeras enormes que lleva incrustadas en vez de manos); y enseguida él responde con voz lánguida: “No puedo”. En el fondo desea abrazarla, pero no puede porque resultaría imposible abrazarla sin hacerle daño. Esa condición del daño que genera la herida, no es un daño retórico sino práctico, es el instante de la realidad (afectiva). Ese instante no es sólo la materialidad empírica, que fustigaba Platón porque conllevaba a un reduccionismo moral (el bien) al eros, sino que es la expresión de la imposibilidad del deseo.

En la película Esplendor en la hierba (1961) de Elia Kazan se muestra una historia tan desafortunada porque la imposibilidad del amor entre la joven pareja radica no en el destino, ni mucho menos en las circunstancias que los separaron (la familia, la enfermedad y la distancia), sino en la voluntad, específicamente en la falta de voluntad, ambos dudan, se afligen, se distancian y, finalmente, se separan (a pesar de que uno de ellos no quiere hacerlo). Por ello el poema de William Wordsworth [“Pues aunque el resplandor que en otro tiempo fue tan brillante/ hoy esté por siempre oculto a mis miradas/ aunque nada pueda hacer volver la hora/ del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores/ no debemos afligirnos, pues encontraremos/ fuerza en el recuerdo (…)”], que anuncia la historia y que articula la película, lejos de ser una suerte de exégesis es lo que acentúa el infortunio consentido: el recuerdo. Tal idea se puede entender bajo una escena (tan reiterada) de la película Con animo de amar (2000) de Won Kar-Wai. Cuando la pareja de la historia se enamora, cada uno se encuentra ya casado; pero como sus respectivos conyugues son amantes, sienten que no pueden hacer lo mismo (ser desleal), a pesar de ello la desdicha los une a cultivar cierta amistad (ambiguamente pasional) y, finalmente, el amor los une. En ese instante se complican las cosas y él tiene que partir y le propone a ella irse juntos, en el fondo ella quería hacerlo pero no pudo. Esa imposibilidad es consentida, es decir, mediante un acto de decisión la mujer pudo irse con el hombre que ama, pero consciente quedarse con su marido infiel al que ya no ama. Al parecer en los amores imposibles la felicidad se encuentra suspendida por el deber, pero, sobretodo, por la indecisión.

La indecisión es lo que caracteriza a la naturaleza ambigua de las emociones amorosas que encuentran cierta correspondencia con la esfera de la subjetividad, pero sobretodo con la de la intersubjetividad. Al respecto la película Persiguiendo a Amy (1997) de Kevin Smith permite observar con cierto detalle tal síntoma. En tal película un joven caricaturista se enamora de una chica que es lesbiana, situación muy complicada que anuncia explícitamente el “amor imposible”, él hace hasta lo imposible para que ella se enamore de él y lo logra (la muchacha venía de una serie de conflictos ambiguos); ella se enamora perdidamente de él porque siente que ha encontrado al hombre que le puede dar una “tregua” con la vida. Pero el “pasado” de ella (antes de ser lesbiana tuvo una vida muy accidentada y promiscua, falta de afecto y una gran incertidumbre por la vida) le asalta como un fantasma. Por ese detalle se distancian, y como recurso cinematográfico (sólo los cínicos, los ebrios y los marginales pueden decir la verdad), el protagonista se encuentra con unos sujetos facinerosos y uno de ellos al escuchar la historia le dice, algo así como: “Tú estás persiguiendo a Amy, es decir, yo me enamoré de una mujer, que al inicio nos fue bien, pero por prejuicios y cosas accidentales, me aleje de ella, y luego sentí lo que ahora te pasa; sabes, si no haces algo, en el fondo no sólo vas a sentir que has perdido al amor de tu vida, porque en realidad era eso, ella es el amor de tu vida: tú decides”. La historia se repite nuevamente con el caricaturista porque no tuvo el valor de decidir. La indecisión, en una relación amorosa, es la suspensión de la felicidad porque se sigue pensando en uno mismo y no en la persona con quien se puede ser feliz (por lo menos eso es la consecuencia afectiva).

Con respecto a los prejuicios y al pasado de la otra persona son casos muy recurrentes en algunas historias amorosas. La vieja canción llamada Celos (1977) de Camilo Sesto da en el clavo del asunto: “Celos de una sombra en tu pasado, que se acuesta a tu lado entre mi amor y tu cuerpo”. Hay mujeres que cometen el error de hablar insistentemente acerca del "pasado" y en los momentos inadecuados (desde luego hay hombres que son indiferentes o insensibles a eso). Al parecer el pasado es subversivo no sólo en la política, sino también en el amor. En cuanto a los prejuicios, se encuentran de toda índole, e inversamente a lo que sucede con el pasado, los prejuicios se callan, se temen, se silencian y cuando asaltan ya es tarde. Aquel instante es cuando el amor se trueca en imposible. Cuando el amor arcano se hace público de una manera inopinada, se hace historia, una historia de cine tan común y tan empíricamente ineludible.



Juan Archi Orihuela
Lunes, 18 de julio de 2011.

lunes, 11 de julio de 2011

La mística de la política o la racionalidad moderna

Hay una idea muy divulgada acerca de la mística que refiere, no a la fuerza del espíritu de los hombres en función de lo divino o lo misterioso, sino a los hechos mundanos, a saber, un rasgo particular de una determinada voluntad política. Al respecto hay una conocida observación de José Carlos Mariátegui, quien siguiendo a George Sorel anotaba lo siguiente: “La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística espiritual. Es la fuerza del Mito”.

En sentido estricto, la fuerza del mito aludida por J. C. Mariátegui no tiene nada que ver con los mitos que se producían en las sociedades precapitalistas (o, al decir de Francisco Miro Quesada, sociedades con cultura mitológica), porque su resignificación y estructura discursiva (cuyas categorías de tiempo, espacio y causalidad entre otras) son diametralmente distintas y la producción de su retórica responde a la constitución de sujetos que ejercen diferentes funciones opuestas a la religiosidad (el político profesional en sentido estricto es un sujeto contemporáneo). La fuerza del mito que posibilita la práctica de los revolucionarios (sujetos políticos) básicamente se circunscribe, no a una experiencia religiosa o mística espiritual, sino a la racionalización de la historia como una necesidad. La condición de esa necesidad es que la historia sea universal (y no debido simplemente a un deseo o a una contundente reflexión hegeliana), hecho que ha ocurrido en función de concebir al mundo como un proceso, racionalizado por las ciencias naturales. Precisamente el tema de la necesidad en la historia ha posibilitado que la libertad responda a la voluntad humana como una práctica concreta y racionalizada, es decir, la libertad, que inaugura y que caracteriza a la modernidad, sería aquello que Robespierre llamó “la razón del pueblo”. Como bien se sabe, el pueblo, para la moderna teoría del Estado del siglo XVIII, es lo que posibilita (y ha posibilitado) la voluntad general, cuya relación en función del poder del Estado es particular y que sólo adquiere su universalidad en función de la soberanía.

Pero la idea de la revolución social como una suerte de sentimiento religioso no sólo responde a cierta observación soreliana al respecto, sino que ha sido aceptada porque es posible encontrar cierta correspondencia (a partir de algunas características) con algunos hechos políticos contemporáneos. Sumado a ello la vinculación de facto entre las instituciones políticas y religiosas en el pasado de las diversas sociedades humanas acentúa tal idea de carácter ideológico. La consecuencia reflexiva de ello ha sido que de manera general la política de los movimientos revolucionarios estaría vinculada a discursos y prácticas religiosas (en sentido lato); y, a su vez, estaría formando parte de las antípodas de toda política moderna racionalizada a través del diálogo. Lo cierto es que tal dualismo (modernidad y premodernidad) e identificación (política y religión) no invalida, ni mucho menos descalifica, la intencionalidad política que se encuentra en todo discurso político contemporáneo. Pero sobretodo se debe reparar en que la llamada “mística” (nominación por demás imprecisa) no tiene nada que ver con algún sentimiento religioso, ni mucho menos corresponde a una estructura mítica sobre el mundo, sino a la racionalidad moderna sobre el mundo.

Un elemento de juicio que muchas veces se subrayara sobre la mística de la política es identificar a la política con los sujetos políticos o, como Max Weber los llamaba, “políticos profesionales” (sujetos que hacen de la política un medio para ganarse la vida y, asimismo, un ideal de vida). En el documental Nuestra América (2005) de Kristina Konrad hay un testimonio de una ex-guerrillera sandinista muy significativo al respecto, que puede ayudar a diferenciar y demarcar la política de lo místico.

“¿Y qué pasó con la famosa mística sandinista?” (Pregunta la Directora del Documental)
__Bueno la mística la mantienen los que murieron, los que quedamos vivos en un momento determinado lo tuvimos y creo que la hemos perdido. La hemos perdido porque no estamos tan cohesionados, no existe una vida orgánica, real, y porque eso te permite valorarte, verte en el camino como vas, estar midiéndote; entonces yo si creo que en un momento determinado teníamos mucha mística para defender la revolución, para tomar las armas… La gente que murió cercana mía me decía “sigan adelante, esto va a triunfar”, así agonizando. Un compañero mío que venía con migo herido, íbamos corriendo de trinchera en trinchera, al morir me decía: “sigan adelante”, esa es la mística cuando vos estas decida a hacer algo, cuando vos te definís”.

La mística a la que alude el testimonio (y a sabiendas de correr el riesgo de acentuar una generalización), por un lado corresponde a la voluntad política (“cuando vos te definís”), que implica el sacrificio (de la vida de uno mismo) y la entrega (a tiempo completo) del sujeto político; y, por otro, implica la idea de una organización cuyos miembros ejercen un determinado poder a través de su voluntad, voluntad que tiende a ser general, es decir, soberana. Cuando el guerrillero en plena agonía le dice a su compañera: “sigan adelante, esto va a triunfar”, no indica sólo una apuesta ciega por el triunfo de la revolución, o la muestra de una fe inquebrantable, sino que en el fondo se encuentra la idea de la necesidad en la historia. Es decir, si la reproducción de la vida de los hombres se encuentra determinada por el momento histórico, el conflicto a través de las diversas formas de lucha (dominación, explotación y sujeción), sería la expresión de la voluntad como un acto de libertad porque el individuo asume la determinación de esa universalidad a través de su particularidad (“cuando vos estas decida a hacer algo, cuando vos te definís”). La autoconciencia de esa determinación es lo que diferencia a la llamada mística de la política de la mística religiosa, en el que “el uno es parte del todo (lo divino)”; en la política, el “uno” (el sujeto político) sigue siendo “uno” porque el todo (la historia) ya está dado, se encuentra determinado, por ello el acto político (revolucionario) es el acto de la libertad que ha sido racionalizada en función del todo. Este rasgo es eminentemente un hecho moderno, a saber, la ampliación y participación en la esfera pública para todos.

Tal conjetura encuentra cierto asidero en la siguiente observación: la política como un hecho social es aquel espacio social en el que se desenvuelven las relaciones de poder que articulan instituciones y dan concreción a la llamada esfera pública. Mientras que la política como discurso muchas veces acentúa la normatividad del orden social contemporáneo de acuerdo ciertos intereses particulares históricamente determinados. Más aún, el discurso político contemporáneo se caracteriza por hacer volátil todo rasgo de la universalidad del hombre a través del síntoma del conflicto. La producción del conflicto en el espacio público ha posibilitado históricamente, entre otros hechos, que la voluntad general de los sujetos políticos encuentre ciertas condiciones para la autoconciencia del hombre. Y una de esas formas de autoconciencia es la llamada “mística de la política”, en el que uno sabe lo que hace y, sobre todo, el por qué lo hace.



Juan Archi Orihuela
Lunes, 11 de Julio de 2011.

domingo, 3 de julio de 2011

Cuando la angustia corroe el alma


La angustia es aquella desazón que uno siente cuando sabe que todo está perdido. Muchas veces la angustia hace de la existencia una veleidad o en algunos casos hace que la vida se lleve en la punta de los dedos. Cuando uno se angustia sabe muy bien que la incertidumbre que se siente no es más que aquel empecinamiento por no aceptar que lo que se desea es imposible. La angustia también puede petrificar el ánimo rebosante y jubiloso en un instante inesperado o ya barruntado. Figurativamente la angustia es el eterno retorno de la agonía. En algunos casos tal agonía, en su acepción de lucha, se hace vehemente cuando todo está perdido.

La angustia de Raskolnikov
“Cuando todo está perdido”, lejos de ser una simple frase lúdica, refiere el anuncio de la finitud de la existencia. Al respecto hay un caso muy recurrente, cuando uno se entera que le quedan unos pocos meses de vida, lejos de caer en la desazón inmediata o en la convalecencia estéril, metafóricamente se inyecta un ánimo tan fuerte que posibilita que uno se diga así mismo “la muerte aún puede esperar”. O, de manera tácita, aquella sobrevaloración acerca de la vida de uno mismo encierra en el fondo la más pura y pesada angustia que nunca antes se sintió. Pero esa angustia no es una angustia ocasional y pasajera, como muchas veces suele ocurrir, sino más bien es una angustia permanente, tan opresiva y resentida a la vez. Aquel resentimiento es una suerte de búmeran que vuelve a uno mismo cuando se lo lanza hacia los demás, pero no por lo que se ha hecho (o le hicieron a uno), sino por lo que no se pudo hacer.

Pero la angustia no sólo surge ante una situación límite (la muerte), sino que también acompaña a cierta actividad reflexiva que anima la escritura. La premura por escribir acerca de uno mismo, aunque sea una confesión, es recurrente en la narrativa contemporánea; los monólogos, que han sido una suerte de síntoma de cierta patología intelectual, caracterizan límpidamente a todo escritor, aunque si se observa bien al respecto, uno puede encontrar que en el fondo de la escritura reflexiva se encuentra la más preclara angustia. Tal empecinamiento por escribir, que en algunos casos sustituye a la pastilla, al narcótico o al alcohol, permite suspender temporalmente a la angustia. Pero a pesar de todo ello, la angustia permanece y por más que uno intente burlarla se siente día a día, en lo que reste de la vida, en la piel.

La piel no es solamente la cubierta del alma como antaño se figuraba, sino que además es la materialidad que posibilita la sensibilidad. Lejos de caer en un grueso empirismo, la piel es la mediación que tenemos frente el mundo, un mundo que muchas veces se figura a través de los deseos que animan la vida. Pero los deseos no necesariamente conllevan a la vida. En La Piel de Zapa (1831) de Balzac, hay una advertencia que realiza el viejo anticuario al joven suicida: “De ahora en adelante, sus deseos serán escrupulosamente satisfechos, pero a costa de su vida. El círculo de sus días, figurado por esta piel, se encogerá según la fuerza y el número de sus deseos, desde el más leve al más exorbitante”. La piel de zapa en la novela de Balzac si bien es cierto es una suerte de talismán que posibilita que se cumplan los deseos, también expresa las consecuencias del deseo, a saber, la finitud de la existencia. Cuando el joven Rafael, protagonista de la novela, nota que la piel de zapa se encoje, se angustia, pero los deseos se mantienen, deseos por vivir a pesar de que sea inevitable su muerte.

En la película Caos [Ran] (1985) de Akira Kurosawa hay una escena en el que el bufón de la corte le dice al rey que ha caído en desgracia: “Todos los hombres nacen llorando y mueren cuando ya han llorado lo suficiente”. Pero hay hombres que se resisten a llorar, metafóricamente hablando desde luego, y son precisamente ellos quienes se resisten a la muerte. Y como la angustia precede a la muerte, una forma de resistirse a la muerte es ocultando la angustia. Pero muchas veces la angustia responde a aquello que llamamos “secretos”. Por ello el desahuciado suele ocultar a sus seres queridos el pronto final de su existencia. Si los secretos causan angustia, no es por la imposibilidad de decirlos, sino por el temor de ser revelados (es decir, que se hagan públicos), ya que eso implicaría mostrar la vida de uno mismo, tal como es, porque muchas veces se suele ser como aquel viejo rey que se resiste a “llorar” para refugiarse en el desquicio. Antiguamente en lo que hoy es Hong Kong, los hombres que sufrían de angustia por llevar un secreto, solían ir a la parte mas alta del pueblo para buscar un árbol, una vez encontrado el árbol solían hacerle un hueco y procedían a contar su secreto al árbol, una vez terminado, cubrían el hueco con barro y se marchaban. Luego de eso, los hombres se olvidaban de aquello que los angustiaba.

Desde luego uno no puede evitar la muerte cuando se encuentra desahuciado, tampoco puede evitar la angustia con tan solo contar lo que le aqueja a uno. Pero si se observa el detalle de la angustia frente a los deseos, la angustia se encuentra también relacionada al alma. La vieja distinción entre el cuerpo y el alma lejos de ser una yuxtaposición enfrentada es la expresión de la inversión de la vida frente a la muerte. Es decir, muchas veces la vida se ha asociado al cuerpo y la muerte ineludiblemente al alma. Los pasajes del alma figurados en casi todas las religiones del mundo son una suerte de recorrido angustioso cuando uno se separa del cuerpo, es decir, cuando uno se separa de la vida, pero esa vida que angustia es figurativamente una vida de ultratumba (la vida en el más allá). La vida de ultratumba lejos de ser una incógnita para muchos es la expresión de la angustia, no porque se encuentre lleno de tormentos y pruebas, sino porque simplemente es una posibilidad. Una posibilidad que oscila entre el ser y la nada. Y lo que angustia es ineludiblemente la nada. Al respecto Soren Kierkergaard observaba: “La nada engendra la angustia. Este es el profundo misterio de la inocencia, que ella sea al mismo tiempo la angustia”

La inocencia aqueja en el cristianismo de manera epidérmica frente a los deseos, uno pierde la inocencia cuando conoce, el acto mismo del conocimiento es una suerte de desgracia para el alma y de angustia para el cuerpo. De ahí que la angustia es una suerte de lucha contra la nada, contra la muerte, contra uno mismo, porque, al igual que la piel de zapa, cuando desea... la piel se encoje, deja de ser, es decir, se anuncia la insensibilidad, se presenta la nada. Esta situación de la angustia que se encuentra muy presente en el hombre contemporáneo se figura en la película La angustia corroe el alma (1974) de R. W. Fassbinder. En la vida de la protagonista, la señora Emmi Kurowski se comprende las dos ideas anteriormente mencionadas, la presencia ineludible de la muerte y el deseo. La señora tiene más de sesenta años y desea a un joven de treinta años. La relación entre ambos no es la historia de lo que podría llamarse “amores imposibles”, todo lo contrario, es un amor correspondido, sin embargo, ella sabe que lo que desea le quita también la vida porque la posibilidad (de ser feliz) le acerca a la nada, es decir, a la angustia. Mundanamente la angustia corroe el alma, porque no puede competir con otras mujeres (más jóvenes que ella y rebosantes de vitalidad), porque los alemanes como ella no aceptan a su esposo tan joven y tan marroquí (tan negro), y, porque no puede resignarse frente a la muerte.

Cuando uno se resigna frente a la muerte es porque la angustia ya no corroe el alma, en el fondo eso es lo que exigían los estoicos, sin embargo si bien el suicidio es el único acto de libertad que uno mismo se concede, el valor de su racionalidad no se encuentra en la vida sino en la nada, en el acoso de la angustia.



Juan Archi Orihuela
Domingo, 3 de julio de 2011.