Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
Correo del blog: lomaterialyloideal@hotmail.com

domingo, 29 de mayo de 2011

El ateo como sujeto histórico

A los que somos ateos muchas veces se nos cuestiona la actitud irreverente (que realizan algunos ateos) por negar insistentemente a Dios (y que alude a su significación literal) como una mera actitud irresponsable y circunstancial. Más aún, se sospecha, y se pone en entredicho, los valores morales de los ateos (para descalificarlos no sólo moralmente) a partir de la hegemonía que ejerce la moral religiosa. Por ello algunos (sobretodo los religiosos, los devotos de tal o cual culto o ciertos agnósticos) consideran que no se puede ser ateo sin tener una creencia en particular y que ese rasgo (o necesidad práctica) invalida la condición de ser ateo. Al respecto cabe observar algunas ideas que generan tales confusiones e impresiones para comprender lo que es un ateo como sujeto histórico.

Lejos de asumir una serie de ideas que correspondan a una doctrina llamada imprecisamente como ateísmo, el ateo es simplemente aquel sujeto que carece de Dios. Las implicancias de la carencia de Dios se circunscriben al ámbito de la fe, la fe en algo reconocido como lo divino. Lo divino es aquella cualidad que identifica aquella serie de significaciones múltiples (histórica y culturalmente determinadas) acerca de la idea de Dios. En sentido estricto Dios no es solamente una idea (pensada de manera aislada o conceptualmente), sino que su significación responde a una producción discursiva que a lo largo de la historia de las sociedades humanas han articulado ciertas prácticas en el interior de una institución en particular. En otros términos, Dios carece de todo sentido fuera de toda producción socialmente institucionalizada al respecto. Tal hecho se evidencia en las frecuentes y consabidas discusiones acerca de la idea de Dios (específicamente cuando se discute infructuosamente sobre su existencia), caracterizadas muchas veces por caer en el logicismo o en una conceptualización carente de toda significación institucional. Por ello si cabe hablar de alguna mediación posible que vincule al hombre a Dios (ya sea como una práctica de vida), ésta no es cognoscitiva, sino eminentemente afectiva, mediante la fe. Históricamente la pérdida de la fe en Dios (o sobre aquel horizonte de sentido que constituye lo divino) corresponde a la Ilustración europea del siglo XVIII, como resultado de la constitución y reproducción del conocimiento asociado a la producción y a la técnica.

Las consecuencias de la ilustración posibilitaron el proceso de individuación que caracteriza al mundo moderno. Las condiciones y cambios muy significativos que han operado en tal proceso se circunscriben al campo político en el que se ha disociado la Iglesia del poder del Estado. Esto permitió que la instrucción pública, como un pilar necesario en la formación de la ciudadanía, sea contundentemente laica, para que en la medida de lo posible reproduzca una imagen del mundo más próxima a su concreción. Tal proximidad permitió la operatividad y transformación del mundo mediante una mediación que ha adquirido cierta hegemonía, por su necesidad práctica, sobre las demás formas de producción cognoscitiva, a saber, la ciencia. La consecuencia de tal hecho, no se circunscribe sólo a la transformación del mundo natural (a partir de su materialidad), sino que también ha modificado al mundo social en su estructura interna, a saber, la constitución de la vida social. Uno de los rasgos del mundo moderno, y que ha sido consecuencia de la ilustración, es que los individuos ya no supeditan su voluntad a tal o cual poder religioso, como antaño sucedía, sino al poder del Estado moderno en función del mercado. Tales condiciones históricas posibilitan, aunque sea de manera significativa y práctica, que existan ateos como sujetos históricos conscientes de su condición laica o que existan también muchos sujetos potencialmente ateos.

Luego de haber ordenado algunas ideas al respecto del trasfondo histórico que posibilita la aparición del ateo como sujeto histórico, cabe reparar en la confusión que, de manera corriente, se tiene acerca de la idea de "creer", como si esta fuera una necesidad. La “necesidad de creer en algo” muchas veces se asume para universalizar al hombre como un ser metafísicamente religioso. No niego que el hombre haya sido también un ser metafísico y que de acuerdo a ciertas condiciones históricas en el presente lo siga siendo, además de caracterizarse por otras cualidades que no son nada esenciales. Pero cuando se asume la universalidad de ser metafísicamente religioso por naturaleza el asunto cobra otro cariz y acentúa una idea imprecisa y confusa. La necesidad de creer en algo, ya sea para justificar la existencia o simplemente para actuar de acuerdo a ciertas ideas que se ajusten a las circunstancias, no necesariamente es de naturaleza religiosa (como al parecer no quieren reparar en ello los religiosos, ni mucho menos cierto agnosticismo contemporáneo).

Muchas de las prácticas de la vida contemporánea se efectúan y se encuentran reclasificadas de acuerdo a la libertad del mercado. Más aún la reproducción de la vida cotidiana ya no se constituye en función de alguna creencia que corresponda a una religión en particular e institucionalizada, como ocurría antes de la ilustración, sino que ahora se ejerce, aunque de manera progresiva y de acuerdo a realidades culturales diversas, de manera individual y circunscrita a la vida privada inserta a la reproducción de la mercancía. Esta aseveración puede resultar imprecisa si se observa, de manera estadística, que aún en el mundo contemporáneo la diversidad de los cultos religiosos se mantiene y sobre todo el número de los que tienen una confesión religiosa es superior a los que no cuentan con ninguna religión en particular (ateos). El caso es que la llamada necesidad de creer en algo no se supedita por completo a lo divino. Los que no cuentan con ninguna confesión religiosa no tienen necesidad de creer en lo divino por el simple hecho de haber perdido su fe (de acuerdo a diversas circunstancias y a diferentes experiencias de vida). La necesidad de creer en algo no apunta a ese ideario metafísico, ni mucho menos a supuestos imperativos de “ultratumba” (esa vieja sospecha de que hay algo desconocido después de la muerte), sino a simples “razones prácticas”. Es decir, que si los hombres actúan o “el por qué hacen lo que hacen”, no necesariamente responde a un sentimiento hacía lo divino, sino que en el fondo se está olvidando y soslayando a la pasión, rasgo que antaño también motivaba a la gente a “hacer lo que hacían”. Y como uno se apasiona sobre muchas cosas del mundo, muchas de las pasiones humanas son más terrenales y volubles de lo que se cree.

La pasión no es lo mismo que la creencia. Aunque el apasionamiento por “algo” o por “alguien” se asiente en la creencia de que ese “algo” o “alguien” posibilita el deseo (por eso “uno hace lo que hace”), ello no significa que esa creencia tenga algún halo o forma próxima a lo divino. Todo lo contrario, esa creencia producto de la pasión es estrictamente mundana (en el sentido de que está referida al mundo). Por contraposición, la creencia en lo divino en sentido estricto es posible sólo a través de la fe; además, la fe muchas veces es el resultado de una serie de creencias que corresponden congruentemente a la forma como se ha institucionalizado lo divino (muchas veces fuera o contrapuesto a lo mundano).

Finalmente, si cabe adjudicarle un rasgo más que caracterice al ateo como sujeto histórico, además de su carencia de Dios y su apasionamiento por el mundo, es que se encuentra en condiciones de afirmar, y hacer suya, aquella contundente exhortación kantiana: “¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración”.



Juan Archi Orihuela
Domingo, 29 de mayo de 2011.

sábado, 28 de mayo de 2011

“La canción debe ser siempre sincera”: Discurso de Silvio Rodríguez al recibir el Honoris Causa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Reproduzco un discurso muy interesante que dio Silvio Rodríguez en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos al recibir el Honoris Causa (2007). Gran parte del discurso deja en claro que muchas de sus canciones, al margen de simpatías o antipatías, son escritas y compuestas con la sinceridad de un hombre que, al igual que José Martí, quiere antes de morir: “echar sus versos del alma”. Además, es un discurso que llama a reflexionar acerca del “para qué” uno hace música en Latinoamérica.

Para que el discurso no genere sólo una impresión estética, y considerando que muchos de nosotros no somos músicos, al respecto cabe observar una distinción que muchas veces pasa desapercibida acerca del “por qué” y el “para qué” se ejerce una profesión en general, ya sea esta artística o intelectual.

El “por qué” (uno ejerce tal o cual profesión) siempre encierra la subjetividad (deseos, temores, experiencia de vida, estados de ánimo y demás) y el “para qué” apunta a lo social (es decir, tiene que ver con los demás). Claro sobre lo segundo recae todo, ya que circunscribe todo el espacio de lo “público”. Es decir, el ejercicio de una profesión, tácitamente hace que uno juegue un papel político (a sabiendas o no) en la sociedad, porque las consecuencias son eminentemente sociales. Reconocer eso, permite que uno asuma la responsabilidad acerca de su ejercicio profesional para asi evitar caer en el facilismo cómplice de hacerse el de “la vista corta”, porque en parte el ejercicio profesional (de diversa índole) ayuda a modificar, a legitimar o a justificar ciertos discursos y prácticas en la ciudadanía (ya sea si esta es afectada, beneficiada o simple expectante, como el caso del arte). Si tal observación no es tan diáfana como pretendo, mejor observemos el discurso de Silvio Rodriguez y reflexionemos al respecto.

________________________

Por Silvio Rodríguez Domínguez


Dr. Fernando Izquierdo Vázquez,
Rector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Profesor Francisco García, viejo amigo

Profesor Octavio Santa Cruz. Quien encontró evidentemente un unicornio y me lo atribuye, ya le dije que se puede quedar con él; en realidad lo conquistó con esa hermosa voz que tiene.

Excelencias.
Queridos estudiantes de esta maravillosa universidad.
Queridas hermanas y hermanos presentes y ausentes, compañeros cubanos también.

Recibir este honor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Decana de América, excede cualquier reconocimiento que pudiera soñar. El hecho de que tanta ilustración universal haya pasado por sus aulas, que este premio lo hayan recibido cubanos como Fidel Castro, Nicolás Guillén y Eusebio Leal, y sobre todo la certidumbre de que César Vallejo estudió aquí, me hace sentir usurpador. Muchas veces he proclamado que el autor de “Poemas Humanos” tuvo un efecto fundacional en mí. Sé que, según el protocolo de estos actos, ahora me tocaría dar una clase magistral. Pero sólo soy un cantor popular que, para colmo, siempre ha tenido claro que practica un oficio que no suele enseñarse, una profesión sin cátedra. Aunque esto es rigurosamente cierto, para ser más justo debería agregar que existen al menos regiones de la vida que nos enseñan.

La escuela de un cantor puede comenzar en las tonadas con que nos duermen las abuelas y con las melodías que escuchamos salir de la cocina mientras nuestra infancia corretea. Son lecciones todo lo que acontece en los hogares, si es que nacemos con la fortuna de un techo, y escuelas son también las calles, las ciudades, los dioses y los héroes que nos esperan cuando abrimos los ojos, como queriendo sellar nuestra suerte. Hay muchas formas de cantar y todas parecen necesarias, o al menos tienen sus profetas. Dicen que cada manera está determinada por cierta zona de los gustos. Pero cantar también es una lucrativa carrera y por eso es parte de la llamada industria del entretenimiento. Uno de los fines de esta curiosa forma de producción es fomentar y expandir una música que nos distraiga en las horas llamadas libres. Para eso fabrican sus canciones y ritmos, que suelen ofertar cuerpos maravillosos y rostros inolvidables. Debo admitir que yo también admiro la simpatía y la destreza de esos cuerpos y que mis pies, que no piensan, pueden marcar compases repetitivos. Pero mi entendimiento rechaza la fábrica que intenta adicionarme a lo vacío. Presto atención, sin embargo, a todo el que se toma en serio su trabajo y trata de hacerlo bien, aún si es un asalariado de la industria del entretenimiento. Lamento si su entorno no le permite otra forma de supervivencia que ponerse al servicio de la compraventa. Pero conozco a otros que han desafiado ese destino y asumen los riesgos de su libertad. A esos que no ceden al facilismo domesticado son a los que identifico como mi familia.

Y es que las melodías que tarareaba mi madre, los sones que bailé en mi juventud, los himnos que aprendí en mi adolescencia y, en fin, la adoración a la canción en mi país, me hicieron asumir mi oficio como necesidad, y no he tenido más remedio que cantar como una aspiración cultural. También tuve la suerte de tener algunas ideas sobre el mundo, antes de sentir el impulso, la necesidad de cantarlo. Recibí lecciones de mi propio país, cuando en 1961 se realizó la campaña de alfabetización a la que nos sumamos 100,000 estudiantes secundarios. A los 14 años me separé de mi familia por primera vez para subir montañas y sumergirme en ciénagas, para recorrer distantes parajes enseñando a leer y a escribir, y a la vez para aprender la estremecedora lección de los que habían sido olvidados. Pero más que sin analfabetos, inaugurábamos un país de mujeres y hombres que, con el apetito del saber abierto, seguían estudiando. Fue entonces que nuestras escuelas y universidades empezaron a crecer y a multiplicarse.

Por eso en 1967, cuando empecé a mostrar mis canciones, nuestros niveles de escolaridad iban en franco desarrollo. Haber sido soldado de aquella primera gesta que como lema llevaba un pensamiento de José Martí: “
Ser cultos para ser libres”, y cuya bandera era el saber sin discriminación, me hizo pensar que a partir de entonces ya nada sería igual en Cuba, ni siquiera las canciones.

Una transformación esencial estaba ocurriendo: la práctica humanista nos mejoraba como gentes y aquella mejora hechizó cualesquiera que fueran los propósitos de cada cual. Cuando yo me puse a hacer canciones la ética y la estética ya eran compañeras. El arte, como parte de la vanguardia espiritual, pensaba yo, debía esforzarse por estar a la altura de la nueva realidad. Un poco antes Alejo Carpentier había inaugurado la Editora Nacional de Cuba y la literatura empezó a circular a precios populares; el Universo rechazaba la guerra contra Viet-Nam; Casa de las Américas hizo el Primer Encuentro de la Canción Protesta; eran los años del boom literario, del Novo Cinema y del Nuevo Cine Latinoamericanos. Varios compañeros de generación vivíamos lo mismo, habíamos llegado a conclusiones parecidas y poco a poco nos fuimos encontrando.

Nuestras canciones, en un inicio aisladas por la soledad, empezaron a manifestarse como una corriente juvenil que primero fue identificada como “trova moderna” o como “trova joven”, hasta que fue llamada “nueva trova”. La nueva trova nunca fue un movimiento estéticamente homogéneo y mucho menos pretendió fundar un estilo musical. Lo primero que nos cohesionó fue tener, más o menos, la misma edad y el momento social que vivía Cuba, con el que nos identificábamos. Vivir al lado de un país tan grande y con medios tan poderosos nos mostraba que era necesario conocer y reproducir nuestras melodías de antaño, para que las canciones por venir no olvidaran sus orígenes. Pero lo novedoso es como un pie forzado para las nuevas generaciones, que siempre llegan con la lógica aspiración de una voz propia. Quizá por eso la ruptura llamaba tanto mi atención. Nos tocaba ser jóvenes en un tiempo que también era joven y nuestra sociedad cambiante nos exigía tanto, que respondíamos con una dolorosa honestidad. Creo que ese desgarramiento fue la médula de nuestro aporte. En definitiva ¿a qué se le puede dar crédito en este mundo sino a lo que desafía los abismos?

He leído muchas veces que el compromiso con las aspiraciones de cada tiempo histórico suele ser sustancial para la expresión artística. Pero esta verdad natural no se puede interpretar como una directriz, porque corremos el riesgo de convertir la realidad en su propia caricatura. Lo programático se muerde la cola, por eso, antes que nada, el arte tiene que ser honesto. Cuando alguien le preguntó cómo pensaba que debía ser una canción, José Antonio Méndez, autor boleros eternos como “La Gloria Eres Tú”, con la noble sonrisa que lo caracterizaba respondió: “
Sincera. La canción debe ser siempre sincera”. Cantar es un arte antiguo y extendido por nuestra diversa geografía. Posiblemente no exista actividad de nuestros pueblos que no esté reflejada en alguna canción. Queda mucho por saber de nuestros cantos y ese conocimiento nos ayudará a saber más de nosotros mismos. El compromiso con el amor y con la belleza, con lo real y con lo imaginado, y sin dudas con el reclamo de justicia social que signa nuestra historia, son esencias de la canción Latinoamericana. Esa suma de virtudes es la que la mantiene viva y digna. Por eso quiero terminar dando gracias a todos los cantores que esperan por la simple mención que los salve del anonimato y que han sido y son paradigmas de nuestras certezas.

Gracias, hermanas y hermanos del Perú, país de cultura dorada, pueblo generoso que atesora sabiduría, canciones y ejemplos dignos de amor y respeto, como el del joven poeta inmolado, Javier Heraud. Gracias, hermano Hildebrando Pérez Grande; gracias, Escuela de Literatura; gracias a este insigne centro Mayor de estudios, universal al punto de premiar a un trovador. Por supuesto que interpreto este gesto como un abrazo de pueblo a pueblo. Lo acepto en nombre de maestros como Sindo Garay y Teresita Fernández, de la trova cubana de todos los tiempos, de mi aguerrida generación y muy especialmente en nombre de Noel Nicola, hermano que hace poco se nos fue, pero que antes nos dejó ejemplares versiones cantadas de la inmortal poesía de César Vallejo.

Muchas gracias a todos.

Lima, 25 de Febrero 2007.