Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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martes, 28 de septiembre de 2010

El cambio social ¿un problema sólo teórico?

La discusión sobre la teoría del cambio social planteada por el historiador Peter Burke, a partir de una consideración ajustada de ciertos modelos de cambio social, a saber, el “modelo del conflicto” y el “modelo de la modernización”, adolece de una segmentación muy común en los análisis sociológicos sobre la estructura social. De ahí que la consecuencia casi apriorística sobre la teoría del cambio social, sea una suerte de análisis polar entre modelos. Y, más aún, que la búsqueda de una teoría (del cambio social) a partir de los resultados puntuales sobre estudios históricos-sociales genere la expectativa de discutir heurísticamente la noción de “cambio”, para hacer de ella un modelo que sea útil para el análisis histórico-social. En suma, Burke considera oportuno que la discusión sobre una teoría del cambio social reconozca, y apunte hacia, los límites de su poder explicativo (o comprensivo).

Sin embargo, la discusión sobre la teoría del cambio social no se reduce sólo a la tentativa de generar modelos con una mayor elaboración, prestas a ser herramientas útiles para los científicos sociales, sino que ella debe considerar una de las precondiciones de toda teoría (social), a saber, su efecto práctico. Lo cual posibilitaría la relación existente entre la teoría y lo que se intenta explicar. En este caso específico sería lo situacional, lo fenoménico, lo que acaece, o lo que se concretiza como “cambio social” en el mundo también social.

Pero más que una ambigüedad, como lo considera Burke, el cambio social no sólo es la predicación universal de lo que acaece en la vida social al interior de la estructura social, cuya objetivación sería identificar todo proceso social como si fuera el cambio social mismo. Sino que el cambio social es la condición de existencia de la vida social misma y no es sólo el movimiento o dynamis como lo considera Burke, lo cual sería una cualidad del proceso y no el proceso mismo. Esto tiene asidero si se reconoce que la reproducción de la vida social se desenvuelve en un movimiento regular traducido institucionalmente mediante prácticas sociales. Y como la modificación o alteración de tales prácticas institucionalizadas es una situación de hecho, por ello sus consecuencias son empíricamente palpables, tanto desde el mundo circundante de tal o cual sujeto social, así como de sus efectos institucionalizados por los grupos o clases al interior de la estructura social; como también es analíticamente discernible por el hombre de ciencia a través de la teoría. Por ello el cambio social no es la objetivación del movimiento que acaece en todo proceso social, sino el síntoma de su concreción más resuelta, explicitada a todas luces a finales del siglo XIX en el espacio social europeo (Revolución francesa). Sin embargo, la consecuencia de su universalidad comparte antecedentes que gruesamente han sido referidos como elementos constitutivos de la modernidad, bajo esa tal o cual lógica de la “normalidad del cambio”, siendo su concreción, como antecedente, las sociedades capitalistas.

La prefiguración histórica, como un proceso posible de universalización de las sociedades del capitalismo europeo, ha dado elementos de juicio para encontrar modelos del cambio social. La consecuencia ha sido un tentativo dualismo de oposición, no sin cierta valoración yuxtapuesta, entre la modernización y el conflicto, derrotero epistémico que sigue Burke, con lo cual se segmenta a través del dato puramente empírico y naturalista el proceso social como evolución. Y como el proceso de la vida social implica, desde este modelo histórico, lo gradual y lo acumulativo es lógico que su oposición se enfrente a toda ruptura y a las situaciones de conflicto. Por ello, la oposición de estos dos modelos, resultarían siendo enfrentados, sin embargo si se diferencia que el cambio social no es igual al proceso se puede observar que tal consecuencia es una pseuda-oposición. De lo contrario se asumirá una idea tan poca consistente y confusa como lo sugiere Burke, entre modernidad y ruptura. Lo cual retrotraería la discusión a un análisis sobre los posibles “modelos” de la modernidad o, en su defecto, pensar la modernidad ajena a toda ruptura.

Pero el grueso del asunto sobre la teoría del cambio social no radica sólo en una confusión o segmentación de términos, ni mucho menos en la posibilidad de elaborar un modelo con un mayor poder explicativo o de comprensión y de exclusividad para la comunidad científica; sino, en como la teoría del cambio social se ajusta relacionalmente al ejercicio político que constituyen las ideologías contemporáneas, acicatea a las ciencias sociales y también incide en los movimientos sociales. Es decir, como la teoría del cambio social adquiere cierta consistencia en función de aquellos elementos que han institucionalizado toda práctica social en la modernidad, a saber, la filosofía, la ciencia y la política.




Juan Archi Orihuela
Martes, 28 de septiembre de 2010.

domingo, 26 de septiembre de 2010

El “otro” y el “nosotros”

Términos como el “otro” y el “nosotros”, categorías tributarias de cierta fenomenología muy laxa, son espetados frecuente y sueltamente en toda retórica que intenta medianamente ser reflexiva. Tales reflexiones que se elaboran, apuntan a enfatizar la vida cotidiana, así como intentar la desobjetivación de los hechos sociales. Al margen de si esas reflexiones acicatean alguna práctica política o la complacencia pétrea del conformismo, lo cierto es que el otro y el nosotros responden a cierta temática culturalista acerca de la nación (considerada como problema en el Perú).

En gruesas líneas, la nación como fenómeno social, para el enfoque cultural, supone la constitución de un “nosotros”; su referencia tácita sindica los vínculos institucionalizados de determinados sujetos que comparten referentes culturales en común; referentes que generan una identidad en general y una pertenencia en particular. Por ello se nombra con el “nosotros” al grupo humano con el que uno comparte elementos culturales generales y comunes. Pero con la aparición del Estado-nación moderno esas formas institucionalizadas de vida compartida adquirirán sentido y función a través del poder político. En el interior de lo político, la construcción de un referente cultural se constituye en el eje vector a partir del cual toda práctica social aparece como una necesidad predeterminada, pero sobre todo se delimita la soberanía política frente a los demás Estados-nación. Eso generó que el ejercicio político se exprese a través de una entidad jurídica como la ciudadanía. El detalle es que la ciudadanía es la particularidad que permite la universalidad del Estado mediante su reproducción y no la universalidad que objetiva la reproducción del Estado. Esto resulta tan diáfano en el proceso de la colonización del mundo por Europa __que a su vez ha sido la determinación que ha posibilitado la concreción del Estado-nación__ en donde la reclasificación política de la población colonizada siempre se estableció mediante toda oposición a la civilización. De ahí que los dualismos políticos (barbarie y civilización), más allá de su polaridad e intencionalidad, expresan sin ambigüedades la situación de la dominación colonial de facto.

Tal resultado, prefigura el espacio en el que se encuentran ubicados los sujetos referidos por tales categorías, cuya concreción es la situación colonial. Para el caso del Perú, el “nosotros”, como un hecho histórico colonial, refiere al grupo humano descendiente de los europeos colonizadores o de las posteriores migraciones europeas para consolidar el Estado-nación emergente; y, en términos sociales, específicamente, pertenecen al “nosotros” los sujetos que comparten la vida social y la cultura occidental, hegemónica en el país. Mientras que el “otro” es el sujeto considerado como “diferente”, descendiente de las antiguas poblaciones colonizadas, su nominación ha variado de muchas maneras, antes era el natural, el nativo, el aborigen, el indígena, el indio y últimamente se ha convertido en el cholo. Sumándose a ello también a los descendientes de los negros esclavos, llamados afroperuanos, y la variedad de grupos humanos (“etnias”) de la amazonía, sobre las que últimamente recae mucho la atención. Además, las diferencias no sólo corresponde al ámbito de la cultura sino que también corresponde al ámbito económico. Esta delimitación no es gratuita ni fortuita ya que responde a una división social del trabajo a nivel mundial, producto de la colonización, sino cómo explicar que los descendientes de europeos en el Perú, luego de creada la república, nunca se encuentren en los estratos populares, sino que mas bien comparten el status de clase media y de los grupos dominantes, es decir, son el “nosotros”.

Ahora bien, la reflexión sobre el “otro” en el Perú ha generado un cierto tipo ideal weberiano, a saber, el cholo. Esto ha sido posible a través de las ciencias sociales, específicamente por algunas tesis sobredimensionadas de algunos sociólogos que ejercen cierta hegemonía en el “campo” de la investigación social, y por cierta influencia contundente y mediática que ejerce sobre la vida cotidiana los mass media.

Sin embargo hay una diferencia entre ambos, ya que los móviles son diferentes; mientras que para los mass media el cholo es publicidad, sensacionalismo y festejo, para algunos sociólogos y antropólogos se trata del agente que modifica el espacio político y cultural del país; para decirlo engoladamente: es el nuevo “rostro del Perú”.

Aquella referencia al “rostro”, de modo figurativo, es sintomática porque implica una valoración y una percepción en particular. La pintura “Migrantes” que aparece como portada en un compendio de antropología peruana, explicita el asunto, o, en todo caso, es buen ejemplo (Véase la figura que se encuentra en la parte superior derecha del texto). En la pintura aparecen seis rostros sobre el fondo de un paisaje andino, y como el título del motivo reza “migrantes” se comprende la condición que comparten en común; pero el detalle que llama la atención es que cinco de los rostros son representados asimétricamente, literalmente son deformes, a excepción de uno de ellos que mantiene cierta simetría; la razón, los cinco personajes de aquellos rostros deformes visten a la usanza del modelo civilizatorio urbano burgués (saco y corbata en los varones y traje sastre, maquillaje y joyas en las damas) hegemónico en el mundo, mientras que el único rostro simétrico mantiene un sombrero campesino, cuyo rostro curtido por el trabajo agrícola evidencia su situación.

Tal representación pictórica compendia dos ideas, una latente y otra manifiesta, sobre el proceso de la migración, cuya serie es “migrante-andino-cholo”. Una de ellas es que la vida urbana ha “deformado”, para seguir con la intención del cuadro aludido, al “otro” (el hombre andino-campesino); la otra idea es que la “deformación” del “otro”, es decir el cholo, no se debe a la vida urbana sino que tal deformación es la percepción de quien lo percibe, obviamente el no-cholo. Tales ideas generan dos interrogantes: ¿cómo se ha deformado al “otro”? Y ¿quién deforma al “otro”? Desde Arguedas, y para muchos que aún se dejan embelesar por su romanticismo provinciano, la deformación de los rostros del “otro” (el cholo) se debe a la modernidad (u “otra modernidad” como reza un conocido artículo sociológico al respecto). Más aún, la “deformidad” de los rostros sería el síntoma de la identidad: el problema de la identidad.

La respuesta para la segunda interrogante es tácita, es el “nosotros” y se expresa cotidianamente en la constitución del habla. Para decirlo coloquialmente: “¿Manyas?”.





Juan Archi Orihuela
Domingo, 26 de septiembre de 2010.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

La afirmación cultural y el desarrollo. Una pretensión oficiosa de lo políticamente correcto

El planteamiento de una relación existente entre cultura y desarrollo es sostenido actualmente por la antropología para el desarrollo, cuyas implicancias son los diseños y planificación de políticas, a través de instituciones, que apuntan a poder sobrellevar los problemas acuciantes del llamado tercer mundo, siendo el de más laceración: la pobreza. Lo que subyace al ejercicio de esta “corriente técnica” es un fenómeno social que tiene una dimensión de alcance mundial, como es aquella polaridad existente en el sistema mundo moderno entre centro y periferia. Tal polaridad ha generado la reproducción económica capitalista bajo la antinomia entre trabajo y capital en los centros; mientras que en la periferia a dicha antinomia se ha sumado el de raza como una categoría re-clasificatoria de la sociedad bajo una política colonial, para convertirse luego en etnia, bajo una situación postcolonial. La consecuencia mas palpable de esto es la acentuación de la etnia frente a las políticas de desarrollo, cuando se encuentra ciertos limites en la reproducción del modelo civilizatorio burgués, a través de la manifestación de prácticas corporativas precapitalistas, que tienden a incorporar a los sujetos mediante el subempleo.

Frente a esto y como una consecuencia del desarrollo económico de los países capitalistas del centro, quienes planteaban el desarrollo bajo el proceso industrial del mundo burgués, se ha generado la apertura de ciertos discursos antropológicos que apelan a la reproducción de las etnias en la periferia, para acentuar un proyecto de desarrollo basado en la cultura. Así surge el imperativo de entender el desarrollo como un “aumento de la calidad de vida”, lo cual indica el carácter hiperreferencial de la cultura para toda manifestación humana.

Como la tesis de la cultura señala la producción material y simbólica de un grupo humano para la reproducción de su vida social, las sociedades de la periferia, que bullen de pobreza, bajo el planteamiento del desarrollo como política de planificación, se encuentran conducidas bajo tal determinación. Por ello la afirmación cultural adquiere su necesidad bajo aquel postulado, no sólo teórico sino como un ejercicio planificado que involucra toda una serie de consecuencias en la organización social, como es el paso de una solución política, como era antaño, a una solución técnica, como hogaño se sustenta. Esto contiene algo sintomático, la pobreza anteriormente refería la intervención Estatal porque se la consideraba como un problema social, cuya resolución pretendía la erradicación de las relaciones de desigualdad; ahora como solución técnica, se intenta sólo evitar que existan pobres.

Aquel resultado técnico es lo que anima la afirmación cultural para que se genere un desarrollo, ya sea “sustentable”, “humano” o “autentico”. Reconocer esta impronta permite ubicar las condiciones de posibilidad que puedan existir para que tal planteamiento sea efectivo. Entre las condiciones de tal planteamiento se ubicaría el carácter no asistencialista de las políticas de desarrollo porque si van a tener aquel amparo, se reproducirá los mecanismos de la pobreza, como son las desigualdades sociales articuladas al dominio y apropiación de los recursos beneficiarios. Por tal motivo la implementación de prácticas productivas que generen una cierta autonomía resulta más efectiva, pero más complicada, para sortear una situación de pobreza.

También se debe reparar en la dimensión de las prácticas corporativas que se entretejen con las relaciones parentales, porque al constituir el entramado cultural su determinación esta sujeta a tales o cuales prácticas que se aplican desde afuera, las cuales la convierten en mecanismos de reproducción de la pobreza.

Tales condiciones han sido pensadas como factores exógenos que al ser racionalizados por una planificación, su espera exige la valoración y empleo de ciertos indicadores cualitativos. Este detalle se encuentra en consonancia con la referencia a la cultura que es concebida de modo orgánico, lo cual puede reducirse al siguiente razonamiento: un elemento afecta al todo. De ahí que la preocupación por la afectación y el manejo de cualquier elemento cultural se vea justificada por la repercusión a que conduce tal o cual política de desarrollo. También a ello se suma la apariencia de un desconocimiento de la cultura nativa predicada como “incomprensión cultural”, la cual se sustenta en las relaciones de polaridad de la situación post-colonial reproducida por la presencia del Estado en un primer momento y luego por el mercado. Esto último merece una observación que afecta al postulado del desarrollo.

Actualmente la problemática cultural se relaciona con una idea genérica acerca de un fenómeno que ha sido nominado, de modo reflexivo y figurado, como globalización. El dato manifiesto de la concreción de la globalización no sólo requiere de la apertura del mercado mundial, la cual es su tendencia empírica, sino que también comprende la reconfiguración de la vida social a través de la resignificación de la mercancía como un símbolo. Este último detalle ha supuesto toda una serie de tesis que apuntan a privilegiar los espacios con sentido, como una suerte de alcance mediático, para reconocer que la apropiación de aquellos espacios supone una precomprensión articulada a una serie de significaciones dada libremente por los sujetos. De ahí que se postule que la capacidad de elección entre lo tradicional o lo moderno se encuentra en consonancia con la naturaleza de tales relaciones, lo cual conduce a plantear formas de desarrollo a partir de lo tradicional incorporando a lo moderno o a la inversa, partir de lo moderno a lo tradicional. Pero para que tal relación no sea un juego lógico conmutativo, la diferencia se establece en la focalización del espacio a desarrollar. La primera relación supone una condición de prácticas precapitalistas que, modificadas o reproducidas bajo cierta pérdida de sentido y función, se articule a la dinámica de la producción regional. Mientras que la segunda relación implica la articulación regional condicionada a un centro de producción capitalista o por lo menos de mecanismos que institucionalicen tales prácticas.

La oscilación de tales relaciones como planificación técnica y como dato manifiesto por la cultura permite el privilegio de un sujeto incondicionado que haga uso de las resignificaciones de la mercancía, este sujeto es el “otro”. Su situación empírica, el de ser pobre, lo opone y distancia del objeto producido como manifestación cultural, la cual si no está referida al ámbito material adquiere un privilegio en la resignificación de sus acciones. Esto resulta patente cuando se intenta valorar una tradición a partir de la sola reproducción de las acciones humanas, las cuales dificultan la aplicación de indicadores para medir tal o cual desarrollo. Sin embargo, cabe anotar que el sólo dato manifiesto de la cultura si bien es cierto permite relacionar sentidos, estos sentidos se organizan en función de relaciones de poder, organizadas por una determinación racional. Esta idea encuentra su sustento en la postulación del desarrollo como una política de planificación que mantiene un sesgo organicista.

La noción de desarrollo al estar relacionada a aquella tesis que asume que los elementos orgánicos de un organismo natural tienden hacia su complejización, ha supuesto una suerte de perfectibilidad en el funcionamiento orgánico. De ahí que se postule que todo organismo complejo es resultado de un desarrollo previo que le asegura su subsistencia. Esta idea referida al mundo social para que adquiera cierta funcionalidad implica la racionalización de la vida social que ha supuesto el sistema mundo moderno a través del despliegue de fuerzas, que han trasformado las relaciones humanas, configuradas por el trabajo. Lo cual hace suponer que la determinación de toda planificación de políticas de desarrollo considera la confianza en la perfectibilidad de la vida humana, para poder sobrellevar los conflictos, acuciados por la situación, en este caso, de pobreza a escala mundial. Es decir, se piensa que la consecuencia del crecimiento de la pobreza se debe a las no planificaciones de políticas gubernamentales y no que estas sean la causa. Y para esto el elemento cultural representa un papel central.

Por ello la afirmación cultural es la tesis ineludible al respecto de tal problema, más aún si se vuelve un proyecto que tiende a desarrollar la vida social sustraída de referentes contrapuestos y vaciada de sus determinantes históricos.

Esta apelación es sintomática para el caso peruano. En el Perú, como país pots-colonial, se articulan relaciones sociales precapitalistas y capitalistas tendientes a configurar ejes regionales de reproducción cultural, cuya determinación pasa por el dato múltiple y diverso de sus manifestaciones. Estos ejes, algunos polarizados bajo binomios como sierra o costa, o como sierra-selva o costa, permiten percibir fenoménicamente una dinámica distanciada de los centros urbanos; o, en su defecto, la apelación a la vida tradicional intenta referir tal apariencia, sobre todo cuando se sobredimensiona tal dato bajo la categoría de lo “no-occidental”, contrapuesto a algo así como una “cultura occidental” omnívora. Tal dicotomía ya genera un sesgo de cariz valorativo que insufla el dato cultural como lo originario por el solo hecho de ser tradicional. Pero esto no tiene nada de curioso o ahistórico, sino todo lo contrario es manifiestamente referible e histórico. Sin embargo, cabe reparar que tal privilegio en la cultura, como una afirmación cultural, supone la valoración de un desarrollo al margen de los procesos mundiales de post-colonización. Porque tal tesis supone que la cultura es el sustento de la vida social y no la expresión de esa vida social, lo cual indica plantear, como ya he mencionado anteriormente, la pobreza no como un resultado de una relación social producto de la desigualdad, sino como una anomalía incongruente a la racionalización de la vida social. De ahí que se piense que frente a esta “anomalía”, perjurio de la razón, cabe sólo una planificación técnica, que involucre la participación libre del “otro” nativo, tradicional, o tercer mundista: pobre.

Tal es así que la sola postulación de la cultura del “otro” tradicional en el Perú, sobre el cual se intenta modificar su modo de vida social, es decir, generar desarrollo, sustrae las determinantes históricas que han posibilitado la aparición de ese “otro” diferente. La referencia se da en serie, el aborigen, el nativo, el indio, el campesino, y ahora el “cholo”, junto al negro. Si bien es cierto a partir de esta serie se ha construido toda una tipología valorativa, esta no cae sólo en la imaginación sino que corresponde a una reclasificación social en países post-coloniales articulados al trabajo-capital, y por lo tanto no se encuentra aislada en un ethos cultural originario. De lo contrario, la apelación a ciertas tendencias mistificantes del indianismo para elaborar un proyecto autónomo resultaría siendo el más pertinente y efectivo para tal caso, lo cual sería un despropósito porque parte de aquel error de sobredimensionar al dato cultural. O ¿tal vez el nacionalismo contemporáneo, ejercido como pragmatismo político, es la idea cristalizada de “la cultura como un vehículo del desarrollo”?




Juan Archi Orihuela
Miércoles, 22 de septiembre de 2010.

sábado, 18 de septiembre de 2010

El ser moral y el malestar en la cultura

Cuando uno escucha la letra de aquella canción muy conocida llamada El Hombre (un huayno ayacuchano): “Yo no quiero ser el hombre/ que se ahoga en su llanto/ de rodillas hecho llagas/ que se postra ante el tirano” (*), no puede evitar cierta simpatía ante tal pretensión corajuda del ser moral. El ser moral es la condición que ha hecho posible la vida social según los filósofos. Pero esto no quiere decir que el ser moral se piense siempre desde la metafísica. Ya Darwin, en su voluminoso libro La descendencia del hombre, consideraba que la moral era el resultado de la evolución de la especie. La concreción del ser moral obviamente adquiere su particularidad en aquello que los antropólogos llamaron genéricamente como la cultura.

Pasa seguir con aquella canción tan simpática, sonora y moralmente aceptable (por lo menos en el Perú o para algunos cuantos que la hayan escuchado), el ser moral posibilita una vida digna de ser vivida (la metáfora es tan diáfana que no cabe una glosa aparte). Esto corresponde a lo que gruesamente se ha dado en llamar “ideales”, que en sentido estricto no es más que la reproducción de ideas asociadas a la moralidad, y que tácitamente corresponde a la práctica de vida de tal o cual sujeto. Pero el asunto de la moralidad para que adquiera su importancia debida en el plano político, lejos de plantearse como el deber ser, debe ser planteado en sus condiciones de posibilidad dentro de la cultura contemporánea. El psicoanálisis al respecto, ha presentado el problema de la manera más irritante e interesante posible.

En el famoso escrito El malestar en la cultura (1930) de Sigmund Freud se ensaya las implicancias de la vida psíquica en la sociedad y se plantea la problemática cultural como una afectación al desenvolvimiento de la vida psíquica del hombre. La observación inicial de Freud, con respecto al hombre, es la ambigüedad de la valoración (el ser moral) que ejerce el hombre cuando justiprecia, pues “mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia en cambio los valores genuinos que la vida le ofrece”. Aquí cabe interrogarse ¿en qué consisten esos valores genuinos que la vida ofrece? O ¿la ambigüedad se barrunta en el desconocimiento de que esos valores genuinos posibilitan el poderío, el éxito y la riqueza que tanto se admira o se desea? O, para usar una frase ya común de Zizek, será “porque no saben lo que hacen”. Ese no saber lo que se hace, involucra la operatividad de una serie de elementos del aparato psíquico, a saber, el Yo, el ello y el superego, presentes en la vida psíquica.

Uno de los “efectos” sometidos a análisis son los “sentimientos” asociados al deseo, presentes y tan ambiguos frente a los valores. Una de las tesis de Freud al respecto de las llamadas necesidades religiosas es asociar a “la religión como una ilusión”, y su “derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquel suscita”. Esto apunta a observar qué es lo que subyace en la religión, o a aquello que el hombre común concibe como su religión. Sumariamente se busca a través de ella el valor a la vida, tal interrogante (“¿cuál es el objeto que tendría la vida humana?”) sólo sería posible en el interior de un sistema religioso. Por ello lo que cabe interrogar prudente y laicamente es “¿qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta; qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella?”. La respuesta para Freud es obvia, los hombres “aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo”, mediante dos fases: “evitar el dolor y el displacer, y experimentar intensas sensaciones placenteras”. Pero como lo segundo es considerado estrictamente como la felicidad, y su búsqueda ya de por sí resulta infructuosa, se hecha andar mecanismos lenitivos para lo primero, como las distracciones, satisfacciones y los narcóticos. Esto porque la situación de sufrimiento amenaza por todos lados en la reproducción de la vida cotidiana; siendo inevitable que la materialidad de nuestros cuerpos se sometan al envejecimiento y la supremacía que ejerce la naturaleza sobre el hombre mediante la determinación fisiológica; dejando como posibilidad y como problema, dirá Freud, a “la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad”.
Lo último acentúa y permite reconocer aquellos métodos usados frecuentemente para evitar el dolor. En la vida cotidiana uno puede, y generalmente se encuentra sometido, a reproducir el aislamiento voluntario, apelar al uso de drogas (la intoxicación), enfrascarse en la vida intelectual, baladronear de cinismo, ilusionarse con el amor, o refugiarse en el deseo estético. Sin embargo, el grueso del problema no radica en cómo afrontar o saber sobrellevar tales “tentaciones”, sino en reconocer que tales prácticas corresponden a cierta gradación en la evolución cultural (el rasgo del carácter, la sublimación y la insatisfacción de instintos poderosos) y que a su vez responde a la antitesis entre cultura y sexualidad.

Tal antitesis es la piedra angular de los límites de la moralidad. Por un lado la sexualidad, cuando adquiere su concreción mediante el amor sexual contiene su limitación frente a la cultura. El amor sexual por un lado genera una dependencia con el mundo exterior, exponiendo al hombre a los mayores sufrimientos (el desprecio, el engaño o la contundente muerte). Y por otro lado, posibilita las más intensas vivencias placenteras. Esto debido a que se constituye una relación entre dos personas. Mientras que la cultura implica la relación entre un mayor número de personas, regulados por mecanismos, generalmente no tan eficientes, como la familia, el Estado y la sociedad. Sumado a ello, la cultura implica sacrificios (limitaciones) a la sexualidad y a las tendencias agresivas del hombre mediante la moral. Ahí manifiesta lo ambiguo de la valoración moral. En gruesas líneas, la moral es el precio a pagar frente a la agresión (impulso innato en el hombre) para que sea posible el desenvolvimiento de la cultura.

Ante esto cabe preguntarse si ¿el ser moral reproduce una determinada práctica política o más bien es la antitesis de toda práctica política? ¿Paradójico?



Juan Archi Orihuela
Sábado, 18 de septiembre de 2010.
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(*) Ahi el enlace de la canción El Hombre que figura, por otros medios, el ser moral:



lunes, 6 de septiembre de 2010

Quien dice “todo va bien”, tal vez en el fondo diga “todo va mal”






¿Quién no recuerda la vieja figura kafkiana de aquel trabajador diligente que, tras una noche intranquila, despierta convertido en un insecto? La metáfora es sugerente y no es la única figura en el imaginario de Kafka, por esa senda de asfalto literario también caminan “El artista del hambre” y “El artista del trapecio”, cuentos breves, punzantes y muy sutiles. ¿Trabajadores, los oficinistas maniacos? ¿Trabajadores, los ascetas? ¿Trabajadores, los malabaristas?

En estos tiempos del libre mercado, bajo la omnipresencia del desempleo a nivel mundial, este sistema que vomita a los hombres fuera del empleo (ese “horror económico” que espantó tanto a la periodista Forrester) ¿Quién se identifica como trabajador? ¿Acaso la situación del trabajo en el capitalismo tardío no sigue generando la metamorfosis kafkiana, a través de una mala parodia de malabaristas y ascetas resignados en su jaula, prestos al espectáculo?

A lo largo de todo el siglo XIX y XX se identificaba a los trabajadores con los obreros, lejos del proceso de proletarización, el resto de la población, era el síntoma del capital. Es decir, la suspensión de la universalidad del capitalismo permitía la reproducción del subempleo, explicitada por la venta de fuerza de trabajo al más bajo precio ya que la competencia y la sobreoferta de mano de obra excedían, y exceden aún, a la necesidad del capital. El desarrollo de la técnica tiene mucho que ver en esto, en el sentido de que su especialización, en función de la producción, permite una liberación de potencia no humana que transforma la naturaleza de acuerdo a un orden social; en aquel orden social se reclasifican las pautas y conductas de la población en función de necesidades que acucia el mercado. Y como bien es sabido, todo orden social en el capitalismo se ajusta a la reproducción de la particularidad del trabajador que no sólo se circunscribe al sector proletarizado, esto se hace patente en el sector pequeño burgués, que en sentido analítico, lo conforman el gran contingente, si cabe el término, de obreros-profesionales.

Tal observación tiene cierto asidero a través del cine. Sucintamente, en la pelicula Todo va bien (1972) de Godard, una fábrica de embutidos ha sido tomada por el sindicato de obreros. La escena se ubica a cuatro años después de mayo del 68. Los obreros franceses, bajo cierta teatralidad disponen de la situación, tomando de rehén al administrador. Llaman a la prensa, viene una periodista en compañía de su pareja (un publicista que antaño hacía cine alternativo) en suma, una pareja pequeño burguesa; pareja protagónica que a lo largo de la película hilvanan su vida cotidiana a través de la problemática de la enajenación del trabajo y, sobre todo, se plantean la posibilidad de seguir siendo pareja bajo tal situación social. El administrador en plena entrevista, señala que la actitud de los obreros ha sido precipitada, sin justificación, además enfatiza: “El problema de la enajenación del trabajo era un problema del siglo XIX, ahora ya estamos en otro siglo, nuestras instituciones funcionan, en Francia sobre todo, los tiempos de Marx y Engels ya pasaron, sólo esto se les ocurre a los filósofos marxistas y a ciertos intelectuales que azuzan a los obreros”. Sin embargo, las condiciones de trabajo a partir de cierta presentación testimonial que realiza Godard, a través de sus personajes, expresarán que la enajenación no sólo se presenta dentro de la fábrica, el espacio laboral, sino en los espacios en que se reproduce la vida cotidiana. Una de las obreras señala que cuando llega a casa, su marido no la toma en cuenta, ya que viene oliendo a embutido y encima tiene que asumir los quehaceres del hogar que la fatigan en exceso, pero sobre todo siente temor al acostarse con su marido “eso es lo que más temo, acostarme con mi marido, tener otro hijo, el dinero ya no alcanza”. Por su parte, los demás obreros expresan, además de la justificada queja del salario, que el espacio laboral genera cierto entumecimiento que acrecienta un temor cuando se llega a casa. Ya que no se trata sólo de enfrentar el trabajo, sino a la esposa de nuevo.



Por su parte la pareja de profesionales, también trabajadores en sentido estricto, trabajadores sin overol, obreros-profesionales, se enajenan en la reproducción de la vida pequeño burguesa. El goce del ejercicio intelectual, del arte, el sexo y la afectividad cae en la monotonía porque el trabajo de uno contrapone los intereses del otro. Ya no son gratas las salidas al cine, mientras la toma de la fabrica siga, ya no se puede tener intimidad si luego uno de ellos se irá, sin mas ni mas, al racionalizado trabajo profesional. La simple conversación, sin la mediación corporal, resulta muy difícil entre ambos, si no se recriminan los detalles pendientes de sus vidas antes de conocerse. El salir de compras, típica actividad compulsiva de la mujer pequeña burguesa, le genera a la protagonista un extrañamiento mediante el consumo, los espacios tan cercanos le serán tan distantes porque la adquisición de las cosas no permite que la vida cotidiana sea funcional a sus afectos. De ahí que cuando él le pregunte a la periodista, “¿cómo va todo?”, ella responda musitadamente “todo va bien”. En realidad “todo va mal”, ya que no es sólo su vida, sino la vida de los demás que en el fondo son como ella, unos trabajadores sujetos a la lógica del capital. Ese detalle casi inadvertido resulta ignorado por muchos trabajadores-profesionales, que asumen que su condición de trabajo es distinta a la que realizan los demás trabajadores, espetados como obreros. Ellos también venden su fuerza de trabajo. De ahi que todos sean en el fondo unos obreros sujetos al capital.

En sentido figurado, los trabajadores-profesionales resuman y expresan mejor la enajenación del trabajo a partir de la problemática, tan epidérmica, de la afectividad en la vida cotidiana. Si esto es así ¿por qué no se organizan? Como una tentativa respuesta, la reproducción de la vida narcisista del proceso de individuación se encuentra asociada a la reproducción de la técnica. Esto casi siempre pasa desapercibido si no se repara en aquello que los intelectuales de Frankfurt llamaban la atención, a saber, la técnica como ideología. Sumado a ello, si uno repara en ese eslogan liberal de “la muerte de las ideologías” e intenta encontrarle cierto asidero, lo único que encuentra es la prodoucción del cine de Hollywood (Cine que últimamente enfatiza la amenaza de los desastres naturales e historias entumecidas de cualquier Tarantino) en el que la amenaza fantasmática al individuo es la constante. Muchas veces la respuesta del individuo contemporáneo ante tal situación es la frivolidad más descarada que uno pueda imaginar. O, es una exageración mía, ya que “¿todo va bien?”.





Juan Archi Orihuela
Lunes, 6 de septiembre de 2010.